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Authors: David Safier

Tags: #Humor

Una familia feliz (18 page)

BOOK: Una familia feliz
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—No, nada de «brrr» —dijo con una amplia sonrisa—, más bien ¡yupiiii!

—¿Yupiiii? —pregunté.

—O yabba-dabba-doo.

—Mejor yupiii.

—Eso mismo dijo Drácula.

Para echar de mi cama mental a un Drácula desnudo y a su criatura marina, miré de soslayo a Frank. Roncaba y, por desgracia, no tenía un aspecto muy seductor. En su forma actual, era rudo, y en su formato original nunca me había tocado como el príncipe de los malditos.

Dios mío, sólo me quedaba la llave del corazón de Frank, ¿y una parte de mí quería tirarla por Drácula? ¡Inadmisible! Tenía que controlarme. Fijo que me sentiría orgullosa cuando, siendo una vieja decrépita, le explicara al empleado del seguro médico que había renunciado a todo lo «múltiple» por mi matrimonio. Y fijo que no me importaría que él me hiciera un corte de mangas.

Sí, seguro. Tan seguro como que encontraría las llaves del corazón de mis hijos. Y tan seguro como que venceríamos a la bruja, y tan seguro como que... el Sol gira alrededor de la Tierra.

Suspiré.

Cheyenne suspiró conmigo.

Y entramos en Viena suspirando a dúo.

Madame Tussauds se encontraba en el Prater, justo al lado de la noria gigante, cuyas cabinas se balanceaban a un lado y a otro en el aire matutino. Al contrario que la noria, el museo de cera todavía estaba cerrado. Delante del edificio sólo patrullaba un vigilante cachas. Llevaba uniforme negro, gorra, barba de chivo y una porra; resumiendo, era un individuo del tipo «No hay problema en el mundo que no se pueda resolver con la violencia».

Al acercarnos, nos gritó agresivo:

—Eh, frikis, ¿qué hacéis aquí? ¡Esfumaos!

—¿Nosotros somos unos frikis? —preguntó Ada—. ¿Quién es el que lleva una barba de chivo?

El vigilante agarró instintivamente la porra, pero antes de que se convirtiera en un peligro para nosotros, Ada lo miró profundamente a los ojos:

—Quiero que nos dejes entrar en el museo de cera.

El hombre sacó contentísimo la llave, dijo: «Pues claro» y abrió la puerta maciza. Pensé que aquellos poderes de hipnosis tenían que ser de lo más práctico en la vida cotidiana: en los servicios de asistencia al cliente, en los controles policiales y, sobre todo, en la educación de los hijos.

—Y ahora quiero —le pidió Ada al vigilante— que dediques el resto de tu vida a salvar crías de foca.

El hombre asintió moviendo enérgicamente la cabeza y se marchó a toda prisa, y yo me lo imaginé atizando golpes de porra en el futuro a los que mataban crías de foca a porrazos.

Entramos. Dentro se exponía el típico surtido de figuras de cera: Madonna, Michael Jackson, George Bush, el más tonto de los dos... Y también austríacos célebres: Sigmund Freud, Niki Lauda, Arnold Schwarzenegger, vestido de Terminator, y Adolf Hitler.

Pasamos por delante de Brad Pitt y Angelina Jolie. Observé a aquella mujer fuerte: ¿cómo lo conseguía la Jolie? Tenía como diecisiete hijos, y más casas todavía, rodaba películas a docenas y, además, según la prensa rosa, había encontrado tiempo para engañar a su pareja con Bill Clinton en la cumbre del Foro Económico Mundial celebrada en Davos. Aunque yo tuviera tantas niñeras y asistentas como ella, estaría destrozada al cabo de una semana de llevar esa vida, y seguramente me habría dormido encima de Bill Clinton.

—Ni rastro de nuestra hada desdentada —constató Ada.

—A lo mejor te has equivocado con lo de los nudos de comunicación mágicos, Max —apunté.

—No, estoy casi seguro de que Baba Yaga está aquí —contestó mi hijo, y la voz le temblaba.

