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Authors: Dora Heldt

Vacaciones con papá (22 page)

BOOK: Vacaciones con papá
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—¿De quién puedo hacer un dibujo? —Dorothea, que había salido del cuarto de baño en albornoz y con el pelo mojado, se plantó ante mi padre. Él le sonrió.

—Aquí viene la artista recién duchada. Bueno, pues cuídate y mueve la pierna. Te pongo al corriente, hasta luego, adiós.

Colgó y me vio en la puerta.

—Hombre, si ya estás despierta. Saludos de tu madre. Está bien.

—Entonces, ¿a quién tengo que dibujar? —insistió Dorothea.

—Pues al tal Thiess. La policía necesita un retrato robot.

—Estáis como una cabra. —Pasé por delante de mi padre y de Dorothea y entré en el cuarto de baño—. El señor Thiess volverá hoy o mañana, sólo iba a solucionar unas cosas. Además, pagó la habitación, cosa que vuestro cazafortunas no suele hacer.

Mi padre levantó el índice.

—Se dio cuenta de que yo lo había descubierto. Y la dirección que dio era falsa.

Dorothea, que por lo visto también había oído esa parte de la conversación, me miró con aire pensativo.

—Bueno, lo de la dirección a mí también se me hace algo raro, pero puede que haya otra explicación. Heinz, en serio, ¿no crees que el señor Von Meyer está algo ido?

—¡Dorothea! —exclamó Heinz, furioso—. Gisbert es una bellísima persona. Puede que sea algo pedante y tímido, pero yo le confiaría a mi hija sin vacilar. Es un hombre para toda la vida, no un alborotador ni un estafador, ¿no, Christine?

—Por el amor de Dios, lo que me faltaba.

Me refugié en el baño.

—Cuando lo conozca más, se fiará. Ha tenido muy mala suerte con los hombres, ¿sabes? Por eso primero ha de aprender a comprometerse de nuevo con alguien —oí que mi padre le decía a Dorothea.

Ella se echó a reír.

—¿Lo has leído en la revista
Brigitte
? Heinz, permíteme que te diga que no tienes ni idea de lo que quieren las mujeres.

—¿Y eso?

—Gisbert von Meyer, ¡por favor! Menudo cuadro.

—A las mujeres les gustan los hombres con sentido del humor.

Abrí la ducha, aquello no había quien lo aguantara.

Media hora después estaba en la cocina de la pensión, tomando un café con Marleen de pie. No me atrevía a sacar el tema, pero no fue necesario, pues fue ella quien empezó:

—¿Y bien? ¿Cuándo va a empezar Heinz a peinar la isla en busca del presunto cazafortunas?

Caí en la cuenta de que ella sólo se había enterado de una parte.

—Ah, mi padre y Gisbert ya tienen sospechoso. Después van a redactar un informe para la policía. Con un retrato robot.

Marleen estaba pasmada.

—Pues sí que ha ido de prisa. ¿Lo descubrieron en el Haifischbar?

—No. Aquí. —Me moría de ganas de ver su reacción.

—¿Cómo que aquí? Pero si no hay nadie nuevo. —No sospechaba nada.

—Johann Thiess.

Marleen rió y sirvió más café.

—Menuda bobada. Thiess se ha ido. Y yo no lo vi con señoras mayores solitarias. Además, pagó la habitación.

—A ti también te parecía raro —apunté yo, cautelosa.

—¿Cómo que raro?, me desconcertaba un poco porque me observaba. O eso pensaba yo. Y al principio se puso a fotografiarlo todo. Pero tal vez la cámara fuera nueva. Además, a ti te gustó, ¿no? Y eso habla en su favor.

—Gracias, Marleen. ¿No te dijo que iba a volver?

Ella levantó la cabeza sorprendida.

—No, no me lo dijo. Sin embargo, pagó la habitación por el tiempo que tenía pensado quedarse.

Vio mi sobresalto cuando me pregunté por qué no se lo habría dicho a Marleen. Antes de que ella pudiera decir nada, mi padre irrumpió en la cocina.

