Read Vacaciones con papá Online
Authors: Dora Heldt
—No, espera, ya lo tengo. Menú… Galería… Fotos. Menos mal. Aquí están.
Profiriendo un suspiro de alivio, me puso delante de la cara la pantalla, en la que clavé la vista: Johann sonriendo a una señora que sin duda tenía más de setenta años. En la segunda foto ella le tocaba a él el pelo. En la siguiente instantánea aparecía él inclinándose para besarla.
—Sí, bien. La calidad de la imagen es buena. Una cámara estupenda.
Aparté el brazo de Gisbert y me pregunté por qué uno dice estupideces cuando está en estado de
shock.
Mientras los demás se abalanzaban como buitres sobre el móvil, él siguió a la carga.
—¿Y bien? Porque es él, el señor Thiess, ¿no? Ese que te parecía tan atractivo. Porque no me he confundido, ¿no?
—No, es él. Oye, perdona, pero aún tenemos cosas que hacer.
Hice un esfuerzo por adoptar una actitud digna y volví con mi fregona. Mi padre vino detrás.
—Oye, hija…
—¿Sí? —Nunca en mi vida había escurrido tanto una fregona. Tuve que volver a meterla en el cubo—. ¿Qué?
—Tú no nos creías, ¿no?
—¿Cómo?
—Que ese tipo no era trigo limpio.
—Ahora lo he visto, así que puedes ahorrarte lo del «ya te lo dije».
Estrellé la fregona mojada contra el rodapié, y mi padre se sacó el pañuelo y lo secó.
—No quería decir eso. Te…, bueno, me refiero a que si…, ¿cómo decirlo?
—Papá, no te preocupes, no soy virgen desde hace veintiocho años y tampoco se había comprometido conmigo. Y ahora, ¿qué? ¿Le damos al pico o nos ponemos manos a la obra?
Él me miró entristecido.
—Ay, Tine. —Estiró la espalda—. Pero si se cree que las cosas se van a quedar así conmigo, se equivoca de medio a medio. Ya puede ir preparándose, y bien. ¿Gisbert? Tenemos que hablar. Kalli, Carsten, voy por unas cervezas. Gisbert, ven a ayudarme.
Durante los diez minutos que siguieron estuve pensando febrilmente en las posibles explicaciones inofensivas que podían existir, pero no se me ocurrió ninguna. A pesar de todo, tenía que hablar con Johann; en cuanto pudiera escabullirme iría en su busca. Heinz tenía razón, Norderney no era tan grande.
De pronto se abrió la puerta de par en par. Hannelore y Mechthild, ataviadas con sendos chándales color violeta con la gorra a juego y zapatillas blancas, entraron y se detuvieron al llegar a la barra con nerviosismo.
—Christine —Mechthild siempre pronunciaba mi nombre con «ine»—, es inconcebible, Gisbert nos lo ha contado todo. ¿Qué tiene que decir al respecto?
Me planteé si podía acertarles lanzando la fregona y no dije nada. Quien respondió fue Gisbert, que entró delante de mi padre.
—Ya estáis aquí. Heinz, antes he puesto en conocimiento de las señoras los resultados de mis labores de vigilancia y han tenido una idea estupenda.
Lo dijo radiante de alegría. Hannelore Klüppersberg, presa del nerviosismo, se mecía sobre las puntas de los pies y estaba a punto de reventar.
—Sí. Haremos de señuelo.
Carsten se atragantó, Kalli tosió y yo me levanté bruscamente.
—Papá, tengo que ir a casa por el colirio. Después me gustaría echarme un rato.
—De acuerdo. —Asintió con aire preocupado—. Tómate tu tiempo, nosotros nos encargamos de todo.
Crucé de prisa la habitación, sólo quería salir de allí y no saber más, ni una sola cosa más de las siguientes estrategias. Poco antes de llegar a la puerta de casa me sonó el móvil.
—Soy yo, Johann. No puedo dejar de pensar en ti. ¿Qué estás haciendo?
Noté una sensación extraña en el estómago. Mi voz sonó glacial.
