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Authors: David Safier

Tags: #Humor

Una familia feliz (6 page)

BOOK: Una familia feliz
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—Como me muera precisamente hoy, voy a pillar un cabreo bestial.

Si hubiera tenido tiempo y calma para reflexionar qué se siente cuando te fulmina un rayo, tanto da si verde esmeralda o del color habitual, seguramente habría pensado que era como recibir una enorme descarga eléctrica. Una descarga que te acaba reduciendo a un puñado de cenizas que el viento dispersa, contribuyendo con ello al calentamiento global por emisiones de CO2.

En realidad, no fue como una descarga eléctrica, sino más bien como si me descompusieran en mil pedazos. No, no «como si». ¡Exactamente así!

No sé si grité durante la descomposición. Mi boca, igual que las demás partes de mi cuerpo, fue también una simple pieza por un breve instante. Tal vez dije: «Tendría que haberle dado un euro a la anciana.»

Y luego me recompusieron. Con pedazos nuevos. Entre los cuales, como constaté más tarde, también se contaban dos colmillos afilados.

Cuando volví a abrir los ojos, estaba tendida en el suelo y lo veía todo borroso. Como a través de un vidrio translúcido. Lo único que me pareció observar fue que el cristal izquierdo de mis gafas se había roto. Me quité las lentes y de repente pude ver con claridad. ¿Cómo era posible? No es que yo fuera ciega sin las gafas, pero sí un poco corta de vista. Sin embargo, vi claramente, casi en alta definición, que la chiflada se carcajeaba con su dentadura podrida. Estuve a punto de volver a ponerme las gafas.

Quise ir hacia la vieja, gritarle que qué nos había hecho, pero entonces oí chillar a Ada con terror:

—¡No puedo quitarme las vendas!

Mi corazón de madre no pudo soportar el pánico que impregnaba su voz. Dejé que la bruja chiflada que no paraba de reír continuara siendo una bruja chiflada que no paraba de reír, y corrí hacia mi hija. Estaba sentada en el bordillo y tiraba de sus vendas, que no tenían el mismo aspecto de antes. Si antes parecían gasas de farmacia, ahora se veían viejas, grises y sucias. Como si hubieran estado bajo tierra.

Me senté a su lado en la acera y dije:

—No pasa nada, mamá te ayudará, Snufi.

Antes, cuando mi hija era pequeña, siempre la llamaba Snufi, mi peluchito. Pero cuando llegó a la pubertad, al oír la palabra «Snufi» me miraba tan enfadada que parecía dispuesta a disparar un cohete tierra-aire. Sin embargo, ahora estaba tan espantada que la palabra incluso le infundió cierta confianza infantil.

Intenté quitarle las vendas del disfraz. En vano. Era como si tirara de su piel.

—Tú tampoco puedes, tú tampoco puedes... —constató Ada, alucinada.

Yo habría alucinado con ella. Pero no podía permitírmelo. Así pues, decidí tranquilizarla con una mentira. La estreché entre mis brazos y dije:

—Sólo es un mal sueño, Snufi.

Cuando era pequeña, siempre le decía cosas así cuando se despertaba de noche porque había tenido una pesadilla. Luego la dejábamos gatear en nuestra cama de matrimonio, donde a veces se quejaba de las ventosidades que soltaba Frank por el estrés, y decía cosas como: «Oh, papá, ahora sí que me gustaría tener la nariz tapada.»

—¿Esto es un sueño...? —preguntó incrédula Ada en mis brazos.

—Sí, no es más que una quimera de tu imaginación.

—Suena bien... Sea lo que sea una quimera.

—Es una cosa... —comencé a explicarle.

—... que me importa un pito —completó mi frase, y se apretó a mí.

Hacía años que no se había acurrucado así conmigo. La miré a los ojos, que se dibujaban en su rostro a través de todas aquellas vendas siniestras y ceñidísimas. Los ojos parecían espantosamente viejos. Las pupilas eran negras. Intenté disimular el terrible pánico que me entró.