—Marleen, nos tienes que avisar cuando pienses cambiar de planes. Han llegado los muchachos del suelo.

—¿Qué? Mierda, se me olvidó, lo siento. Hoy sellaban el suelo, el resto se deja como esté.

—Pues qué bien. —Mi padre se puso en jarras—. Menuda organización. Como no lo haga todo uno… Hablaré con los demás. —Cogió un termo de café y cuatro tazas y se fue.

Marleen se dirigió a mí de nuevo.

—Probablemente no me enterara, pero da igual, la habitación está libre. Iré a ver de qué va a hablar el grupito y les pediré disculpas. Se me había pasado por alto lo del suelo de hoy.

Dejé la taza en la pila y la seguí despacio, sin acabar de creerme que mi padre pudiera tener razón, por lo menos en lo tocante al maravilloso Johann Thiess.

En mitad del patio habían montado una mesa de camping a la cual estaban sentados mi padre, Onno y Kalli, así como un hombre a quien yo no conocía, pero que se parecía tanto a Nils que tenía que ser Carsten Jensen.

—Bueno, Marleen —mi padre le tendió a Kalli la taza vacía—, aquí tienes a estos profesionales con ganas de trabajar que no pueden hacer nada sólo porque unos jovenzuelos del continente van a encerar el suelo.

Kalli sirvió café.

—No lo van a encerar, Heinz, lo van a lijar y a sellar.

—Pues también podrían hacerlo por la noche. Y ahora nosotros con los brazos cruzados y perdiendo el tiempo.

—Ya me he disculpado. —Marleen alzó los brazos con aire teatral—. Olvidé decíroslo. Mira tú el drama, pues tomaos el día libre.

Los jovenzuelos se vieron obligados a organizar un eslalon alrededor de la mesa de camping con las herramientas. Onno y Kalli los seguían con miradas críticas.

—Podríamos haberlo hecho nosotros. —A todas luces, Kalli estaba ofendido.

—Contraté a la empresa hace seis semanas, entonces no sabía que podíais encargaros vosotros de todo. Apartad un poco la mesa, por favor, para que los muchachos puedan pasar, yo tengo que volver a la pensión.

Me dirigió una mirada suplicante y se fue. Observé al cuarteto, que no se movió un centímetro.

Carsten Jensen me miró.

—Así que usted es la hija, ¿no?

Mi padre y yo asentimos.

El padre de Nils se levantó un instante, hizo una pequeña reverencia y se sentó.

—Carsten.

—Christine —repuso mi padre.

Onno se bebió el café y se puso en pie.

—A diferencia de vosotros, yo aún no estoy jubilado, así que me vuelvo a la empresa, que hay bastante que hacer.

Mi padre lo escudriñó.

—Está claro que tienes más de sesenta años, ¿cuánto más piensas seguir dando el callo?

—Onno se aburrirá si lo deja —terció Carsten—, no tiene por qué seguir trabajando, pero le da miedo que la gente crea que está para el arrastre.

Kalli cruzó los brazos y se remejió en la silla.

—Onno aún es joven, sólo tiene sesenta y tres años, diez menos que nosotros.

—¿En serio? —La mirada de Carsten pasó de Onno a Heinz—. Pues os conserváis la mar de bien. U Onno mal. Yo tengo setenta y cuatro.

—Mis respetos. —Mi padre asintió en señal de aprobación—. Nadie lo diría.

Me harté de escuchar tanto cumplido.

—Bueno, pues si no queréis nada más, me voy a ayudar a Marleen.

—Vete. —Kalli hizo un gesto negligente—. Ya encontraremos algo que hacer. Y si no, jugaremos al tresillo. ¿Habéis traído una baraja?

—Toma. —Onno se sacó una de la bolsa de trabajo—. Siempre la llevo encima, os la dejo. Y Carsten sólo parece más joven porque tiene pelo. Pero, en cambio, es hipertenso. Bueno, adiós.

