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Authors: David Safier

Tags: #Humor

Una familia feliz (23 page)

BOOK: Una familia feliz
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—¿Tienes teléfono? —le pregunté a Suleika, que me estaba extendiendo pomada en las patas.

—Sí, pero ¿tienes tú dedos para usarlo?

—Buena objeción —suspiré.

—Puedo marcar el número por ti —dijo sonriendo.

Ser superinteligente tenía muchas ventajas, gracias a eso fui capaz de recordar todos los detalles del iPhone robado de Jacqueline, aunque sólo le hubiera echado un vistazo a la interfaz una vez, cuando la ayudé a configurar el aparato de manera óptima. Le dicté el número a Suleika. Lo marcó. Y me dio un vuelco el corazón.

Mientras se establecía la comunicación, me pasó por la cabeza confesarle sin más mi amor a Jacqueline. Eso es lo que hacen los héroes de verdad. ¡No le tienen miedo a nada! O mejor dicho, superan su miedo en aras del amor. Y mi amor era más grande que cualquier amor que hubiera sentido nunca un crío o un lobo, incluidos los ridículos hombres lobo de las novelas.

Suleika me acompañó a una salita contigua a la enfermería para que pudiera hablar sin interrupciones, y dejó el teléfono en el suelo con la función de manos libres activada, puesto que no podía ponérmelo en la oreja. Luego cerró el cuarto, se estableció la comunicación y se oyeron los tonos de llamada. Me moría de ganas de que Jacqueline lo cogiera. Y me daba miedo que lo cogiera.

Siguieron sonando tonos. Hasta entonces no supe que los intervalos entre dos tonos eran tan largos. Finalmente, oí su voz entre risitas.

—¿Sí?

En ese momento, quizás tendría que haberme molestado que se riera, pero estaba demasiado emocionado.

—¡Soy yo! —exclamé—. ¡Max!

—¡Estás vivo! —gritó de júbilo.

—Sí, y tú, ¿qué haces? ¿Cómo estás?

—¡Estoy fumando hierba con Cheyenne! —dijo riendo aún más.

Eso quizás también tendría que haberme molestado. O tendría que haberle explicado que yo estaba en Egipto, que el resto de la familia Von Kieren también seguía existiendo, pero sentí la necesidad de confesarle mi amor. Me daba un miedo increíble, pero qué había dicho mamá: ¡yo era capaz de superar todos los miedos!

Sabiéndolo, me dejé llevar por el delirio de los héroes y exclamé:

—¡Te quiero!

Jacqueline dejó de reír de golpe.

—¿Qué? —preguntó.

—¡Te quiero! —repetí. Ni siquiera su «¿qué?» podía rasguñar mi heroísmo.

—¿Qué? —preguntó otra vez.

En cierto modo, ese «¿qué?» ya sobraba.

—¡Te quiero! —reiteré, esta vez con un ligero temblor en la voz, que ya no sonó tan heroica.

—¿Qué quiere? —oí preguntar a Cheyenne al otro extremo de la conexión intercontinental.

—El pequeñajo me quiere —dijo estupefacta Jacqueline.

Cheyenne se echó a reír a carcajadas. Eso habría sido soportable. Justo hasta ahí.

—Para de reír —le gritó Jacqueline.

Pero Cheyenne no paró. Y le contagió la risa a Jacqueline. Y sus carcajadas no fueron soportables. Me partió el corazón.

Sacudí con la pata la tecla de «fin de llamada». Varias veces, hasta que la llamada terminó y las carcajadas de Jacqueline se apagaron.

No obstante, continué oyéndolas en mi cabeza.

Fuertes.

Estentóreas.

Miré a mamá lleno de rabia; en vez de decirme que podía superar mis miedos, tendría que haberme dicho otra cosa: que el miedo también tiene una finalidad biológica: protegerte para no resultar herido.

