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Authors: David Safier

Tags: #Humor

Una familia feliz (17 page)

BOOK: Una familia feliz
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—¿Y qué me habrías hecho a mí? —pregunté.

La respuesta llegó en el acto:

Me eché a reír de nuevo. Fue fantástico reír tanto. Liberador. Y estuvo bien que quien lo provocara fuera mi propio esposo.

Agradecida, le di un beso en el tornillo de la mejilla. Sabía a metal oxidado. Su rostro gris enrojeció con el beso. Fue maravilloso, pues eso significaba que no tenía que encontrar la llave de su corazón, ya la tenía. Así pues, no había perdido del todo a mi familia.

ADA (7)

Puesto que el televisor de tubo que había en la habitación sólo se veía con interferencias, subí a la azotea del hotel para despejar el coco. Estaba bastante destrozada: hay cosas mejores que oír decir a tu propia madre que querría tener una hija diferente. Yo no era su preferida, como pensaba el tarado de mi hermano, sino su diana preferida. Además, no había avanzado un solo paso en la cuestión, que no me había planteado nunca hasta el día anterior, de «qué quiero hacer con mi vida».

Al llegar arriba, vi algo que me arrancó de mis tristes pensamientos. La vieja bruja estaba en el extremo más apartado del tejado plano del hotel y parecía hecha papilla: estaba empapada en sudor, pálida y temblorosa. Normal, se iba a morir dentro de cuarenta y ocho horas.

—¿Qué tú hace aquí? —me preguntó, tan sorprendida como yo. Por lo visto, la vieja no tenía ni idea de que nosotros también habíamos parado a hacer noche en ese hotel.

—¡Vas a transformarnos de nuevo ahora mismo! —grité sin pensarlo.

—No pienso hacer —contestó, y trató de levantarse.

—Pues yo atizo a ti en tarro —la amenacé.

—Yo no tiene tarro —contestó desconcertada la bruja.

—Pero a ti salir buen chichón.

—Tu habla raro —comentó, ya de pie y tambaleándose.

La vieja tenía razón, no podía seguir hablando como un indio.

Corrí a toda prisa hacia ella y, cuando ya casi la había alcanzado, recordé mis poderes de hipnosis. Frené, me planté delante de la vieja y la miré profundamente a sus ojos verdes, que brillaban como un lago donde habían vertido cantidad de residuos radioactivos.

—Quiero que vuelvas a transformarnos —dije.

La vieja se echó a reír a carcajadas, que parecían balidos repugnantes. La bruja también era inmune a mi hipnosis; por lo visto, sólo funcionaba con la gente normal.

—Yo maga —dijo con aires de superioridad.

—No, ¡tú pronto envío yo a hospital! —grité.

—Tú habla otra vez raro —dijo, y sonrió tan ampliamente que se le vieron todos los dientes podridos.

—¡ARGGGG! —grité furiosa y levantando el puño.

—¡Y ahora grita raro! —Sonrió más ampliamente todavía.

Se divertía cachondeándose de mí. Igual que yo me divertiría liberando a su boca de los dientes que le quedaban. Cuando estaba a punto de atizarle, sacó el amuleto de plata con su mano temblorosa y masculló:


Re invoc a terici...

El amuleto brillaba con tanta intensidad que me cegó. No podía ver nada, pero golpeé de todos modos, puesto que sabía dónde estaba la bruja... Mi puño no la alcanzó. Y no porque hubiera apuntado mal, no. La bruja había desaparecido. ¡La muy idiota se había esfumado! El golpe dio en el aire, mi propio impulso me arrastró, perdí el equilibrio y tropecé. Mi pie derecho chocó contra el borde del tejado. Luego le siguió el izquierdo. Y me precipité en el vacío.

Descendí cabeza abajo a toda pastilla, el viento me silbaba en los oídos. Por extraño que parezca, no tenía miedo. Sólo estaba infinitamente triste: mi vida aún no había empezado de verdad.

Me habría echado a llorar, pero no me venían las lágrimas. Todavía me entraron más ganas de llorar porque no podía llorar.

De repente se me pasó por la cabeza que quizás mi cuerpo intentaba decirme alguna cosa, algo así como: «¡No lloriquees, idiota! Has desperdiciado tu vida compadeciéndote de ti misma y por eso no has hecho nada. Deja de lloriquear al menos en el último momento.»

Si ése era el mensaje, ¡mi cuerpo tenía razón! No había hecho más que quejarme. ¡También podría mover el culo y cambiar mi vida! Abandonar los estudios, viajar como había hecho Cheyenne, que era mucho más feliz con su vida que mamá, todo hay que decirlo.

Exacto, ¡eso sí que era un plan! Hacer lo mismo que Cheyenne: irme de casa, ver mundo ¡y descubrir qué me llenaba y me hacía feliz!

