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Authors: David Safier

Tags: #Humor

Una familia feliz (3 page)

BOOK: Una familia feliz
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—Pues entonces, ¿por qué me has dicho que fue un error? —inquirió Jannis.

—Porque a veces soy una medusa.

—Todos lo somos alguna vez —contestó con una supersonrisa.

Y si no hubiera estado loca por él desde hacía tiempo, me habría enamorado en ese mismo instante.

—¿Te apetece que hagamos algo esta tarde? Con hierba o sin hierba, da igual —preguntó.

—Sí, me apetece —contesté felicísima, y pensé: «Nada, nada en el mundo podrá impedir que esta tarde salga con Jannis.»

EMMA (2)

A mi familia no le impresionó la idea de ir a ver a Stephenie Meyer.

—Yo ya he quedado —refunfuñó Ada, más vehemente que de costumbre.

—Yo tengo trabajo —dijo Frank, más deprimido que de costumbre.

—Yo quiero leer —murmuró Max quedamente, como de costumbre.

Era un poco bajito para tener doce años, y también estaba un poco gordo. Era muy inteligente, y eso no ayudaba precisamente a que su popularidad ascendiera a las cotas más altas en su clase. Por eso, en los últimos años, se había convertido en una rata de biblioteca extremadamente tímida, a la que le encantaba sumergirse en mundos de fantasía. Era obvio que la realidad le parecía demasiado realista. Por un lado, lo comprendía, pero no podía consentirlo. Al principio intenté que estudiara música, pero la directora del coro me llamó aparte: «Lamento tener que decirlo, pero su hijo no daría con el tono aunque lo tuviera delante.» Después lo apunté a fútbol, pero el entrenador recordaba en sus métodos a Saddam Hussein. En el último partido antes de borrarse, Saddam me gruñó: «Viendo como corre su hijo, tendría usted que investigar si no es homosexual.» Yo aún continuaba buscando un sitio donde Max pudiera disfrutar de la realidad, pero hasta ese momento no lo había encontrado.

Miré a mi familia, que estaba sentada a la mesa de la cocina de nuestro piso, situado en un edificio antiguo, y les dije decidida:

—¡Pasaremos la noche en familia!

—Yo haré lo que me dé la gana —replicó Ada.

Era una de sus frases típicas. Igual que: «Ya recogeré luego», «Acabaré los deberes a tiempo» o «Mamá, yo nunca me fumaría un porro». (Nunca he comprendido por qué algunos críos empiezan a fumar hierba al llegar a la pubertad. De hecho, deberían hacerlo sus padres para soportar esa fase de la vida.)

Sin embargo, la frase típica preferida de Ada era ésta: «Mamá, eres patética.» Si cantaba, era patética. Si me maquillaba, era patética. Si no me maquillaba, era aún más patética. Sólo una vez que fui con ella en bañador a la piscina descubierta, no fui patética, sino mortalmente patética.

Por lo general, intentaba educar a mis hijos sin demasiadas amenazas, pero en esa ocasión era importantísimo para mí que fuéramos en familia a la presentación de Stephenie Meyer, puesto que así podría fardar delante de Lena, y por eso les dije con determinación:

—Ada, si no vienes con nosotros, ¡te quedarás castigada en tu cuarto!

Me miró roja de ira, más furiosa que de costumbre, por lo visto se trataba de una cita muy importante. Seguramente con un chico. Pero si se lo comentaba, o si le mencionaba que había suspendido, fijo que explotaría al instante. Y si ella explotaba, yo también explotaría. Y mientras las dos detonáramos alegremente, Frank se encorvaría sobre su portátil y Max sobre su libro. Por eso no repliqué y dejé que su furia flotara en la habitación, hasta que ella masculló:

—Es fantástico hacer cosas en familia. Sobre todo si puedes hacerlas voluntariamente.

