—¿Cuándo le perdiste la pista?
—Sucedió poco a poco, digamos que cuando empezó a vestirse de negro cada vez con más frecuencia, ¿lo pillas? Pero seguí viéndolo de vez en cuando, así, de lejos. Porque, aun cuando ya no nos tratáramos, pasaba que… sus actividades y las mías nos llevaban a sitios comunes.
—¿Y qué fue de Vilbois?
Sonrisilla misteriosa.
—Te pago una ronda si me lo dices tú. Los hay que aseguran que terminó quemado…
—¿Quemado?
Mirada sorprendida de Gionelli.
—Tienes que hacer mejor los deberes, comisario… Los Talcot y sus amigos, cuando los traicionabas, te quemaban. Así es como funcionaba aquello: cada familia tiene sus reglas, ¿no es cierto? Cuando no cumplías debidamente con tu deber… hop, un poco de gasolina y a correr. Derechito al infierno por el camino más corto: las llamas.
«Otros dicen que prefirió quitarse de en medio porque los polis se estaban poniendo muy pesados con los negocios de los Talcot y que prefirió marcharse con un buen botín cuando aún había tiempo.
—No pareces muy convencido…
—No. En la época en que abandonó esos círculos, los polis estaban a sueldo de los Talcot.
—Entonces ¿qué piensas al respecto?
—No pienso nada… en concreto. Lo único que sé es que un día, debía de hacer un año o así que no me lo encontraba, lo vi en el Embassy. ¿No lo conoces? Era una discoteca de Dijon donde había un poco de todo, ricos podridos y putas, cirujanos y macarrillas… Bueno, el caso es que le pregunté que qué tal le iba la vida, y tal… Estaba solo en la barra, y me dijo: «ÉL me ha abandonado, Pierrot… Sí, ÉL me ha dejado tirado, pero bien tirado». «¿Qué quiés decir?», le pregunté. Y lo único que me contestó fue: «Nunca te arrejuntes con una tía que tenga un crío que no es tuyo… Porque llega un día en que el crío se convierte en hombre». Y… ahí, en la barra de la discoteca, en medio de aquellas luces, de aquella música, vi unas sombras extrañas en su rostro. En realidad, lo que vi fue… —vaciló antes de proseguir— como una máscara. Una máscara mortuoria.
El primo dejó de hablar. «¿Qué tenía que colegir de todo aquello?», se preguntó Bertegui.
—¿Tuviste después algún otro contacto con él?
—No. Esa fue la última vez que lo vi, y me alegro, porque aquella vez… —hizo una mueca—, no se me olvidará fácilmente. Y eso que estamos hablando de hace más de veinte años… Sin embargo, Vilbois es como el King: cada dos años, te encuentras con algún viejo colega que te dice que conoce a alguien que conoce a alguien que conoce a alguien que lo ha visto… Aquí, en Mallorca o en la luna, depende del día y de por dónde sople el aire.
—¿Cuándo ha sido la última vez que te vinieron con esas?
—No sé… seis meses, quizá.
—¿Puedes decirme quién te lo dijo?
El primo encogió sus flacos hombros.
—No. En primer lugar, porque me parece que ninguno de mis… conocidos tiene maldita la gana de que los visites. Y luego, porque pierdes el tiempo.
—¿Por qué?
—Porque al Vilbois, aunque te cruces con él de vez en cuando, no es fácil echarle el guante. Me parece a mí que hoy en día se parece más a aquella sombra que vi dos segundos en la barra del Embassy que al tipo que conocí antes, con sus trajes de Smalto… Ves lo que te quiero decir, ¿no?
No, Bertegui no lo veía del todo… O no deseaba verlo. Intuía, más allá de la indiferencia arrogante y fanfarrona de Gionelli, una angustia difusa, una inquietud algo irracional, en franco desacuerdo con su realismo de policía, con las convicciones cartesianas que habían guiado su vida. De pronto, tomó conciencia del silencio del cafetín, solo perturbado por las pulsaciones electrónicas del flipper del fondo y por los chorros de vapor de la cafetera.
