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Authors: Dora Heldt

Vacaciones con papá (9 page)

BOOK: Vacaciones con papá
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—¿Tuviste una buena infancia?

—¿Ya te has terminado el periódico?

—No hay gran cosa. Y, además, también se puede hablar. La gente habla muy poco.

—Y ¿ahora quieres hablar conmigo de mi infancia?

—Sólo quería saber si había sido buena. La mía no lo fue, justo después de la guerra, unos años malos, no teníamos nada. Pero vosotros crecisteis bien, lo teníamos todo, una casa bonita, un coche, vacaciones, tarta todos los domingos.

Me acordé de mi padre de joven, que me enseñó a nadar, que me escribió una carta en cuanto supe leer, que me arregló la bicicleta y denostó al árbitro por expulsarme en un campeonato de balonmano por cometer una falta grave. Sí, lo cierto era que mi infancia había sido buena. Embargada por la emoción, le cogí la mano a mi padre y se la apreté.

—Sí, papá, tuve una buena infancia. Y debería dar gracias por ello, sé que…

—Pero ¿qué…? —Mi padre espantó una avispa del helado—. Pues me alegro. ¿Crees que tus hermanos también tuvieron una buena infancia?

—Mis…, sí, claro, ¿por qué lo dices?

Agarró de nuevo el periódico.

—Por nada. En Bochum, una mujer de cuarenta años apuñaló a sus padres y los enterró bajo el cemento del aparcamiento. Dijo que era el castigo justo por la horrible infancia que había tenido. Terrible. Pero en la vuestra no hubo problemas, ¿no?

Decidí soñar un instante más con traseros masculinos bien puestos.

Después nos tomamos un café sin más sentimentalismos. Yo también leí la historia de la hija de Bochum, y justo cuando pensaba que ni siquiera sabría cómo enterrar bajo el cemento a un padre, llamó Marleen.

—Christine, ¿dónde estáis?

—En el Surfcafé, tomando un helado. Dime una cosa, ¿aún tienes que echar cemento en el bar?

—¿Cómo dices? ¿A qué viene esa pregunta?

—Sólo era una broma. —Y no especialmente buena, pero mereció la pena sólo por ver la cara que puso mi padre—. ¿Qué hay de nuevo?

—Ha llamado Kalli Jürgens. Quería saber si estaba Heinz. Si os apetece, podéis pasaros a verlo, está en su casa.

—Papá, ¿tienes la dirección de Kalli?

—No.

Me callé la respuesta. Marleen lo había oído.

—Me la dio a mí: Kiefernweg, 17. —Me explicó cómo llegar—. No os preocupéis, podemos cenar juntos esta noche, haré platijas. Que te diviertas con los chicos. —Soltó una risita y colgó.

Miré a uno de los chicos.

—¿Lo has oído? Ha llamado Kalli.

—Pensé que era Marleen. —Me miró sin verme, con absoluta indiferencia.

—Papá, Kalli llamó a Marleen. Y lo del cemento era una broma. Perdona.

—Con esas cosas no se bromea.

—Bueno, vale, tienes razón. ¿Quieres ir a ver a Kalli?

—Como quieras.

Le hice una seña al camarero y saqué el monedero del bolso. Mi padre nunca pagaba cuando estaba ofendido.

Mi padre y Kalli se conocieron en Hamburgo en los años cincuenta. Los dos eran de sendas provincias francas del norte que habían dejado para vivir allí grandes aventuras. Lo de las aventuras no salió del todo bien, a no ser que se considere tal un empleo en un astillero y una habitación con dos camas en un albergue cristiano para hombres. Kalli y mi padre decidieron dar un paso más y alquilaron juntos un piso.

«Fuimos, por así decirlo, una de las primeras comunas. —Mi padre siempre decía esta frase con una expresión de osadía en el rostro, y se pasaba la mano con disimulo por lo que le quedaba del peinado cabello—. Sí, fue una época de lo más alocada.»

Creo que era el único momento en el que lamentaba no fumar, ya que un cigarrillo liado como si tal cosa lo habría hecho parecer aún más moderno.

