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Authors: David Safier

Tags: #Humor

Una familia feliz (20 page)

BOOK: Una familia feliz
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Contemplé las caras de abatimiento de mis hijos. Miré a Frank, que seguía dejando caer la arena entre sus dedos, sin entender qué había pasado, y comprendí que tenía que ser fuerte. ¿Quién, si no yo? Yo era la que nos había puesto en aquella situación, yo me había dejado engañar por la bruja y ahora también me tocaba conseguir que nos salváramos. Tenía que ser la madre y esposa combativa que nunca había sido en la vida normal. Olvidé el dolor ardiente que me causaba el sol abrasador del desierto. Ya sabía que podía herirme, pero no matarme.

—No tengáis miedo,¡os sacaré de este desierto! —anuncié con fervor.

—¿Y cómo vas a hacerlo, Moisés? —preguntó Ada.

Max también me miraba dubitativo, en tanto que Frank continuaba jugando con la arena. Esperaba que reaccionaran a mi anuncio con un poco más de entusiasmo. Por otro lado, ¿cómo podía esperar que de pronto confiaran en mí como madre y esposa fuerte? Y, encima, en una situación tan desesperada.

—Conseguiré que nos salvemos —dije, esta vez con voz firme, con una fuerza que incluso a mí me sorprendió.

Frank dejó de jugar con la arena. Todos me miraron poco convencidos, pero también con una ligera esperanza.

—Si confiáis en mí —añadí—, podemos conseguir cualquier cosa. ¡Somos monstruos con enormes poderes!

La esperanza aumentó.

—Y bien, ¿qué decís? ¿Nos rendimos o luchamos?

—¡Ufta! —contestó Frank con determinación.

—Cualquier cosa es mejor que llorar —dijo Ada.

—O que hacérselo en los pantalones, sobre todo si no llevas —concluyó valeroso Max.

Y así fue como los Von Kieren emprendimos el camino por el desierto.

DRÁCULA

Al venerable Egipto, allí había ido a parar mi adorable Emma, por lo que podía verse en las imágenes que los satélites de mi consorcio proyectaban en la pantalla de mi palacio en Transilvania. La pérfida Baba Yaga no había querido arriesgarse a que nuestro trato quedara anulado: paso franco a Transilvania para que pudiera morir junto a su abominable hijo a cambio de una vampira con alma.

Pulsé el botón del intercomunicador y llamé a mi criado Renfield o, como se decía en aquel siglo, a mi asistente personal. Evidentemente, Renfield no se llamaba Renfield. Pero yo llamaba así a todos mis criados porque iban y venían tan deprisa a lo largo de los años que habría sido una pérdida de tiempo aprenderse sus verdaderos nombres. Renfield era un joven ambicioso, vestido con traje negro y camisa blanca, al que todavía no había transformado de una dentellada en una criatura de los malditos. En los cargos más altos de mis consorcios, igual que en todas las empresas del planeta, trabajaban muchos novampiros desalmados.

Oh, cuánto despreciaba a los humanos.

¡El mundo sin ellos sería maravilloso!

¡Un auténtico paraíso!

—Su baño de Lázaro está preparado —dijo Renfield con devoción.

Ese baño diario era vital para mí, pero lo rechacé. Ya lo tomaría luego. Miré la pantalla y observé a la familia de Emma. Había subestimado lo fuertes que eran los lazos de sangre; había confiado en que Emma vendría conmigo enseguida, haciendo ondear las banderas por mi formidable encanto. Pero no lo había hecho. Eso significaba que si quería conquistar a Emma, tenía que actuar.

—Renfield —le dije a mi criado—, tenemos que liquidar a la familia de Emma von Kieren.

—¿Envío a nuestros hombres de la CIA? —preguntó.

—No, me interesa una solución más competente.

—¿A las milicias chechenas?

—No, no son lo bastante crueles.

—¿No querrá a la guardia? —preguntó espantado. Incluso la gente desalmada sentía un terror inmenso ante mi guardia de vampiros.

—No, tampoco —dije—. Habla con nuestro amigo, el faraón Imhotep. Dile que han llegado unos seres a su tierra. Y que uno de ellos ha adoptado la figura de la momia de Anck-Su-Namun, su difunto gran amor, para mofarse de su muerte.

Renfield sintió escalofríos por todo el cuerpo. Sabía de qué terrible venganza era capaz Imhotep.

—Pero que no moleste a la mujer vampiro —ordené por último—. A los demás puede torturarlos hasta la muerte siguiendo su acreditado estilo.

EMMA (12)

¡Calor, calor, calor! Y cualquier cosa que rime con eso. Siempre había querido ver mundo, pero no necesariamente el desierto egipcio a 237 grados centígrados de temperatura relativa. Me ardía la piel, y al fin comprendí por qué los vampiros sentían debilidad por los ataúdes llenos de tierra de su país natal. Yo también me habría metido en uno, a oscuras y con un frío húmedo.