—¿También es una quimera que la vieja se ría? —preguntó Ada.

—Sí... —contesté con voz queda.

—¿Y que los vecinos corran las cortinas de miedo?

Levanté la vista hacia los edificios. Las personas que se asomaban a las ventanas tenían miedo, eso estaba claro. Por los rayos. Por la vieja. ¿Por nosotros?

—Eso también es una quimera —corroboré

—Me gustan las quimeras —explicó Ada—. Aunque la palabra suene un poco rancia.

Pasé por alto el comentario.

—No tendría que haber fumado hierba anoche —murmuró en mis brazos.

—¿Fumaste hierba? —pregunté enfadada. Pero decidí que en aquel momento tenía otros problemas.

—Seguro que estaba adulterada —supuso Ada—. Con plástico líquido...

¿Adulteraban la marihuana con esas cosas? Por lo visto, el mundo de los adolescentes actuales era mucho más peligroso de lo que yo temía. Aunque probablemente no tan peligroso como lo que estábamos viviendo en aquellos momentos.

—Entonces, ¿me lo estoy imaginando todo? —preguntó Ada, que necesitaba una confirmación cada cinco segundos.

—Sí.

—¿También que Max ha levantado una pierna y se está meando en la farola?

—¿QUE HACE QUÉ?

Miré hacia Max. Parecía un lobo de verdad. Y levantaba la pierna junto a la farola.

¡¿¡Levantaba la pierna!?!

—Si tú también puedes verlo... —Ada había atado cabos y se puso a temblar de nuevo—. No es un sueño.

—Yo no lo veo —continué mintiendo.

—Entonces, ¿papá tampoco mide unos dos metros treinta y acaba de arrancar la puerta del coche?

Miré hacia Frank. Era un gigante. Un gigante con una cabeza cuadrada. Él se parecía más al maldito monstruo de Frankenstein que a Boris Karloff. Sujetaba la puerta arrancada con una mano y me miraba con unos ojos grandes que reflejaban poca inteligencia.

—¿Tampoco lo ves? —preguntó Ada.

—No... ¡Y deja de hacerme preguntas de una vez!

No podía concentrarme en impedir que ella perdiera los estribos porque estaba demasiado ocupada en no perder yo los míos.

—Todo irá bien —susurré.

Me deshice del abrazo y me fui hacia la bruja, que ya no se tronchaba de risa.

—¿Qué nos has hecho? —inquirí.

—Lo que vosotros merece.

—¿Qué significa eso? —pregunté.

—Sólo puede vivir filiz quien valora filicidad en la vida.

—Si quisiera hablar con una galleta de la suerte, me compraría una —le aclaré furiosa.

—Yo transformado todos.

—¿Transformado?

—Yo enseño tú —se ofreció.

Se abrió el abrigo, guardó el amuleto en el bolsillo interior derecho y sacó del izquierdo un sencillo espejito hexagonal de madera.

—Único espejo de mundo —explicó— donde tú puede verte.

Miré en el hexágono y vi que tenía la cara palidísima. Casi como de pergamino fino. Y terso. Ya no tenía pecas. Ni espinillas. Incluso me había desaparecido la verruga de la barbilla. En cambio, tenía los ojos rojos. Inyectados en sangre. Con todo, irradiaba una vitalidad increíble. Tenía un aspecto fantástico. Deslumbrante. Muy, muy estupendo.

Si ese aspecto increíble se debía al espejo, me habría encantado tener uno igual en el cuarto de baño.

Pero no se debía al espejo, claro.

Lo comprendí al ver un último y pequeño detalle aterrador en mi imagen reflejada: tenía dos colmillos afilados de un blanco radiante.

—¿Soy... soy un vampiro? —le pregunté estupefacta a la bruja.

—Con dura mollera.

Y se fue.