Cuando yo tenía trece años, el mito de ser la hija de un viejo hippy murió. Por aquel entonces Hanna, la mujer de Kalli, nos contó que el piso en cuestión eran dos habitaciones que en su día fueron dos cuartos infantiles en la casa de la viuda de un empleado del ferrocarril. Después de que sus hijas se fueron de casa, a la señora Schlüter no le gustaba estar sola, de manera que alquiló las habitaciones a Kalli y a Heinz, para los que cocinaba, lavaba y planchaba la ropa. El alcohol y las mujeres estaban prohibidos, a cambio todas las noches los tres jugaban a la canasta. Con emparedados y pepinillos.

Medio año después, mi padre se fue a hacer la mili y Kalli entró en el servicio aduanero. Su amistad se mantuvo, las épocas alocadas unen.

Kalli y Hanna vivían en una casa roja rodeada de un gran terreno. Mi padre se detuvo en la puerta a observar el jardín delantero.

—No tienen hortensias. Y hay muy pocas rosas. Pero hay espinos por todas partes.

Señalé la pared de la casa con el dedo.

—Eso son rosas. Es un jardín bonito.

—Ya, no sé. En cualquier caso, nosotros tenemos más rosas. Pero a Kalli nunca se le han dado bien las plantas. Ni siquiera antaño.

Mientras llamaba, me imaginé al joven Kalli cambiando de maceta las violetas africanas de la señora Schlüter.

—Permíteme que te recuerde que es mamá la que se encarga del jardín.

—Nunca corta el césped.

Kalli abrió.

—Heinz.

Le tendió la mano y mi padre se la estrechó.

—Kalli.

Éste le apoyó a mi padre la otra mano en el hombro.

—Madre mía, Heinz.

—Kalli. ¿Cuánto hacía que no nos veíamos? —Seguían dándose la mano.

—Vaya, Heinz. Después de todos estos años. Madre mía.

—Ya, Kalli.

Eran hombres de verdad. Hombres duros. Pero yo era la niña, y Kalli me dio un abrazo.

—Christine, por Dios, cómo has crecido. Todavía me acuerdo de cuando me vomitaste al echar los gases en el único traje que tenía. Media hora antes de ir a la iglesia. Era la confirmación de Volker, creo. ¿No, Heinz? Me prestaste una chaqueta. Pero eras una monada, Christine.

—Tu hijo y yo somos de la misma quinta, y a los catorce ya no echaba los gases, Kalli.

—¿No? Pues entonces quizá fuera en el bautizo. Cómo pasa el tiempo. Pero pasad, vamos a tomar un café.

Lo seguimos hasta el salón, y Kalli quitó un montón de periódicos, papeles y correspondencia del sofá y retiró de un sillón una manta de lana, un casco de bicicleta y un kit para limpiar zapatos.

—Sentaos. Ahora mismo vuelvo.

—Se nota que sin Hanna está listo —susurró mi padre—. No creo que esto esté siempre tan desordenado.

Cogió una revista y se puso a hojearla. Yo eché un vistazo al salón. Podría haber sido perfectamente el mobiliario de mis padres: a la derecha el tresillo, delante la mesita, a la izquierda el gran armario con el televisor y el mueble bar incorporados, en medio la mesa de comedor con cuatro sillas, junto a ella el práctico aparador. Posiblemente en los cajones estuvieran las mantelerías, y en el armario los jarrones y las licoreras buenas que nunca se utilizaban. De las paredes colgaban las fotos de familia de rigor, en el centro la gran familia hacía treinta años, Hanna en el medio, Kalli detrás, a la derecha Volker en plena pubertad, a la izquierda Katharina, con unos diez años. A mis abuelos les regalamos esa misma versión por sus bodas de oro. Al lado reparé en la fotografía de la boda de Katharina, Volker con uniforme de la Marina y varias fotos de una niña, probablemente la hija de Katharina. Me paré a pensar cuándo se habían visto mi padre y Kalli por última vez. Mi padre dejó la revista en el montón con el ceño fruncido.

