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Authors: David Safier

Tags: #Humor

Una familia feliz (11 page)

BOOK: Una familia feliz
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Mientras Cheyenne se subía al asiento del conductor, mamá se dejó caer como un plomo en un sofá gastado y papá se repanchingó en una butaca de felpa naranja. En casa, nos había costado lo nuestro despertarlo, y lo habíamos conseguido sobre todo gracias a unos petardos que habían sobrado de Fin de Año. Después, mamá había intentado explicarle cómo funcionaba un váter. Con resultados moderados. Cuando acabó, el cuarto de baño era una zona contaminada.

Papá contemplaba los dibujos de desnudos que había hecho Cheyenne y que colgaban de la pared. Observó desconcertado a una mujer gorda. Frente a ella, las mujeres que el viejo Rubens había pintado antiguamente parecían top models anoréxicas. Todavía eran más curiosos los desnudos masculinos que Cheyenne había dibujado. Yo no estaba segura de si unos menores de edad tenían que ver algo semejante.

—¡Guau! —comentó Jacqueline sobre los dibujos—. Esos tíos pueden tirar el lazo sin necesidad de lazo.

—Gracias, no me hacía falta tener esa imagen en la cabeza —dije.

¡Y que esa chica viniera con nosotros! Mamá le había preguntado si no tendría problemas con sus padres por irse así, sin más, y en vez de contestar, le dio un ataque de risa.

Empecé a acariciar la idea de hipnotizarla un poco, por ejemplo, para que pensara que era un ciervo que quería hacer de señal de paso de ganado en la autopista. Pero antes de que pudiera mirarla a los ojos, Cheyenne gritó desde el asiento del conductor:

—¡A Transilvania!

Salió pitando y los que no estábamos sentados nos caímos al suelo.

—Eh, vieja, ¿tienes carné? —preguntó Jacqueline mientras se levantaba como podía del suelo.

—No, ¿por qué? —preguntó Cheyenne.

—Guay —dijo Jacqueline, con una sonrisa de oreja a oreja.

Gateé hasta mamá, que estaba en el sofá, pero no me dedicó ni una mirada. Parecía un poco mareada. Pensé si se lo comentaba, pero decidí que no; la mitad de nuestras conversaciones acababan en pelea, y no me apetecía para nada, por no hablar de la energía que se consumía en una discusión. Así pues, saqué el móvil de la mochila y, masoquista como era, volví a mirar el sms de Jannis: «Yo también te cierro.» Y que me hubiera dejado engañar tanto por él. Me había hipnotizado sin haberme hipnotizado. Usaba su energía egoístamente y vivía bien así. Mientras que yo sufría. Y seguro que Noemi también sufriría cuando él les diera el pasaporte a sus dos pechos, que sería pronto.

Pero ¡un momento! Ahora, yo también tenía facultades hipnotizadoras, igual que él. Ahora, yo podría ser la rompecorazones. Sólo tenía que actuar con tan pocos escrúpulos como Jannis. O sea, como un verdadero monstruo. Eso no sería un problema, total, ya parecía un monstruo. Genial, nunca más volvería a tener penas de amor. ¡Sólo las causaría! Así pues, sonriendo, decidí esto: al primer chico guapo que encuentre, lo hipnotizaré y luego disfrutaré rompiéndole el corazón. Sí, vale, no era un plan adorable, pero me hacía olvidar mi estúpida autocompasión. Y además: ¿hay algún monstruo adorable?

MAX (3)

La furgoneta VW amarilla de Cheyenne zumbaba por la autopista en dirección a Sajonia, trazando diagonales en ángulo agudo de izquierda a derecha. O bien circulando por el carril de adelantamiento, cosa que obligaba a los Porsches y a los Mercedes a frenar bruscamente, o bien transitando por el arcén. Los carriles del medio no le decían nada a Cheyenne.

Desde Sajonia, la ruta tenía que llevarnos a Rumanía pasando por Viena, Praga y Budapest. Se podía conseguir en tres días, si nada se torcía. Pero éramos los Von Kieren y «que las cosas se torcieran» formaba parte de nuestro código genético.

Me arrellané en el suelo al lado de Jacqueline, que jugaba con su elegante iPhone. Se lo había dado un compañero de colegio a cambio de que dejara de recordarle, a fuerza de estrangularlo, que el cuerpo humano necesita oxígeno para sobrevivir. Pensé que estaría jugando a algún juego de pegar tiros, donde había que eliminar a unas cuantas valquirias nazis o algo por el estilo. Pero estaba jugando a un juego en el que tenía que ayudar a Daisy a ponerse guapa para una cita amorosa con el pato Donald. ¿Albergaba Jacqueline el secreto deseo de ser una chica normal y guapa, con ropa bonita y maquillada? ¿Me quedaría alguna costilla sana si se lo preguntaba?

Mientras jugaba, su cara me pareció más femenina que nunca. Claro que eso tampoco costaba mucho, puesto que sólo significaba que parecía más femenina que John Rambo.