EMMA (14)

Las estrellas y la luna alumbraban la pirámide del faraón Seti, sin olvidar los focos que las autoridades de turismo egipcias habían puesto para iluminar las pirámides incluso en una noche como aquélla, en la que nadie rondaba por allí, salvo unos cuantos monstruos y una tal Suleika. Cabalgamos por el desierto con el fresco agradable de aquellas horas. Frank montaba un camello muy fuerte llamado
Hulk
, y Max trotaba a nuestro lado con las patas vendadas y de mal humor. Aunque, considerando la situación, ¿quién podía estar de buen humor o disfrutar de la impresionante imagen de las pirámides iluminadas?

Habíamos cabalgado todo el rato en silencio, pero Suleika preguntó de repente:

—¿Qué pensáis hacer si Imhotep se encuentra realmente en la pirámide?

Al preguntar, su voz no reveló ni rastro de miedo, y eso hizo que la joven me pareciera aún más impresionante. Aunque, en realidad, me gustaba menos a cada minuto que pasaba, porque cada vez comprendía mejor que Frank hubiera querido hacer «ufta» con aquella mujer fantástica.

—Entraremos en la pirámide —dije contestando a su pregunta—, y le daremos una patada a ese idiota.

—Un plan de lo más complejo —señaló corrosivo Max.

Al decirlo, me miró con una mezcla de dolor y rabia, como si yo le hubiera hecho algo malo. Por lo visto, Max había elegido precisamente esa noche para entrar en la pubertad. Pues qué bien.

—Y ya no hablamos de volver a transformarnos —refunfuñó.

Por desgracia, eso era cierto. Ya habían pasado cuarenta y ocho horas desde que Baba Yaga nos había transformado en atracciones de Halloween, y sólo nos quedaban veinticuatro horas para salvar a Ada y llegar de algún modo a Transilvania. Una tierra que estaba lejísimos. Además, recordé de pronto, según las leyendas era también la tierra natal de un hombre que aceleraba los latidos de mi corazón inexistente.

—Drácula —murmuré suspirando.

—¿Qué? —preguntó desconcertada Suleika.

—¿Grr? —preguntó celoso Frank.

—Nada, nada —contesté, quitándole importancia.

Me embargó la mala conciencia, pero también estaba enfadada con Frank: ¿qué derecho tenía a sentirse celoso? Si alguien podía sentirse celoso, ese alguien probablemente era yo, por culpa de su Burraleika. Pero, teniendo en cuenta el variado ramillete de problemas gigantescos que había que resolver, en aquel momento incluso esos celos estaban fuera de lugar. Dios mío, ¿qué le habría hecho Imhotep a Ada en todo ese tiempo?

—¿Cómo vamos a ir a Transilvania sin una máquina teletransportadora? —preguntó Max antes de yo pudiera imaginar un montón de cosas terribles.

—Una cosa después de la otra —repliqué.

—Tus planes son cada vez más complejos —señaló hiriente.

Sí, había entrado definitivamente en la pubertad. ¡Yupi, yupi,
yeah
!

—Ya hemos llegado —dijo Suleika cuando estuvimos delante de la pirámide.

—¿Ah, sí? No nos habíamos fijado —replicó Max.

A Suleika le molestó la impertinencia y Frank gruñó al pequeño por haber sido tan descarado. Y a mí eso me mosqueó porque me dio la sensación de que Frank sólo quería defender a su Ñuleika.

—¡No le gruñas al crío! —mascullé.

Max, el flamante adolescente, no abroncó a su padre, sino a mí:

—Mamá, ¡sé defenderme solo!

—Puede que haga falta para enfrentarse a Imhotep —contesté seria, y con ello reconduje la conversación a lo esencial: la salvación de mi hija.

—¿De verdad creéis que tenéis alguna posibilidad frente a Imhotep? —preguntó Suleika mientras bajábamos de los camellos.

—Ya hemos sobrevivido a zombis y a Godzilla. No podrá sorprendernos con tanta facilidad.

—Salvo con ranas —dijo Max.

—¿Por qué con ranas? —pregunté asombrada.

