Nunca deberías haber dejado que la luz de la luna me encontrara,
pensó Lucian, pasto de una voracidad vengativa.
¡Ahora vuelvo a tener todo mi poder!
La transformación se produjo en un mero instante y fue un hombre-lobo completo el que se abalanzó de nuevo sobre su carcelero. Esta vez, las cadenas de hierro cedieron frente a su fuerza inhumana, y se abalanzó sobre Viktor con las garras extendidas. Con un movimiento rápido del hirsuto brazo, le arrancó el brillante colgante de las manos.
Viktor se apartó de las garras del hombre-lobo y retrocedió trastabillando por la cripta. Tropezó con los barrotes de hierro de la celda, provocando un aullido de furia en su interior. El ruido bestial lo alertó sobre el peligro y se apartó de un salto un instante antes de que un brazo hirsuto tratase de alcanzarlo entre los rígidos barrotes.
Giró sobre sus talones y descubrió con sorpresa que hasta el último de los prisioneros licanos se había transformado en un hombre-lobo. La estrecha celda estaba ahora abarrotada de monstruos que gruñían y lanzaban dentelladas, como demonios impacientes por salir de detrás de los barrotes que los mantenían prisioneros. El denso olor de una docena de hombres-lobo inundó la atmósfera malsana y húmeda de la cámara de tortura.
Mientras Viktor pestañeaba, sorprendido, los dos Ejecutores cargaron contra Lucian desde el otro lado de la estancia. Las cadenas partidas colgaban de sus muñecas como serpentinas decorativas. Se revolvió con preternatural velocidad y sacudió las cadenas en el aire contra sus enemigos. Los eslabones de hierro golpearon con fuerza a los vampiros en el abdomen y les partieron las costillas.
Una sonrisa casi humana distorsionó el hocico lupino. Daba gusto encontrarse al otro lado del látigo…
Unos gritos acalorados llegaron desde el exterior de la cripta. Lucian corrió hacia las pesadas puertas de madera para cerrarlas pero ya era demasiado tarde. Un pelotón de Ejecutores, armados con espadas y picas de plata, entró en la cámara.
—¡A él! —gritó Viktor a sus soldados—. ¡Matad a ese perro traicionero!
Eran demasiados. Aun en forma lupina, Lucian no hubiera podido con todos, no con sus hermanos atrapados aún al otro lado de los odiosos barrotes. Sus ojos buscaron frenéticamente una ruta de escape y por fin fueron a posarse en la ventana de la vidriera oculta al final del oscuro nicho, a más de siete metros sobre el suelo
. ¡Eureka!,
pensó.
Era una gran altura, pero sus fuerzas tenían la fuerza suficiente para llegar hasta allí. Sin pensarlo dos veces echó a correr y de un solo salto se encaramó la estrecha repisa de piedra que había debajo del nicho. Por un momento, se detuvo allí, perfilado contra la oscura vidriera de la ventana. Dirigió la mirada al lugar en el que Sonja había encontrado su funesta muerte, cubierto todavía por sus cenizas, y cerró la mano alrededor de su pequeño colgante como si fuera el tesoro más precioso sobre la faz de la tierra.
A continuación se volvió con mirada asesina hacia el propio Viktor, que se había ocultado detrás de una horda de sus guerreros vampíricos. Algún día, prometieron los ojos llenos de odio del hombre-lobo al tiránico Antiguo, pagarás por lo que le has hecho a mi princesa y a los míos.
Ballestas cargadas con proyectiles de plata empezaron a apuntarlo y comprendió que no podía demorarse más. Le dio la espalda a la mazmorra y se arrojó de cabeza contra la vidriera. Los fragmentos de cristal roto, destellos oscuros a la luz de la luna, explotaron hacia el exterior mientras él caía en picado al suelo. Por suerte, la opresiva mazmorra se encontraba directamente junto a la muralla exterior del castillo. El bosque lo llamó con los brazos abiertos.