—Tengo que verte ahora mismo. ¿Me oyes? Ahora mismo. Dentro de diez minutos en el banco que hay delante del Milchbar.
Colgué e intenté respirar con normalidad.
Aunque casi iba corriendo, tenía escalofríos. Me dejé caer en el banco respirando con dificultad y el sol me hizo entornar los ojos. Antes de que me hubiera calmado del todo apareció Johann. Risueño, como si no pasara nada.
—¿Qué? ¿Me echas tanto de menos como yo a ti?
Cuando fue a besarme, ladeé la cabeza y sus labios rozaron mi mejilla. Se sentó y apoyó el brazo en el respaldo del banco. Yo me eché hacia adelante.
—¿Qué pasa?
Su voz sonaba confundida. Menudo actor. Me senté de forma que pudiera verle la cara. Algunas mentiras se ven en los ojos.
—¿Dónde has estado el día entero?
—En la playa. ¿Por qué?
—¿No en el Georgshöhe?
Johann se irguió, de pronto parecía disgustado.
—Dime, ¿qué es lo que ocurre? Ayer estuvimos hablando de la historia esa absurda del cazafortunas, tú misma te reíste del tal Gisbert von Meyer, y ahora noto que desconfías. ¿Me he perdido algo?
—¿Has estado en el hotel o no?
—Sí, por el amor de Dios, estuve tomando algo. ¿Acaso es un delito?
Incluso lo admitía.
—Te han visto.
Los ojos le brillaban. Se paró a pensar un momento antes de responder.
—No entiendo por qué te fías tan poco de mí después de la última noche. ¿Por qué estás así?
—¿Que por qué estoy así? —Yo misma percibí que sonaba estridente, pero me daba lo mismo—. Y dime, ¿con quién estuviste tomando algo?
Johann me miró con aire pensativo.
—Mira, Christine, no soporto estos interrogatorios. Esta mañana las cosas eran muy distintas entre nosotros.
Probablemente Gisbert hubiera apuntado esa frase, así era como se disculparía un cazafortunas. Lo habían pillado y sencillamente le daba la vuelta a la tortilla. Pero ¿por qué tenía unos ojos tan bonitos? Y esas pestañas…
—Te han visto, y no estabas solo. Me dijiste que no conocías a nadie aquí. Y que te ibas a la playa.
—También puede que vuestro detective jefe haya interpretado mal la situación. Tampoco es que sea un as del espionaje.
—Pues entonces dime qué estás haciendo aquí. Por qué tomas café con señoras mayores, por qué te interesas por Marleen, por qué has sacado fotos de la pensión y de todas las cosas. Quiero…
Sonó el móvil de Johann, que no hizo ademán de cogerlo. Cuando sonó por tercera vez, le dije:
—Cógelo, ¿no?
Lo hizo, sin perderme de vista. Al otro extremo la voz era tan clara que la entendí perfectamente.
—Dime, ¿dónde te metes? Hemos quedado hace quince minutos. Sube de una vez, habitación 126.
Johann revolvió los ojos.
—Cuqui, ahora no puedo, ve al bar, iré lo antes que pueda.
Me levanté antes de que se hubiera guardado el teléfono. Me cogió la mano.
—Mi tía.
Esbozó una sonrisa a medias, y yo me puse hecha una fiera. La voz sonaba bastante joven. Me zafé de él deliberadamente despacio.
—¿Sabes qué, Johann? Para reírme de mí me basto sola. Me dan exactamente igual los jueguecitos que te traes entre manos, pero conmigo no se juega. Lárgate antes de que te vean mi padre y Gisbert. Puedes irte al Georgshöhe, seguro que ahí estás mejor atendido. O a casa, dondequiera que esté.
—Christine, esto es una estupidez. Te lo puedo explicar todo. Pero no ahora.
Claro que no, Cuqui lo estaba esperando.
—Que te den.
Giré sobre mis talones y lo dejé allí plantado. En algún momento había aprendido que había que retirarse con la cabeza bien alta y habiendo dicho la última palabra. Tan sólo me pregunté por qué me sentía tan mal. A pesar de todo no me volví, sino que regresé a la pensión a buen paso y apretando los dientes.