«No hay nada bueno hasta que uno mismo lo hace», decía un autor que habíamos estudiado en clase de literatura alemana. ¿Quién había sido? ¿Goethe? ¿Schiller? ¿Me importa un pepino?

Lástima que una llegue a sabias conclusiones de ese tipo cuando sólo le quedan siete segundos de vida. En semejante situación, lo de «mejor tarde que nunca» no servía de consuelo.

Pero no pensaba quejarme ni ser una llorona en los últimos instantes de mi vida. Quería enfrentarme a la muerte con valor. De repente, noté que me agarraban por el tobillo y frenaban bruscamente la caída. Abrí los ojos y vi que mi cara se acercaba a la pared del hotel.

—¡AHHH! —grité, pero no sirvió de nada, claro. Choqué de cabeza contra el muro. Me dolió horrores.

Acto seguido, oí a Jacqueline decir desde arriba:

—Suerte que no es una persona de verdad, o ahora tendría cara de pizza margarita sin queso.

Levanté la vista y me di cuenta de que me balanceaba cabeza abajo y papá, que estaba en una ventana abierta con el resto del grupo, me sujetaba por el tobillo. Por lo visto, me habían oído discutir con la bruja y papá me había agarrado en plena caída libre, ¡y me había salvado la vida!

Después de que me aupara por la ventana, me eché en sus brazos. Papá soltó una carcajada estruendosa y me estrechó con tanta fuerza que casi me ahoga. Hasta que mamá dijo:

—Creo que deberías soltarla.

Compartí su opinión.

Papá me soltó. Sin darme tiempo a examinarme el tórax en busca de posibles contusiones, mamá me abrazó e incluso vertió unas cuantas lágrimas de alivio.

—Mi Snufi..., mi pobre peluchito...

Estuve a punto de llorar con ella, pero recordé la conclusión a la que había llegado durante la caída: ¡mis días de llorona tenían que acabar de una vez por todas! Me liberé del abrazo y aparté un poco a mamá, cosa que la desconcertó. La miré y recordé de nuevo la discusión que habíamos tenido antes. Todavía me dolía que prefiriera tener una hija diferente. Gracias a la caída, se me había despejado la cabeza y vi muy claro de qué manera podría irnos mejor a las dos, de qué manera tenía que hacerme con las riendas de mi vida: tenía que alejarme de ella. Mucho. De todo. Descubrir el mundo. Como Cheyenne.

—¿Dónde está Baba Yaga? —dijo Max, interrumpiendo mis pensamientos.

—Ha hecho un numerito de magia y ha desaparecido —contesté, y les conté rápidamente nuestro encuentro.

—¿Qué hacía aquí la bruja si no sabía que estábamos en el hotel? —preguntó mamá, que se secó las lágrimas con la manga.

—Se le estarán acabando los poderes mágicos —dedujo Max—. Y sólo puede trasladarse unos cientos de kilómetros en dirección a Transilvania con su magia.

—Pues tendríamos que saber adónde ha ido—opinó mamá—, y tenderle una emboscada.

—Por desgracia, la pitufa Baba Yaga no me ha dicho adónde pensaba dar el salto —dije compungida.

—Si encontramos su habitación, a lo mejor descubrimos alguna pista —propuso Max, y echó a correr por el pasillo del hotel con el morro pegado al suelo—. ¡Su olor es cada vez más intenso!

Mientras los demás corríamos tras él tan deprisa como podíamos, me alegré de no ser un hombre lobo. Para un olfato normal, la bruja ya olía peor que un vestuario de chicos.

—Aquí, ¡es esta habitación! —gritó de repente Max, lleno de júbilo.

Entramos corriendo.

—Ni ropa ni nada —constaté decepcionada.

—Por lo visto, las brujas viajan ligeras de equipaje —añadió mamá.

—¡Ahí hay un
flyer
! —dijo Jacqueline, señalando un folleto que había encima de la cama.

Mamá lo cogió.

—Es de Madame Tussauds. ¿En Viena? ¿También tienen un museo de cera?

—Como nosotros en Berlín —dijo Max—, son franquicias.

—¿Qué mierda es eso? —preguntó Jacqueline.

—Una franquicia es...

—... eso ahora da igual —lo interrumpí, y pregunté—: ¿Por qué querría la bruja ir allí? ¿Aprovecha sus últimas horas para hacer turismo?

—Si hay que creer en la cábala judía —Max volvía a estar conectado en modo conjetura—, en el mundo hay lugares donde los efectos de la magia son más fuertes y donde se cruzan líneas de fuerza mágicas formando nudos de comunicaciones.

—¿Y también son nudos de comunicación para seres que viajan por arte de magia? —lo interrumpió mamá.

—Menuda tontería —comentó Jacqueline y, excepcionalmente, compartí su opinión.

—Los cabalistas que crearon el Golem creían en esos nudos de comunicación —se ratificó Max.

—El Golem es un personaje mitológico inventado —lo contradijo mamá.

