Read Vacaciones con papá Online
Authors: Dora Heldt
—Señor Von Meyer, por favor. —Gisbert se levantó despacio—. Además, no dispongo de tiempo. Aún tengo cosas que hacer. ¿Kalli? No olvides el relevo. Aunque en realidad ahora le toca a Heinz. Y Hubert todavía no ha hecho nada. Por cierto, ¿dónde están?
Kalli miró atemorizado a Marleen, que ya le dirigía una mirada amenazadora.
Ya fuera por los dolores o por lo furiosa que estaba con el negligente motorista, Dorothea se plantó ante Gisbert con una expresión peligrosa en la cara.
—A ver, amigo mío, escúchame bien. Ni Kalli ni Heinz ni Hubert ni Carsten seguirán jugando a policías y a ladrones. O le pedís disculpas al señor Thiess, que lleva días perseguido por unos jubilados enajenados con gafas de sol y un periodista de tres al cuarto, o vais a la policía. Pero hasta que abramos mañana no queremos volver a oír ni una sola vez la palabra cazafortunas. ¿Se te ha metido en ese cerebro de mosquito?
Gisbert apenas podía respirar.
—¿Tú qué te has creído?… ¡Marleen! Di tú algo. Al fin y al cabo, también está en juego el prestigio de tu pensión.
—Dorothea tiene razón. Debemos seguir como sea o no acabaremos nunca. A la inauguración vendrán unos ciento veinte invitados, y necesito toda la ayuda disponible. Por lo que a mí respecta, puedes espiar a quien quieras y lo que quieras, pero, por favor, no lo hagas aquí y…
No consiguió finalizar la frase, ya que la puerta se abrió de golpe y entraron Hubert, mi padre y las gemelas.
—Hola, ya hemos vuelto. —Mi padre se agachó ante la puerta para que Emily, que iba subida a sus hombros, no se diera en la cabeza.
—Gisbert, amigo mío, tienes un arañazo de miedo en la moto. ¿No has cogido la curva?
Onno soltó una risita.
—Ha pillado a Dorothea.
Hubert, que llevaba de la mano a Lena, se acercó a él.
—¿Cómo?
Marleen veía que el tiempo se esfumaba.
—Nada. Gisbert ya se iba, y nosotros aún tenemos que hacer. ¿Empezamos? —Lanzó una mirada de advertencia a los presentes.
—Ah, por cierto, Marleen. —Mi padre bajó con cuidado a Emily—. Delante de la pensión hay un coche patrulla. Le he preguntado al agente a quién buscaba, creía que…, pero te quiere sólo a ti, para darte algo.
—Muy bien. —Marleen se dirigió a la puerta—. Vosotros seguid, por favor, empiezo a ponerme nerviosa.
—Marleen, espera. —Onno soltó la herramienta que llevaba en la mano.
Ella se detuvo.
—¿Por qué?
—Voy contigo. Gerd está de servicio, iré a saludarlo.
Cuando ambos estaban fuera, Dorothea preguntó:
—¿Gerd?
Nils cogió la siguiente mesa.
—Gerd es el hermano de Onno. Y uno de los policías de la isla.
Hubert se puso a mirar por la ventana ensimismado. Le di un empujoncito.
—¿Te pasa algo?
—¿Eh? —Se sobresaltó—. Soñaba despierto, perdona.
Las gaviotas, las niñas o mi padre lo habían dejado para el arrastre. Probablemente fueran las tres cosas. Al menos, era como si el pobre hubiera visto una aparición.
—Si quieres puedes ayudar a Kalli con las mesas. —Procuré decirlo en un tono alentador.
—Claro. —Se puso en marcha en el acto.
Entretanto, mi padre se paseaba por el bar con una niña de cada mano, enseñándoselo todo.
—Mirad, ahí, delante de la chimenea, van sillones y sofás, así uno se puede repanchingar y mirar el fuego. Se llama
lounge.