Las ventanas y puertas del bar estaban abiertas de par en par. Marianne Rosenberg y mi padre cantaban
Fremder Mann
, «Desconocido», Dorothea salía con dos bolsas de basura y yo rompí a llorar. Ella soltó las bolsas de inmediato y corrió a mi encuentro.
—¿Qué te pasa?
No pude responder.
—¿Tu madre?
—Mi… padre… tenía… razón…, el caza… —Estuve a punto de ahogarme.
Hubert coreaba los graves, uno de los otros martilleaba al compás.
—Anda, Christine, vamos a casa.
Me cogió del brazo y yo no opuse resistencia.
Poco después estábamos sentadas en la pequeña cocina de la casa. Dorothea había preparado té y yo había usado dos paquetes de pañuelos de papel y poco a poco volvía a ser capaz de construir frases coherentes. Me escuchó con los ojos muy abiertos. Yo me esforcé por no omitir ningún detalle, a excepción de un puñado, y describí la tarde anterior y la noche siguiente por orden cronológico y con palpitaciones. En un momento determinado ella suspiró y dijo:
—De película.
Y a mí se me volvieron a saltar las lágrimas. Con lo de la conjuntivitis se rió, y cuando llegué a la parte de Gisbert y sus fotos de móvil, se sentó bien tiesa.
—¿Y? ¿De qué eran?
—¿Tú qué crees? Johann y una señora mayor, bastante anillada, con ropa cara y muy cariñosa con él.
—Y ¿quién era?
—Yo qué sé. La siguiente víctima, probablemente…
Dorothea puso cara de escepticismo.
—¿Le preguntaste quién era la mujer?
—Sí —recordé brevemente la conversación que siguió—, pero no me respondió.
—Puede que no se lo preguntaras bien. ¿Le diste la oportunidad de explicarlo todo?
—Claro. —Borré de la memoria mi táctica de interrogatorio—. Además, no hay nada que explicar. Y luego llamó la Cuqui esa.
—¿Y?
—Él dijo que era su tía, pero la voz me pareció bastante joven.
—¿La tía Cuqui? Anda que menuda imaginación.
Me restregué los ojos, emborronando lo que quedaba de rímel.
—Dime, ¿de parte de quién estás tú? A mí toda esa historia del cazafortunas también me parecía absurda, pero algo hay. No lo entiendo.
Dorothea removía el té ensimismada.
—No sé, hay algo que no me cuadra.
—Ya.
Ella negó con la cabeza.
—No me refiero a eso. Piénsalo fríamente: conoces a un tío estupendo, te quedas colgada de él y al parecer él de ti y pasáis una noche alucinante. A la mañana siguiente tú tienes que trabajar, así que él se va solo a la playa. De vuelta se toma un café en un hotel sentado por casualidad a la mesa de una señora mayor. Si el tarado de Gisbert von Meyer no se considerara James Bond y tu padre no sintiera debilidad por las historias alocadas, no pasaría nada, ¿no?
—Y ¿qué hay de la dirección? ¿Y de su interés por Marleen? ¿Y de las fotos de la pensión?
—Eso te lo aclaró.
—No del todo. —Mi desesperación no conocía límites. Veía las caras de Gisbert, Kalli y mi padre, el móvil con las fotos y, una y otra vez, el rostro de Johann dormido. Furiosa, lancé a la pila la cucharilla, que cayó al lado—. ¿Por qué tengo siempre tan mala suerte con los hombres?
—Christine. —Dorothea se agachó y cogió la cuchara—. Te comportas como una quinceañera. Aunque Johann Thiess no sea trigo limpio, al menos has pasado una noche estupenda con él. ¿Cuándo fue la última vez que te acostaste con alguien? ¿Hace dos años? Pues ya iba siendo hora.
No se me ocurrió nada que decir. La última vez había sido hacía dos años y medio. Dorothea interpretó mi silencio como confirmación.
—Ahí tienes. Esa panda de abuelos te está volviendo loca. No creo que Thiess sea un cazafortunas, la verdad. Vuelve a hablar con él, es muy atractivo.