Frank me llevó aparte y me preguntó en voz baja:

—Emma, a mí no me castigarás en mi cuarto si no voy, ¿verdad? Tengo que pensar cómo les vendo los recortes a los empleados del banco.

A Frank le habría gustado trabajar de abogado para defender a los pobres. Pero al acabar la carrera de Derecho constató que la gente que defiende a los pobres también acaba siendo pobre. Y como tenía una familia a la que alimentar, aceptó un trabajo en el departamento jurídico de un banco, donde actualmente se ocupaba de las reestructuraciones y de diseñar organigramas. Sufría mucho con esas tareas. Era muy difícil decirle a alguien que iban a despedirlo. De hecho, ¿cómo se inicia una charla de ese tipo? Seguro que no con un «Adivine cuál de sus jefes se ha equivocado especulando», ni con «A partir de ahora ya no tendrá que enfadarse con su jefe de departamento», ni con «Si yo fuera usted, en el futuro cultivaría mi propia comida en el jardín».

Intenté relajarlo con una broma:

—No, para ti no habrá castigo en el cuarto, habrá abstinencia sexual.

—¿Cómo dices? —No lo había entendido.

—Tienes que decidir: el trabajo o sexo esta noche. ¿Qué dices?

—Hmm... —Lo meditó.

¡Lo estaba meditando!

Vaya, tiempo atrás, yo siempre había pensado que entre mis padres apenas había pasión. Pero, aunque casi nunca fueron muy cariñosos el uno con el otro, practicaron el sexo hasta más allá de los cincuenta, como comprobé dolorosamente una vez que entré por error en su dormitorio: daban la impresión de dos ballenas haciendo lucha libre.

—¡Es muy importante para mí! —le aclaré a Frank con contundencia.

—De acuerdo, ya trabajaré en el borrador cuando volvamos a casa. Dormir es para los aficionados —dijo con una sonrisa de cansancio.

Siempre me sorprendía lo mucho que me fascinaba su sonrisa, incluso cuando estaba tan cansado. Cada vez que sonreía, mi cerebro imaginaba lo bien que le sentaría volver al Caribe y bailar limbo. Con todo, Frank era muy distinto al de antes. Le clareaba el pelo y tenía la cara pálida y enflaquecida. Pertenecía al grupo de personas que adelgazan con el estrés, cosa que yo, una tragona con el estrés, consideraba una cualidad envidiable.

Le di un beso en la mejilla, me acerqué a Max, que estaba contrariado, y le dije:

—Si no nos acompañas, volveré a apuntarte a fútbol.

Cuando los tuve a los tres a bordo, les enseñé los disfraces que había alquilado a precio de oro esa misma tarde. Al fin y al cabo, la presentación del libro era una fiesta de disfraces de monstruo, y yo quería causar buena impresión. Había elegido los atuendos clásicos de los monstruos de película más famosos de los buenos tiempos del cine.

—El monstruo de Frankenstein —dijo Frank, suspirando cansado, cuando le entregué el disfraz con que tendría que pasearse como antes hiciera Boris Karloff: unos pantalones grises raídos, un chaleco de pieles marrón y un cráneo cuadrado de color cetrino con tornillos.

—¿Y qué son esas vendas? —preguntó crispada Ada cuando le puse en las manos su disfraz—. ¿Soy el monstruo de las gasas?

—No, eres la momia —expliqué entusiasmada—. Has pasado tres mil años dentro de un sarcófago en una pirámide, hasta que te liberaron unos ladrones de tumbas.

—Pues qué bien. Ahora tengo que ir de carne putrefacta de hace tres mil años —gruñó—. Eso te iría mejor a ti, mamá.

Encantadora. De nuevo un comentario que confirmaba mi hipótesis de que los dolores del parto sólo eran un aperitivo de la adolescencia que te ofrecía la naturaleza.

—También podríamos hablar de tus notas putrefactas —contesté picada.

