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Authors: Dora Heldt

Vacaciones con papá (24 page)

BOOK: Vacaciones con papá
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Nils le pasó a Dorothea un brazo por los hombros.

—Nos largamos. Después de que Heinz me examinara con lupa y mi padre acribillara a Dorothea a preguntas sobre sus artes culinarias, posibles alergias y su peso, por lo visto ahora también quiere meter baza mi madre. Pretende prepararnos una parrillada esta noche, así que he decidido que ya basta. Nos vamos a Juist, volveremos mañana.

—¿Y el bar?

Dorothea repuso:

—Prácticamente he terminado de pintar, no queda mucho. —Nils asintió—. Nosotros hemos hecho lo nuestro. Ahora tenemos que irnos, el ferry sale dentro de veinte minutos.

Los miré con envidia; habría dado cualquier cosa por estar en su lugar con Johann: dos días en una isla solitaria con el hombre de mis sueños.

—¡Christine! Hola, Christiiiiine.

Hablando de «isla solitaria». Me volví hacia el lugar de donde venía la voz de mi padre y me quedé sin aliento.

—¿Qué? ¿Qué te parece?

Se refería a unos pantalones cortos de un material similar a una lona de camuflaje. Los llevaba con una camisa amarilla estampada con caramelos de colores chillones. La gorra nueva era azul clara y en ella se leía «Por fin 18».

Cogí aire a duras penas.

—¿De dónde lo has sacado?

Mi padre movió una mano en el aire.

—De aquí, de allá. Hemos quemado las tiendas. Kalli y las niñas están ahí sentados, en la heladería. Te he visto por la ventana, ¿te apetece un helado?

Mi padre ya había echado a andar, lo seguí despacio. Si miraba fijamente los caramelos, me mareaba.

En la gorra de Emily, de color amarillo, ponía «Superratón»; en la de Lena, que era rosa, se leía «Mujer ideal».

—Qué gorras tan bonitas habéis elegido.

Me esforcé por usar un tono de voz neutro. Las dos niñas estaban radiantes.

—Heinz nos ha ayudado.

Mi padre asintió orgulloso.

—Nos lo hemos tomado muy en serio, no las hemos comprado en la primera tienda que hemos visto.

Emily negó con la cabeza.

—No, antes hemos entrado en cinco.

—Así es. —Mi padre le hizo una seña al camarero—. ¿Qué quieres, Christine?

—Un café, por favor.

Esperé hasta que el camarero se hubo ido.

—Y a ti, ¿quién te aconsejó, papá?

Se miró satisfecho.

—La camisa la eligieron las niñas. Es la más bonita que he tenido en mi vida. Me la pondré en la inauguración.

Lena puso el índice en un caramelo rojo.

—Tiene caramelos. Era la camisa más bonita que había.

El camarero me sirvió el café. No sé cómo fui capaz de controlarme.

—Muy bonita, sí. ¿Y la gorra?

—Pega, ¿eh? La gorra la escogí yo.

—Pone «Por fin 18».

—¿De veras? —Se la quitó y le dio la vuelta para leerlo—. Ah, pues sí. Ni siquiera lo he visto. Bueno, qué más da.

Kalli le acercó a Lena un tanto la copa de helado.

—Heinz ya ha cumplido los dieciocho. Es de calidad, me refiero a la gorra. Y de un bonito color.

—Vamos a ir al cine con Heinz y con Kalli. —Emily estaba entusiasmada—. A ver una película de pingüinos.

Miré a mi padre, que asintió orgulloso.


El viaje del emperador.
Es un documental. Para que las niñas aprendan algo.

Kalli se inclinó hacia adelante.

—¿Quieres venir? Si te apetece, te saco la entrada.

—No, muchas gracias. Me voy de compras, necesito un vestido para la inauguración. Podemos vernos después en el Central Café, está aquí al lado.

—Vale. Dentro de dos horas.

Me tomé el café y me levanté.

—Que os divirtáis con los pingüinos.

