—¡Y aquí está la prueba! —exclamó una voz desafiante.
¡Por los dioses, no!
El rostro de Kraven empalideció por completo mientras Selene pasaba a su lado, arrastrando a un licano de mediana edad por el cuello. Kraven lo reconoció: era uno de los servidores de Lucian.
Selene arrojó al licano delante de Kraven y lo obligó a ponerse de rodillas. El prisionero estaba cubierto de sangre y magulladuras y su raída ropa tenía los sanguinolentos orificios de entrada de varias heridas de bala. El regente estaba seguro de que era la propia Selene la que había herido de aquella manera al miserable espécimen de la raza licana.
Pero, ¿por qué había llevado a aquella criatura hasta allí? ¿De qué prueba estaba hablando?
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Unas argollas de acero de gran tamaño salieron del suelo. Pesadas cadenas de hierro se arrastraron sobre las pulidas baldosas de piedra. Unos grilletes de adamantina se cerraron con un chasquido y Singe se encontró postrado de hinojos y cargado de cadenas como un campesino aterrado suplicando la clemencia de su soberano. Sus ojos inyectados en sangre despedían aún un tenue brillo de rebeldía.
Podéis someter mi cuerpo, pero no mi mente,
pensó con fiereza.
¡Mi amo y señor es Lucian, no un parásito chupasangre!
En la refrigerada cripta hacía un frío de muerte. Singe tiritaba con sus cadenas y su cuerpo maltrecho sentía la agonía de docenas de heridas y golpes sin tratar. A pesar de que Selene le había extraído varias balas de plata en el piso franco para asegurarse de que no perdía la vida, aún podía sentir cómo se abría paso el lento veneno de la plata por sus venas y arterias. Levantó una mirada furtiva y evaluó la gravedad de sus circunstancias. Estaba atrapado en el interior de una cripta con al menos tres vampiros de gran poder, cada uno de los cuales lo miraba sin el menor atisbo de misericordia. El Antiguo que se encontraba tras la barrera de plástico transparente era obviamente Viktor. Lucian le había informado por teléfono de la inesperada resurrección del Antiguo, que había complicado sus planes en no poca medida. A pesar de su actitud desafiante, el licano austriaco no podía por menos que sentirse incómodo en presencia de una criatura tan primordial y poderosa. Gracias a sus investigaciones conocía bien las capacidades preternaturales de aquel inmortal. Viktor estaba, como máximo, a dos generaciones de distancia de la mismísima fuente de la maldición del vampirismo, lo que lo convertía en un adversario realmente peligroso.
El otro vampiro macho le preocupaba menos. Singe ya había visto a Kraven en alguno de los encuentros que había mantenido con Lucian. En aquel momento, el regente vampiro parecía en un estado de notable incomodidad. Singe podía ver en sus ojos que estaba deseando huir de la cripta y a pesar de ello se sentía obligado a quedarse y seguir fingiendo.
No pudo culparlo por estar nervioso,
pensó Singe.
No con todos los secretos que esconde.
Disfrutaba con la inquietud del arrogante vampiro.
Y luego, por supuesto, estaba Selene.
—¡Cuéntaselo! —le ordenó bruscamente la Ejecutora —. Quiero que les cuentes exactamente lo que me has dicho a mí.
Singe titubeó. No quería sacrificar su valor para ellos divulgando todo cuanto sabía. Puede que hubiera alguna manera de conseguir que aquellos vampiros se enfrentaran entre sí.
Pero Selene no le dio tiempo a considerar sus opciones. Lo agarró del brazo e introdujo sus dedos en una de las heridas de bala de su hombro.
—¡Ahh! —aulló. El atroz dolor estuvo a punto de hacer que perdiera el conocimiento—. ¡De acuerdo! ¡De acuerdo! —Le sería imposible soportar aquella tortura mucho tiempo. Parecía que no le quedaba otra alternativa que contárselo todo a los chupasangres.
Selene aflojó un poco su presa pero no le soltó el brazo. Mantuvo los dedos en la herida, como un recuerdo táctil de lo que le esperaba si decidía volver a desobedecerla. Con la respiración entrecortada por el shock traumático infligido a su cuerpo, Singe tuvo que aspirar profundamente antes de poder hablar.
—Llevamos varios años —empezó a decir— tratando de combinar las dos razas…
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Drogado y aturdido, Michael no se daba cuenta de que lo arrastraban por un túnel sombrío y malsano que discurría por debajo de la ciudad. Pocos metros por encima de su cabeza se oía el estruendo de los metros al pasar, que hacía trepidar los ladrillos medio en ruinas. De haber estado más atento y despierto, Michael hubiera tenido miedo de quedar enterrado vivo.