—Lo pronunció
lonshe
—. Es lo que se lleva ahora, muy fino. —Se quedó en suspenso y enarcó las cejas—. Y detrás es como cualquier restaurante. Bastante aburrido. Pero da lo mismo.
Nils torció el gesto sin que él lo viera, pero continuó trabajando sin decir nada.
—Y ésta es la barra, delante van esos taburetes. También muy elegante. Ahí esperarán los caballeros a las señoras con las que se hayan citado.
—Y ¿por qué esperan los caballeros? —Lena pasó una mano por uno de los taburetes con sumo respeto.
—Porque las señoras siempre llegan tarde. Es propio de ellas.
—¡Papá! No les digas esa bobada a las niñas.
—¿Cómo que bobada? Lo dicen las estadísticas.
—Pues entonces no te han incluido a ti. Mamá siempre tiene que esperarte porque eres lento. Y ella es puntual.
Mi padre se agachó hacia las niñas.
—Os he dejado unos blocs y pinturas en la repisa de la ventana. Haced unos dibujos bonitos para la inauguración.
Las gemelas se fueron, y yo apreté más la pata de una mesa y dije:
—Cobarde. Ni siquiera lo admites.
—Tu madre siempre llega antes de tiempo, eso tampoco es ser puntual. ¿Ya estás mejor?
—Sólo estaba de mal humor, no te preocupes. —Seguí apretando tornillos con abnegación y cambié de tema—. Por cierto, ¿qué le habéis hecho a Hubert? Antes estaba todo confuso.
Mi padre observó con aire meditabundo a Hubert, que arrastraba mesas con Kalli en el otro extremo del bar.
—No lo sé. Me he ido un momento, lo he dejado con las niñas y cuando he vuelto estaba raro.
—¿Por qué? ¿Adónde te has ido?
Él sonrió satisfecho.
—Le he comprado a Marleen un regalo estupendo para la inauguración. Se va a quedar turulata.
Sonaba peligroso.
—Y ¿qué le has comprado?
—Una red de pesca. Usada.
Se me cayó el destornillador de la mano.
—Papá, pero si ella no…
—¡Chsss! Ahí viene.
Marleen daba la impresión de haber visto un fantasma. Se acercó a mí, seguida de cerca por Onno, que casi le pisaba los talones de puro nerviosismo. Antes de que pudiera decir nada, mi padre preguntó:
—¿Y? ¿Qué quería la policía?
Sólo entonces reparó Marleen en él.
—Nada en particular. Sólo hacerme unas preguntas.
—Y en… ¡Ay!
Onno apartó la pierna, con el rostro desfigurado por el dolor. Marleen le puso una mano en el brazo.
—¿Te he dado? Lo siento.
Le dedicó una sonrisa a modo de disculpa, pero yo estaba segura de que lo había hecho a propósito. Después me dijo en voz baja:
—Tengo que contarte algo. A solas.
Un ruido que todos conocíamos interrumpió todas las actividades. Gisbert entró a toda pastilla en el patio con la moto rayada. El accidente no había hecho de él un conductor más prudente. Dorothea miró por la ventana.
—Señor, dame paciencia. Y también hay un taxi. ¿Vendrá aquí?
En efecto, el vehículo se detuvo en la entrada y de él se bajaron Hannelore Klüppersberg y Mechthild Weidemann-Zapek. Las dos llevaban vaqueros y sendas camisas verde oliva.
—Sólo falta la red de camuflaje.
—Dorothea, apártate de la ventana.
Mi padre la miró impaciente y salió al encuentro del trío. Carsten entró al mismo tiempo en el patio y se bajó elegantemente de la bicicleta ante la atenta mirada de las mimetizadas señoras. Las gafas de sol de Gucci de Dorothea le conferían un aspecto raro. Saludó con picardía a Dorothea, que seguía embobada en la ventana y lanzó un suspiro.
—Nils, como acabes pareciéndote a él, aunque sólo sea un poco, se acabó.
—Oye, que yo he salido a mi madre. O eso dicen todos. —Sin inmutarse, Nils colocó debidamente la siguiente mesa—. No te sulfures.