—Gracias. —Mi padre me guiñó un ojo con desenfado—. Y, Christine…

—¿Sí?

—Cómprate algo bonito, anda. Seguro que algo colorido te queda bien, no deberías ir siempre con esos vestidos aburridos de abuela. Tampoco eres tan mayor. Y, además, estamos en verano.

Esbocé una sonrisa forzada.

—Lo intentaré. Hasta luego.

En la cuarta tienda encontré lo que buscaba. Era un vestido por la rodilla, verde oscuro, con los tirantes estrechos. Me veía bien y, a modo de confirmación, la dependienta asintió en el espejo. De repente, la voz de la señora Weidemann-Zapek inundó el espacio.

—Mira, Hannelore, la del espejo es Christine.

Su voluminosa figura, en esta ocasión enfundada en un traje vaquero con gatos verdes y rojos que retozaban sobre sus abundantes pechos, invadió el espejo.

—Mi querida Christine, el corte no está mal, pero esa tristeza… Di tú algo, Hannelore.

La señora Klüppersberg se quitó el atrevido gorrito de lana, que llevaba, cómo no, a juego con un ceñido vestido color albaricoque. El collar de perlas rojas de siete vueltas se estrellaba ruidosamente contra los botones del vestido.

—Mechthild tiene razón. Yo escogería colores claros, un rojo vivo o un amarillo cálido, tal vez un estampado floral vistoso, pero ese verde es demasiado apagado.

Sonreí cordialmente a las dos expertas de Münster-Hiltrup, susurré un «hola», giré sobre mis talones y le dije a la dependienta:

—Sí, me lo llevo.

Cinco minutos después, cuando salía de la tienda con mi elegante bolsa, las señoras estaban sentadas en un banco desde el que se veía la puerta del establecimiento. Había caído en la trampa. Mechthild escudriñó mi bolsa.

—Le puedo prestar un pañuelo precioso, pero ¿qué digo?, se lo regalaré. Por lo encantadora que ha sido en los desayunos.

—No tiene por…

Hannelore me interrumpió:

—No puede rechazarlo. Esos pañuelos los vendemos en la tienda, nos los quitan de las manos. Necesita ser más osada en materia de moda, amiga mía, déjese aconsejar por las profesionales. Por cierto, ¿dónde está su padre?

Yo estaba allí plantada como un pasmarote, pero no quería sentarme en el estrecho banco. Descargué el peso en la otra pierna.

—Mi padre está con Kalli y…

En ese preciso instante oí un jadeo a mis espaldas y me volví. Gisbert von Meyer, con la cara como un tomate y sin aliento, apareció tan de repente que me sobresalté.

—¿Dónde… está… Heinz? —preguntó con voz sibilante por falta de aire. Se dejó caer en el banco.

Mechthild dio un pequeño bote y lo miró alarmada.

—¿Ha pasado algo?

La respiración de Gisbert von Meyer era entrecortada y sibilante, y eso que yo nunca lo había visto fumar. Quizá fuese alérgico. O no estuviera en forma. O las dos cosas. Miró a su alrededor con aire misterioso.

—Vaya que sí. Tenemos que reunirnos cuanto antes. La consigna: Haifischbar, ¿lo entienden?

Hannelore estuvo a punto de atragantarse.

—¡El cazafortunas! ¿Ha vuelto a verlo?

Ahora era a mí a quien le faltaba el aire.

—¿Dónde?

—Al parecer, se aloja en el Georgshöhe. Lo he visto en recepción —explicó un triunfal Gisbert.

¿Qué se le había perdido a ese tirillas en un hotelazo como ése? Mientras contemplaba el rostro horrorizado de las señoras, mi cerebro entró en ebullición. Johann estaba en la playa, no en el Georgshöhe, se hospedaba en la pensión y Gisbert todavía no lo había visto. Pensé aliviada en la descripción que le había facilitado mi padre, estatura media, edad media, rubio medio y mal mirar, en la que encajaba una de cada tres personas. Por eso ahora probablemente hubiese otro fulano y yo podía estar tranquila. Y Johann Thiess. Gisbert interpretó mal mi sonrisa y se ufanó.