Entonces me cayó una rana en la cabeza.

Desde mi cabeza cayó al suelo y se fue dando saltitos y croando por la arena del desierto.

—Por eso —dijo Max.

—Pero si sólo era una... —repliqué estupefacta.

Llegaron volando más bichos croadores. Levanté la vista al cielo: ¡llovían ranas! Y aquella lluvia, que sorprendía a los batracios tanto como a nosotros, hacía mucho daño.

—¡Aquí! —gritó Suleika, y se refugió del chubasco de ranas debajo del tejadillo de una pequeña tienda de recuerdos cerrada.

La seguimos a toda prisa. Los camellos, también. Así pues, debajo del tejadillo acabamos apelotonados tres monstruos, tres camellos y una Ñuleika. Contemplamos aquel espectáculo de ranas, que habría hecho que los climatólogos se cuestionaran todos sus modelos si también lo hubieran presenciado.

—Al parecer, Imhotep puede desatar plagas bíblicas —comentó Max meneando la cola de miedo (una imagen a la que no lograba acostumbrarme ni siquiera en aquella situación).

Puesto que yo conocía la Biblia tanto como la mayoría de los alemanes, o sea nada, le pregunté a Max:

—¿Y qué otras plagas bíblicas hay?

En aquel preciso instante, se acercaba zumbando un enorme enjambre de mosquitos.

—¡No he preguntado nada! —grité—. ¡No he preguntado nada!

Frank arrancó con sus tremendas zarpas la puerta cerrada de la tienda de recuerdos, entramos corriendo en el local, pasamos junto a pirámides y esfinges de plástico, vimos la puerta de una trastienda, la cruzamos corriendo y la cerramos a toda prisa. Los mosquitos se abalanzaron zumbando furiosos contra la puerta, pero ni siquiera entraron por el ojo de la cerradura porque había una mosquitera.

Habíamos encontrado un refugio, aunque bastante estrecho. Los camellos nos habían seguido y casi nos pisaban los pies en la pequeña trastienda. A nuestro alrededor, estaba todo atestado de baratijas; sorprendentemente, incluso había platos de la boda de Carlos y Diana. (¿Comprarían los Klaus y las Barbaras esos remanentes para recordar que había matrimonios peores que los suyos?)

Al cabo de un rato oímos que el enjambre de mosquitos se alejaba. Frank suspiró aliviado:

—Ufta.

—Eso mismo iba a decir yo —añadió Max.

Incluso los camellos respiraron hondo.

Miré a través de la ventana cerrada de la trastienda y vi que fuera ya sólo lloviznaban algunas ranas. No obstante, volvía a formarse una tormenta de arena, un enorme nubarrón negro como el de por la tarde. Estaba más que claro: ¡Imhotep en pleno vuelo de aproximación!

Aunque sus plagas me provocaban un pánico terrible, abrí la puerta de la trastienda, crucé corriendo la tienda, salí al exterior y grité:

—Como no me devuelvas a mi hija ahora mismo, te voy a meter las ranas en un sitio donde no brilla el sol.

Max, que me había seguido cauteloso, comentó mis palabras temblando de miedo:

—Tus planes han alcanzado realmente un grado máximo de complejidad.

La tormenta de arena formó otra vez un rostro. Acompañado por un ruido atronador. Enseguida oiríamos la respuesta a mi amenaza, y seguro que no sería muy cordial.

—Tal vez habría sido mejor un enfoque más diplomático —dijo Max.

Vi que Frank y Suleika, que también habían salido, asentían. Y, mirando hacia atrás por encima del hombro, creí ver que los camellos también asentían en la trastienda.

—¿Las picadas de mosquito son lo peor que puede ocurrir en las plagas bíblicas? —le pregunté a Max dubitativa.

—Bueno, también están las úlceras.

—Qué bien.

—Y la peste del ganado.

—Quizás sí que tendría que haber sido más diplomática.

Entonces estuve incluso bastante segura de ver asentir a los camellos en la trastienda.