El grupo entró en el bar, las señoras primero, luego Gisbert y mi padre, y por último Carsten. Nos quedamos mirándolos con atención, el único que seguía trabajando era Nils.
—¡Nils! —Ese tono sólo lo tenía un padre—. No hagas tanto ruido. Tenemos que contaros algo.
—Y nosotros tenemos que terminar.
Admiré el valor de Nils, que se atrevía a plantarle cara a su padre.
—¡Nils!
El aludido enderezó la mesa y se sentó encima.
—Muy bien. ¿De qué se trata?
En todas partes se cuecen habas. Carsten se quitó las gafas de sol y las cerró.
—Sólo queríamos informaros de que las labores de vigilancia han terminado. Y, señoras mías, corríjanme si me equivoco, el éxito ha sido rotundo.
—Sí. —Mechthild Weidemann-Zapek se ufanó—. Podría decirse así.
—¿Se ha propasado con ustedes? —Mi padre parecía preocupado.
Ella asintió con aire triunfal.
—Prácticamente.
Yo no estaba en la mejor forma, pero aún sabía leer entre líneas.
—¿Qué significa «prácticamente»?
Hannelore Klüppersberg no ahondó en el tema.
—Hemos estado toda la tarde en el Georgshöhe. Primero hemos andado de acá para allá y después nos hemos sentado a una mesa junto al señor Thiess a tomar café.
—Yo estaba una mesa más allá —apuntó Carsten.
—¿Con mis gafas de sol? ¿Mirando?
—Dorothea, déjalos hablar. —Mi padre se impacientaba.
—Miraba a otro lado descaradamente, con método —continuó Mechthild.
Ahora era yo quien quería saber.
—¿Estaba solo?
Gisbert se alisó el cabello antes de contestar:
—Desde luego. Se ha dado cuenta de que lo habíamos cercado. Por eso no corre ningún riesgo.
—Entonces no intentó ligar con las señoras ni vosotros habéis demostrado su culpabilidad, ¿no?
—Vamos, Christine —dijo Gisbert en tono paternal—. Su comportamiento ha sido más que claro, despierta de una vez. Te has equivocado con ese hombre: es un delincuente.
—Ya basta. —Marleen dio un manotazo en la mesa que tenía más cerca.
—Exacto. —Estaba más que harta de todo aquello, y me dirigí hacia la puerta—. Y ahora me voy a fumar un cigarrillo.
—¿Christine?
—¿Qué? —Me volví hacia mi padre.
—Nada. Bueno…, que si necesitas fuego… yo tengo cerillas.
Me las tiró. Poco a poco empezaba a ser adulta.
Dos cigarrillos después volvía a reinar la calma en el bar. Kalli y Hubert limpiaban las mesas, Marleen y Dorothea colocaban los últimos vasos en las vitrinas, Onno y mi padre miraban a las gemelas, que seguían pintando. El cuarteto del detective jefe se había esfumado.
—¿Y bien? —Acerqué una silla—. ¿Los señuelos han vuelto a entrar en acción?
Mi padre señaló a las niñas, que se inclinaban concentradas sobre los dibujos.
—Delante de las niñas no. Luego dormirán mal.
Emily levantó la cabeza.
—Son señoras, no señuelos. Y aún no tengo que irme a la cama, todavía hay mucha luz fuera.
—Cierto. —Mi padre dio unos golpecitos en el dibujo—. El pico tiene que ser más largo. ¿Sabes qué? Christine no sabe tanto de gaviotas como nosotros.
—Pues pregúntale a Hubert —explicó Lena al tiempo que lo señalaba con el dedo—. Hubert es igualito que el rey de las gaviotas. Porque también las conoce todas, a las gaviotas reidoras y a las gaviotas canas y a las gaviotas argénteas y…
La frente se le arrugó de tanto pensar. Por suerte, su hermana acudió en su ayuda.
—A las gaviotas sombrías. Y no siempre se pueden coger los huevos y los papás de los huevos atacan a los que los cogen. Las mamás no.