—Ya, ahora te alegras de que no me diera tan pronto por vencido, ¿eh? De irse, nada. Lo vamos a coger, prometido. Y ¿dónde está Heinz? Aún no sabe nada de la nueva situación.

Hannelore jugueteaba nerviosamente con el collar de perlas.

—¿Sabe qué, Gisbert? No quise contarlo en el Haifischbar delante de todo el mundo, pero ahora que, por así decirlo, el peligro acecha, los sentimientos personales no cuentan.

Mechthild miró a su amiga enarcando una ceja.

—¿De qué estás hablando?

Hannelore apoyó la anillada mano en la rodilla de Gisbert. Tres pares de ojos siguieron la mano: los de Mechthild, enardecidos; los míos, clementes; los de Gisbert, aterrorizados.

—Bueno, para no extenderme mucho, alguna que otra vez el señor Thiess me…, cómo decirlo, me lanzó miradas concupiscentes.

Yo tosí, Gisbert dijo «caramba» y Mechthild se puso en pie con ostensible parsimonia y se echó el bolso al hombro.

—Ay, Hannelore, a veces eres de un ingenuo que da gusto. Solamente te saludaba. A mí, por el contrario, me invitó a comer, pero rechacé la invitación. Yo sé lo que me hago.

¡Tocada! A Hannelore Klüppersberg el rostro dejó de obedecerla. Parecía una carpa rosa, y retiró la mano de la rodilla del periodista.

—Mechthild, eres tan…

No se le ocurrió la expresión adecuada. Cerró la boca. Gisbert miraba fijamente al aire.

—Debemos hacer algo. Mechthild, Hannelore, han estado a punto de ser víctimas de un delito. Tengo una idea. Christine, ¿dónde está tu padre?

Señalé vagamente en dirección al Kurtheater.

—La última vez que lo vi estaba en el ayuntamiento con Kalli y en compañía de dos jovencitas.

—¿Jovencitas? —corearon Mechthild y Hannelore.

Gisbert se volvió hacia ellas.

—En el Kurtheater hoy hay baile. ¿Por qué no vamos? Así podremos avisar a Heinz de inmediato.

—Gisbert… —procuré emplear un tono altanero—. Yo en tu lugar no me atrevería a interrumpir. Las señoritas eran muy guapas y muy jóvenes, y Heinz y Kalli daban la impresión de estar pasándoselo pipa. No les chafes el plan.

—¡Christine! —exclamó escandalizado el trío a coro.

—Avisados estáis, yo no he dicho nada. Suerte.

Lo que tampoco les dije fue que en el Kurtheater había un cine. Pero si Gisbert, la autoridad competente en cultura, no lo sabía, probablemente no pasara nada.

Los dejé a los tres y fui por la playa de prisa con la esperanza de que ni me siguieran ni encontraran a mi padre antes que yo. Todavía tenía media hora antes de ir al café y 800 euros en el bolso, es decir, 710 y un vestido en la bolsa. Me detuve delante de una perfumería. En el último encuentro romántico con Johann yo olía a aguarrás, más me valía mejorar esa tarde o noche. Entré en el establecimiento.

Corazón de cristal

Después de probar cinco perfumes distintos y quedarme sin cien euros pero con la sensación de que irradiaba una luz que en nada tenía que envidiar a una diva de Hollywood, me dirigí al Central Café. Iba algo tarde, la belleza requiere su tiempo. Vi con alivio a los cuatro cinéfilos sentados junto a la ventana sin Gisbert von Meyer ni el dúo de damas. Probablemente su búsqueda hubiera sido infructuosa, tal vez Gisbert estuviese deslizándose por la pista con Mechthild. O con Hannelore. O con las dos a la vez. Me acerqué a la mesa con una sonrisa maliciosa. Nadie reparó en mí, se respiraba un aire algo peculiar. Las gemelas tenían las cabezas juntas y cuchicheaban. Mi padre miraba fijamente la mesa y Kalli sus manos cruzadas. Carraspeé.

