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Authors: David Safier

Tags: #Humor

Una familia feliz (15 page)

BOOK: Una familia feliz
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La bruja me había dicho: «Tú no tiene idea de qué va a hacer con tu vida.»

Por desgracia, la vieja tenía razón.

En mi clase, había gente que ya tenía un plan: querían ser banqueros, abogados o paisajistas, como Jenny. Pero, hasta entonces, yo sólo había pensado en cosas tan tontas como los tíos.

No soñaba con una profesión normal como los demás. Por desgracia, tampoco tenía ningún gran talento. ¿Era ésa mi idea de la vida?

Mientras cavilaba, oí gritar a papá en la furgoneta, furioso y con un ataque de celos:

—¿¿¿DRFMULA???

EMMA (9)

Mi cerebro se negaba a entregar las llaves del cuerpo a mis sentimientos para irse al Caribe. Las maletas ya estaban hechas. ¡Pero no podía permitirme el viaje! Por mi matrimonio. Por mi familia. Y porque «princesa de los malditos» no era la respuesta que quería dar a la pregunta: «¿Cómo se imagina dentro de cinco años?»

Por eso le grité a mi cerebro:

—¡Deja las maletas!

—¿Cómo dices? —preguntó Drácula desconcertado, y me soltó la mano.

¿Qué tenía que contestarle? No podía explicarle que estaba en un tris de sentir algo por él y que incluso quería que volviera a cogerme la mano porque era muy agradable. No podía animarlo.

—Ejem... No es más que un refrán —dije.

—¿Y qué significa? —insistió Drácula, por desgracia.

—Bueno..., que..., ¿que hay que dejar las maletas? —expliqué vagamente.

Drácula me miró un instante como si yo fuera la que tenía la cabeza llena de murciélagos. Luego volvió a cogerme la mano y mi cerebro sacó las bermudas del armario.

—¡Deja las bermudas! —exclamé.

Drácula sonrió.

—Lo que dices no tiene sentido... Pero es fascinante.

Dios mío, se encontraba en la fase de enamoramiento en la que todo lo que hace la persona amada se considera fascinante, incluso que se taladre los oídos con la música de Q-Tip.

—Estamos hechos el uno para el otro —afirmó Drácula—, tal como profetizó Harboor.

Haciendo acopio de toda mi fuerza de voluntad, aparté la mano y dije:

—Tiene que ser... un malentendido... Seguro que el tal Haribo se equivocó con su profecía.

—Harboor —me corrigió Drácula.

—Da igual... ¿Qué sabría él? Vivió hace diez mil años. Por aquel entonces, la gente moría a los veinte y los que a esa edad aún conservaban tres dientes eran los reyes de la buena dentadura.

—Harboor profetizó el descubrimiento de la rueda, la caída del Imperio Romano, las Cruzadas...

Tragué saliva. Por lo visto, aquel individuo contaba con un buen porcentaje de aciertos.

—¿No te estarás cerrando en banda a nuestro destino común por tu familia? —preguntó Drácula.

No contesté.

—¿Tan maravillosa es? —continuó preguntando.

—Hum... Sí, claro... en cierto modo —respondí con evasivas.

—¿Te hacen feliz?

—A veces —contesté titubeando.

—¿Sólo a veces?

Callé, triste.

—«A veces» es muy poco para una mujer como tú —señaló, y yo luché por no darle la razón íntimamente.

Se dirigió a la mesa, se sentó en el trono de madera donde yo me había sentado antes y dijo:

—Puedo ofrecerte riquezas inconmensurables, amor y pasión infinitos. Durante una vida infinita. ¿Y tú optas seriamente por una familia que no te hace feliz?

Formulado de ese modo, parecía realmente una idiotez.

En cambio, su oferta era seductora. Igual que él como hombre. De manera muy distinta a como lo había sido Frank en otra época. Frank era un hombre con el que podías sentirte protegida y con el que podías fundar una familia, cosa que ya había hecho. También era el hombre que el día anterior me había llevado al extremo de plantearme una triste pregunta: «¿Lo he hecho todo bien a lo largo de mi vida? ¿O sólo la mitad de las cosas?»