—Muy bien, Emily. —Mi padre asintió orgulloso—. Es como en la vida, donde los padres también protegen a los hijos. Las mujeres sólo los crían.
—Ajá. —Dejé ver que estaba impresionada—. Cuando no llegan tarde.
—Exacto. —Lena daba los últimos toques al pico del pájaro en la hoja—. Oye, Christine…
—¿Sí?
—Hubert es como Lille Peer. Igualito. Pero es un secreto. —Se mordió el labio inferior y me miró con seriedad. Yo resistí la mirada.
—Sí, conoce a las gaviotas. Lo sé.
—No, si lo digo por…
—Ahí viene mamá. —Emily se bajó de la silla y corrió hacia Anna Berg—. Mamá, hemos estado en la playa con el rey de las gaviotas y hemos…
—Un momento, Emily, primero déjame entrar. —Cogió a su hija en brazos y vino hacia nosotros—. Hola. Ya casi han terminado, está fenomenal.
—Sí. —Mi padre se levantó y echó un vistazo—. Demasiadas mesas, quizá.
—Espero que siempre estén ocupadas. ¿Les han dado mucho la lata las niñas?
—Claro que no. Las dos son muy eficientes. Han cuidado muy bien de Hubert y de mí, ¿a que sí? Y ¿qué tal ha ido la vela?
—De maravilla. Les doy las gracias de nuevo. Mi marido y yo no sabemos cómo pagarles lo que han hecho, de veras. Como canguros no tienen precio.
Mi padre, halagado, le restó importancia con un gesto.
—Nada, nada. Y a mi hija la puedo dejar sola.
—Ya se nos ocurrirá algo. Vosotras dos, coged vuestras cosas y dad las gracias. Bueno, pues que lo pasen bien, hasta luego.
Cuando el último objeto estuvo en su sitio, el último centímetro limpio y todo según el plano de Nils, recordé que Marleen quería contarme algo. Me acerqué a la pensión, estaba hablando por teléfono con la floristería.
—Pues entonces sobre las seis y media, así tendremos tiempo para decorarlo todo. Hasta mañana, gracias. —Colgó y respiró profundamente—. Bueno, pues ya está todo. Gesa acaba de ir a ver a los del catering para darles la lista definitiva. Con esto está todo organizado.
—Por cierto, querías contarme algo, ¿no?
Marleen se cercioró de que nadie nos oía.
—Sí. Pero no quería que Heinz o Gisbert se enteraran, se habría armado una buena.
—¿Qué ha pasado?
—Gerd ha estado antes aquí, el policía.
—El hermano de Onno.
—Sí. Ha venido a darme esto. —Metió la mano tras el mostrador y sacó una cartera negra que me entregó—. Se la encontraron unos huéspedes en la playa y se la llevaron a él.
La abrí y lo primero que vi fue una tarjeta de visita: «Su hogar en Norderney. Haus Theda.»
—¿Y?
—Mira bien.
Detrás de la tarjeta había un carnet de identidad. Lo saqué y me quedé mirando una foto de ¡Johann! Y salía muy favorecido, la verdad. Pero debajo figuraba un nombre distinto: Johannes Sander.
—Nacido en Colonia, 1,86 metros, ojos marrones. —Leí a media voz—. No puede ser. ¿Sander? Entonces, ¿por qué se hace llamar Thiess?
Marleen miró por encima de mi hombro.
—Sigue leyendo, también está la dirección, y coincide: Bremen.
—Pero el nombre no. ¿Qué significa esto? ¿No te enseñó el carnet?
—Con el jaleo que había, no. Y tampoco les pido el carnet a todos los huéspedes, ya no hace falta. Mira, también estaba su móvil, le he dejado un mensaje en el buzón de voz diciendo que tiene aquí sus papeles. Por cierto, hay más tarjetas, los que se encontraron la cartera eran muy honrados. En cualquier caso, le he dicho que se pase mañana antes de la inauguración a recoger la cartera; lo del nombre distinto no lo mencioné.