Read Una familia feliz Online

Authors: David Safier

Tags: #Humor

Una familia feliz (7 page)

BOOK: Una familia feliz
3.5Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Sí, ¡subió por la maldita pared!

Lentamente. Sin parar. En vertical. En ángulo recto respecto al suelo. Como si tuviera ventosas gigantes en la suela de los zapatos. Y una musculatura dorsal impresionante que no se puede conseguir en un gimnasio. Me miró desde arriba y me sonrió de nuevo con arrogancia. Estaba conectada en modo chulería.

—Mierda —murmuré frustrada porque estaba a punto de escabullirse.

Apreté los puños y di un salto entre maldiciones furibundas. ¡Tres metros! Por lo visto, entre mis cualidades vampirescas también se contaba una potencia de salto impresionante. Sin embargo, en vez de alegrarme, me asustó mucho volar tan alto. Presa del pánico, me agarré con una mano al canalón del edificio y me sujeté con la otra al alféizar de una ventana. Me quedé pegada a la pared como si King Kong me hubiera escupido contra ella. Me encaramé al alféizar y me puse de pie. Tenía a la bruja justo por encima, y entonces pude ver por debajo de la falda ancha que llevaba puesta. En una noche plagada de visiones inquietantes, aquélla se llevó la palma.

Encima de mí había otro alféizar. Salté desde el mío y fui a parar al piso de arriba. A la bruja se le cayó la sonrisa desdentada de la cara y aceleró el ritmo.

—¡Tú no atrapa mí! —me gritó.

—Y tú no canta victoria —contesté muy segura, y salté al siguiente alféizar.

A través de la ventana entreabierta, vi a una pareja de unos treinta años haciendo el amor. La mujer me vio y dijo lo que probablemente yo también habría dicho en su lugar:

—¡AHHHHHHH!

El hombre, que todavía no me había visto, refunfuñó frustrado:

—¡Exageras con las críticas a mis habilidades de amante!

La mujer señaló hacia la ventana, él se volvió, me vio y la secundó:

—¡AHHHHHHH!

Balbuceé con torpeza lo más tonto que seguramente puede decirse en semejante situación:

—Por mí no se molesten. Sigan con lo suyo, sigan.

Los dos me miraban fijamente, observaban aterrorizados mis colmillos y no siguieron.

Yo miré hacia arriba. La vieja ya estaba en la cuarta planta, un piso más y llegaría al tejado. Dejé atrás a la pareja, que necesitaría una buena terapia con un sexólogo, y continué saltando de alféizar en alféizar.

Cuando la bruja trepó al tejado, yo llegué al cuarto piso y fui a parar delante de un viejo alcohólico que estaba asomado a la ventana con una botella de vino tinto en la mano. Llevaba unos calzoncillos blancos y una camiseta imperio de aquellas que yo creía que se habían extinguido en los años ochenta. Sorprendentemente, no se espantó al verme.

—Por fin algo diferente —dijo en tono de reconocimiento.

—¿Algo diferente? —pregunté, y me tapé la boca con la capa para que no me viera los colmillos. No quería asustarlo innecesariamente.

—Cuando estoy borracho sólo veo a mi hija muerta.

Sentí compasión por el borracho. El dolor por la pérdida de su hija lo había abocado a la bebida. A mí probablemente me habría ocurrido lo mismo si la bruja hubiera matado a mis hijos. Seguro que también me habría convertido en una alcohólica. O me habría suicidado de inmediato.

—Le traigo recuerdos de su hija. Está muy bien en el cielo —contesté dulcemente.

El hombre sonrió conmovido. Y yo también esbocé una leve sonrisa detrás de la capa. En medio de todo aquel caos, vivía un momento de humanidad. Triste. Pero lleno de humanidad.