Llevaba las muñecas esposadas a la espalda y tenía un grueso trozo de nylon alrededor de la parte inferior de la boca, a modo de mordaza. Lo único bueno era que lo que le habían inyectado, fuera lo que fuese, parecía haber revertido la grotesca transformación provocada por la luz de la luna. Una vez más volvía a ser completamente humano
. ¿Necesito receta para esto,
se preguntó casi inconsciente,
o puedo comprarlo directamente en la farmacia?
Los supuestos policías —Pierce y Taylor— no dijeron palabra mientras arrastraban a Michael por un laberinto de corredores subterráneos y se limitaron a gruñir para quejarse del esfuerzo mientras arrastraban a su prisionero cada uno de un brazo. Por el rabillo del ojo Michael entrevió más figuras de grandes proporciones que iban y venían por aquel inframundo estigio. Hombres y mujeres envueltos en sombras, cuyos ojos y dientes refulgían en la oscuridad, se movían furtivamente por los túneles. A veces parecía que estuvieran royendo unos huesos de apariencia perturbadoramente humana. Algunas de las mujeres apretaban bebés contra sus pechos desnudos pero las malformadas criaturas se le antojaban a Michael más caninas que humanas. Niños de aspecto salvaje se perseguían por los túneles, aullando y ladrando como cachorros excitados mientras que, aquí y allá por todo el enrevesado laberinto, Michael veía de vez en cuando hombres y mujeres de mirada salvaje que copulaban a la vista de todos. Los gemidos y jadeos bestiales se sumaban al ambiente de barbarie de las catacumbas mientras los frenéticos amantes se acoplaban con total abandono, arañando y mordisqueando la carne de sus compañeros. La cargada atmósfera apestaba a sudor y pelaje y porquería.
Los ojos de Michael parpadeaban aceleradamente en sus cuencas. Poco a poco la narcosis que nublaba su pensamiento se estaba levantando y cada vez era más consciente de cuanto lo rodeaba. El tufo que inundaba los túneles atravesaba incluso la mordaza de nylon que le tapaba la nariz.
¿Dónde estoy,
se preguntó, aterrado y desorientado
, y qué demonios estoy haciendo aquí?
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—… tratando de combinar las dos razas —continuó Singe mientras su memoria lo llevaba de vuelta a su estrecho y abarrotado laboratorio subterráneo. Recordaba haber puesto una muestra de sangre de licano en una plaquilla de vidrio y a continuación haberla examinado con el microscopio.
Luego había añadido otra gota de sangre, esta vez extraída de una botellita de plástico marcada como «vampiro». Al microscopio se podían discernir con toda claridad las características físicas que diferenciaban la sangre de vampiro de la de licano. Las dos especies coexistieron durante un breve minuto en un mar de plasma.
Entonces, como siempre ocurría, se produjo una reacción instantánea: las células sanguíneas de las dos especies se volvieron unas contra otras y consumieron la hemoglobina enemiga en una orgía pírrica de mutua destrucción de la que no salió una sola célula sana.
—… y hemos fracasado durante años —confesó Singe—. Era imposible. Incluso a nivel celular, nuestras dos especies parecían destinadas a aniquilarse mutuamente. —Hizo una pausa mientras recordaba la multitud de experimentos fallidos que había realizado, pero entonces un doloroso movimiento de los dedos de Selene lo obligó a continuar—. Esto es, hasta que encontramos a Michael.
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Había un complicado árbol genealógico, que se extendía a lo largo de varias generaciones, clavado en la pared de la estación subterránea, que parecía haber sido convertida en una especie de laboratorio o enfermería improvisada. En lo alto del árbol, una banderola pintada proclamaba, «Familia Corvinus».
Michael contempló confundido el árbol mientras Pierce y Taylor lo maniataban a una mesa de observación abatible. Los hombres no querían correr riesgos, de modo que le ataron el cuerpo a la mesa con tiras de nylon, similares a la que le tapaba la boca. Tenía las muñecas esposadas detrás del frío metal de la mesa, de modo que sus brazos estaban doblados en un ángulo sumamente incómodo.
Esto tiene mala pinta,
pensó Michael. ¿De qué lado estaban sus secuestradores, del de los vampiros o el de los hombres-lobo? A juzgar por el comportamiento animal del que había presenciado numerosas muestras de camino allí, parecía que de este último. Hombres-lobo, se maravilló. Era como si estuviera más allá de la sorpresa. La transformación que había estado a punto de culminar en el coche patrulla había borrado los últimos rastros de escepticismo de su mente.
He sido capturado por hombres-lobo.
Y además era uno de ellos, más o menos.
Mierda,
pensó con sarcasmo. Había una pizca de humor negro en su absurda situación.
Ocho años de facultad, una montaña de deudas y resulta que estoy destinado a convertirme en un hombre-lobo
. Sacudió la cabeza, incrédulo
. Jodidamente in-cre-i-ble.