—¿Por qué lo dices? —pregunté.

—Bueno, Michael Jackson se está moviendo.

Me volví y era cierto: la figura de cera de Michael Jackson venía lenta y torpemente hacia nosotros.

—De acuerdo, ése podría ser un buen argumento —dije tragando saliva.

No sólo se había puesto en marcha Michael Jackson, sino también Sigmund Freud, Arnold Schwarzenegger, Angelina Jolie y Mozart. No, espera, no era Mozart, era Falco disfrazado de Mozart como en el videoclip de
Rock Me Amadeus
.

Las figuras de cera avanzaban con andares siniestros, con movimientos sincopados, igual que Michael Jackson en el videoclip de
Thriller
, pero la coreografía era un tanto peor. No destacaban por su rapidez, pero nos cerraban el paso hacia la salida, y daba la impresión de que no nos dejarían salir nunca de allí.

—Vaya —gimió Ada—, estaba cantado que encima nos encontraríamos con unos zombis.

—Zombis contra monstruos —dijo Jacqueline, intentando que no se le notara el miedo—, sería un título guay para una película.

Las figuras de cera estaban a punto de atacarnos, y la expresión atontada de sus caras me dio miedo: seguro que aquellas criaturas no se lo pensarían dos veces antes de matarnos, porque eran incapaces de pensar.

Gracias a Dios, Frank estaba con nosotros. Se acercó decidido a Sigmund Freud, gritó «Ufta» y le arrancó la cabeza de cera de un puñetazo. La cabeza voló por medio gabinete y Max lo celebró exclamando:

—¡Analiza eso, Sigmund!

Por desgracia, Sigmund continuó avanzando como si nada, con los brazos estirados y sin cabeza.

—Fmiefda —maldijo Frank.

—Fmiefda total —corroboró Ada, hacia la que se dirigía Terminator-Schwarzenegger tambaleándose.

Cada figura de cera se había concentrado en uno de nosotros. A por mí venía Angelina Jolie. Antes de que pudiera reaccionar, la Jolie me dio un puñetazo en la cara y retrocedí trastabillando. El golpe fue tan fuerte que, si hubiera tenido mi cuerpo normal, seguramente me habría dejado medio muerta. Me retumbaba la cabeza y Angelina se preparaba para seguir arreándome. Presa del pánico, busqué con la mirada a mi alrededor y vi la figura del príncipe Carlos, vestido con uniforme de gala y que no había despertado a la vida. Corrí hacia ella y le robé el sable. Angelina me siguió tambaleándose al estilo zombi. Empuñé el sable, corrí hacia ella y grité:

—¡Apechuga con esto, superwoman!

Y le clave la hoja en la barriga. Sin embargo, la esperanza de eliminarla sólo duró un momento: el acero atravesó la cera como..., bueno, como se atraviesa la cera. La estocada no sólo no detuvo a la Jolie, sino que no le hizo absolutamente nada.

—Oh, no —balbuceé.

—Me sumo a tu «oh, no» —resolló Cheyenne, a la que Falco-Mozart había arrinconado contra la pared. Ese Amadeus moderno la rockanrolearía en unos segundos.

—Ya sé porque los museos son una mierda —refunfuñó Jacqueline, que se las tenía con Michael Jackson.

El músico de cera intentó derribarla, pero ella lo esquivó y, demostrando un fantástico espíritu de lucha, le arreó una patada en la entrepierna al rey del pop. Sin embargo, el golpe no tuvo efecto, ni siquiera se oyó el célebre gritito de Michael Jackson: «¡Iiiihi!»

—Odio a los tíos que no tienen huevos —dijo Jacqueline.

Luego miró a Max, que era el único al que los zombis de cera habían dejado en paz, o bien porque sólo se abalanzaban contra las personas o bien porque él no suponía una amenaza: estaba agazapado en medio de todo el jaleo, asustadísimo.

—Y ya que estamos con tíos sin huevos —le gritó Jacqueline—, un poco de ayuda sería genial, ¡listillo!