—Seguro que sería un supertema —contestó, y sus ojos brillaron de enfado.

—No empecéis a discutir otra vez —intentó mediar Frank.

Ada y yo lo increpamos al unísono:

—Tú no te metas.

Sobresaltado, meneó la cabeza y pronunció la frase que más odiábamos las dos:

—Sois clavadas.

Cuando estábamos a punto de saltarte al cuello por ese comentario, Max comentó en voz baja:

—A mí me gustaría ir de zombi.

—Pero si ya vives como un zombi —señaló Ada.

Decidí ignorar el comentario, me volví hacia el pequeño y le expliqué:

—Todos vamos de monstruos del cine clásico. Por eso tú serás un hombre lobo.

Cuando le di su disfraz peludo de lobo, lo miró decepcionado. También pasé eso por alto y anuncié:

—Yo iré de vampiro. Al viejo estilo refinado de Drácula.

Les mostré con entusiasmo la dentadura postiza con colmillos afilados y el traje negro con una capa roja de terciopelo.

—Con eso te parecerás más al conde Draco —comentó Ada.

—Antes te gustaba mucho el conde Draco —contesté, y recordé con nostalgia los buenos tiempos en que ella era pequeña y, después del baño y oliendo a champú para bebé, se sentaba en pijama en mi regazo y veíamos juntas Barrio Sésamo. Se hacen mayores demasiado deprisa. A medida que cumples años, cada vez te da más la sensación de que alguien le ha puesto la directa a la vida.

—El conde Draco sólo sabe contar hasta diez, como mucho —replicó Ada—. Además, tiene TDAH.

—Aun así, es más formidable que tú en aritmética —dijo Max en voz baja. No era muy hablador, pero cuando hablaba le encantaba incordiar a su hermana.

—Tú cierra el pico o te venderé en el circo para que hagas de foca.

—¡Algún día te llegará la hora de la revancha por todas tus vilezas! —amenazó Max temblando de rabia. Siempre le afectaba mucho que su hermana le mencionara el sobrepeso.

—¡Mi corazón tiembla de miedo, foqui! —dijo Ada sonriendo burlona.

Ada también se lo pasaba en grande tocándole la fibra con ese tipo de frases. Estaba convencida de que Max era nuestro preferido y ella una cenicienta incomprendida, a la que sólo liberaría de su terrible destino un príncipe. O la mayoría de edad.

Yo quería a mis dos hijos, aunque a veces los cambiaría por dos masajes de placer. A veces, en los momentos de armonía que tenía con ellos, pocos y cada vez más escasos, los quería tanto que incluso dolía. Eran los dolores más hermosos de mi vida.

Suponía o, mejor dicho, tenía la esperanza de que los dos hermanos en el fondo también se quisieran. Y también tenía la esperanza de que Frank y yo nos siguiéramos queriendo como antes, a pesar de todo el estrés diario. Pero, si realmente era así, si todos nos queríamos, ¿por qué nada era como antes? ¿Por qué teníamos que discutir todos los días? ¿Por qué tenía que obligarlos a hacer algo juntos? ¿Cuándo fue la última vez que hicimos algo juntos?

Mientras me planteaba esas preguntas, me di cuenta de que esa noche no se trataba únicamente de impresionar a Lena o de salvar mi librería: los Von Kieren haríamos algo en familia por primera vez en mucho tiempo. Tal vez veríamos que nos lo pasábamos bien juntos. Al fin y al cabo, yendo a la presentación del libro hacíamos algo extraordinario. Y quizás, sólo quizás, esa noche incluso recuperaríamos lo que habíamos perdido como familia.

Mientras íbamos con nuestros disfraces en el viejo Ford, casi me sentí orgullosa de todos nosotros, porque estábamos imponentes: papá, el monstruo de Frankenstein; mi hija, la momia; mi hijo, el hombre lobo; y yo, el vampiro increíble con gafas. ¡Cuatro monstruos de camino hacia el ancho mundo!