Se dio cuenta de que la miraba. Al sentirme pillado, desvié la mirada. Ella dejó el iPhone y me confesó:

—De pequeña quería tener un perro como tú.

¿Había querido tener un hombre lobo? ¿Ya de pequeña? ¡Brrr!

De repente me acarició el pelo.

Dios mío, eso significaba: ¡me acaricia a mí!

Nunca me había acariciado una chica.

Era agradable. Maravilloso. Incluso mejor que leer. Pero, claro, Ada destrozó de nuevo la atmósfera:

—Si sigues haciendo eso, se hará pipí de alegría.

Oh, oh, ¿podía ser?

—Sería divertido verlo —dijo Jacqueline sonriendo burlona, y me acarició todavía más.

Era taaaan agradable. Pero la posibilidad de hacerme pipí me puso nervioso. Siguió acariciándome con ternura como si se hubiera empeñado en conseguirlo. Quién entiende a las chicas. Especialmente a ésa.

Me acarició con más intensidad. Poco a poco, me fue entrando miedo y grité lo menos imponente que se puede gritar cuando te acaricia una chica:

—¡Mamá!

Pero mamá no reaccionó. Miraba apáticamente al vacío y estaba muy pálida. Más pálida que de costumbre, casi como si no tuviera sangre. Y, por desgracia, en este caso «no tener sangre» no era una simple metáfora. Mamá era un vampiro. Sólo murmuró una cosa que me dio escalofríos hasta en mis tuétanos de lobo:

—Tengo hambre.

EMMA (7)

No me había mareado tanto desde el día que recorrimos las curvas cerradas de los Pirineos, y yo me había comido antes una sopa de pescado. Sólo que ahora era otra forma de mareo: además de arcadas, tenía una sed ardiente y un hambre voraz. Naturalmente, no era tan tonta como para no sospechar qué era lo que me consumía de aquella manera. Qué sustancia podía saciar mi sed y mi hambre. Pero todavía no había llegado tan lejos como para admitir ese terrible deseo.

—Entra en la próxima área de servicio, por favor —le pedí a Cheyenne.

—No pienso hacerlo.

—¿Por qué no? —pregunté irritada.

—Es un McDonald’s.

—¿Y?

—No sacrifican a las vacas con delicadeza...

—¡Me importa una mierda si ponen a las bestias vivas encima de la barbacoa o si antes de sacrificarlas les dan un masaje ayurveda! —berreé.

—Vale, vale —cedió Cheyenne, y preguntó a los demás—: ¿Quién más tiene hambre?

Ada y Jacqueline se apuntaron; en cambio, Max sólo me observaba preocupado. Frank estaba sentado junto a los blocs de dibujo de Cheyenne y dibujaba. Sí, dibujaba. Toscamente. Tanto que incluso un hombre de la Edad de Piedra se habría tronchado de risa junto al fuego al ver su obra, pero Frank había encontrado por fin un modo de expresar lo que sentía y deseaba:

Cheyenne entró en el área de servicio. Cuando aparcó la furgoneta, Max, que por lo visto no lograba tan bien como yo relegar al olvido la historia de los vampiros chupasangres, me preguntó en voz baja:

—Mamá, ¿estás segura?

—Sólo necesito un menú ahorro —contesté.

Eso entraba en la categoría de «célebres últimas palabras». Frases que se pronuncian antes de que llegue la catástrofe, igual que:

«Sólo son turbulencias normales en un vuelo...»

«Cortaré el cable rojo...»

«Qué perrito más mono...»

O también: «Mira, sé hacer malabares con cinco mazas ardiendo...»

Los otros insistieron en entrar en el McDonald’s. Debilitada, intenté argumentar que llamaríamos la atención y que sería mejor que Cheyenne fuera a buscar la comida, pero todos querían estirar las piernas después de unas horas de viaje.

—En un área de servicio como ésta, la gente ha visto cosas mucho más extrañas —argumentó Ada.

Max dio un ejemplo:

—Como esos lavabos que se limpian solos sin agua.

Yo estaba demasiado cansada para impedirlo. Me puse las gafas de sol y los guantes. Cheyenne fue la única que se quedó en la furgoneta. Prefería la comida macrobiótica que llevaba, muy similar a la que les dan a los presos en las cárceles tailandesas. Para ponerla de mortero en los muros.

Los Von Kieren y Jacqueline cruzamos el aparcamiento en dirección al McDonald’s. A pesar de lo mal que me encontraba, incluso me alegré un poco de ir a comer algo en familia. Si no me hubiera alegrado, quizás me habrían dado que pensar las cincuenta motos que había aparcadas delante del local.

Pero, tambaleándome y acompañada por los demás, entré en el vestíbulo, donde ya se nos quedaron mirando los primeros clientes: unos padres de familia con barriga cervecera que salían del lavabo de hombres con sus hijos gordos. Al vernos, se les desencajó la mandíbula:

—La boca cerrada o entran en juego los puños —los saludó Jacqueline.