En vez de ayudarla, Max salió corriendo. Despavorido. Atemorizado. Gimiendo.

Como madre, no es que te llene de orgullo que tu hijo sea un perro —o un hombre lobo— cobarde, pero te alivia enormemente: al menos él sobreviviría. Sin nosotros, probablemente acabaría en un centro de acogida de animales, pero ese destino era mejor que la muerte en el Museo de Cera Madame Tussauds. Yo tampoco podía ayudar a Jacqueline porque Angelina Jolie se acercaba cada vez más a mí, empujando centímetro a centímetro su cuerpo de cera intacto por el sable. Entretanto, Frank intentaba atrapar a Sigmund Freud, que caminaba como una gallina decapitada; Falco estrangulaba brutalmente a Cheyenne y Terminator-Schwarzenegger había tirado al suelo a Ada. Mi hija se levantó a toda prisa, pero él volvió a derribarla, de manera que Ada no se atrevió a volver a ponerse en pie y huyó de él arrastrándose de espaldas.

—¡Estaría bien que alguien tuviera una idea, o pronto me tocará un «Sayonara, Baby»! —gritó asustada.

Pero a nadie se le ocurrió nada. Estaba claro:
Zombis
contra
monstruos
era una historia muy poco imparcial. Aquellas bestias mágicas eran invencibles. No teníamos la más mínima posibilidad de salir de allí con vida.

MAX (5)

Al llegar al exterior, lo primero que hice fue pipí en la farola más próxima. Sentía una tristeza mortal: yo no era un héroe, era una criatura sin coraje, indigna del amor de Jacqueline.

Ay, ay, ay, pero ¿qué estaba procesando mi mente? ¿Quería que Jacqueline me quisiera? ¿Una chica que me despreciaba y me había metido de cabeza en el váter? Mejor no saber cómo lo habría analizado un psiquiatra como Sigmund Freud.

Daba igual: nunca tendría posibilidades con ella. Incluso en el caso improbable de que Jacqueline sobreviviera a la matanza, me consideraría un listillo cobarde, y con razón.

¡Un momento! Al recordar cómo me había llamado, se me ocurrió una idea: el valor no era mi especialidad, pero en cuestión de inteligencia tenía unas cuantas cosas que ofrecer. Y quién ha dicho que un héroe sólo puede pelear empleando la fuerza física, ¡también existe la fuerza mental!

Pensé febrilmente: ¿cómo se podía detener a los zombis? ¿Qué podía destruir el componente básico que les daba vida, la cera? Al cabo de pocos segundos, llegué a una conclusión muy simple.

Corrí hacia la furgoneta, cogí con el hocico el desodorante barato de Jacqueline y regresé tan deprisa como pude al museo de cera. Al ver el pandemonio que allí se había montado, mejor dicho, panzombio, el terror volvió a atenazarme. Me quedé paralizado un momento. Pero luego vi el rostro de Jacqueline. Y noté que tenía miedo. Un pánico cerval. Mi gran amor —sí, ya bastaba de mentiras, quería a Jacqueline— estaba a punto de ser asesinada por Michael Jackson. No podía permitirlo. Mi preocupación por ella era superior a mi miedo. Corrí a su lado, dejé caer el bote y grité:

—¡Toma!

—¿Desodorante? ¿Estás majara? ¿Me estás diciendo que apesto, en plena pelea...? —gimió Jacqueline

—¡Saca el mechero! —le grité.

Entonces lo comprendió. Cuando se trataba de machacar a alguien, su cerebro era capaz de procesar los datos a toda velocidad.

Para ganar tiempo, le pegué un mordisco a Michael Jackson en la pierna. Fue como roer un cirio, pero sirvió: la figura de cera soltó a Jacqueline para intentar sacudirme. Jacqueline se dio prisa en coger el bote, se sacó el mechero del bolsillo de la chaqueta y se plantó delante del zombi. Luego roció desodorante en el aire y encendió el mechero justo delante del chorro de espray. Se produjo una llamarada y le flambeó la cara a Michael Jackson. Se le derritió. La figura de cera retrocedió envuelta en llamas, se tambaleó por la sala como una antorcha viviente y, finalmente, se desplomó.