—Recetas de cocina. Eso es todo lo que lee.

—¿Cuándo fue la última vez que os visteis?

—No hace mucho. Cuando Hanna y él estuvieron en Dinamarca. Fueron a Sylt en el ferry. Justo cuando acabábamos de pavimentar la entrada.

—Papá, de eso hace diez años.

—¿De veras? Ya ves. Y la entrada como si tal cosa, con todas las piedras en su sitio. La empresa era buena.

Kalli volvió con una bandeja: tres tazas sin plato, una bolsa de galletas abierta, la jarra de la cafetera, cuyo contenido era de un color muy claro. Dejó las tazas en la mesita y sirvió el café. Observamos con interés cómo se asentaban los posos en el fondo. Kalli ladeó la cabeza.

—Qué raro. ¿De dónde sale tanto poso?

—Hay que poner un filtro en la cafetera. ¿Lo has puesto? —Mi padre removió con cuidado el café.

Kalli se inclinó sobre la taza.

—Pues sí, la verdad.

—¿Qué significa «la verdad»?

—Pues que no soy tonto. Claro que lo he hecho, no es la primera vez que preparo café. Christine, mira a ver tú.

—Puede que el filtro se haya doblado.

Kalli revolvió el café y los posos se arremolinaron.

—Ya, ¿y ahora?

Contemplé el líquido amarillo oscuro.

—¿Hacemos otro?

Mi padre volcó su taza en la cafetera sin vacilar.

—¿Tienes cerveza de trigo?

—Claro. Además, tampoco es bueno tomar mucho café. Últimamente cada vez tengo más ardor de estómago. Christine, ¿te apetece un zumo?

—¿Un zumo? —Me planteé si Kalli aún pensaba que yo era una niña.

—Bueno, también puedes tomarte un licorcito.

No tenía que ver con mi edad: la cerveza era una bebida de hombres.

—No, gracias, licorcito no, Kalli, mejor agua.

—Voy al sótano, un momento.

Mi padre lo siguió con la mirada y se inclinó hacia mí.

—Sin su mujer, todo esto le viene grande. Ni siquiera es capaz de hacer café, ¿cómo se las apañará? Me ocuparé un poco de él, me da pena. Al fin y al cabo, para eso están los amigos.

Antes de que yo pudiera preguntar qué quería decir con eso, Kalli volvió. Abrió los botellines de cerveza y sacó unos vasos.

—Bueno. —Levantó el vaso y asintió—. Bienvenidos a mi isla.

Mi padre y él bebieron. Después Kalli me miró con aire interrogativo.

—¿Tú no bebes nada? Ay, por Dios, pero si querías agua. Dime, Heinz, ¿a ti no se te olvidan a veces las cosas?

—No. Tengo muy buena memoria. Como ejerzo de guía… Y a veces hago algún sudoku. Hay que ejercitar el cerebro, ¿sabes? Para no empezar a chochear.

—Yo también hago de guía aquí, y…

—Pero Norderney es mucho más pequeño que Sylt, no te hace falta memorizar tantas cosas.

—Heinz, no sabes lo que dices. Mañana te llevaré a ver la isla. Te vas a quedar sorprendido.

Yo tenía la garganta seca. Carraspeé, y Kalli se volvió hacia mí.

—Me parece muy buena idea que te vengas de vacaciones con tu padre. A Katharina nunca se le habría pasado por la cabeza. Una vez se fue con Hanna un fin de semana a uno de esos spas, en el este, no sé dónde. Con saunas y potingues y esas cosas. Pero claro, como yo sólo soy el padre, a mí ni me preguntó. Aunque me tocó pagar.

—Y ¿por qué no se hicieron ningún tratamiento? —preguntó mi padre asombrado.

Yo tragué saliva y miré anhelante su vaso de cerveza. Él lo cogió y me dirigió una mirada severa.

—¿Qué tratamiento?

—Acabo de verlo hace un momento: pack madre e hijo, seguro que también lo hay en el este.