Entonces recordé que tenía cosas que hacer, pegué dos brincos y aterricé con elegancia en el tejado cubierto de grava. En circunstancias normales, podría haber disfrutado de las magníficas vistas sobre las luces de Berlín (de hecho, sólo faltaba una tumbona y un cóctel margarita), pero perseguí a la bruja, que se dirigía al borde del tejado. La atraparía enseguida. Aunque quisiera bajar del edificio, yo saltaría más deprisa de lo que ella podía andar. Pero no descendió al llegar al borde. Tampoco se detuvo. Saltó al siguiente edificio y continuó avanzando. Llegué al borde y, nerviosa, me pregunté si yo también tenía que saltar. Al parecer, mi nuevo cuerpo era capaz de conseguirlo. Pero la distancia me daba un miedo increíble. Probablemente no sobreviviría a una caída desde aquella altura. En ese momento, mi corazón tendría que estar latiendo con fuerza. Me llevé la mano al pecho. Y no noté ningún latido.

¡Dios mío, no tenía corazón!

Acto seguido me entró aún más miedo. No tenía elección: tenía que atrapar a la bruja y, para ello, tenía que saltar tras ella. Retrocedí unos pasos, cogí carrerilla y salté. Con ímpetu. Lejos. Fue una sensación magnífica. ¡Como volar!

Al cabo de unos segundos de éxtasis aterricé en el otro edificio. Eso no entusiasmó a la bruja, que saltó al siguiente. La seguí. Aquello se había convertido en una persecución por los tejados de Berlín, y temí que la cosa continuara así durante horas, porque Berlín tenía unos cuantos tejados. Pero no podía desistir, quería que mi familia volviera a ser como unos minutos antes, aunque entonces no me pareciera especialmente adorable. En realidad, seguía sin parecérmelo. Pero era mejor que ser para siempre como la familia Adams de las historias de monstruos. Además: al contrario que la familia Von Kieren, ¡los Adams eran felices! Vaya, ahora incluso envidiaba a una familia de monstruos.

Justo cuando empezaba a enfadarme por ello, me di cuenta de que no me había concentrado como tocaba en el salto. Iba a brincar de un edificio a otro y noté que tendría que haber saltado desde más distancia. Mucha más. Me precipité como una piedra. Ni siquiera tuve tiempo de patalear en el aire como un personaje de dibujos animados. Choqué brutalmente contra un Ford Transit que pasaba. El techo del coche se abolló ruidosamente con el impacto. Rodé sin control sobre el coche y fui a parar a la calle. Caí encima de un hombro. Me dolió horrores. Aunque aquel cuerpo de vampiro era muy atlético, por lo visto estaba muy lejos de ser invulnerable. Me levanté a duras penas, me sujeté el hombro, que afortunadamente aún podía mover, y vi que el Ford Transit se alejaba. El conductor miraba por el retrovisor. Pero no podía verme. Los vampiros no se reflejan en los espejos. Y eso me llevó a preguntarme: si los vampiros no pueden mirarse al espejo, ¿cómo demonios se maquillan las mujeres vampiro? ¿Sin mirarse, como el payaso del McDonald’s?

Oí la risa de la bruja. Me miraba burlona desde lo alto de un tejado. Pero en lugar de desaparecer de una vez por todas, bajó del edificio en vertical, aterrorizando de un modo alucinante a los paseantes nocturnos. Cuando llegó a la acera, andando de nuevo en horizontal, se plantó delante de los asombrados paseantes y les ordenó:

—Vosotros a casa y olvida todo.

Nunca había visto a la gente asintiendo con la cabeza de un modo tan sincronizado. Ni tampoco desapareciendo tan deprisa.

—Tú tiene fuerzas de vampiro —constató satisfecha al volverse hacia mí—. Y tú puede usarlas. No muy bien. Pero bueno.

—¿De qué hablas?

—Yo puesto tú a prueba.

—¿Cómo?... ¿Qué?... ¿La persecución sólo era un test...?

—Yo ya dicho —comentó la vieja sonriendo burlona—. Tú dura mollera.

No entendí nada. ¿Para qué me había puesto a prueba?

—Tú gustará a él —dijo asintiendo satisfecha.

—¿A quién?

—A él.