Llovieron fragmentos de cristal negro sobre el suelo rocoso que se extendía más allá de la fortaleza. Lucian cayó al suelo a cuatro patas y al instante se irguió como un hombre a pesar del hirsuto pelaje que le cubría el cuerpo. Saludó con un aullido triunfante a la luna que lo había salvado mientras brotaban gritos de furia y tumulto detrás de las siniestras murallas grises del castillo de los vampiros.
Tras él, la fortaleza se erguía ominosamente en medio de los Cárpatos. Delante de él, un impenetrable bosque de pinos de montaña ofrecía la promesa de seguridad y libertad. Echó a correr hacia allí.
La noche invernal se vio mancillada por los gritos de odio y los pasos pesados de una brigada de Ejecutores que salía en tropel de las puertas del castillo. Los iracundos guerreros vampiros marcharon en pos del hombre-lobo lanzando amenazas, maldiciones y órdenes que no fueron obedecidas. Se oían los ruidos metálicos de sus armaduras entre los colosales pinos. Los virotes de plata sisearon por el aire y fueron a clavarse en el grueso tronco de un abeto situado a escasos centímetros de la cabeza de Lucian.
Huyó corriendo de sus decididos perseguidores tan deprisa como sus doloridas piernas se lo permitieron. Con el colgante de Sonja en la peluda zarpa, escapó como alma que lleva el diablo de su ruinoso pasado en busca de un futuro todavía ignoto…
• • •
Las visiones de pesadilla dejaron al fin libre a Michael y sus ojos volvieron a contemplar el presente. Pestañeó varias veces, confundido, y aspiró entrecortadamente antes de levantar la mirada hacia Lucian. El barbudo licano lo miraba con curiosidad y preocupación evidentes. No sabía que Michael acababa de vivir los episodios más terribles de su propia vida.
Michael sentía náuseas.
Ahora entiendo,
se dijo, con la mente aún entumecida.
—Te obligaron a mirar cómo moría. Sonja. Así empezó esta guerra.
Lucian se quedó boquiabierto. Parecía como si el Jaguar de Selene acabara de atropellado otra vez. El colgante de la luna creciente —el colgante de Sonja— brillaba sobre su pecho.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó con un susurro estupefacto.
—Los he visto —le confesó Michael—. Tus recuerdos. Como si estuviera allí. —Evidentemente, el mordisco de Lucian no sólo le había transmitido el virus que causaba la licantropía—. Pero, ¿por qué? ¿Cómo pudieron hacerle eso?
Lucian contestó con voz amarga:
—Yo sólo era un esclavo, por supuesto, y ella… ella era la hija de Viktor.
¿Su hija?
El cerebro de Michael trataba de encontrarle sentido a toda esta información nueva. Selene había hablado muy bien de Viktor y le había asegurado que le había salvado la vida después de que los hombres-lobo mataran a su familia. ¿Podía ser el mismo vampiro que había condenado a muerte a su propia hija?
—¿Los licanos eran sus esclavos?
Lucian asintió. Se apoyó en el borde del mostrador del laboratorio.
—Éramos sus guardianes durante el día, los cancerberos de un saber ancestral. En el pasado habíamos sido libres y los Ejecutores, temiendo que provocáramos el miedo de los mortales y éstos se volvieran contra las dos especies, nos persiguieron y cazaron sin misericordia. Pero hacia el siglo XV, cuando Sonja y yo nos atrevimos a enamorarnos, ya estábamos casi domesticados. Protegíamos a los vampiros durante el día y, a cambio, ellos nos acogían, nos alimentaban, nos vestían y nos encerraban durante las noches de luna llena, cuando nuestras depredaciones incontroladas podían ponernos a todos en peligro.
Suspiró mientras los recuerdos iban abriéndose camino en su interior.
