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Authors: Dora Heldt

Vacaciones con papá (18 page)

BOOK: Vacaciones con papá
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—¿Ah, sí? —Mi padre nos miró a mí, a las niñas y a la señora Klüppersberg, que seguía plantada delante de él—. ¿Cómo es que de repente todo el mundo quiere que le cuente alguna historia buena?

Emily lo miró con gravedad.

—No, yo no…

—Emily, tómate el cacao, vamos. Señora Berg, ¿desea alguna cosa más? Papá, siéntate, anda, te traeré un café.

Tenía que poner orden, mi padre no soportaba tanto jaleo por la mañana. Cuando me dirigía a la puerta me vi obligada a pasar por delante de Johann, que estaba en el bufet. Me cedió el paso y, al hacerlo, noté su mano en mi espalda. La señora Weidemann-Zapek, que al parecer le preparaba un plato a mi padre, vio la mano, me miró y enarcó las cejas. Yo me detuve un instante y dije con voz azucarada:

—Disculpe, señora Weidemann-Zapek, a mi padre no le gusta la ensalada de arenques.

Y me fui a la cocina.

Poco a poco se fueron yendo los huéspedes del comedor; los primeros ya habían salido de la pensión con la bolsa de playa, volvía a hacer un día estupendo. Para sorpresa mía, mi padre seguía aguantando al dúo. Aparte de esa mesa la única persona que quedaba era Johann, que se tomaba el cuarto café mientras leía el
Süddeutsche Zeitung.

Empecé a recoger el bufet sin prisas, procurando escuchar discretamente la conversación de mi padre y, más discretamente aún, observar a Johann Thiess. Lo primero no lo conseguí, ya que los tres hablaban cada vez más bajo cuanto más me acercaba yo; lo segundo tampoco, ya que me sentía observada por las señoras. Al cabo, Johann cerró el periódico y se levantó. Pasó por delante de mí y me puso un instante la mano en el hombro.

—Hasta luego.

Ya en la puerta, se volvió y, dirigiéndose a la última mesa ocupada, dijo:

—Que pasen un buen día.

El «Gracias, joven» lo dijeron las señoras a coro; por lo visto, mi padre no lo oyó y no respondió.

Cuando iba a salir al pasillo a echar una última ojeada a Johann, a punto estuvo de atropellarme Kalli, que dobló la esquina a la carrera, la cara como un tomate, me arrastró con él y se puso a bailar conmigo en el comedor. Soltó un gallo.

—¿Dónde está tu padre? Ah, estás ahí. Heinz, Christine, ya está, sí, señor, se ha portado estupendamente, es una maravilla, aunque yo lo sabía, bueno, no lo sabía, pero casi. Y seguro que es para volverse loco.

Me dio otra vuelta y se detuvo, sin aliento. Mi padre me miró.

—No creo que esté tan contento por la mezcla de colores de Dorothea, ¿o sí?

—Soy abuelo.

Kalli se atragantó y tosió. Le di unas palmaditas en la espalda hasta que se tranquilizó y pudo volver a graznar.

—Una niña, Katharina ha tenido una niña. ¡Tengo una nieta! Acaban de llamar. Hanna os manda saludos a todos y me pide que os invite a una ronda. En el Haifischbar. Esta noche. ¿No es estupendo?

La señora Weidemann-Zapek batió palmas entusiasmada.

—Pues enhorabuena. Y gracias por la invitación, aceptamos con mucho gusto, ¿no, Hannelore? Un abuelo tan joven, increíble, cualquiera lo diría.

Miró a todo el mundo con una sonrisa radiante. Mi padre se puso en pie y le dio unas palmaditas aprobatorias en la espalda a Kalli.

—Bien hecho, amigo.

Kalli estaba henchido de orgullo. Yo también le di unas palmadas. Y, aunque la señora Klüppersberg permaneció sentada junto a su amiga, exclamó alegremente:

—Naturalmente que iremos. Seguro que nos divertimos de lo lindo.

Kalli asintió con la cabeza y finalmente cayó en la cuenta.