—«A él» no es un nombre. ¿De quién se trata?

—Del príncipe de los malditos.

—¿No es eso demasiado críptico? —pregunté irritada.

—No —dijo sonriendo—, no lo es.

Por fin había conseguido pronunciar una frase sin errores. Lástima que con eso yo no ganara nada.

—Yo ahora por fin viaja a casa. Gracias a ti, yo ahora puede morir.

Dio media vuelta y se fue. Lentamente. Con mucha calma. Hacia un chiringuito de kebabs llamado
Don Osmán Superkebab
. ¿Qué iba a hacer la bruja allí dentro? ¿Comer la especialidad de la casa? En realidad, tanto daba. En aquel local estaría atrapada en una ratonera. La cazaría. Con violencia. Con colmillos. ¡Tanto daba cómo!

Entré decidida en el chiringuito. Al cruzar el umbral de la puerta, me mareé de golpe. No era el malestar habitual de «Voy a un chiringuito donde la carne grasienta gira veinticuatro horas al día alrededor de su propio eje desde la primera oleada de inmigrantes turcos, y huele como tal». Al dar el primer paso dentro el local, me desplomé, arrastré conmigo un taburete de aluminio y caí de bruces al suelo. Un dolor agudo me venció. Quise preguntar qué me ocurría, pero de mi boca sólo salió un estertor. Con todo, la bruja me entendió. Se inclinó hacia mí y me susurró al oído una sola palabra:

—Ajo.

Al despertar, yacía al aire libre y Don Osmán, el propietario del chiringuito, me estaba haciendo el boca a boca. Por suerte, el Don no se alimentaba de sus kebabs y no olía a ajo. Seguramente sabía lo que le servía su distribuidor de carne barata y por eso sólo comía verduras de Anatolia.

Osmán puso sus labios sobre los míos y tuve que admitir que, por desgracia, ése había sido el momento más íntimo que había tenido con un hombre desde hacía semanas.

A nuestro lado había un individuo con traje mil rayas, tipo banquero de punta en blanco, comiéndose impasible su kebab. Por lo visto, al contrario que Frank, él poseía el estómago inhumano de acero que se necesita para hacer carrera en un banco.

Don Osmán se apartó finalmente de mí y, en un alemán sin acento que contradecía todos los debates negativos sobre la integración, declaró:

—Esta mujer no respira.

Unos minutos antes, ese hecho me habría alterado. Pero a esas alturas ya sabía que tampoco tenía corazón. En todo ello podía reconocerse un diseño orgánico global.

—Está... fría como un pez —balbuceó afectado Don Osmán.

Eso sí me alteró.

—No es usted muy amable que digamos.

El banquero dejó de comer del susto, mostrando con ello algo parecido a una emoción humana.

—¡Por Alá! —exclamó Don Osmán.

—Me temo que no tiene nada que ver con eso —aclaré.

—¿Quién... eres tú? —preguntó Don Osmán.

Miré hacia arriba, vi que la mendiga había desaparecido y contesté:

—Rajada.

Aturdida, le di las gracias al dueño del chiringuito, que me había sacado de su local, me levanté y decidí volver con mi familia. En de vez de saltar por los tejados, opté por hacer el camino como siempre, en metro. No llevaba dinero ni tarjeta, pero quería viajar en metro para poner un poco de normalidad en mi vida. Al menos por un momento. Y fue realmente un instante porque, tan pronto como subí, los demás pasajeros me observaron desconfiados, temerosos, casi aterrorizados. El intelecto quería convencerlos de que sólo era un disfraz. Pero el instinto les decía otra cosa. Notaron que yo no era un verdadero ser humano, y todos se replegaron en la otra mitad del vagón. Al parecer, los vampiros poseían otra facultad: podían encontrar asiento libre en cualquier momento, incluso en hora punta.

Mientras el metro se deslizaba por las vías, oí pronunciar a los demás pasajeros frases como:

—Oh, Dios mío... Esa... Esa mujer no se refleja en el cristal de la ventanilla...