En cambio Drácula era el chico malo fascinante por antonomasia. Con él se podía disfrutar de una vida salvaje, llena de pasión y, gracias a sus empleados, seguro que nunca había que discutir quién bajaba la basura.

Pero lo mejor era que, a diferencia de lo que hacen los chicos malos, él no me abandonaría nunca. Sabía qué significaba estar soltero durante mil años. Y carecía de alternativas, porque los demás vampiros no tenían alma como nosotros. Y las humanas estaban descartadas. Por lo tanto, Drácula nunca se fijaría en el trasero de Stephenie Meyer. No, él me ofrecía la inmortalidad. Riquezas. Pasión. Amor eterno. Con él podría dar la vuelta al mundo. Admirar países exóticos. ¡Conquistar el mundo! Vivir una vida aventurera como la que había soñado de niña. Pero que nunca había podido vivir. Por mi familia.

Había ofertas peores.

Por ejemplo, Frankenspedo.

¡Oh, no! ¿En qué estaba pensando?

No podía pensar en eso. ¡Era una locura!

Yo amaba a mi Frankenspedo. ¡Era demencial!

—Por favor, llévame con mi familia —le pedí tan decidida como pude.

Para mi sorpresa, Drácula contestó:

—Por supuesto. Te prometí que podrías regresar con ellos.

—Bien —repliqué, y procuré disimular la sorpresa que me causó que se rindiera tan pronto.

Drácula se levantó del trono de madera, se acercó a mí y me sonrió amorosamente:

—Emma, pronto reconocerás que estamos hechos el uno para el otro, y entonces abandonarás a tu familia.

—No... No lo haré —tuve el valor de contestar.

Drácula calló, no insistió. Para colmo, también parecía comprensivo. Otra ventaja respecto a Frank. Y no había soltado ni una sola ventosidad.

En vez de continuar hablando, Drácula me dio un ligero beso en la mejilla. Tierno. Con labios suaves como el terciopelo. Gratamente aturdida, retrocedí unos pasos, me di con el hueso de la música en el canto de la mesa y agradecí muchísimo el dolor, que solapó el hechizo del beso.

Mientras el dolor se calmaba, lo comprendí: para que la profecía del profeta desdentado no se hiciera nunca realidad, tenían que pasar unas cuantas cosas. Tenía que ocuparme de encontrar a la mendiga para que volviera a transformarnos. Eso estaba claro. Pero, además, tenía que hacer algo más para resistirme al inmenso atractivo de Drácula: tenía que ocuparme activamente de ser más feliz con mi familia. ¡Mucho más feliz!

Poco después, cuando el chófer arrancó, me sentí tan aliviada como afligida por no estar cerca de Drácula. Para distraerme de mis sentimientos encontrados, volví la vista hacia la magnífica propiedad, de la que salíamos cruzando una gran puerta, y me pregunté cómo podía permitirse Drácula tener tantos palacios en todo el mundo. Puesto que no era capaz de responderme a mí misma, se lo pregunté al chófer. El hombre se pasó la mano por su mata de pelo a lo Joachim Löw y me explicó:

—Cuando uno es inmortal, tiene que desarrollar un buen olfato para los negocios si quiere evitar dormir debajo de un puente durante siglos.

Parecía lógico. Así pues, la inmortalidad también comportaba retos de aúpa. Por lo visto, Drácula los superaba brillantemente. Eso no lo hacía menos atractivo como hombre. Lástima.

—El maestro —prosiguió el chófer— también posee varios grupos empresariales. Entre ellos, uno al que le puso el nombre de un paisano de su mismo pueblo natal. Un voyeur que se llamaba Guguel.

¿Esa empresa era de Drácula? Eso explicaba la laxitud de la compañía de Internet a la hora de tratar los derechos de los demás.

—Entonces —concluí—, ¿Drácula ha sabido de mí por sus satélites?