—Fue una era de desconfianza y superstición. Por toda Europa, si alguien era sospechoso de licantropía, se le quemaba vivo, y los aterrados sacerdotes y campesinos clavaban estacas y decapitaban cadáveres inocentes… y otros que no lo eran tanto. Nos vimos obligados a trabajar juntos para sobrevivir, pero ellos se aprovecharon de la situación.
El venenoso rencor regresó a su voz, atizado por una furia inmortal que llevaba siglos existiendo.
—Nuestra unión estaba prohibida. Viktor temía la unión de las dos especies. La temía lo bastante para matar a su propia hoja. Quemada viva… por haberme amado.
Para sorpresa de Michael, Lucian se arremangó la camisa. Se apoyó en el ruinoso muro de la vieja estación de metro.
—Esta es su guerra. La de Viktor —dijo Lucian con fulgurante ira—. Ha pasado los últimos seiscientos años exterminando a nuestra especie.
Se clavó la aguja en el brazo y se inyectó la sangre de Michael en las venas.
—Y tu sangre, Michael, va a ponerle fin de una vez.
¿Mi sangre?,
pensó Michael, confundido.
Todavía no comprendía aquella parte. ¿Qué tengo de especial?
U
nos golpes en la puerta de la enfermería interrumpieron la tensa conversación de Michael y Lucian. El comandante licano le dio la espalda al norteamericano mientras Pierce y Taylor entraban en la reformada estación de metro. Los dos licanos se habían quitado los uniformes y volvían a vestir con sus ropas marrones de costumbre.
—Tenemos compañía —anunció Pierce.
Por supuesto,
pensó Lucian. No tenía que preguntar para saber quiénes eran sus invitados. Sólo Kraven y sus sicarios conocían aquella guarida secreta.
Asintió y sacó la aguja de su brazo. Puso un dedo sobre la herida y aplicó presión. Las células de la peculiar sangre de Michael fluían ahora por sus venas; estaba un paso más cerca de la apoteosis que durante tanto tiempo había perseguido. Ahora lo único que necesitaba era la sangre de un Antiguo vampiro para completar el proceso y alcanzar la victoria que llevaba siglos anhelando.
Ahora que estaba tan cerca del triunfo, Kraven y sus matones eran un estorbo desagradable. Kraven debía de haber estropeado las cosas en la mansión si tenía que buscar refugio en la guarida subterránea de los licanos. El muy idiota, pensó Lucian con desdén. Muy pronto no necesitaría más de la engañosa cooperación de Kraven.
Se encaminó a la puerta, impaciente por culminar aquella noche histórica.
—¡Espera! —le gritó Michael mientras Lucian se alejaba parsimoniosamente. A decir verdad, el líder de los licanos casi se había olvidado de él—. ¿Qué hay de Selene? —preguntó el joven, lleno de ansiedad.
¿Esa zorra vampiresa?,
recordó Lucian.
¿La que me llenó de plata hace unas pocas noches?
Perecería con el resto de su despreciable raza.
• • •
Los aposentos privados de Lucian, situados en lo más profundo del inframundo, no se parecían nada a las lujosas estancias a las que Kraven estaba acostumbrado. Oscuras y espartanas en grado sumo, reflejaban la obsesiva y sombría naturaleza de su ausente propietario. Las paredes de ladrillos derruidos estaban cubiertas por sencillas estanterías de metal llenas de mapas enrollados y cajas de munición ultravioleta y una fea mesa de acero ocupaba un rincón de la claustrofóbica estancia. Sobre la mesa había desplegado un detallado mapa de Ordoghaz, con sus defensas y su disposición interior, en el que la localización de la cripta de los Antiguos estaba marcada con un círculo rojo. Un cráneo amarillento, con unos inconfundibles colmillos de vampiro, descansaba sobre una estantería. Kraven no pudo evitar preguntarse de quién se trataría.