Kalli sacudió la cabeza.

—Eso es sólo para madres con hijos pequeños. Katharina ya tiene treinta y cinco años.

—¿Y? Sigue siendo hija vuestra. Dime, Christine, ¿alguna vez te has planteado hacer algo así con mamá? Lleváis años pagando un seguro, se podría solicitar.

Me humedecí los labios con la lengua.

—Kalli, ¿te acuerdas del agua que te he pedido?

Él me sonrió cordialmente.

—Claro.

Y se dirigió de nuevo a mi padre:

—¿De verdad crees que se podría intentar? Me refiero a que Hanna nunca se ha hecho ningún tratamiento, y Katharina tampoco. ¿Para qué?, si siempre han estado sanas. Antes Katharina quizá estuviera demasiado delgada, pero tendrías que verla ahora.

Una hora y dos álbumes de fotos después, me despedí. Kalli y mi padre aún querían dar una vueltecita en bicicleta. Kalli quería enseñarle algo de la isla y luego ver nuestra casa.

Unos metros más allá había un pequeño quiosco, donde me compré una botella de agua que me bebí mientras andaba. Tal vez mi padre le contagiase a su viejo amigo su pasión por los sudokus. Es bueno para la memoria.

Marleen y Dorothea estaban en el jardín, inclinadas sobre unos dibujos que habían extendido en la mesa. Dorothea levantó la cabeza al verme delante.

—¿Le has dado esquinazo?

Me dejé caer en el sofá de mimbre.

—Tiene otra misión: ha de salvar a Kalli del abandono y la desnutrición. ¿Y? ¿Alguna novedad? ¿Dorothea?

—¿A qué te refieres? —preguntó ella con aire inocente.

—Vamos, vi cómo le mirabas el trasero. Por cierto, a Heinz le parece peligroso. Se huele drogas, excesos y delincuencia, así que ten mucho cuidado.

Marleen frunció la frente.

—¿Estáis hablando de Nils? ¿Por qué le mirabas el trasero? Y ¿qué tiene que ver Nils con las drogas?

Dorothea se puso las gafas de sol en la cabeza.

—Me parece muy mono. Y no te pongas así, Marleen, estoy soltera y es verano, no hay nada malo en mirar. Pero ¿qué es eso de las drogas?

—Mi padre no se fía de los pelanas. Y encima con coleta. ¡Un hombre! Por favor. A esa gente se la ve venir. Onno también se mostró muy escéptico.

Dorothea recogió los bosquejos.

—Pues mañana me voy con Nils a Emden, a comprar pintura. Y espero que Heinz no olvide que yo no soy su hija. No vaya a ser que me fastidie la excursión.

No me pronuncié. ¿Para qué intranquilizarla?

Dos horas más tarde estábamos en la cocina, preparando la cena. Picar cebolla me hacía llorar. De pronto oímos un ruido infernal: metal contra piedra, cristal roto, un hombre soltando un taco. Me llevé tal susto que se me resbaló el cuchillo. Salí corriendo al patio cegada por las lágrimas, con un pulgar ensangrentado en la boca y seguida de Marleen y Dorothea.

—¡Papá! ¿Te ha pasado algo?

Mi padre estaba agachado delante de una bicicleta que se encontraba debajo de un cubo de basura volcado. Tras él, Kalli acababa de dejar apoyada su bici en la valla. Nos pedía perdón con la mirada.

—Heinz se ha llevado por delante el contenedor.

Mi padre se levantó y se sacudió el pantalón.

—¿Cómo se puede tener una bici sin frenos de llanta? Sólo cinco marchas, sin suspensión delantera ni trasera, y para colmo con unos frenos tan viejos. Mira, Kalli, móntate tú si quieres en esta trampa mortal. —Al verme se calló y me miró perplejo—. Y tú, ¿por qué gritas? Y ¿cuándo has vuelto a chuparte el dedo? Y encima con cambio de piñones. Y, dicho sea de paso, Marleen, este cubo no está bien aquí. Cuando lo quieres ver, ya es demasiado tarde.

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