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Authors: David Safier

Tags: #Humor

Una familia feliz (8 page)

BOOK: Una familia feliz
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—¿Y qué es del otro medio? —preguntó el policía alto, no muy convencido.

Me estrujé el cerebro y solté la primera nacionalidad que se me ocurrió. Por desgracia, fue «noruego».

Los policías no se lo creyeron. Pero antes de que pudieran expresar su desconfianza, se acercó Ada, los observó de cerca y dijo:

—Si vosotros también sois una quimera de mi magín, la cosa es oficial: mi magín deja mucho que desear.

—¿Qué es una quimera? —preguntó el policía alto.

—¿Qué es un magín? —preguntó el bajo.

—¿Qué clase de frikis sois? —volvió a intervenir el alto.

Los dos habrían querido creerse mi mentira, pero éramos tan inquietantes que no pudieron. Entretanto, Max le gruñía contento a una mujer emperifollada y con zapatos de tacón alto, que acababa de doblar la calle y que, al verlo, pensó que todos los caminos conducían a Roma, incluso en Berlín. La mujer salió corriendo y se veía a la legua que Max había disfrutado asustándola. Cada vez aumentaban más mis sospechas de que mi hijo sabía perfectamente lo que se hacía.

—¿Es suyo ese perro... o lo que sea? —preguntó el policía alto.

—Sí —contesté, pero no quise acariciar a Max para demostrarlo. Ni idea de lo que le haría a mi mano de vampiro.

—¿Dónde está su chapa de identificación?

—Ejem... eh... buena pregunta —balbuceé.

—A mí también me lo parece.

—Una pregunta que puede contestarse con un simple «sí» —añadí para ganar tiempo.

—La pregunta empezaba con un «dónde» —insistió enojado el policía alto.

—Ésa podría ser una buena puntualización gramatical —señalé.

—Si no tiene chapa, ¡tendremos que llevárnoslo a comisaría! —El policía alto empezaba a perder la paciencia.

—¿De verdad tienen que hacerlo? —pregunté.

—¿De verdad tenemos que hacerlo? —preguntó asustado el policía bajo. No sabía qué significaba «magín», pero por lo visto tenía el suficiente para imaginar qué ocurriría si alguien metía a un lobo como Max en el asiento trasero del coche. Porque eso podría significar: policía, eres un saco de pienso.

Mirando al policía bajo asustado, propuse:

—Ahora nos iremos todos a casa y nos olvidaremos de la chapa del perro.

—Creo que es una idea excelente —le comentó a su compañero alto—. Podemos hacer la vista gorda con lo de la chapa. Y también con lo de la farola...

—¿Pretende irse en ese coche? —lo interrumpió el policía alto, que al parecer no consideraba la posibilidad de «hacer la vista gorda» y miraba nuestro Ford Transit sin puerta.

—Sí —contesté débilmente.

—¡Estáis todos detenidos, frikis! —respondió, y desenfundó la pistola. Había perdido definitivamente la paciencia.

—URGHH —opinó Frank, que había reconocido la amenaza.

Eso espantó también al policía alto.

Yo ya estaba harta de tanta discusión. Por eso no tenía nada en contra de asustar aún más a nuestros dos amigos y servidores públicos.

—Ya habéis oído lo que ha dicho el albano-noruego —dije.

El policía alto me apuntó entonces con la pistola.

—¿No irá en serio lo de la pistola, verdad? —le pregunté sonriendo, pero con un deje amenazador.

—Grggg —atronó Frank apoyándome.

—No, no iba en serio. Sólo era una broma. Somos unos auténticos cómicos. En comisaría nos llaman «Siegfried y Roy, los graciosos». Pero nosotros no hacemos magia como Siegfried y Roy, y tampoco somos tan homosexuales... Bueno, en realidad, no somos nada homosexuales, y tampoco tenemos tigres, pero por lo demás...

—Ya te había entendido, Siegfried —le dije. Luego me volví hacia el compañero alto y le pregunté sonriendo—: ¿Tú también, Roy? —Y abrí tanto la boca que mis colmillos brillaron a la luz de la luna.

—Yo también he entendido —dijo, y bajó la pistola.

Me sentí aliviada. El grave peligro había pasado. Podíamos irnos a casa y concentrarnos allí. Pensar qué había que hacer para salir de aquel embrollo. Si es que se podía.

El viaje en coche hasta casa fue bastante apretado gracias a Frank, y también bastante aireado gracias a la puerta que faltaba, lo cual no estuvo mal puesto que Max olía muy fuerte a animal peludo y Ada un poco a mortaja. Aparqué el coche destrozado delante de nuestro bloque, subimos las escaleras y, justo cuando íbamos a entrar en nuestro piso de alquiler, avisé a Frank:

—Cuidado, tienes que aga...

Antes de que pudiera pronunciar el «charte», chocó contra el umbral de la puerta. Con la frente.

—Ufta —rezongó desconcertado, y vi que había saltado un trocito de madera del marco debido a la colisión.