—¿En serio? ¿Qué tensión tienes? Yo…

No seguí escuchando a Kalli, a fin de cuentas el comedor no se limpiaba solo.

Junto a la familia Berg desayunaba el inevitable dúo. Mechthild Weidemann-Zapek parecía cansada, el vino del Mosela probablemente le estuviera pasando factura. Su amiga Hannelore Klüppersberg se había empolvado con dejadez, media cara al completo y la otra media tan sólo hasta la barbilla, con lo que parecía un tanto ajada. Tanto más cuanto que ninguna de las dos se había dado mucha maña para peinarse, Mechthild incluso llevaba una gorra.

Las gemelas Berg me miraron radiantes. Emily me hizo una seña para que me acercara a su mesa.

—La mujer verde lleva la gorra de tu papá. ¿Puede? —musitó.

Sorprendida, me volví hacia la señora Weidemann-Zapek. Emily tenía razón, por eso me sonaba el alce. Sin embargo, el traje de terciopelo verde no pegaba con la gorra amarilla, aunque sin duda mi padre no habría opinado lo mismo.

Lena se inclinó hacia adelante.

—¿Tiene tu papá más gorras con animales?

—Sí. Creo que hoy lleva una con un oso, pero por lo menos se ha traído tres. Ya no tiene tanto pelo, y sin gorra se le calienta mucho la cabeza con el sol.

—¿Podría regalarnos una? —preguntó Emily con envidia.

—¡Emily! —exclamó Anna Berg en tono de reproche—. Perdone, Christine, las niñas no suelen portarse así.

Lena señaló con el dedo a Mechthild.

—Pero a esa mujer le dio una gorra. —Bajó la voz—. ¿O es que la ha robado?

—¡Lena!

Mechthild Weidemann-Zapek, que oyó la última frase, se pasó una mano por la visera de la gorra y esbozó una sonrisa forzada.

—Esta gorra, pequeña, la gané anoche jugando a los dados. No tuve que robarla.

Me esforcé por no pensar en el strip-póquer y sonreí a mi vez.

—Señora Weidemann-Zapek, jamás se nos habría ocurrido algo así. ¿Desea alguna cosa más?

Mientras iba por el té que deseaba, me propuse controlar el guardarropa de Heinz a la primera de cambio. Al fin y al cabo, yo tenía que justificarme ante mi madre, que me había encomendado que me ocupara de las cosas de mi padre. Esperé que sólo se hubiera jugado la gorra.

Emily me siguió a la cocina sin que me diera cuenta.

—Y ¿dónde está tu papá?

—En el patio, jugando al tresillo con Kalli y Carsten.

—¿Con gorra?

—Claro.

Anna Berg también apareció detrás.

—Emily, aquí no se te ha perdido nada, vuelve a tu sitio. —Esperó hasta que su hija se hubo ido y me sonrió tímidamente—. Las dos están locas por su padre. Ayer les contó una historia de gaviotas y huevos y un rey de los huevos que las dejó impresionadas.

—¿Un rey de los huevos?

A veces mi padre me daba miedo.

—Si a su padre le resultan cargantes, que les diga sin más que se vayan.

—Ni siquiera sabía que había estado hablando con sus hijas.

Anna Berg se sorprendió.

—Pues sí. Todas las mañanas, desde que llegamos. Ellas siempre lo esperan.

—Me alegro mucho. —Me volví hacia la puerta con la tetera llena—. Le gusta despertar un poco de admiración femenina.

Después de recoger las mesas, salí a ver cómo iba la partida de tresillo. La mesa seguía en el mismo sitio donde la habían plantado los señores, los jóvenes obreros tenían que rodearla.

—¿Qué, Christine?, ¿ya has dado de comer a los huéspedes? —Kalli repartía—. Tu padre se está jugando tu herencia, por cierto.

Intenté verle las cartas a mi padre, pero él las apoyó en la mesa boca abajo.

—¿Qué quieres, hija? Tengo que concentrarme.

—Hay dos señoritas que te echan de menos.