—¡Qué guay! —exclamó Jacqueline, y la emprendió contra las demás figuras con el lanzallamas improvisado.

Les prendió fuego a una tras otra, hasta que todos estuvimos a salvo y la sala entera olía a cera quemada y a desodorante. Al final, se detuvo resollando en medio de las figuras derretidas y me dijo:

—¡No eres tan cobarde!

Oír eso de su boca me puso eufórico. A mi modo, quizás sí que tenía madera de héroe.

—Y tampoco eres tonto —añadió Jacqueline sonriendo.

Fue maravilloso que dijera eso. Y aún fue más maravilloso el modo en que me sonrió. Pensé que sería realmente fantástico que algún día llegáramos a ser pareja, a pesar de la gran diferencia de edad —más de dos años— y del hecho de que, de momento, yo era un hombre lobo. ¡Porque eso era definitivamente lo que yo quería!

EMMA (11)

Max y Jacqueline nos habían salvado; los dos formaban un equipo bastante bueno. Y, tal como Jacqueline miraba a mi hijo, tal vez podrían llegar a ser algo más que un equipo. Se la veía realmente impresionada con su manera de actuar.

Ya sólo nos faltaba encontrar a la bruja. Sin embargo, antes de que pudiéramos emprender la búsqueda, Ada gimió de repente:

—¡Oh, mierda!

—Oh, mierda, ¿qué?

—Oh, mierda, ¡Adolf Hitler!

Nos volvimos y vimos que la figura de cera de Adolf Hitler venía hacia nosotros.

—¡Oh, mierda! —maldije.

—¡Lo que yo decía!

Así pues, aquello no había acabado. Y no sólo no había acabado, ¡sino que acababa de empezar! Detrás de Hitler, todas las figuras del museo se habían puesto en marcha: desde el príncipe Carlos hasta Spiderman, desde los Rolling Stones hasta Franz Beckenbauer, desde Muhammad Ali hasta el Dalai Lama... Aquello era un nuevo reemplazo de zombis de cera.

—¡Fmieda, Fjitler! —renegó Frank.

Y se dispuso a ir a arrancarle la cabeza a Hitler. Aunque lo comprendía, lo detuve cogiéndolo del brazo: él tampoco tenía ninguna posibilidad contra cientos de zombis de cera.

—¿Cuánto desodorante queda? —le pregunté a Jacqueline.

—Lo he tirado casi todo.

—Me lo temía.

Me habría encantado flambear a Hitler con el resto del desodorante, pero me pareció mucho mejor otra idea:

—¿Quién está a favor de huir?

El resultado de la votación fue inequívoco.

Le pedí a Frank que cargara con Cheyenne, que empezaba a recuperar el sentido, y corrimos hacia la salida. Los zombis nos siguieron, y de repente oímos gritar a Baba Yaga a nuestra espalda:

—¡Vosotros no escapa de mí!

Al salir corriendo del museo, espantamos a los pocos turistas matutinos que había en el Prater, que huyeron despavoridos en todas las direcciones cuando luego vieron a los zombis de cera que nos perseguían.

—Tenemos que ir a algún sitio donde esos bichos no puedan atraparnos —grité.

—¿No podrías ser un poco más concreta? —dijo Max jadeando.

Busqué con la mirada, vi la noria gigante y dije:

—¡A la noria! Cuando estemos en el aire, no nos seguirán.

Corrimos hacia la noria gigante. Al llegar, le pedí a Ada que hipnotizara al encargado antes de que él también huyera. Lo miró a los ojos y, tal como yo le había propuesto, le pidió que hiciera subir la noria lo más rápidamente posible. Luego nos montamos en una cabina, ascendimos a toda velocidad y nos pusimos a salvo de la horda por el momento.

BOOK: Una familia feliz
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