El chófer se frotó con nerviosismo su oreja izquierda de príncipe Carlos.

—¿Tengo razón? —pregunté.

—No me corresponde a mí comentar esas cosas —dijo, y condujo hacia la carretera.

Me dio la impresión de que quería ocultarme algo importante.

—¿Sabe que soy una vampira? —dije, intentando intimidarlo un poco para que desembuchara.

—Llevo una cruz —replicó.

Sólo con pensarlo, me dio un escalofrío. Pero sentía demasiada curiosidad para consentir que se librara de mí tan fácilmente.

—También sabe que su maestro está loco por mí. Diría que no le hará ninguna gracia si le explico que usted ha querido seducirme —lo amenacé con una sonrisa en los labios.

—¡Pero si no quiero! —protestó.

—Bueno, supongo que será su palabra contra la mía —dije sonriendo con aires de suficiencia.

A Carlos-Joachim le entró miedo. Y noté que me complacía mucho atemorizar a alguien. En ese momento comprendí por qué a tanta gente le gustaba ser el jefe.

—Fue así —se doblegó la mezcla de príncipe Carlos y Joachim Löw—: yo llevaba al maestro a su palacio natal de Transilvania y, de repente, en la calzada apareció una mujer de la nada... Frené en seco...

—¿Qué? —lo interrumpí—. ¿Una mujer de la nada?

—Si lo entendí bien, era una bruja, y le habló de usted, madame. Por desgracia, no sé nada más. Mi señor se bajó del coche y siguió hablando con la mujer en la calle.

Sólo podía ser Baba Yaga. Así pues, conocía a Drácula. Y le había hablado de mí. ¿Qué significaba eso? ¿Me había creado la bruja adrede para ser la novia de Drácula? Y, si era así, ¿con qué propósito? ¿Y por qué me había elegido precisamente a mí? Había material para novias mucho mejor que el mío, al menos si hacía caso de mi suegra, que me había endilgado el mote poco halagador de «la elección equivocada».

Todavía me pasó otra idea por la cabeza: por lo visto, Baba Yaga no había ido directamente a Transilvania. Me había imaginado que se había plantado mágicamente allí, pero, siendo una moribunda, quizás estaba demasiado débil para eso. Por lo tanto, era muy probable que pudiéramos pillarla de camino, suponiendo que hubiera optado por la misma ruta que nosotros, cosa bastante improbable. Pero, como suele decirse, la esperanza es lo último que se pierde. Una máxima que también se pronuncia después de afirmaciones como:

«Nuestras centrales nucleares son seguras.»

«Si la orquesta toca es que el barco no se hunde.»

«Si no hacemos ruido, el rinoceronte pasará de largo.»

O también: «Con el próximo será distinto.»

Gracias a los satélites de Guguel, Carlos-Joachim supo por dónde campaba Cheyenne con mi familia. Mientras avanzábamos a trompicones por el camino de tierra que nos llevaría hasta la furgoneta, aparté a Baba Yaga y a Drácula de mi mente. Porque, en el fondo, sólo importaba una cosa: tenía que volver a ser feliz con mi familia. Para conseguirlo, tenía que encontrar tres llaves que había perdido en los últimos años: las llaves que abrían los corazones de Ada, Max y Frank.

Cuando la furgoneta de color amarillo chillón estuvo al alcance de la vista, le pedí al chófer que parara. Quería recorrer a pie los últimos metros para aclarar mis pensamientos. Bajé del coche y, mientras me alejaba, oí murmurar en voz baja a Carlos-Joachim:

—Tengo que cambiar de profesión urgentemente.

Me dirigí hacia mi familia muy agitada emocionalmente. Al llegar a la furgoneta, Max corrió contento hacia mí, me saltó encima y tuve el tiempo justo de decir:

—Lametones no, por favor.