—Mierda, ¡es verdad!

—¿Cómo harán ese truco?

—Cosas de Hollywood.

—¿Hollywood? ¿Acaso ves por aquí a Tom Cruise?

—No, aún me daría más miedo.

—Yo creo que no es un truco.

—Eso mismo me temo yo.

—Y yo me temo que acabo de hacérmelo encima.

Mientras los demás pasajeros probablemente sopesaban la idea de tirar del freno de emergencia, yo me preguntaba quién sería el «príncipe de los malditos» del que me había hablado la bruja. ¿Por qué lo llamaba príncipe? Si yo fuera el jefe de los malditos, me haría llamar emperador, rey o presidente del consejo de administración de los malditos. ¿Y por qué iba yo a gustarle al príncipe? ¿Con aquella pinta? ¿O con mi pinta original? Aquel noble de poco rango debía de tener un gusto bastante excéntrico.

El metro paró por fin. Me apeé, olvidé al príncipe y caminé deprisa hacia la calle donde había dejado a mi familia, nuestro coche y la puerta de nuestro coche. Ada seguía sentada en el bordillo, contemplando sus manos vendadas como si fueran dos cuerpos extraños. Max, en cambio, gruñía a la gente que estaba detrás de las cortinas y parecía pasárselo en grande cuando se retiraban asustados hacia el interior de sus pisos. ¿Y Frank? Frank observaba a dos policías. Se habían bajado del coche patrulla y se acercaban con tanta cautela como había que acercarse a un hombre de dos metros treinta con tornillos en la cabeza.

Uno de los dos policías era alto. El otro, bajo. Ambos rollizos. Y ambos parecían inseguros. El hecho de que Frank estuviera doblando una farola probablemente contribuía a su inseguridad. Frank no actuaba con maldad. Más bien como un niño curioso. Un niño curioso con una fuerza sobrenatural. Un poco como el pequeño Obélix, que nadie querría tener por hijo.

—¡Deje eso! —le ordenó el policía alto a Frank.

—¿Ufta? —Frank contestó exactamente lo que yo esperaba.

—¿Es usted extranjero?

—¿Ufta?

—Tú ser extranjero. ¿Tú tener permiso de residencia? —preguntó el policía alto. Era un fenómeno interesante que los alemanes creyeran que los extranjeros los entenderían mejor si hablaban mal el alemán.

—¿Uftata? —dijo Frank, variando un poco.

—¡Enséñanos los papeles! —exigió el policía alto, que se acercó a Frank acompañado por el bajito. A éste, empezaban a aparecerle gotas de un sudor frío en la frente, y parecía preguntarse si había sido una buena idea pedirle los papeles.

Cuando el alto estuvo cerca de Frank, éste se sintió atacado y gruñó fuerte:

—¡Urggg!

Los policías se detuvieron, y yo intuí claramente que aquel «¡Urggg!» era una señal de que enseguida ocurriría lo que a los presentadores del telediario les gustaba definir con el término de «baño de sangre». Tenía que intervenir, y me interpuse entre ellos.

—¡Efma! —atronó contenta la voz de Frank cuando me vio, y yo me alegré de que me reconociera. Y aún me alegré más de que desviara su atención de los policías.

—Buenas noches —saludé a los policías, que me miraron espantadísimos; seguro que ellos también me habrían dejado un asiento libre en el metro, si hubiéramos estado en un metro.

—¿Conoce a este individuo? —preguntó el policía alto, intentando que la voz no le temblara demasiado.

—Sí, es mi primo de Albania —mentí.

—Pues no parece albano.

—Ejem... Es que sólo es medio albano —me apresuré a explicar.

BOOK: Una familia feliz
3.5Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Midsummer Night's Mayhem by Lauren Quick
The Wicked Garden by Henson, Lenora
Arctic Chill by Arnaldur Indridason
The White Door by Stephen Chan
Crossing the Line by Karla Doyle
The Devil Who Tamed Her by Johanna Lindsey
Passion and Scandal by Candace Schuler