Después de enseñarle a Frank a inclinarse, entramos en casa: gracias a Dios, era un piso antiguo de techos altos. Frank podía caminar erguido por las habitaciones, cosa que no le impidió darse de cabeza contra la lámpara de araña de Ikea. El trasto osciló hacia atrás, volvió y le dio de nuevo en la frente. Furioso, Frank arrancó la lámpara del techo mientras gritaba «Irgg», cosa que probablemente significaba algo así como «Mierda de Ikea». La lámpara se estampó ruidosamente en el suelo. Lo triste fue que, en medio del caos que casi siempre imperaba en nuestra casa, eso apenas tuvo importancia.

Mientras que Max escondía el rabo entre las piernas, espantado por la situación, Ada caminaba arriba y abajo por el piso como una sonámbula. Empezaba a preocuparme seriamente por ella. Si algún día volvían a transformarnos en nosotros mismos, seguro que los Von Kieren no nos libraríamos de unas cuantas horas de terapia.

Fuimos a la sala de estar y me dejé caer en el sofá. Normalmente, cuando me tiraba en el sofá de noche, corría el peligro de dormirme de inmediato. Pero ya era la una de la madrugada y me sentía en plena forma, como si fuera la una de la tarde. Y me habría tomado un par de expresos dobles. Por decirlo con palabras de un
hit
idiota de los años ochenta que cantaba Sandra, yo era probablemente una
Creature of the night
. Remarcando lo de «criatura».

Ada se echó a mi lado y me preguntó en voz baja:

—Mamá, no me lo estoy imaginando... ¿verdad?

La observé. No me dio la impresión de que se volvería loca si oía la verdad; como mucho, se hundiría un poco más. Me pareció un momento relativamente favorable para desembucharle la verdad, puesto que todo apuntaba a que seguiríamos así por mucho tiempo. No tenía ni idea de dónde estaba la bruja. Por eso le expliqué:

—Nos han lanzado una maldición, Snufi.

En efecto, Ada se hundió un poco más.

—Entonces, todo esto no es una quimera, es una queputada.

Antes de que se me ocurriera algo para consolarla, Frank rompió con los dedos la lámpara de pie. Menos mal, porque nos la había regalado su madre, que tenía un gusto que en un mundo mejor seguramente estaría castigado con la pena de muerte.

Antes de que Frank convirtiera el piso en un montón de residuos tóxicos, preferí llevarlo hasta el sofá. Lo empujé suavemente por las caderas hacia los cojines. El sofá se encorvó una barbaridad con su peso (¿pesaría unos 250 kilos?), pero resistió. Tenía que encontrar algo que lo mantuviera sentado. ¿Le ponía la tele? Claro que, entonces, podría ver cosas terribles que le harían perder los estribos: tiroteos, animales de rapiña o música popular.

Así pues, cogí una bola de nieve de cristal que también nos había regalado su madre después de una excursión a Colonia. Le enseñé qué había que hacer para que nevara en la catedral de Colonia y se quedó fascinado. Cogió la bola con el máximo cuidado para no romperla con la fuerza de sus dedos. La sacudió con cariño y rió cuando la nieve comenzó a caer:

—Jojojo.

Sonó un poco como cuando ríe Papá Noel. Si a su voz le hubieran puesto un distorsionador metálico.

La risa profunda de Frank hizo que mi cuerpo vibrara. Y entonces me di cuenta de que yo no tenía corazón, no respiraba, o sea que tampoco debía de tener pulmones, pero tenía estómago. ¿Quién se había inventado la anatomía de los vampiros? ¿Tal vez el mismo gracioso que había concebido los genitales masculinos?

¿O que el amor y la rabia estuvieran tan unidos?

Frank tenía una risa infantil. Ingenua. Inocente. En cierto modo, dulce. Tanto como se podía encontrar dulce a alguien con unos dientes que parecían menhires sin pulir. La última vez que había visto a Frank tan contento fue la primavera en que se marchó una semana de viaje a Egipto con sus antiguos compañeros de colegio.

Mi mirada se posó entonces en Max, que salía a cuatro patas de la sala de estar, y lo seguí a su cuarto. Éste se componía esencialmente de pilas de libros que se apoyaban unos en otros, y yo siempre pensaba que, si alguien sacaba un solo libro de allí, se produciría una reacción en cadena incontrolable.

Max examinó un volumen titulado
Los muertos vivientes
. Si en la cubierta no hubiera habido zombis que recordaban de lejos a Keith Richard de los Stones, a esas alturas me habría sentido atraída por el título.

Max examinaba el volumen como si se dispusiera a leerlo... Ahí fallaba algo. No era un lobo normal o, mejor dicho, un niño al que hubieran transformado en un lobo normal. ¡Ese lobo parecía tener intelecto!

Aunque yo era muy silenciosa y no respiraba (sin pulmones, no tenía que hacerlo si no quería), su oído de lobo se percató de mi presencia. Soltó el libro espantado, se volvió rápidamente, se apartó a un lado y fingió que no había pasado nada. Sólo habría faltado que cantara discretamente «tralaralará».

—¿Puedes entenderme? —pregunté.

Ninguna reacción, excepto una mirada que también expresaba «tralaralará».

—Si me entiendes, mueve la cola.