Él exhaló un leve suspiro, y Carsten se rió.

—Bueno, Heinz, no tendrías que haberles dicho que podían tutearte. Después Mechthild se puso como loca.

—¿Les dijiste que podían tutearte?

—Y luego bailaron la lambada. —Kalli escrutó sus cartas—. Ahora se tratan de tú, Hannelore, Mechthild y Heinz. Y si a Hannelore no le hubiese entrado ese terrible ataque de hipo, ahora seguirían bailando.

Cohibido, mi padre guardaba silencio. Yo intenté no reírme.

—Mechthild lleva tu gorra, la del alce.

—Era la mejor. Tenía una visera perfecta. Pero Mechthild sacó un seis doble. —Miró a su alrededor—. ¿Les has dicho dónde estamos?

—Las señoritas que te echan de menos son mucho más jóvenes.

—¿Más jóvenes? —Frunció el ceño.

—Anda, que no acordarte siquiera. —Carsten sacudió la cabeza—. Si a mí me buscaran unas jovencitas, lo sabría.

En ese instante Emily y Lena aparecieron en la puerta de la pensión y yo les hice una señal para que se acercaran a la mesa. Las niñas sonrieron tímidamente a Carsten y a Kalli y se arrimaron a mi padre.

Emily le puso una manita en la rodilla.

—La mujer gorda lleva tu gorra. Le queda fatal.

—Mamá nos ha dicho que podemos comprarnos una gorra. Queremos que vengas con nosotras. Por favor. —Lena se apoyó en la otra rodilla.

Mi padre se puso serio.

—¿Que vaya con vosotras? Bueno, pues entonces iremos a las mejores tiendas de gorras de la isla. Yo también necesito una nueva, porque me jugué mi preferida y la perdí. Así podéis ayudarme a elegir. Pero primero tenéis que preguntar.

Las niñas estaban entusiasmadas. Emily se le colgó del brazo.

—Y, después, ¿podemos ir a ver las gaviotas y buscar al rey de los huevos?

Yo sólo entendí «rey de los huevos».

—¿Quién es el rey de los huevos?

Mi padre estaba horrorizado.

—Christine, ¡Lille Peer! La historia del rey de los huevos. Has olvidado todo lo que te enseñé en su día.

De vuelta a la cocina intenté hacer memoria. Lille Peer, un personaje de las antiguas leyendas de Sylt, debía impedir que piratas y bribones les robaran los huevos a las gaviotas. Pero el destino le jugó una mala pasada, ya que un buen día los bribones, al no poder acercarse a los huevos, se llevaron a su hijo de cuatro años. Su mujer y él, sumidos en la desesperación, se lamentaron y sufrieron y siguieron cuidando de los huevos. Durante años. Hasta que un día las olas arrojaron a la playa a un joven, y como Lille Peer y su mujer eran buenas personas, lo salvaron y se ocuparon de él. Naturalmente no sería una leyenda si la cosa quedara ahí. No, una mañana la mujer de Lille Peer miró con más detenimiento al joven y reconoció un lunar. Y sólo una persona en el mundo tenía ese lunar. Y ¿de quién se trataba? Exacto, del hijo que fue raptado.

Mi padre me contó esa historia cuando yo tenía diez años y un miedo terrible a las gaviotas. Después de oírla, además, empecé a temer que me raptaran. Por lo visto los niños de hoy en día eran más valientes.

—Está usted muy pensativa.

De repente tenía delante a Anna y a Dirk Berg. Me asusté.

—Estaba pensando en el rey de los huevos y en su hijo. Perdonen. Sus hijas están fuera, con mi padre.

—Debe de ser estupendo tener un padre con tanta imaginación.

Dirk Berg me sonrió.

—Sí, bueno —respondí después de pensarlo un instante—, no está mal. Emily y Lena quieren ir con él a comprar unas gorras, ¿se lo han dicho?

—De ninguna manera, eso ni pensarlo. Esas dos pueden ser muy pesadas, y además…

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