El estado de ánimo de los demás no era ni de lejos tan bueno como el mío: Max leía uno de sus libros, Frank se quejaba porque su enorme cabeza de Frankenstein chocaba a cada bache contra el techo del coche, y Ada no paraba de escribir sms. Yo no entendía por qué siempre estaba mandado sms o chateando. No entendía tantas cosas de ella: por qué siempre se tapaba los oídos con unos auriculares, por qué se había desfigurado con tatuajes su precioso y joven cuerpo, o por qué era una tarea tan insuperable y hercúlea vaciar el lavavajillas.

Claro que, por otro lado, mi madre tampoco entendía todo lo que yo hacía antes: por qué iba como Madonna en Material Girl, por qué escuchaba a tanto volumen a Duran, Duran y, menos todavía, por qué me gustaba Don Johnson (vale, ahora, cuando veía por casualidad una reposición de «Miami Vice», yo también me lo preguntaba: Don llevaba trajes de tonos pastel, un peinado de lo más hortera y mediría más o menos 1,23 metros de altura).

Tal vez era cierto lo que me había dicho la tutora de Ada: las sinapsis en el cerebro de los niños recibían un nuevo cableado al llegar a la pubertad. Lo cual, traducido, probablemente significaba que en el cerebro de un adolescente se podía colgar un letrero con las palabras: CERRADO POR REFORMAS.

Así pues, decidí no permitir que las sinapsis de Ada me estropearan la velada. Cuanto más tranquila me mantuviera, mayor sería la probabilidad de que nos lo pasáramos bien juntos. En la radio sonaba
Rastaman Vibration
de Bob Marley. Una canción que antes me encantaba, y por eso subí el volumen y yo también canté:


It’s a new day, a new time and a new feeling...

Me emocioné con la esperanza de que esa noche sería realmente un nuevo día para mi familia, de que se anunciaba una nueva época con otros sentimientos.

Canté hasta que Ada dijo de mal humor:

—¿No podrías parar, mamá?

—Ah, ¿esto también es patético? —pregunté picada.

—No, no lo es —contestó Ada.

—¿Ah, no? —pregunté, contenta y sorprendida.

—No —dijo sonriendo—, sólo es una mierda.

Seguro que no sería fácil impedir que sus sinapsis me estropearan la velada.

Poco después pasamos con el coche por delante del elegante hotel Ritz-Carlton.

—Enseguida veremos a Stephenie Meyer —anuncié.

Lo dije sabiendo que ningún miembro de mi familia era fan de la autora. Ada no leía nada que no fueran sms, Frank no tenía tiempo para leer y, a Max, los vampiros de Stephenie Meyer le parecían demasiado «infantiles»; a él le iban más los zombis, los orcos y los bárbaros.

Entramos en el hotel caminando sobre una alfombra roja, y nos condujeron a un salón señorial donde pululaban más de doscientos invitados. Tenían copas de champán en la mano. Seguramente habríamos disfrutado de ese fantástico ambiente festivo si no llega a ser por un pequeño detalle en los invitados, que nos dejó cortadísimos. Tras unos momentos de silencio común por el susto, Max pronunció lo evidente:

—Mamá..., aquí nadie va disfrazado.

—Excepto cuatro imbéciles —completó Ada.

Fue uno de esos instantes en los que te gustaría poder decir algo más que «Sí, bueno...».

Ada reaccionó la primera y sonrió satisfecha.

—Pues ya podemos largarnos.

Lo suyo fue un acto reflejo de huida bastante comprensible, sobre todo si se tenía en cuenta que los primeros invitados empezaban a mirarnos.

—Buena idea —comentó Frank, que ya tenía excusa para volver al trabajo.

—No, nos quedaremos y nos lo tomaremos a risa —animé a mi familia.

—Me temo —puntualizó Frank— que los únicos que se lo toman a risa son los demás.

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