Los dos licanos, como los llamaba Selene, inclinaron la mesa hacia arriba y la cabeza de Michael se elevó hasta encontrarse enfrente del elaborado árbol genealógico. Muchos de los nombres tenían por encima una línea de tinta negra, como si los hubieran tachado por alguna razón. Su aturdida mirada recorrió el árbol hasta su mismo fondo… donde encontró un nombre extremadamente familiar dentro de un círculo rojo.
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—Un espécimen muy especial —continuó Singe. Aún le dolía la herida en la que Selene le había metido los dedos—. Un descendiente directo de Alexander Corvinus, un guerrero húngaro que llegó al poder durante los primeros años del siglo V… justo a tiempo de ver cómo era arrasado su pueblo por la peste.
El prisionero licano mantenía discretamente vigilado a Kraven mientras hablaba, pues sentía curiosidad por conocer los efectos de sus palabras en el traicionero regente que estaba jugando con dos barajas. Kraven estaba pasando un auténtico calvario, convencido sin duda de que Singe iba a implicarlo en la conspiración. Lanzó una mirada de soslayo a la salida y Singe se percató de ello.
Haces bien en pensarlo,
se dijo el licano.
—Sólo Corvinus sobrevivió a la plaga. De alguna manera, su cuerpo fue capaz de mutar la enfermedad, de cambiarla para su propio beneficio. Se convirtió en el primer inmortal. —Hizo una mueca de dolor, consciente de que sus perspectivas de vida eterna estaban menguando a cada segundo que pasaba—. Y, años más tarde, engendró al menos dos hijos que heredaron el mismo don.
Al otro lado de la barrera transparente, Viktor asintió con impaciencia.
—Los tres hijos del Clan Corvinus —señaló con un tono de sarcástica diversión—. Uno de ellos mordido por un murciélago, el otro por un lobo y el tercero abandonado en la solitaria senda de la mortalidad como un humano normal y corriente. —El Antiguo emitió un bufido de desdén—. Una leyenda ridícula, nada más.
—Es posible —le concedió Singe—. Pero es incuestionable que nuestras dos especies tienen un antepasado común… y la mutación del virus original está vinculada directamente al linaje de Alexander Corvinus.
Sentado en su trono, Viktor hizo un gesto hacia el suelo de la cripta, donde había una losa de bronce con una ornamental «M» grabada.
—Ahí yace un heredero de Corvinus, a menos de tres pasos de ti.
Singe sabía que Viktor se refería al inmortal conocido como Marcus.
—Sí —repuso—. Pero él ya es un vampiro. Necesitábamos una fuente pura, sin mancillar. Un duplicado exacto del virus mutado original que, según descubrimos, se transmitió al código genético de los descendientes humanos de Alexander Corvinus.
Recordó aquel momento glorioso en el laboratorio, cuando la sangre de Michael había dado positivo en el test, frente a los ojos jubilosos de Singe y Lucian. Se había apresurado a confirmar el resultado poniendo un poco de sangre en una plaquilla y mezclándola con idéntica cantidad de sangre de vampiro.
Había observado por el microscopio con atención mientras las células de sangre de vampiro se mezclaban con la hemoglobina humana de Michael para producir unas plaquetas bicelulares nunca vistas hasta entonces. Todo el proceso había tardado apenas segundos. Había sido tan rápido que había dejado a Singe estupefacto.
Pero aquél no había sido el fin del experimento. Singe había introducido a continuación una gota de sangre de licano en la muestra. Tal como siempre había esperado, las plaquetas dobles se habían fundido con las células de sangre licana para producir el objeto del experimento: una plaqueta tricelular de aspecto singular. Supersangre, en otras palabras, una mezcla de las mejores características de las tres razas.
—La sangre de Corvinus permite una unión perfecta —explicó a los tres absortos vampiros.
El rostro ancestral de Viktor se contrajo de asco.
—Esa unión es imposible —declaró enfáticamente— y proponerla siquiera es una herejía.
Singe levantó la cabeza tanto como le permitieron los grilletes y lanzó a Viktor una mirada rebelde.
—Eso ya lo veremos —dijo con una risilla—, una vez que Lucian se haya inyectado…
—Lucian está muerto —lo interrumpió el Antiguo.
Una sonrisa maliciosa se dibujó en el rostro de Singe.
—¿Y eso quién lo dice?
Los dedos de Selene soltaron la herida de Singe y se volvió para mirar a Kraven. Para su sorpresa, aunque no la del científico licano, el malvado regente había desaparecido.
La vampiresa apretó los puños, frustrada, a pesar de que la huida de Kraven había sido una confesión irrefutable de culpabilidad.
—¡Lo sabía!
K
raven subió corriendo las escaleras de la cripta para escapar de la ira de Viktor. Su rostro estaba demacrado y empapado de sudor. Imágenes de paranoia llenaban sus pensamientos. Una vez que aquel chismoso licano revelara que Lucian seguía vivo, que Kraven no había matado en realidad al ilustre comandante licano hacía seis siglos, no habría lugar seguro para él en Ordoghaz o más allá de sus murallas.