—Lo mismo pensábamos de Drácula y Baba Yaga.


Touché
—dijo mamá, asintiendo con la cabeza.

—Entonces, ¿el Museo de Cera Madame Tussauds es uno de esos nudos de comunicación mágicos? —pregunté dubitativa.

—Y también debe de serlo este hotel —contestó Max.

—Pero nosotros no podemos viajar por arte de magia —señaló mamá—. Sólo tenemos una furgoneta. Tardaremos unas horas en llegar a Viena. Y, para entonces, Baba Yaga ya estará cruzando los Cárpatos.

—No creo —repliqué esperanzada—. La vieja estaba hecha polvo, reunió sus últimas fuerzas para desaparecer. A lo mejor está tan acabada que tiene que descansar en Viena y podemos atraparla.

Mamá meditó un momento y luego dijo decidida:

—¡Saldremos ahora mismo! Y obligaremos a la bruja a que nos transforme de nuevo y nos devuelva a Berlín por arte de magia.

«O a cualquier otro sitio», pensé. De repente, lo vi más claro que el agua: si pillábamos a la bruja, no la obligaría a que me transformara otra vez. La obligaría a llevarme muy lejos, a un lugar donde pudiera encontrar la felicidad.

EMMA (10)

Viajamos de noche por la autopista hacia Viena. Yo iba sentada al lado de Cheyenne, en el asiento del copiloto, y cada vez que levantaba el pie ni que fuera un poco del acelerador, la obligaba a volver a pisarlo a fondo. En la parte de atrás de la furgoneta, Frank roncaba en el suelo, y Jacqueline jugaba con su iPhone sin dignarse a mirar a Max. En cambio, Ada parecía de buen humor, totalmente cambiada. ¿La había animado la adrenalina que corría por sus venas a causa de la caída? ¿O tal vez la perspectiva de que, con un poco de suerte, pronto dejaría de ser una momia? No quise preguntárselo, notaba que aún no me había perdonado por la discusión y me avergonzaba de haberla atacado tan duramente.

Dejé de observar a Ada y volví a mirar a Cheyenne: ella no tenía hijos con los que tuviera que pelearse. En contrapartida, tampoco había sentido nunca la felicidad que da tenerlos.

—¿No te has arrepentido nunca de no haber tenido hijos? —le pregunté.

Cheyenne se quedó sorprendida un momento, y luego contestó:

—Bueno, un día leí que la gente que tiene hijos vive más años.

—¿De verdad? —pregunté.

—Sí, pero también envejece antes.

Me eché a reír, y ella rió conmigo. Sin embargo, noté que sólo había querido disimular su melancolía.

—¿Nunca quisiste tenerlos? —insistí.

—Sólo con un hombre. Pero no pudo ser —me contó, esforzándose por que la voz le sonara lo más neutral posible.

—¿No sería con Drácula? —pregunté espantada.

Cheyenne negó moviendo con vehemencia la cabeza, pero no me reveló de qué hombre se trataba si no era el príncipe de los malditos. Callamos un rato y luego dijo:

—Me gustaría ser tú.

Eso me desconcertó.

—¿Porque tengo familia?

Cheyenne soltó una carcajada.

—¿Por tu fa...? ¡No deberías hacer reír a una vieja con problemas de incontinencia!

—Pues, entonces, ¿por qué? —pregunté estupefacta.

—Eres un vampiro. Eres inmortal...

Parecía muy melancólica. No me extraña, al fin y al cabo, ya era mayor y no le quedaban demasiados años de vida. Cuando yo tuviera su edad, ¿acaso no me maldeciría a mí misma por haber rechazado la oferta de juventud eterna que me había hecho Drácula? ¿Cuando fuera en silla de ruedas, tuviera incontinencia urinaria, reuma y verrugas, y tuviera que discutirme con los del seguro médico por la financiación de mi dentadura postiza?

—Y puedes tener relaciones sexuales con Drácula.

Los ojos le brillaron con el recuerdo de las que ella había mantenido antaño con él.

—¿De verdad es tan bueno? —le pregunté, y al instante me arrepentí de haber sido tan curiosa. Esas preguntas no debían hacerse cuando buscabas las llaves de los corazones de tu familia.

—Antes de conocer a Vlad —contestó Cheyenne—, no había oído nunca hablar de «múltiple».

Yo sólo conocía la palabra por las revistas femeninas. No pude evitarlo: por un momento me imaginé en la cama con Drácula. Si un simple roce de su mano podía excitarme tanto, ¿qué ocurriría si nos acostábamos juntos? En mi mente apareció un videoclip de erupciones volcánicas, fuegos artificiales y anguilas en movimiento.

—Y tiene una cosita enorme —prosiguió Cheyenne—, como una criatura marina.

—¿Una criatura marina?

—De una novela de Julio Verne.

—Brrr —Fue mi primera reacción ante semejante metáfora.

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