—Una última cosa —dijo—. Sonia estaba en el entierro de Odile le Garrec esta mañana…
—No me extraña —farfulló Gionelli—. Sonia… perdió una hermana cuando era una cría. Su hermana gemela, de hecho. La chiquilla desapareció a las afueras de la ciudad. Había habido una especie de picnic con toda una pandilla de boy-scouts y… nunca volvió. Eso pasó un otoño, más o menos por estas fechas, octubre, noviembre… Un día de intensa niebla. Y seguramente nadie se dio cuenta de nada, pues las dos niñas eran idénticas e iban vestidas igual. Ya sabes, una de esas estúpidas ideas de por aquel entonces. El caso es que nunca se supo lo que le sucedió. Pero bueno… surgieron dudas, claro está. En todo caso, Sonia nunca se repuso. Por eso renunció a una vida normal: no quería hijos. «Los hijos dan demasiados disgustos, Pierrot —me decía—. Siempre andas con miedo de que les vaya a pasar algo.» Y sin embargo, y esto es bien raro… nunca se fue de la ciudad. Como si la niebla la hubiera… bueno, no sé…
—¿Qué relación tiene todo esto con Odile le Garrec?
Sonrisa triste de Gionelli.
—En mi opinión, si ha ido al entierro, no ha sido para llevarle flores, sino más bien para asegurarse de que acababa efectivamente donde tenía que acabar, después de pasar todos aquellos años… sirviéndoLE. Y para escupir sobre su tumba… pero eso no se habrá atrevido a decírtelo…
E
staban sentados alrededor de las cajas de cartón, en el «desván» del Saint-Ex. Un pequeño colchón de humo empezaba a acumularse sobre sus cabezas, entre ellos y el techo bajo, agobiante. Fuera, el día declinaba.
—La Chowder Society existe desde siempre —explicó Jean-Robin, detrás de la voluta de humo que acababa de formar—. Al menos, desde que existe el Saint-Ex. Es… una hermandad. Tiene solo unos treinta miembros y en principio, hay que tener catorce años como mínimo para poder ingresar en ella; bueno, salvo excepciones… como por ejemplo la muerte de Christophe. Normalmente, solo se puede entrar en la Chowder Society si te apadrinan otros miembros, y si eres villense, evidentemente: no basta con ser del Saint-Ex. Y hace falta… una familia. Y más cosas aún…
¿Una familia?, se sorprendió mentalmente Bastien. ¿Qué sentido podía tener aquella frase? Pero era un mero detalle. Desde que había llegado a la puerta de al lado de los baños, realmente ya nada tenía sentido. ¿O era desde que llegó a Laville-Saint-Jour?
—Pero… pero ¿para qué sirve? ¿Qué hacéis exactamente?
La pregunta de Bastien fue acogida con un silencio. Un silencio que, advirtió, tenía un punto de desdén ante su ignorancia de todas las costumbres inherentes tanto a la ciudad como al colegio.
—¿Qué sabes de Laville-Saint-Jour? —preguntó de repente Anne-Cécile.
También ella estaba alrededor de la mesa-caja de cartón, pero un poco apartada, como si presidiera la pequeña asamblea.
—No demasiado… La verdad es que ni siquiera entiendo la pregunta.
Pero era una mentira. Intuía vagamente la respuesta que esperaba la chica. Y al mismo tiempo, empezaba a comprender algunos detalles turbadores que había ocultado, como por ejemplo, el hecho de que Opale le especificara «mi Messenger es Clarabella6… 6 como 666».
—Sé que pasaron cosas extrañas aquí. Hace algunos años…
—Eso es falso —lo cortó Anne-Cécile con la docta actitud de un profesor—. No hace algunos años. Desde siempre. Laville-Saint-Jour es un lugar… especial —explicó—. De ahí que haya esta niebla, ¿sabes? Porque determinadas… acciones deben permanecer en secreto.