Quizá Dorothea tuviera razón, tal vez me hubiera dejado contagiar por GvM y Heinz, pero a pesar de todo Johann no se comportaba como alguien que acabara de enamorarse. O, al menos, no como yo esperaba que lo hiciera.
En ese momento Marleen llamó a la ventana, y Dorothea la abrió.
—¿Está ahí Christine? La he buscado por todas partes. Ah, estás aquí. Te has embadurnado el rímel con las gotas. Menuda facha.
Dorothea me miró.
—¿Las gotas?
—Sí, es que tiene conjuntivitis. Heinz le buscó un colirio, ¿qué tiene eso de gracioso? —Marleen se detuvo y miró a Dorothea, que se tapaba la boca con la mano—. Da lo mismo. Oye, Christine, ¿sabías que Johann Thiess se va? Acaba de pagar y ha dicho que se marcha al Georgshöhe, que si quieres, lo llames.
—Olvídalo. —Sentía rabia y decepción a partes iguales—. ¿Lo ves? —le dije a Dorothea.
Marleen nos miraba a la una y a la otra.
—¿Alguien me lo puede explicar? Y ¿qué le ha pasado a Johann Thiess con Kalli y Hubert?
Eso tampoco lo sabía yo.
—¿Por qué?
—Cuando el señor Thiess estaba en recepción, Kalli y Hubert pasaron por delante de la ventana y él se ha escondido.
Dorothea sonrió.
—Esto cada vez es más absurdo. Puede que Kalli fuera armado.
Recordé lo que me había contado Johann.
—Kalli ha estado siguiéndolo. Se turnaba con Gisbert. Probablemente Johann no quisiera verlo.
A Dorothea le entró la risa.
—¿Kalli ha estado siguiéndolo? Por Dios, esto es como el salvaje Oeste y yo no me entero de nada.
—Claro, porque sólo tienes a Nils en la cabeza y te largaste a Juist. —Me sacaba de quicio que Dorothea se tomara tan a la ligera mi catástrofe personal—. Y ahora lo único que sabes hacer es reírte.
Dorothea no perdió el buen humor.
—Tienes razón. Bueno, voy a ofrecer mis servicios inmediatamente, puede que alguien me dé alguna explicación o pueda espiar un poco aquí y allá, o incluso pasar a la acción, todo al servicio de Su Majestad.
—¿Qué está pasando aquí? —De repente mi padre estaba junto a Marleen y miraba por la ventana—. ¿De qué majestad?
Dorothea hizo una reverencia.
—De Vuestra Majestad, rey Heinz y, naturalmente, de la del príncipe Gisbert von Meyer. Yo también quiero perseguir delincuentes.
—No seas tonta. Ésas son cosas de hombres, no os metáis en lo que no os llaman. Hemos terminado, podéis ir a limpiar.
—A sus órdenes, mi señor. Venga, Christine, vamos a sacarle brillo a la choza, así te distraerás.
Mi padre se inclinó.
—¿Tan mal sigues teniendo los ojos?
Me levanté y dejé la taza en el fregadero.
—No, papá, el colirio me ha venido bien, gracias. Voy ahora mismo.
Me interceptó en la puerta y me dirigió una mirada escrutadora.
—Tú estás triste, ¿no?
No quería reírme, y negué con la cabeza.
—Si hay algo que pueda hacer…
Sonrió tímidamente. Heinz nunca era pesado.
—Te quiero, papá.
Le di un beso en la mejilla y me fui a limpiar.
Me miré las arrugadas manos mientras esperaba al resto en el sofá de mimbre. Casi eran las ocho, acabábamos de terminar y, a diferencia de Marleen, Dorothea y Gesa, a mí no me apetecía nada cambiarme de ropa. Había sido un día demencial. Por la mañana aún creía que la vida era maravillosa, a mediodía llegó Gisbert
el Destructor
, y ahora todo se había roto en mil pedazos. Johann se había ido, yo era infeliz, las chicas me compadecían y la pandilla de jubilados planeaban el acoso y derribo de Johann. Por lo que a mí respectaba, podía quedarme con la ropa de limpiar. De todas formas, todo me daba lo mismo.