—Mucho me temo que es demasiado tarde para la diplomacia —comentó Max.

Los mosquitos se habían esfumado y también habían dejado de lloviznar ranas, pero en el cielo se había formado por completo el rostro de arena negra, y oscurecía el firmamento estrellado. No tenía el mismo aspecto que la otra vez, ahora parecía tener cabellos de arena negra, como si Imhotep se hubiera comprado un bisoñé.

El agujero que hacía las veces de boca comenzó a hablar. Y las palabras que oímos fueron mucho más sorprendentes que la lluvia de ranas. Porque el rostro dijo:

—Eh, ¿qué tal?

La voz sonó atronadora, pero más dulce que por la tarde. Fijo que no era la misma. Se parecía lejanamente a... a...

—¿Ada...? ¿Eres tú...? —pregunté asombradísima.

—¡Sí! ¿A que mola todo lo que sé hacer? —contestó el rostro en el cielo, que era mi hija.

—Molaría mucho más que nos explicaras qué significa todo esto. ¿Qué te ha hecho?

—No me ha hecho nada.

Lo que yo estaba viendo en el cielo no era precisamente «nada».

—Immo se ha portado muy bien conmigo —dijo Ada.

—¿Lo llamas... «Immo»?

—Es que «Impotente» no le hacía gracia.

—Comprensible —comentó Max.

—¿Qué te ha hecho? —repetí la pregunta, muy preocupada.

—¡Me ha enseñado de lo que soy capaz! —exclamó con júbilo.

—¿Convertirte en una tormenta de arena...? —pregunté.

—¡Y mucho más!

—¿Una tormenta de arena que consigue que lluevan ranas y convoca mosquitos?

Se desean otras habilidades para una hija.

—Sí —exclamó ilusionada Ada—. ¡También puedo desatar las demás plagas bíblicas!

—¡Déjalo correr! —se apresuró a gritar Max hacia el cielo.

—No te preocupes —dijo Ada, burlona—, el de la muerte de los primogénitos no pienso practicarlo nunca.

—Me alegra oírlo —repliqué temerosa, y no me entusiasmó precisamente que mi hija se ocupara de semejante tema. Cautelosa, le pregunté—: ¿Puedes volver a transformarte en ti misma? Ésa sí sería una buena habilidad.

—Claro que puede —contestó en su lugar una voz profunda de hombre.

A mi lado apareció de repente un calvo musculoso con taparrabos y, sin querer, pensé: «Si yo me vistiera así, acabaría con cistitis.»

—¡Soy Imhotep! —anunció teatralmente el hombre del taparrabos.

A Ada se le escapó una risita en el cielo.

—¿No te cansarás nunca de reírte de mi nombre? —gritó él hacia lo alto, pero sin rastro de enfado, sino más bien cordial y divertido.

—Hasta ahora, no. —En el rostro de arena de Ada se perfiló una sonrisa, y el calvo se la devolvió cariñosamente mirando al cielo.

¿Qué demonios ocurría allí?

—¿Has hipnotizado a mi hija? —le pregunté enfurecida a Míster Proper.

En vez de contestar, sonrió.

—Habla, o te ceñiré tanto el taparrabos que te quedará voz de pito.

—Igualita que la hija —dijo Imhotep entre sonoras carcajadas.

—¡De eso nada! —exclamó Ada arriba. Ni siquiera siendo un monstruo de arena le gustaba que la compararan conmigo.

—¡Transfórmate en ti misma de una vez! —le chillé. No podía continuar hablando con ella de esa manera.

—¿Cómo se piden las cosas? —gritó ella.

—Obedece o te vas a enterar.

—La respuesta correcta era «por favor» —se burló Ada.

El rostro de la tormenta se disolvió y la arena comenzó a caer al suelo. Cuando cayó el último grano, la arena se transformó en Ada ante mis ojos. Mejor dicho, en la versión momia de mi hija.

BOOK: Una familia feliz
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