De pronto, había modulado su voz con un velo de misterio un poco falso.
—Sí, un lugar especial… toda la ciudad, pero sobre todo el colegio. El colegio es una puerta… una puerta entre dos mundos. El mundo que conoces… Nuestro mundo. Y el otro… El de la magia, la brujería, los muertos… y más aún.
Progresivamente se iba encendiendo, y sobre su rostro rubicundo, la llama de las velas proyectaba unas sombras que le conferían un aspecto de muñeca maligna.
—Lo que hace la Chowder Society, es… franquear la puerta, ¿entiendes?
Lo entendía, sin poder deshacerse de la desagradable sensación de verse atrapado en un grupo de niños que «jugaban a ser mayores…». Salvo que los adultos de Laville-Saint-Jour no parecía que dedicaran sus veladas a las mismas actividades que el resto del mundo.
—¿Y el director del colegio? ¿Y la administración? ¿Saben que estáis… aquí? O quiénes sois y lo que hacéis.
—¿Rochefort? —se rió Jean-Robin con malicia—. Por supuesto que sabe que existe la Chowder Society. Lo que probablemente no sepa es quiénes la componen exactamente, y es seguro que le trae sin cuidado. Pero ¡si él fue miembro! ¡Hace más de veinte años!
Bastien no hizo comentario alguno: ya ninguna nueva información podía suscitar su asombro. Estaba dispuesto a escuchar cualquier cosa, si no a creerla: que los vampiros de Laville-Saint-Jour bailaban hip-hop en los cementerios por la noche, o que los hombres lobo se montaban su desfile del orgullo gay delante de San Miguel coincidiendo con la última luna llena de junio…
—¿Habéis dicho que sois unos treinta o así? Entonces ¿dónde están los demás?
—¡No les hemos avisado de la reunión! —se ofendió JR—. Ni siquiera esto es un lugar de reunión, es algo informal…
Informal: el tipo de palabra que Bastien no emplearía nunca… Ni siquiera con dieciocho años, supuso.
—Aquí solo estamos como amigos de Christophe… y de Opale, por ende. Para ayudaros. Para ayudarte.
—Tu hermano te ha escrito por internet, ¿no? —preguntó Anne-Cécile.
Bastien se volvió bruscamente hacia Opale y notó una mordedura en el corazón: la traición. Conque era eso, el frenesí de SMS durante todo el día: se había puesto en contacto con ellos y les había resumido su historia.
—Yo… no creo que sea… mi hermano —balbuceó.
—Hay cosas inquietantes en esos mensajes, Bastien —intervino Opale.
No dijo palabra.
—Puede tratarse de él —afirmó Anne-Cécile—. Aquí, los muertos están por todas partes. Se manifiestan a menudo a los vivos, de un modo o de otro. Cualquier… medio de comunicación, cualquier canal es bueno. Si has recibido ese mensaje, es porque tienes un poder… De lo contrario, el mensaje no habría llegado hasta ti.
—Salvo que no sea mi hermano —insistió Bastien.
—¿Quieres averiguar si es en efecto tu hermano quien te ha escrito? —preguntó haciendo caso omiso de su apreciación… ya Bastien le pareció escuchar el tono meloso de un camello que le estuviera ofreciendo droga.
Vaciló. Se volvió hacia Opale. Intuyó su repentina admiración —tiene el poder— y, ¿qué no estaría dispuesto a hacer para conquistarla?
Había una última pregunta que le mortificaba antes de que decidiera lanzarse, y se la planteó directamente a su amiga.
—Me dijiste que no sabías por qué tu hermano hizo… hizo aquello. Pero si no he entendido mal, tú… contactas con él aquí. ¿Entonces?