Ése fue un argumento convincente para que cerraran la boca a toda prisa. Sacaron a sus hijos gordos del vestíbulo y se dirigieron a toda prisa hacia sus mujeres, todavía más gordas, que los esperaban en el aparcamiento.

En el restaurante, la mayoría de las mesas estaban ocupadas por unos cincuenta roqueros seguidores de «La no violencia está brutalmente sobrevalorada». Estaban rodeados por toneladas de envoltorios de hamburguesa, fabricados con papel que seguramente había obligado a alguna que otra tribu de indios a abandonar la selva.

Al vernos, los roqueros dejaron de tragar de golpe. Se quedaron con la boca abierta y se les vio el contenido. Me mareé todavía más. Finalmente, un gigante barbudo que parecía un oso pardo americano tomó la palabra:

—¡Mirad qué frikis!

Todos los roqueros se echaron a reír, y eso no le gustó a Frank, que increpó a los tipos atronando y retumbando:

—¿Ufta pam?

Le tiré del chaleco.

—No vamos a pegarle a nadie; pediremos algo deprisa y nos iremos.

Pero antes de que pudiera llevármelo a la barra, el oso líder dijo:

—Tíos, el bebé gigante es un poco agresivo. Vamos a echarlo.

Se levantó con otros dos tipos, un calvo rechoncho que parecía una bola de billar, y un tiparraco que tenía más tatuajes que un futbolista profesional.

—Por favor, sólo queremos comer algo tranquilamente —requerí con voz queda.

—¡Ufta pam-pam! —dijo Frank, llevándome la contraria. En ese momento, no fui capaz de alegrarme de que su lenguaje mejorara.

—Soy un hombre liberado —me amenazó el oso—, también pego a las mujeres. Alice Schwarzer, la feminista, ¡estaría de mi parte!

Pensé febrilmente: «Tal vez debería ofrecerle dinero a este tipo para que nos deje en paz.» Sin embargo, no llevábamos demasiado. La tarjeta tampoco nos habría servido de mucho, puesto que los Von Kieren siempre rayábamos por principio el límite disponible. Dejé de pensar de golpe. El oso me había puesto un dedo delante de la nariz. Tenía un pequeño rasguño que seguramente se había hecho poco antes con el borde del papel de la hamburguesa. Qué más daba cómo se lo había hecho. Sólo importaba una cosa: el dedo sangraba. Ligeramente. ¡Pero sangraba!

Fue lo más excitante, lo más deseable que jamás había visto. O más bien olido. Por poca que fuera, podía oler la sangre con intensidad. Y tenía un aroma más apetecible que cualquier comida de un restaurante con estrellas. No pude evitarlo: perdí el juicio. Me venció el ansia. Me entregué totalmente a ella. Le agarré el dedo. Se lo chupé.

No fue precisamente una aportación al cese de las hostilidades.

Fue como un éxtasis. No, ¡fue el éxtasis! Como si tomaras un delicioso café expreso y al mismo tiempo tuvieras un orgasmo (no es que yo hubiera probado nunca esa combinación. Seguro que me habría atragantado). Chupé. Y chupé. Y chupé. En mi éxtasis, aunque me pareció increíblemente lejano, oí gritar al oso:

—¡Te mataré, vieja!

Y oí decir a Jacqueline:

—La vieja ya está muerta.

Y Ada explicó:

—Oiga... no queremos problemas...

Pero el oso contestó:

—No, qué va, y la chiflada no deja de chuparme el dedo.

Intentaba librarse de mí, pero no lo conseguía. Le había clavado los colmillos en el dedo y se lo habría arrancado si llega a apartarlo con toda su fuerza.

—Mi madre parará enseguida... —intentó mediar Max.

—Mierda, ¡el bicho habla! —gritó el oso.

—No... no he sido yo... —se apresuró a replicar Max—. Ejem, ¿ve a esa chica?, la de los piercings... es ventrílocua... habla por el estómago... y yo soy el muñeco... y...

—¡MATADLOS A TODOS! —gritó entonces el oso.

Y mientras los roqueros se levantaban y a mis hijos les entraba miedo, yo seguí chupando extasiada el dedo.

Los cincuenta roqueros se abalanzaron contra los Von Kieren. Frank agarró al tatuado y al tipo que parecía una bola de billar, los levantó a la vez como si fueran muñecos y los lanzó por encima del mostrador contra la freidora. Los empleados que había detrás de la barra decidieron que su sueldo por horas era demasiado bajo para quedarse, y huyeron por la puerta trasera de la cocina.

Paré de chupar. Éxtasis arriba, éxtasis abajo, algo en mi interior quiso proteger a mi familia. Vi que delante de Ada se plantaba furioso un roquero joven, una especie de aprendiz de ángel del infierno. Me sorprendió que Ada no tuviera miedo y se limitara a mirarlo fijamente a los ojos. Luego, le dijo:

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