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Authors: David Safier

Tags: #Humor

Una familia feliz (4 page)

BOOK: Una familia feliz
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Me volví hacia él y observé que los otros invitados se sonreían o se reían al vernos, algunos incluso nos señalaban con el dedo. Antes de que pudiera contestar nada, Frank retomó la palabra:

—¿No es ésa Lena?

En efecto, Lena caminaba con elegancia hacia nosotros, y a Frank se le caía la baba mientras la miraba desde su cabeza de Frankenstein. Nunca había aprendido a mirar discretamente a las mujeres atractivas. Y a mí me sentaba como una patada. Pero nunca se lo había comentado para no humillarlo ni humillarme.

Lena me saludó sorprendida.

—¡Habéis venido disfrazados!

—No, qué va —comentó Ada.

—Dijiste que habría disfraces de monstruos... —intenté explicarme.

—Sí —Lena rió—, pero no los llevan los invitados. Sólo el grupo que tocará más tarde.

Mi familia me dedicó una mirada muy elocuente.

—¿No lo habías entendido? —preguntó Lena.

—No, ¡no lo había entendido! —contestaron a coro mis hijos.

Lena se volvió hacia Ada y preguntó:

—¿Y qué os parece Stephenie Meyer?

Recé para que mi hija no entrara al trapo sólo para demostrarme lo poco que le apetecía estar en aquel acto.

—Stephenie Meyer me parece genial, genial —contestó Ada.

Me alivió enormemente oírlo.

—¡Es mi autora favorita! —añadió.

Era casi increíble que Ada quisiera causar buena impresión.

—¡Me encanta Stephenie Meyer!

Aunque quizás exageraba un poco, le estaba agradecida: seguramente no lo había hecho tan mal al educarla si sabía comportarse en presencia de otras personas.

—Me gusta tanto Stephenie Meyer —siguió dándole a la lengua— que me encantaría que me desvirgara.

Me quedé estupefacta.

Lena, también.

Y Ada me miraba con una sonrisa de oreja a oreja. Lo noté claramente aunque llevara la boca tapada con las vendas de la momia.

Quise apaciguar la situación y pensé febrilmente cómo podía explicarle a Lena que mi hija era una pequeña bromista encantadora. Sin embargo, antes de que pudiera decir nada, oímos una voz aflautada:


What did this nice girl say about me?

Era Stephenie Meyer.

Llevaba un elegante traje sastre, estaba justo detrás de nosotros y sonreía amablemente, sin sospechar nada. Nosotros nos habíamos quedado sin habla. El comentario de Ada le habría resultado embarazoso a cualquier escritora famosa. Pero de pronto recordé que, para colmo de males, la señora Meyer era mormona.

Se acercó a Ada y le dijo sonriendo:


Come on, you can tell me.

Vi la cara de espanto de Ada y estuve segura de que no seguiría poniéndome en ridículo. Cierto que a veces llegaba muy lejos, pero ¿tanto? No sería capaz.

Por desgracia, tenía un hermano. Y en casa le había anunciado que algún día se tomaría la revancha por todas las vilezas que Ada le había hecho. Así pues, le tradujo amablemente a la señora Meyer lo que Ada había dicho:


She wants to be deflowered by you.

Entonces fue Stephenie Meyer la que se quedó estupefacta.

Fue uno de esos momentos en que te gustaría decir: «Es la primera vez que veo a estos niños.»

En lugar de decirlo, intenté salir del atolladero.


She said, she wants to give flowers to you.

Stephenie Meyer vio que Ada no llevaba flores y me lanzó una mirada que significaba: «Menos cachondeo.»

Y se fue profundamente ofendida a charlar con otros invitados. Miré a Frank, pero no supo cómo consolarme. Los hombres sólo están un poquitito más dotados que los orangutanes para ofrecer consuelo. Al cabo de un momento dijo en voz baja:

—Yo... voy al bufé.

—Te acompaño —se apresuró a añadir Ada.

—Yo tengo un hambre de hombre lobo canina —se sumó rápidamente Max.

Mi familia puso pies en polvorosa. Al cabo de unos instantes de silencio incómodo, Lena me comentó titubeante:

—Tus hijos no son perfectos, ¿verdad?

Confirmé sus palabras con un movimiento de cabeza.

—Y las cosas tampoco van muy bien con tu marido, ¿verdad? —preguntó con cautela.

—¿Por qué lo dices? —pregunté con cierta inseguridad. Hasta entonces, Frank no había metido la pata.

—No para de mirarle el trasero a Stephenie Meyer.

En efecto: a Frank, de pie junto al bufé, se le caía la baba mirando desde su cráneo verde de Frankenstein el culo de la señora Meyer, que charlaba a un par de metros por detrás de nosotras. Me dolió. Más que el numerito de los niños. Y eso también me había dolido bastante.

—Conseguiremos que haga la lectura —me consoló Lena.

¡Precisamente ella me consolaba! Y eso que sólo me había invitado para presumir. Una cosa estaba clara: no podría demostrarle que yo era más feliz que ella, principalmente porque no era más feliz. Más o menos como el joven Werther de Goethe no era más feliz que Narciso Bello, el primo del pato Donald.