—Nos dicen lo que quieren —terció Anne-Cécile—. A veces responden a tus preguntas, y a veces hablan de otra cosa. En ocasiones, no saben que están muertos. Es más, muy a menudo no lo saben. Y a veces también, quienes te responden no son aquellos a quienes habías llamado… Así que ¿qué hacemos? —preguntó, esta vez con algo de impaciencia, como si fuera intolerable que rechazara el honor que se le estaba concediendo.
Una última mirada a Opale, con el rostro aureolado de una esperanza un poco irracional.
—Vale. Vamos allá…
Estaban ahora sentados en el suelo a la manera india, en círculo, cada uno sobre un pequeño almohadón. Ante ellos, dibujado directamente en el suelo, bajo la caja de cartón que alguien había tirado por ahí en el desván y que hacía las veces de mesa, había un círculo trazado con pintura negra descascarillada, indicio de años y años de uso, e inscrito en él, una curiosa estrella de cinco puntas, cada uno de cuyos vértices asomaban fuera del mismo. Bastien no sabía lo que era un pentáculo, pero aquel símbolo le resultaba familiar… ¿Lo había visto quizá en alguna película?
Perfectamente alineadas, unas letras de papel recortado desplegaban el alfabeto completo a lo largo del círculo. En el centro, había una copa, que a Bastien le pareció de un tamaño fuera de lo corriente, delante de otros dos rectángulos de papel: SÍ-NO.
Y los cuatro tenían el dedo apoyado en el borde del vaso: «No hagas nada —le había ordenado Anne-Cécile—. Lo rozas, no piensas en nada… y nos dejas guiarte».
Llevaban ya sentados así algunos minutos, Bastien dividido entre un ataque de risa contenido y una sensación de malestar. El ataque de risa porque se sentía ridículo… El malestar porque también era un chico que había oído voces en su cabeza —bueno, una voz—, había visto el cielo arrebolado de sangre el día del accidente de su hermano, y había charlado con un muerto a través del Messenger, de modo que en él se había abierto ya una puerta hacia lo irracional. Y además, hasta entonces, lo irracional no le había reportado nada bueno.
—Ya está aquí —anunció Anne-Cécile—. Ya viene…
Él también lo notó. El extraño hormigueo en el dedo índice que tenía apoyado en el vaso y, sobre todo, la temperatura que acababa de desplomarse.
—¿Quién eres? —preguntó Anne-Cécile.
No hubo respuesta. El vaso continuó inerte. Pero el frío parecía aumentar. Vio, con un resto de conciencia que aún seguía observando fríamente la escena, cómo una corriente de aire agitaba la llama de las velas.
—¿Quién eres? —repitió en un tono elevado—. Quienquiera que seas, preséntate. ¡Te lo ordeno! ¿Formas parte de sus legiones? ¿Estás de su lado? ¿Quién eres?
¡El vaso… se estremeció! A Bastien le pareció verlo temblequear, como las velas. Y de pronto, un minúsculo desplazamiento…
Un momento de vacilación. Y zum… el vaso se deslizó hacia una letra… y luego a otra… y otra…
J… U… L…
A Bastien le dio un vuelco el corazón y la estancia se ensombreció aún más: ahora le parecía estar inmerso en la oscuridad, como si el círculo del suelo concentrara en sí toda la luz.
I… E… N…
Alivio. Decepción.
—¿Qué Julien?
El vaso respondió suavemente, tomándose su tiempo.
V… I… C… T… I… M… A…
Anne-Cécile miró de reojo a JR.
—¿Cómo te apellidas?
S… O… M… B… R… A… B… L… A… N… NO El vaso acababa de deslizarse hacia el rectángulo del no. Tan deprisa, que ningún dedo había podido seguirlo. Al mismo tiempo, la temperatura había descendido aún más en la estancia. Fue entonces cuando Bastien supo que, definitivamente, no estaban solos. Era aquella una evidencia que aceptó sin ninguna dificultad. Y la presencia que acababa de manifestarse hacía un momento era… muy chunga. Terrible.