Las ventanas, manchadas de grasa, daban a la cavernosa cámara central del bunker, del tamaño de un hangar para aviones. En el exterior había demasiados licanos, al menos para gusto de Kraven, yendo de acá para allá en pasarelas elevadas y vías abandonadas como una hueste de apestosas y subhumanas hormigas obreras. La estruendosa atmósfera de la guarida apestaba a petróleo, deposiciones animales y pis de licano.
Kraven se tapaba la boca y la nariz con un pañuelo de seda, pero no servía de mucho contra aquel tufo. ¿Cómo he llegado a esto?, se preguntó amargamente. Debería estar presidiendo un banquete en un palacio, no escondido bajo la tierra en una madriguera llena de animales asquerosos.
Soldados licanos rodeaban a Kraven y su exigua fuerza de seguridad. Los gruñentes hombres-bestia apuntaban con sus armas a los vampiros mientras esperaban a que a Lucian se le antojara hacer acto de presencia. Kraven confiaba en que ninguno de ellos tuviera un tic en el dedo.
Al cabo de varios minutos tensos, Lucian entró en la cámara. Miró a Kraven y a sus acompañantes con mal disimulada impaciencia.
—¡Creía que teníamos un trato! —lo acusó Kraven.
¡Cómo se atreve este presuntuoso canino a tratarme como a un intruso indeseable!
—Paciencia, Kraven —repuso Kraven. Su aparente educación ocultaba apenas un tono desdeñoso y burlón. El comandante licano señaló a los hombres de Kraven y se dirigió a los suyos—. Quiero hablar con Lord Kraven a solas. Escoltad al resto de nuestros invitados a la salita.
A Kraven le costaba creer que hubiera algo tan civilizado como una salita de invitados en aquella madriguera funesta y abismal. Sin embargo, asintió para dar su consentimiento. Al fin y al cabo, y aunque que las cosas se le estuvieran yendo rápidamente de las manos, era importante conservar una semblanza de autoridad.
Seiscientos años de planificación,
reflexionó con amargura,
¡y todo se va al infierno en las últimas cuarenta y ocho horas!
• • •
A regañadientes, Soren y los demás abandonaron los aposentos de Lucian. Se volvió un instante para dirigir una mirada de enojo a Lord Kraven, pero entonces su amo y el licano desaparecieron de su vista. No le gustaba dejar a Kraven solo, no le gustaba nada de nada.
Una manada de escoria licana los escoltó a punta de pistola por un laberinto de catacumbas idénticas y serpenteantes. Dos de los salvajes subhumanos le resultaban conocidos. Los identificó como Pierce y Taylor. Lamentaba que Raze no estuviera con ellos.
Vampiros y licántropos marchaban en hosco silencio, intercambiando sólo miradas y sonrisas hostiles. El incómodo paseo terminó cerca de lo que parecía otro bunker abandonado, donde el licano del pelo largo, Pierce, exigió que los vampiros les entregaran las armas.
Superados en número y amenazados por varias armas, Soren ordenó a sus hombres que lo hicieran. Fulminó con la mirada a Taylor y Pierce mientras les entregaba su HK P7. Un licano impertinente lo cacheó por si llevaba armas escondidas pero la mirada colérica del vampiro y su actitud intimidante garantizaron que el registro fuera corto y superficial.
Satisfechos, los escoltas licanos se apartaron para dejar que Soren y sus hombres entraran en la cámara indicada.
El inmortal jenízaro enarcó una ceja al ver lo que había dentro. La sala de invitados tenía un aspecto sorprendentemente hospitalario. Una gruesa alfombra roja cubría el suelo de la alargada y estrecha estancia y los bancos que originalmente contenía habían sido arrancados y reemplazados con sillas y sillones acolchados. Gruesas cortinas de damasco cubrían las ventanas, y del techo colgaban lámparas de cristal amarillo que proyectaban una luz dorada sobre ellos. Había hasta una decente mesita de café de madera de arce, llena de revistas usadas. De naturaleza y caza, principalmente, y un poco atrasadas ya.