—Hola. ¿Qué tal la peli?

Kalli y Heinz levantaron la cabeza y me miraron con gravedad. Mi padre les echó una ojeada a las niñas y me indicó que me acercara.

—¿Qué ha pasado? —Esperando recibir una noticia espantosa, me dejé caer en una silla. Mi padre contestó con voz tomada.

—¿Tú lo sabías?

—¿Qué?

—¿Que mueren tantos? Cientos. Y también muchos pequeños.

—¿Dónde? ¿Por qué?

—En el Polo. —Mi padre se sonó la nariz.

Miré a Kalli con aire interrogativo.

—Los pingüinos emperador —aclaró—. Los débiles se quedan atrás. Nos ha afectado mucho.

—Los pingüinos. —Intenté poner cara de pena, cosa que no me salió así como así, aunque me gustaban los pingüinos.

Emily reparó en mi presencia y sonrió.

—Ha sido una película muy bonita, pero han muerto algunos. Los pingüinos también ponen huevos. Ahora Heinz será el rey de los huevos de los pingüinos.

—Ah. —Vi mentalmente a mi padre recorriendo penosamente la Antártida con un traje acolchado para salvar pingüinos. Bueno, hay peores cosas que hacer en la vejez. Quedaba por saber qué diría mi madre al respecto. Ir dando tumbos por la nieve con una rodilla dolorida era un problema, sobre todo porque ella es muy friolera. Y todo eso por unos pingüinos desconocidos. Temí estar volviéndome tonta.

Lena apoyó la manita en la mano de mi padre.

—No estés triste, sólo era una película. ¿Podemos tomar un zumo?

—Ay, Lena…

Mi padre expresó en tan breve respuesta toda la pena que sentía por el mundo y los pingüinos emperador. Después recordó su responsabilidad.

—Sin duda tienes razón. Bueno, y ahora vamos a pedir algo.

—Así se habla.

Mi padre me reprendió con la mirada por tan enérgico tono. ¿Cómo podía un hombre así tener una hija tan insensible? Pasé por alto su incomprensión y llamé a la camarera.

Las gemelas fueron las únicas que hablaron al cabo de unos minutos; nosotros, los adultos, guardábamos silencio. Mi padre estaba muy pensativo. De pronto Kalli se inclinó para ver mejor la plaza Kurplatz.

—Mira, ahí está Gisbert von Meyer con las dos señoras. ¿Estará haciendo una visita?

Mi padre siguió su mirada.

—Imposible. Es demasiado joven para ser guía, para eso hace falta experiencia.

Kalli hizo ademán de dar unos golpecitos en la ventana. Le sujeté el brazo.

—Kalli, no querrás que se acerquen, ¿no? Mechthild y Hannelore son muy ruidosas, no creo que Heinz pueda soportarlo en este momento.

Mi padre se entristeció nuevamente en el acto.

—Tiene razón, en este momento, no, la verdad. Agachaos un poco para que no nos vean.

Kalli obedeció y yo exhalé un suspiro de alivio. Mi padre no tardaría en estar al tanto de las averiguaciones, mejor que ahora pudiera llorar tranquilamente la muerte de los pequeños pingüinos.

Dejé la bicicleta de Marleen en su sitio, estaba de buen humor. Kalli había propuesto ir a la playa del oeste con las niñas para saltar en la cama elástica. Las gemelas estaban como unas castañuelas, y mi padre, aunque sin ganas, se apuntó en el acto. Al fin y al cabo, se sentía responsable de las niñas y, además, en ese momento no había ninguna posibilidad concreta de iniciar el salvamento de los pingüinos.

Rechacé la invitación de Kalli de acompañarlos, tanto más cuanto que mi padre me comunicó poniendo cara de asco que mi olor le daba dolor de cabeza.

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