MAX (1)

Cuando uno es tan inteligente como yo, a menudo te parece que los demás tienen el intelecto de una ameba. Aunque mis padres y mi hermana no lo hubieran procesado enseguida, yo comprendí de inmediato qué había ocurrido: la mendiga nos había transformado en monstruos con su maldición. Para siempre. Eso en latín es «
semper
» (sí, en esa asignatura también sacaba matrícula de honor). Sabido era, por las viejas historias, que las mendigas eran muy competentes cuando se trataba de maldiciones. Aunque no tanto en lo referente a la higiene dental. En cualquier caso, había sido una suerte para mí no haber escogido el disfraz de zombi.

Así pues, yo era un hombre lobo y no tenía ni idea de cómo tomármelo. En la parte positiva del balance cabía apuntar lo siguiente: en calidad de semejante animal, y aunque aún no lo había comprobado, seguro que era veloz y fuerte. Me sentía como si pudiera correr cientos de kilómetros, cuando normalmente los cien metros lisos en la escuela me parecían una carrera de fondo. Y los mil metros, un vía crucis.

En la parte negativa se incluía lo siguiente: tenía pelo por todo el cuerpo. Si iba a tenerlo para «
semper
», eso probablemente significaría que nunca conquistaría a una chica (mamá no estaba muy contenta con la espalda peluda de papá). Por otro lado, si había que creerse los cómics de La Patrulla X, las mujeres encontraban muy sexy a Lobezno, el héroe peludo. Ahora bien, ¿quién quiere a una chica a la que le chifla tanto pelo?

No estaba muy seguro de si debía considerar positivo o negativo que mi olfato animal fuera tan fino. Por un lado, me abría un mundo de sensaciones totalmente nuevo y fascinante. Por otro, olía con bastante precisión que un indigente había orinado hacía poco en la esquina de un edificio.

—¡Ataca! —me gritó mi madre.

Me gritó realmente «¡Ataca!».

Estaba completamente histérica. Seguro que quería que atrapara a la bruja para que revocara la maldición. Al parecer, mamá también había ido procesando poco a poco lo que había ocurrido y no tenía ganas de ser una chupasangre el resto de su vida inmortal. En cambio, yo seguía sin decidir si quería seguir siendo un hombre lobo o no. Como hombre lobo poseía superpoderes. Podría combatir a los malos y convertirme en un superhéroe por el que incluso se pirraran las chicas a las que no les gustan tanto los peludos.

Por otra parte, sabía por todas las historias habidas y por haber que los mutantes acaban siendo linchados en la hoguera. O van a parar a un laboratorio del Gobierno de Estados Unidos para ser analizados en la mesa de disecciones con la esperanza de desarrollar un suero energético a partir de un hombre lobo. Un suero que luego inyectarían a los soldados, que se convertirían en hombres lobo vestidos con uniforme de los Marines y, acto seguido, serían trasladados en helicóptero a Afganistán para enseñarles de una vez por todas a los talibanes qué es una situación peliaguda.

Si hubiera sabido que me lanzarían una maldición, me habría disfrazado de otra cosa: de Superman, por ejemplo. Aunque entonces tendría que pasearme todo el rato con un pijama azul. James Bond habría sido más fascinante. O mejor aún: Godzilla. Siendo Godzilla habría podido destruir mi escuela de un coletazo. Pulverizaría hasta el váter donde mi torturadora me metía la cabeza y luego tiraba de la cadena.

Por cierto, mi torturadora se llamaba Jacqueline.

Sí, mi terrorista personal era una chica. Tenía quince años y aún iba a clase con los de doce. Jacqueline era muy atractiva, al menos si te gustaban las mujeres culturistas piradas, con piercings y tatuajes de pitbull.

Los profesores le tenían tanto miedo como los demás, por eso la dejaban en paz y sólo decían cosas como «Bueno, hay amores que matan, y cuando le coge cariño a algo...». Luego, cuando yo preguntaba: «Puede, pero ¿también tiene que tirarlo al cubo de la basura?», la única respuesta que recibía era: «Ah, eso forma parte del cariño.»