Max brincaba a mi lado, aunque no de alegría. Daba saltitos sobre la arena tórrida del desierto como un gato encima de un tejado de hojalata ardiente. Frank lo tenía muy complicado para avanzar porque, con su peso, se hundía en la arena a cada paso que daba. No paraba de maldecir en voz baja:

—¡Fmiefda de pfrena!

La única que no tenía muchos problemas era Ada: siendo una momia egipcia estaba más preparada para esas temperaturas que nosotros, digamos que casi jugaba en campo propio. Sin embargo, su estado de ánimo no era ni de lejos sensacional, claro, y pensé en cómo podía animar a mis Von Kieren a pesar de mi propio tormento. Entonces recordé lo que hacía mi profesor de octavo cuando íbamos de excursión y los niños gordos estaban al borde del colapso después de andar siete kilómetros: cantaba en voz alta con ellos. Pero ¿qué canción podía cantar con mi familia en aquellas circunstancias? Vamos a la playa, seguro que no. Ni It never rains in California. Ni aquella que decía «tus huellas en la arena». Si Frank cantaba esta última, seguramente sonaría como «Pfueyas en la pfrena».

En aquel calor infernal, de pronto recordé una canción y, aunque la ocurrencia era algo disparatada, anuncié:

—¡Vamos a cantar!

—¿Qué? —preguntó Max.

—¿Ufta? —preguntó Frank.

—Se te ha fundido el cerebro definitivamente —afirmó Ada.

—Vamos a cantar
Caminar como un egipcio
—dije.

Era tan tonto que mis hijos se echaron a reír. Frank se alegró de que los chicos se pusieran de buen humor, aunque no entendió de qué se reían, y se le contagió. Así pues, durante un rato caminamos de mejor humor por el desierto, hacia las pirámides, y los niños cantaron conmigo: «Estuve en Guiza, vi las tres pirámides puntiagudas y la esfinge me pareció magnífica. Pero una cosa me pareció complicada: caminar como un egipcio...»

Frank marcaba el ritmo con sus «ufta». Eso nos redobló el ánimo y cantamos más canciones. A Frank le encantó la de
Anton el Tirolés
, cosa que llevó a Ada a comentar:

—Fijo que papá es la única persona en este mundo a quien le gusta esa canción sin estar borracho.

Pero, claro, al cabo de cuatro canciones bajo aquel sol abrasador, perdimos el ánimo. Yo seguí intentando mantener a mi familia de buen humor y fui la única que cantó a medias la letra de
Life is Life
, mientras mis hijos sólo la tatareaban crispados y las pausas de Frank entre los «uftas» que marcaban el ritmo se alargaban.

A media canción, divisé un oasis a la sombra de unas palmeras, un estanque y muchos frutos y flores. Al principio no di crédito a mis ojos. Aquello era un milagro. De repente, la salvación se encontraba cerca. Si hubiera tenido corazón, me habría dado un vuelco de alegría.

—No hace falta que cantemos más —les grité; ellos todavía no habían avistado el oasis.

—Uf —suspiraron aliviados mis hijos.

—Ta —completó Frank, que por lo visto era incapaz de dejar que sonara un «uf» a palo seco.

Sonriendo en silencio, señalé hacia el oasis. Max y Frank gritaron de contento al verlo y echaron a correr. Max se olvidó de sus patas sensibles y a Frank no le importó hundirse en la arena, sólo querían llegar lo antes posible al agua ansiada. Y yo quería llegar a la ansiada sombra. Pero, justo cuando echaba a correr, Ada me sujetó, me retuvo y balbuceó desconcertada:

—Ahí... no hay nada.

—Sí, ¡un oasis! —contesté riendo.

—No, sólo hay arena —replicó Ada, y hablaba en serio.

¿Por qué ella no podía verlo? ¿Acaso le fallaba la vista porque era una momia vieja? En aquel momento me dio igual, no tenía ganas de pararme a pensar si necesitaba lentes de contacto ni si se podían comprar sin receta en las farmacias de Egipto; tenía que escapar de una vez del sol infernal. Así pues, me solté y corrí hacia el oasis. Muy deprisa. Cada vez más deprisa. Frank y Max frenaron repentinamente la carrera. Les di alcance y, cuando iba a preguntar «¿Qué pasa?», lo vi yo misma: el oasis comenzó a difuminarse y, al acercarme a él unos pasos, desapareció por completo. ¡Había sido un maldito espejismo!

Vi las caras de decepción de los dos, y si hubiera tenido un espejo y hubiera podido mirarme en él aun siendo un vampiro, seguramente me habría visto una cara igual de deprimente.