Aparté la vista de Lena y la dirigí hacia Frank, que acababa de mancharse el chaleco con un trocito de salmón, pero no se había dado cuenta porque continuaba concentrado en la observación del trasero.

—Y eso que la Meyer tiene el culo gordo.


What did she say?
—preguntó entonces Stephenie Meyer a mis espaldas.

Me habría encantado transformarme en un murciélago, como hacen los vampiros, y salir volando del salón.

Stephenie Meyer se nos acercó y me preguntó:


What exactly is a
«culo gordo»?

No supe qué contestar y me limité a balbucear:

—Sólo hablo español.

—¿Qué es un culo gordo? —preguntó.

La muy tonta también sabía español.

Ya podría ser como la mayoría de sus compatriotas, que sólo sabían decir «Hey, Macarena». Pero no.

Desesperada, pregunté con una sonrisa de circunstancias:


Czi mowi Polski?

tephenie Meyer hizo un gesto de desdén con la mano y se fue. No valía la pena perder el tiempo con una chiflada disfrazada de monstruo, y que además la ofendía. Lena me pasó cariñosamente el brazo por los hombros y suspiró.

—Creo que no conseguiremos que haga la lectura.

Me imaginé al encargado de resolver los casos de insolvencia paseando por mi librería, pasándoselo bomba con mi contabilidad y asombrándose con la cucaracha y el váter atascado.

Pero lo peor no era que ya no podría reanimar la tienda con la ayuda de la señora Meyer. No, lo peor era que la noche con mi familia había sido un desastre. Ninguno de nosotros la había disfrutado en absoluto. Quizás había llegado la hora de reconocer definitivamente que ya no éramos una verdadera familia.

ADA (2)

Mamá estaba tan cabreada con nosotros que circuló por Berlín conduciendo a todo trapo con un estilo que recordaba el
Grand Theft Auto
. Pero nadie se quejó. Nadie se atrevió a decir nada. Incluso papá mantuvo la boca cerrada aunque su cráneo de Frankenstein no paraba de chocar contra el techo de la carrocería. Sólo respirábamos lo necesario para no ahogarnos. Era un silencio similar al del Salvaje Oeste antes de un tiroteo. Una cosa estaba clara: si alguno de nosotros decía algo, lloverían balas dentro del coche.

Mientras continuaba evitando respirar innecesariamente, eché un vistazo al móvil. Tenía un sms de Jannis: «Me gustas.» Lo había leído unas 287 veces. Y pensaba febrilmente qué le contestaba. «Tú a mí también» habría bastado. Pero mi corazón daba tales saltos de alegría que le habría escrito de inmediato: «Te quiero.» Aunque, si hubiera contestado algo tan ofensivo, estaría igual de loca que la mujer que había obligado a su familia a hacer el ridículo con unos disfraces de monstruo.

Sin embargo, soñé un poco con qué pasaría si le mandaba a Jannis un sms diciéndole «Te quiero» y él me contestaba lo mismo y, de esa manera, aquel día se convertía en el mejor de mi vida a pesar de haber suspendido y de la terrorífica noche haciendo de momia. Mis dedos teclearon medio en broma las palabras que, naturalmente, nunca enviaría. En ese momento, mamá volvió a prestar interés nulo a un semáforo en rojo y cogió una curva a tanta velocidad que casi salimos volando por las ventanillas. Vi a cámara lenta cómo mi pulgar se deslizaba sobre «Enviar». Mi «te quiero» se había enviado.

No creo en Dios, pero en ese instante recé en silencio: «Por favor, por favor, Dios, haz que la red de telefonía tenga una avería total.»

Dios no me hizo ese insignificante favor: la señal de cobertura de mi móvil seguía como antes.

Unas décimas de segundo después llegó la respuesta de Jannis: «¿Qué?»

No muy ingenioso, típico de chicos. Y tampoco era la respuesta que esperaba recibir mientras soñaba despierta como una tonta, por eso le contesté enseguida: «Me he equivocado al teclear.»

Confié en que se lo tragaría y con eso se acabarían los mensajes. En vano.

«¿Qué querías escribir?», preguntó por sms.

«Te cierro», contesté espantada.

«¿¿¿Me cierras???», fue la respuesta, y se notaba que habría puesto cien interrogantes más.

«Te hierro», contesté aún más espantada.

«¿Te hierro?»

«Sí.»

«???»

«Té y hierro, son muy buenos para la salud», escribí.

«?????»

A esas alturas, seguro que me tenía por una pirada.

Pensé en contestarle mandándole un muñequito Android meando. Pero Jannis me sacó del apuro. No preguntó nada más y me mandó la frase más hermosa que jamás me había dicho, escrito o chateado un chico: «Yo también te cierro, Ada.»

Me inundó una oleada de felicidad. Era muy, muy feliz, y habría podido abrazar a todo el mundo. Quizás incluso a mamá.

Mi madre vio por el retrovisor que yo sonreía dentro de mi disfraz de momia. Al verme tan feliz, frenó en seco enfadadísima... y se salió del camino.