Jacqueline me aterrorizaba sobre todo a mí, porque entre nosotros existía la mayor diferencia de coeficiente intelectual de la escuela. Yo siempre intentaba mantener la dignidad en sus ataques. Una vez le dije: «Un día pasaré por tu lado con mi Mercedes de lujo y tú vivirás de las ayudas sociales.» Y ella lo aceptó riendo: «Sí, pero tú, dentro del Mercedes, pensarás: esa que vive de las ayudas sociales me zurraba siempre.»

—¡ATACA! —volvió a gritar mamá.

Había llegado el momento. Tenía que empezar a decidirme. ¿Quería seguir siendo un hombre lobo fuerte, aun a riesgo de que me mataran con balas de plata? ¿O una rata de biblioteca a la que Jacqueline seguiría metiendo en el váter?

La decisión no fue difícil.

—¡ATACA! —gritó mamá de nuevo.

Me senté sobre las patas traseras. Y aunque yo formaba parte de la especie de hombres lobo que podían hablar como los humanos, sólo contesté:

—¡Guau! ¡Guau!

EMMA (5)

Éramos monstruos. Frikis... desfigurados... ¡Monstruos!

Tenía que obligar a la bruja a deshacer la transformación. Para conseguirlo, no sólo tenía que atraparla, sino que seguramente necesitaría ayuda. Corrí hacia Frank, que seguía mirando confuso la puerta del coche.

—¡Eh! —grité.

Siguió mirando la puerta.

—¡Eh! —grité más fuerte.

Me miró y ladeó un poco la cabeza. Daba la impresión de que intentaba recordarme, pero no lo lograba.

—¡Tenemos que obligar a la bruja a que vuelva a transformarnos! —le expliqué.

—Ufta —contestó con una voz profunda que sonaba a carraca.

A saber qué significaba «ufta».

—¿Qué? —pregunté.

—Ufta —repitió con su voz de carraca.

Eso no aclaraba las cosas. ¿Era un problema de habla o de inteligencia? Tal como me miraba, me temí lo peor.

—¿Sabes quién soy? —pregunté cautelosa.

—¿Ufta? —preguntó él.

—No, soy Emma —contesté.

—¿Ufta?

—¡EMMA!

—¿Efta?

El aprendizaje daba resultados, aunque mínimos.

—Emma —lo intenté de nuevo pronunciando con claridad.

—¿Ufta? —repitió.

Hasta ahí llegaban los resultados.

—Arrggg —grité desesperada.

—¿Arrggg? —preguntó señalándome.

—No, no soy Arrggg, ¡soy Emma!

—Efta —dijo contento con su voz de carraca.

—Algo me dice que no serás de mucha ayuda —constaté apesadumbrada. Y también constaté, todavía más apesadumbrada, que ésa había sido una de las conversaciones más largas que habíamos tenido en las últimas semanas.

A esas alturas estaba claro que tendría que ir sola a cantarle las cuarenta a la bruja. La ágil anciana ya casi había llegado al final de la calle, y eché a correr. Frank me llamó, «¡Efta!», y en su voz resonó un poco de alegría porque había hecho un nuevo progreso de aprendizaje. Agitaba la puerta del coche, y por un momento me pregunté cómo explicaríamos los daños a la compañía de seguros.

Sin embargo, ese pensamiento enseguida cedió su puesto a otro. Mientras corría, me di cuenta de que podía hacerlo a una velocidad increíble. Por lo visto, siendo un vampiro se podía participar tranquilamente en el Tour de Francia. Sin bicicleta.

La bruja dobló hacia un callejón sin salida. Como esos que salen en las series de televisión norteamericanas. Uno de esos donde el traficante de drogas hispano intenta desesperadamente trepar por el muro alto que hay al final, pero el poli lo trinca y lo tira al suelo, y luego lo machaca como a mí me gustaría machacar a la bruja. La vieja se dirigía hacia el muro, pero no me dio el gusto de intentar treparlo. Se plantó en medio del callejón y me sonrió con aires de superioridad. Luego subió por la pared de un viejo edificio berlinés que le quedaba a mano derecha.

BOOK: Una familia feliz
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