—Yo no pretendía invitar a esas mujeres, y desde luego Hanna tampoco. Y ahora se van a apuntar, ¿no? —me preguntó en voz queda.

Lo miré compasiva.

—De ésta no te escapas. Hazlo por tu nieta. Los antiguos pueblos primitivos siempre ofrecían sacrificios a los recién nacidos. Así nos olvidamos del ternero.

Mi padre volvió a darle en la espalda.

—Bueno, Kalli, como yo siempre digo, a apechugar. Aunque nosotros estamos hechos de otra pasta. —Se volvió hacia las señoras—. Bueno, pues nos vemos esta noche en el Haifischbar. ¡Listo! Hasta entonces, que pasen un buen día.

Ellas le dirigieron una seña burlona cuando mi padre me sacó al pasillo. Una vez fuera se me plantó delante y me dijo con aire paternal:

—Oye, ese joven que estaba hace un rato, ¿lo conoces bien?

Kalli nos había seguido.

—Es un huésped, ya lo hemos visto otras veces. No te gustaron sus ojos.

Mi padre hizo un gesto impaciente.

—Gracias, Kalli, eso ya lo sé, pasó ayer. La señora Klüppersberg ha dicho que se tomaba ciertas confianzas. Christine, ¿qué ha querido decir con eso?

—Esta noche podrás preguntárselo tú mismo a Hannelore cuando bailéis el tango. Seguro que te lo explica encantada y con todo lujo de detalles.

Kalli se rascó la cabeza.

—Bueno, creo que en el Haifischbar no ponen tangos.

—Kalli, estoy hablando con mi hija. Bueno, creo que ese huésped no es trigo limpio. Tiene una mirada rara.

Resistí la mirada de mi padre.

—Mira mal. Eso es lo que dijiste ayer, que miraba mal.

—Pues eso. Así que ándate con cuidado. No quiero encontrarme tu cuerpo en el mar del Norte.

Eso ya me lo conocía. Seguí afable.

—Gracias, papá. Aprecio tu preocupación pero, a pesar de todo, permite que te recuerde que tengo cuarenta y cinco años.

—Lo sé. Por cierto, el señor Von Meyer tiene cuarenta y siete, pero parece más joven. Por edad también encajaría.

Seguí siendo afable.

—Sinceramente, el señor Von Meyer me parece un tanto peculiar. Nervioso, maniático. Puede que sea él quien arroje mi cuerpo al mar del Norte.

Heinz rió con benevolencia.

—Qué disparate, Gisbert es un joven encantador. Sólo tienes que conocerlo mejor. Lo llamaré para que se venga esta noche, también le gusta bailar. Ayer me contó muchas cosas de él, te gustará, espera y verás. Y ahora, a trabajar. Vamos, abuelo, que eso también va por ti.

Los seguí con la mirada incluso afablemente.

La señora Weidemann-Zapek y la señora Klüppersberg pasaron por mi lado para ir a su habitación. Me saludaron con una inclinación de cabeza.

—Hasta esta noche.

Les devolví el saludo y entonces se me ocurrió una cosa.

—Perdonen, antes de que lo olvide… —Ambas se detuvieron en la escalera—. A mi padre le apasiona bailar, pero nunca se atreve a sacar a nadie. Sáquenlo ustedes tranquilamente y, si se resiste, insistan, a veces es algo vergonzoso. Ustedes no se dejen intimidar. Bueno, pues hasta esta noche.

—Me alegro de que nos lo haya dicho. A nosotras tampoco nos gustan los hombres lanzados, ¿no es verdad, Mechthild? Y su señor padre es tan encantador y tan deferente. Bueno, pues hasta entonces. Chao. ¡Qué ilusión!

Al recoger su mesa sonreía.

Después de comer, a base de las salchichas con pan que Gesa nos llevó al bar —«Kalli quería salchichas, dos para cada uno»—, recibí un mensaje en el móvil: «Tengo un problema, ¿puedes venir al Rathaus Café, en la Friedrichstrasse? Johann.»