(Por cierto, ésa era una frase que seguramente ninguna madre querría decirle a su hijo.)

Max no movió nada.

—Sé que me entiendes.

Ninguna reacción de nuevo.

—Hum, si no conseguimos romper la maldición —dije como de pasada—, tendremos que castrarte.

(Y ésa era una amenaza que seguramente ninguna madre quiere pronunciar.)

—¡No lo harías! —contestó Max sin pensar.

Y me sorprendió: no sólo podía entenderme, sino que también podía hablar. ¡No sólo ladrar!

Al darse cuenta de que se había delatado, se tapó el hocico con las patas delanteras. ¡Demasiado tarde!

—¿Por qué has hecho ver que sólo podías ladrar? —pregunté enfadada. La familia estaba en una situación deplorable, y él jugaba a jueguecitos tontos.

—Yo... yo... —tartamudeó.

—¿Tú...? —insistí.

—Yo no quiero que se rompa la maldición.

—¿Qué?

—Yo no quiero que...

—Acústicamente, lo he entendido —lo interrumpí—. Pero no lo comprendo.

—Me gusta así.

—¿Y por qué?

—Yo... ahora soy especial, excepcional —me explicó con voz queda.

—Antes también eras especial.

Meneó con tristeza su cabeza de lobo.

Aquello fue un
shock
para mí: mi hijo pequeño, ¿no se sentía especial? ¿Sólo ahora, siendo un hombre lobo? ¿Por qué no me había dado cuenta de que tenía tan mala opinión de sí mismo?

—Tú ahora también eres excepcional, gracias a la transformación —explicó Max—. Eres fuerte, eres veloz y, sobre todo, eres inmortal.

¿Inmortal? Intenté concebir la idea, pero fui incapaz de imaginarlo: ¿tenía que vagar eternamente por el mundo? Eso no sólo sorprendería a los del fondo de pensiones. Además, ¿cómo iba a soportar una vida eterna si en mi vida normal no conseguía ser un poco feliz ni siquiera un par de días?

Antes de que pudiera profundizar en la idea, oí rugir a Frank. Corrí alarmada a la sala de estar, Max me siguió trotando a cuatro patas. Frank contemplaba la bola de nieve que se le había reventado entre los dedos. Ya sólo tenía la catedral de Colonia en la mano. Pero su infortunio no era el mayor problema en ese instante: ¡Ada había desaparecido! En el sitio que había ocupado en el sofá, sólo quedaba su móvil.

ADA (3)

Jannis, Jannis, Jannis... Necesitaba a alguien normal a mi lado. Bueno, Jannis no era realmente normal. Alguien que me «cierra» no puede estar bien de la cabeza. Al menos no lo estaban los dos únicos tíos que hasta entonces me habían confesado que estaban locamente enamorados de mí. Uno se comía los mocos. El otro me lo dijo para disimular; en realidad le iban los bailarines que interpretaban el
Cascanueces
.

Aun así, en comparación con mi familia, cualquiera era normal. Y no sólo desde que nos habíamos transformado en monstruos. Típico, algo así tenía que pasarnos a los Von Kieren. Encima, a mí me había tocado transformarme en momia, mientras que la pirada de mi madre, a la que teníamos que agradecer toda esa mierda, al menos podía ser un vampiro.

¿Por qué no podía pasarme a mí como a Harry Potter? ¿Por qué no se me acercaba un gigante con barba y me decía: «Las personas con las que has vivido penosamente todo este tiempo no son tu familia. No son más que unos mamarrachos que en los próximos siete volúmenes se arrepentirán de todo lo que te han hecho»?

Llamé a la puerta de Jannis. Sabía que estaba solo en casa. Vivía con su madre, que era la más fiestera desde Lady Gaga, aunque las trenzas de chica que siempre llevaba no quedaban muy dignas en una cuarentona. En cualquier caso, le daba mucha libertad a Jannis, y de ese modo, dentro de la gama de madres, se situaba exactamente en el polo opuesto a la mía. Jannis abrió la puerta. Me eché en sus brazos. Eso lo espantó. Los chicos siempre se espantan cuando una chica muestra demasiados sentimientos (para ser sincera, las chicas también se espantan cuando lo hace un chico). Pero ¿qué podía hacer yo? ¡Era una momia putrefacta! En un caso así, si no mostrabas sentimientos, podían meterte directamente en un sarcófago.

—Me... aprietas —balbuceó sorprendido Jannis—, y sólo... sólo tengo un tórax.

Lo solté y me miró con asombro. Hasta entonces no se había fijado bien en mi aspecto.

—¿De qué es ese disfraz tan enrollado? —preguntó, confuso y sin considerar el «disfraz» enrollado, sino más bien asqueroso.

—No es un disfraz... —empecé a explicarle.

—¿Vestuario de una película? —preguntó.

—¡No!

—Pues entonces es un disfraz —afirmó cabezota, y añadió—: En cualquier caso, está un poco sucio y huele una barbaridad... Tendrías que hablar con el que te lo ha alquilado...

—¡No es un puto disfraz! —grité.

—Entonces, ¿qué es? —preguntó, sobresaltado por mi arrebato.

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