Y entonces comenzaron a llover las balas.

EMMA (3)

Salté fuera del coche con la capa ondeando y vi que había frenado a pocos metros de una vieja mendiga. La anciana pedía limosna junto a la calzada, llevaba un pañuelo atado a la cabeza, tenía el rostro macilento y, a juzgar por sus ojeras, era muy, pero que muy vieja. No se había espantado cuando me subí a la acera a toda velocidad. Al contrario. Me miraba sonriendo, como si le hubieran pasado cosas muchísimo peores a lo largo de su vida. Luego levantó una lata y chapurreó:

—¿Tú tiene euro?

Estaba demasiado furiosa para ocuparme de ella y, en vez de prestarle atención, ordené a mi familia de monstruos que salieran del coche. Me planté delante de Frankenstein, la momia y el hombre lobo y perdí los estribos como nunca antes los había perdido nadie disfrazado de Drácula, ni siquiera el propio Drácula:

—Ada, ¿cómo se te ocurre sonreír? Me pones en ridículo, suspendes, fumas porros...

—Yo no fumo... —protestó débilmente Ada.

—¿Me tomas por tonta? —la interrumpí—. ¡Y pobre de ti como me contestes!

Bajó la vista, consciente de su culpabilidad. Max esbozó una gran sonrisa, con lo cual fue el siguiente a quien canté las cuarenta.

—Y tú... ¡tú sólo abres la boca para hacer enfadar a tu hermana!

Él también bajó la vista, consciente de su culpabilidad. Frank, en cambio, se puso delante de los dos e intentó mediar:

—No vamos a levantarles la voz a los niños...

—De momento, ¡sí!

—No tiene sentido... —replicó tímidamente.

—Vaya, ¿ahora te ha dado por ocuparte de su educación? —lo abronqué, y los críos se alegraron claramente de salir de la línea de tiro—. En todo el día, no estás más de veinte minutos despierto en casa, y sólo físicamente.

—¿Ahora la vas a tomar conmigo? —preguntó obtuso.

—¿Acaso crees que no he visto cómo le mirabas todo el rato el culo gordo a Stephenie Meyer?

—Culo gordo... —dijo Max con una risita.

—¡A callar! —lo reprendí, y noté que las lágrimas me asaltaban. Si gritaba tanto a mi familia era únicamente porque estaba muy triste y, si no lo hacía, me echaría a llorar. Y si empezaba, no podría parar.

—¿Crees que no me duele que no me encuentres tan atractiva como antes? —le pregunté a Frank.

No supo qué contestar, sólo me miró indefenso. Habría sido un momento ideal para decir: «Pero, cariño, si yo te encuentro tan atractiva como el primer día.»

Sin embargo, se quedó allí quieto y callado.

Y yo empecé a vapulearlo:

—¡Tampoco es que tú seas un Adonis!

—¿Qué...? —preguntó sorprendido.

—Se te ha quedado la cara chupada. ¡Y el pelo sólo te crece donde no debería!

—Yo pensaba que los de la espalda te gustaban —balbuceó desconcertadísimo—. Pero si siempre me llamas «osito»...

—¡A ninguna mujer del mundo le gustan los osos!

—Sabéis qué —dejó caer Ada—, a los hijos no les interesa saber que sus padres están tan poco enamorados.

Con ese comentario perdí definitivamente los nervios.

—Es un asco que mi hija sólo me critique. También es un asco que mi hijo viva como un monje. Y es más que un asco que mi marido y yo no tengamos una verdadera vida matrimonial. Pero ¿sabéis cuál es la madre de todos los ascos? La madre de todos los ascos es que ya no somos una verdadera familia... Y sí, ya sé que «ascos» se usa poco en plural, ¡pero le va que ni pintado a nuestro asco de familia!

Todos me miraban con estupor mientras las primeras lágrimas brotaban en mis ojos. Con la voz quebrada, les dije en tono suplicante a los tres:

—Yo... no puedo seguir así.

En lo más hondo de mi ser pensé que ése era el momento ideal para que Frank dijera: «Todo se arreglará.»

Pero en sus ojos no se veía nada de «todo se arreglará». Únicamente me miraban vacíos y cansados. Observé a Max y noté que sólo quería sumergirse en una de sus novelas de zombis, y Ada seguía hirviendo por dentro. Entonces lo tuve claro: no se arreglaría nada. Nada de nada.

—Y pensar que podría haber estado con Hugh Grant en la isla Mauricio... —balbuceé con los nervios de punta.

Entonces me eché a llorar definitivamente.

FRANK (1)

Cansado.

Estaba muy cansado.

Terriblemente cansado.

Los niños no estaban cansados. No soportaban ver a su madre llorando y por eso miraban al suelo. Pero yo estaba demasiado agotado. Así pues, sólo pregunté perplejo:

—¿Hugh Grant? ¿Por qué Hugh Grant?

¿Qué pensaba hacer Emma con él en la isla Mauricio? Bueno, no costaba imaginar qué quería de él. Pero ¿por qué lo mencionaba ahora? No entendía nada.

BOOK: Una familia feliz
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