Max encogió la lengua, se puso a mi lado y lo acaricié efusivamente. Una experiencia del todo nueva en la relación interpersonal con mi hijo. Miré hacia Ada, que estaba apoyaba en un árbol, y me pareció distinguir una sonrisa de alivio por debajo de las vendas. De repente oí a mis espaldas un profundo gruñido que hizo vibrar el suelo del bosque. Me volví y vi a Frank, bastante furioso.

—¿DRFMULA? —rugió enfadado.

—Sí... Drácula —reconocí, intentando bajar la vista, avergonzada.

—¿Pffff? —preguntó enfadado.

—¿Pffff? —No lo entendí.

—Diría que si fuera un monstruo inglés —intentó aclarar Cheyenne—, estaría preguntando si «fuck».

Oh, Dios mío, ¿creía que me había ido a la cama con Drácula?

—¿Pfolfo?

—Y diría —intervino de nuevo Cheyenne— que eso significa pol...

—¡YA LO HE ENTENDIDO! —la interrumpí.

Entonces observé a Frank. Dios mío, estaba realmente celoso. Por un lado, me sentí pillada; cierto que no había habido polvo, pero sí manitas. Por otro, en cierto modo era fantástico que Frank estuviera celoso. En su forma humana, siempre estaba demasiado cansado para mostrar semejantes emociones. Su nuevo cuerpo parecía tener la ventaja de que sus sentimientos volvían a despertar. Eso también tenía algo bueno.

—No polvo —le contesté a Frank sonriendo.

—El nivel oral de esta familia degenera rápidamente —comentó Max.

Frank me escrutó con la mirada y yo se la sostuve sonriendo. Entonces decidió creerme, en su rostro de monstruo se dibujó una mueca que era una sonrisa de alivio y suspiró:

—¡Uff!

Yo también respiré aliviada. Pero Frank volvió a preguntar:

—¿Pfolfo?

En esta ocasión, lo hizo señalándome a mí y señalándose él. Dios mío, ¿quería acostarse conmigo? ¿Momentos de amor entre monstruos? De repente no estuve tan segura de que me pareciera bien que los sentimientos despertaran de nuevo en su nuevo cuerpo.

Antes de que pudiera contestarle, Ada dijo:

—Creo que los padres no deberían hablar de sexo en presencia de sus hijos. Porque luego los hijos necesitan sesiones de terapia caras, en las que tienen que cantar con otros perturbados «pajaritos por aquí, pajaritos por allá...».

—O necesitan mucho,pero que mucho alcohol —completó Jacqueline—. Y ya que estamos con el tema: me importa un rábano si los viejos practican sexo. ¡Tengo una sed y un hambre bestiales!

No había pensado en ello: los roqueros nos habían atacado antes de que pudiéramos pedir los menús ahorro.

—Y yo estoy cansada —dijo Ada, en la que el agotamiento físico seguramente se mezclaba con el psíquico.

Miré al cielo: el sol se ponía por encima del bosque, aún nos quedaban casi dos días y medio hasta que a Baba Yaga le llegara su hora. Además, tenía que disfrutar de un poco de tranquilidad con mi familia si quería acercarme de nuevo a ellos para encontrar las llaves de sus corazones. Calculé que, si no dormíamos demasiado, podíamos pasar la noche en algún sitio y llegar a tiempo a Transilvania.

—Buscaremos algo de comer y un sitio para dormir —dije.

Todos parecieron agradecerlo. Frank también me miró esperanzado.

—Afllí, ¿pfolfo?

Cheyenne sonrió burlona.

—Creo que pregunta si...

—¡YA LO SÉ!

Después de que Cheyenne comprara suficiente comida en el McAuto más cercano —no estaba la situación como para que una madre se preocupara por la alimentación equilibrada de sus hijos—, nos alojamos en uno de esos hoteles a 39 euros la noche que se encuentran cerca de las autopistas. Esos hoteles baratos tienen la ventaja de que una máquina sustituye de noche al personal de recepción, y no levantamos revuelo. Al dirigirnos a nuestras habitaciones por los pasillos iluminados con fluorescentes, Max me empujó con el hocico y me preguntó:

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