Sin embargo, recordé que quería ser una madre y esposa diferente, fuerte y capaz de ofrecer esperanza. Esbocé una sonrisa radiante, reemprendí la travesía por el desierto y canté aún más alto
Life is Life: «When we all give the power, we all give the best...»

Los otros me siguieron con mucho menos entusiasmo. No era de extrañar; hay cosas mejores para levantar la moral que una esperanza truncada.

Al principio nos llevamos unos cuantos chascos con otros espejismos: una caravana, un complejo turístico y una heladería. Después, nos acostumbramos a que los espejismos nos la jugaran y pasamos de piscinas, oasis con spa y manadas de osos polares. Los demás ya no cantaban conmigo, y yo estaba también tan acabada que sólo se me ocurrían canciones como
This is the end, my friend.

—Me estoy deshidratando —se quejó Max, que estaba empapado en sudor y ya no tenía fuerzas para saltar aunque se le quemaran las patas.

—La palmaremos —afirmó Ada con voz rota.

De todos nosotros, ella era la que conservaba más fuerzas, pero ni siquiera una momia podía sobrevivir allí a la larga. Yo me notaba la piel como si fuera de papel de pergamino, los ojos me ardían a pesar de las gafas de sol y apenas podía pensar con claridad. No obstante, intenté emular a Obama y a los que presentan programas de bricolaje, y exclamé:

—¡Podemos!

—Danos algún argumento para esa hipótesis —dijo Max, con una mirada triste de perro.

Al verlo, comprendí que las consignas de ánimo no bastarían. Miré desesperada alrededor, apenas nos habíamos acercado a las pirámides, y las pirámides no nos hacían el favor de aproximarse a nosotros. Pero descubrí algo que me levantó el ánimo, ya casi desinflado. Esta vez no era un espejismo en el horizonte, sino algo muy concreto, a pocos metros de distancia y en el suelo.

—¡Mirad! —exclamé.

—¡Huellas de pisadas! —gritó de alegría Ada.

—Sólo tenemos que seguirlas, ¡y estaremos a salvo! —exclamé contenta.

Esta vez fue Max quien encontró algo que objetar antes de que Ada y yo tuviéramos tiempo de abrazarnos aliviadas:

—Son pisadas de dos mujeres, un hombre muy grande y unas patas. ¿Os suena?

—¡Oh, no! —exclamó Ada con desesperación.

—Hemos estado caminando en círculo —constaté, y me desmoroné literalmente en el suelo.

—Habéis acertado —confirmó Max con tristeza—. Seguiré con la deshidratación.

—Me apunto —añadió Ada.

Yo me quedé sentada en la arena, no podía más. Sin embargo, no podía dejar que mi familia muriera en el desierto. Así pues, me levanté a duras penas y dije:

—Bueno, entonces...

—Como sigas cantando —me interrumpió Ada—, me entierro aquí mismo.

—Y yo la ayudaré con mis cuatro patas —añadió Max.

—Para una vez que os ponéis de acuerdo, no le veo la gracia —contesté débilmente.

Me volví hacia Frank en busca de ayuda, y mi marido dibujó en la arena lo que pensaba hacerme si continuaba cantando:

—Para variar, podemos contarnos historias —propuse tímidamente.

—No queremos cantar —dijo Ada en voz baja, pero decidida—, ni contar historias ni jugar ni hacer gimnasia...

—Sólo queremos deshidratarnos para nuestros adentros —añadió Max.

Lo dicho: para una vez que se ponían de acuerdo, no le veía la gracia.

—También podemos callarnos —propuse entonces tímidamente.

La propuesta tuvo muy buena acogida.

Continuamos avanzando, cada vez más despacio, más cansados, más acabados. Yo sufría una lipotimia tras otra y, a la cuarta ronda, lo tuve claro: no resistiría aquella marcha ni media hora más.

Al cabo de unos pasos, vi otro espejismo; en esta ocasión se trataba de una caravana de turistas en pleno tour fotográfico. Lo ignoré hasta que oí decir:


Do you need help?

—¿No os basta con incordiar, espejismos de las narices? ¿También tenéis que hablarnos? —grité desesperada.

—Mamá, los espejismos carecen de acústica —exclamó Max.

Y Ada reaccionó al instante:


Yes, we need help!

Tardé un poco en comprenderlo, pero cuando vi que la caravana se nos acercaba empecé a entender qué ocurría. Estaba demasiado débil para celebrarlo, pero me quedé de pie y empleé mis últimas fuerzas en sonreír: ¡mi familia estaba salvada! Por un golpe de suerte y por casualidad. Pero también porque yo no había dejado de animarlos, porque había sido la madre y esposa que tenía que ser en aquella situación. Así pues, en mi infinito alivio se mezcló también la correspondiente porción de orgullo.

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