Dorothea, que estaba a mi lado, me vio la cara. Ante su mirada inquisitiva, le pasé el teléfono. Mi amiga leyó el mensaje y arrugó la frente.

—Me queda poca pintura verde. Christine, ¿te importa ir a comprar dos botes?

—No, claro. ¿Alguna otra cosa?

—Sí. —Mi padre soltó la lija—. Tráete un periódico de la isla.

Cuando iba a coger la bici le respondí: «Voy para allá.»

Esperaba no encontrarme con ningún cuquiagobio, no tenía ni pizca de ganas.

Vi a Johann nada más entrar en el café. En ese preciso instante ponía fin a una llamada de teléfono y me indicaba por señas que tomara asiento.

—Me alegro de que hayas venido, llevo una mañana de mierda.

Se metió el móvil en el bolsillo de la chaqueta, se inclinó sobre la mesa y me besó en la boca. Como si tal cosa. Yo sonreí feliz y contenta y él me miró con seriedad.

—He ido a comprar una botella de vino por si esta noche quedábamos en la playa y al llegar a la caja me he dado cuenta de que no tenía la cartera, así que he dejado el vino en su sitio y he vuelto a buscarla a la pensión. He puesto la habitación patas arriba y nada. La última vez que la vi fue anoche en el Surfcafé, cuando pagué, y ahora no la encuentro.

—Seguro que aparece. ¿Has llamado al Surfcafé?

El beso me ofuscó, y probablemente Johann pensara lo mismo.

—Christine, incluso he ido. Y después he desandado el camino y he vuelto. También he estado en objetos perdidos, nadie ha llevado nada. La cartera ha desaparecido.

—Y ¿qué vas a hacer?

Johann se encendió un cigarrillo con dedos temblorosos.

—De momento he anulado todas las tarjetas, y me quedan diez euros en el bolsillo, pero eso es todo.

—Trabajas en un banco, seguro que puedes sacar dinero sin tarjetas.

—Claro —me miró como si yo no estuviera bien de la cabeza—, pero para eso hace falta el carnet de identidad, que también estaba en la cartera.

—¿Quieres que te preste algo?

—¿No te importa? Así podré volver a casa mañana mismo, al menos me conocen en el banco. Y tal vez también necesite el pasaporte. Te devolveré el dinero en seguida. Sería estupendo, gracias. —Ahora por fin sonrió.

—De nada. —Saqué el monedero del bolso y lo abrí—. ¿Cuánto quieres?

—Unos quinientos u ochocientos.

—¿Tanto?

—Bueno, me mareé tanto en el barco que pensaba volver en avión. Sólo espero poder sacar un billete para hoy mismo. Y, además, tengo que pagar las dos noches en la pensión, o la señora De Vries pensará que soy un estafador. Y en Norddeich he de pagar el parking y echar gasolina, ya ves, son un montón de cosas. Me pongo nervioso cuando tengo tan poco dinero y ninguna tarjeta.

A mí me pasaba lo mismo. Parecía desolado, yo quería salvarlo.

—Entonces tendré que ir al cajero, no llevo tanto encima. Ahora mismo vuelvo.

Tenía trescientos y saqué quinientos. Johann me lo devolvería en cuanto volviera. Además, me sentía un poco culpable; al fin y al cabo, había pagado la cuenta antes de perder la cartera. Poder ayudarlo me hacía sentir bien.

Nos tomamos un café, y Johann insistió en invitarme, pagó con los diez euros que se había encontrado en el bolsillo del pantalón. Volví a casa enternecida y con la esperanza de que Johann solucionara de prisa lo del dinero. Y de que Cuqui no fuese ninguna empleada del banco.

Ya en el patio de la pensión caí en la cuenta de que se me había olvidado comprar el periódico, aunque no entendía por qué quería leerlo mi padre: el hecho de que hubiera conocido a uno de los escritorzuelos no implicaba que tuviera que cambiar sus costumbres. Sea como fuere, justo cuando me disponía a marcharme de nuevo he visto a Marleen, que iba hacia el bar con el diario en la mano, el rostro inescrutable, pero aun así nada contento.

—Para, Marleen, espera.

Se detuvo y yo me acerqué a ella.

—Oye, ¿puedo quedarme con el periódico? Así no tendré que… —Ahora que la tenía delante me percaté de que estaba de pésimo humor—. ¿Qué te pasa?

Marleen blandió el periódico.

—¿Que qué me pasa? Vente al bar. O me cargo al gran conocedor de la isla o a ese hurón pelirrojo, al que pille primero.

Dejé la bicicleta y fui corriendo tras ella. No quería perderme el principio.

Abrió la puerta de golpe e irrumpió en el bar. Acto seguido desplegó el periódico, lo dejó en una mesa y miró a su alrededor.

—Escuchad, me gustaría leeros algo. ¿Me prestáis atención un minuto?

Onno, Kalli, Dorothea y Nils se unieron a nosotras. Yo observé a mi padre, que estaba cómodamente sentado en una silla, expectante. Marleen le lanzó una mirada de difícil interpretación y comenzó a leer:

Afamado guía de Sylt ayuda a despegar a Norderney

Norderney. Seguro que últimamente lugareños y veraneantes se preguntan qué se traen entre manos los infatigables trabajadores y ayudantes que se desviven por el que fue el bar Meerblick. Ha sido nuestra redacción la que ha descubierto ese secreto tan bien guardado. GvM, colaborador nuestro, tuvo ayer el gran placer de conocer a Heinz Schmidt; sus señas de identidad, ser uno de los mayores conocedores, si no el mayor, de Sylt. «Desde luego conozco Sylt como la palma de mi mano —nos confirma Heinz con una sonrisa pícara—, y quien conoce una isla sabe cómo son todas las demás. Así es como me he dado cuenta de qué es lo que le falta a Norderney.» El bronceado y juvenil septuagenario le enseñó los planos a GvM, nuestro redactor. «Estoy al frente de una reforma que convertirá una taberna obsoleta en un bar que satisfaría las exigencias de la mismísima Sylt. »

En los planos se distinguen elegantes zonas de asientos que ocuparán el lugar de la pringosa barra, donde antes había mesas de comedor rayadas, la concurrencia disfrutará de metal cromado y cristal, el papel pintado de florecitas será sustituido por motivos marinos, olas y dunas en los vibrantes colores del arcoíris. «En efecto —comenta el habitante de Sylt con un brillo en los vivos ojos azules—, para los murales hemos contado con la famosa artista Dorothea B., de Hamburgo, algo así no podría llevarse a cabo con mujeres chismosas.»

Muy pronto el visitante caminará sobre una reluciente madera en lugar de sobre el devaluado linóleo, y en las mesas las flores de plástico desaparecerán en favor de exuberantes arreglos florales. Cuando se le pregunta por los costes, nuestro simpático amigo se muestra discreto: «De dinero no se habla, ni siquiera en Sylt.» Y esboza una sonrisa cautivadora e invita a la redacción a la inauguración, el próximo fin de semana.

Sólo nos falta saber el nombre. Heinz Schmidt no lo piensa mucho: «No, Meerblick no puede ser. Yo abogo por una palabra tan bonita como caracola, pero eso es algo que aún hemos de debatir en la intimidad.» Acto seguido le guiña un ojo a su bella hija Christine, que ayuda en todo lo que puede a su encantador padre. La redacción les desea lo mejor y espera con impaciencia la llegada de esta nueva atracción a nuestra bonita isla. GvM

Marleen hizo restallar el periódico en la mesa y encima estampó la mano, justo allí donde el retrato de mi padre sonreía alegremente al lector. Marleen clavó la vista en el afamado conocedor de islas, que seguía satisfecho en su silla.

—¿Barra pringosa? ¿Papel pintado de florecitas? ¿Mesas de comedor rayadas? ¿Quién está al frente de la reforma? Y ¿qué es eso de caracola? Di, ¿tan borracho estabas ayer?

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