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Authors: Dora Heldt

Vacaciones con papá (10 page)

BOOK: Vacaciones con papá
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Marleen y Dorothea pusieron en pie el cubo de la basura.

—Yo lo que no sé es por qué entráis en el patio a toda pastilla. Esto lleva años aquí, y eres el primero que se lo come.

—Tenemos mucha hambre. ¿Cómo vais con la cena?

—Estará lista en cuanto la basura esté otra vez en el cubo. —Marleen le dio a mi padre un cepillo y se volvió a la cocina. Mi padre le pasó el cepillo a Kalli y fue tras ella. Mientras me chupaba el pulgar me quedé mirando a Kalli, que empezó a recoger la basura, y a continuación fui tras mi padre.

—Kalli está barriendo.

—Qué menos. A fin de cuentas, ha sido su bicicleta. Yo podría haber muerto.

—¡Papá!

—Heinz…

—Pero si es la verdad. Aunque podría llevarle un recogedor. De lo contrario, se pondrá perdido. Y, Christine, sácate de una vez el dedo de la boca. ¿Qué va a pensar Kalli?

Después de colocarme una tirita en el dedo y poner la mesa, llamé a mi padre y a su amigo para que vinieran a cenar. Los dos se fueron al cuarto de baño, salieron con las manos limpias y peinados y se sentaron a la mesa expectantes.

—Montar en bicicleta da hambre.

Mi padre se acercó la ensalada de patatas y se llenó el plato.

—Heinz, aún te falta la platija.

—Ah. —Sin soltar la cuchara, cogió el plato de Kalli y le sirvió la mitad de lo que se había puesto—. Así ya cabe.

—Gracias. —Kalli sonrió y miró a Marleen tímidamente—. Me he presentado sin avisar. Heinz ha dicho que no pasaba nada. Espero que no.

—Pues claro que no. —Marleen le sirvió el pescado en el plato—. De todas formas siempre hago comida de sobra. Que aproveche.

Mi padre le dio su plato a Marleen.

—¿Lo ves, Kalli? Ya te lo dije. A partir de ahora comerás siempre aquí. Sólo será una semana, hasta que vuelva Hanna. Y puede que te acabe creyendo cuando dices que Norderney está a la altura de Sylt.

—Y ¿por qué no iba a ser así? —Dorothea le cogió a Marleen la fuente del pescado.

—Kalli se quiso dar pisto y me contó todo orgulloso que aquí hay trescientas veinte mil plazas hoteleras. En Sylt tenemos más del doble.

—Porque Sylt es mucho más grande.

—Eso no tiene nada que ver. —Mi padre comía con fruición—. Y mañana Kalli quiere enseñarme el faro.

Kalli me miró ufano.

—La construcción más elevada de la isla: cincuenta y cuatro metros y medio. Desde lo alto hay unas vistas estupendas del mar.

—Bah.

Me lo temía.

—El faro de Kampen mide sesenta y dos metros de alto. Eso es un faro. Y…

Marleen lo interrumpió.

—Pero el nuestro es el más antiguo de la costa. Data de 1874.

Mi padre esbozó una sonrisilla.

—El de Kampen es de 1856. Me apunto otro tanto.

Yo observaba la cara de satisfacción con la que cortaba la platija y volvía a servirse ensalada de patatas. Daba la impresión de que estaba encantado, y abrigué la esperanza de que las vacaciones transcurrieran sin contratiempos. A veces me hacía demasiadas ilusiones.

Un forastero atractivo

—¡Christine! ¡Christiiiiine!

Casi me caigo de la cama. Mi padre estaba delante, en pijama. Eran las siete de la mañana.

—¿Qué pasa? ¿Quieres que me dé un infarto?

—Se ha ido.

Me incorporé despacio y me froté los ojos.

—¿Quién?

—¿Quién va a ser? Dorothea. Ni rastro de ella. Se ha ido sin más ni más.

Me acosté de nuevo y cerré los ojos.

—Ha ido a Emden a comprar pintura.

—Y eso, ¿por qué?

—Porque con algo tendrá que pintar el bar.

—Y ¿acaso conoce Emden?

—Ha ido con Nils.

Mi padre se quedó boquiabierto.

—¿Dejáis que se vaya a una ciudad que no conoce con un terrorista melenudo? ¿Es que sólo tenéis serrín en la cabeza?

Se dejó caer en el borde de la cama y enterró la cara en las manos con aire teatral. Yo lancé un suspiro y me incorporé de nuevo.

—Papá, no seas tan exagerado. Nils es interiorista, seguro que de terrorista no tiene nada, y Dorothea tiene cuarenta y dos años y no es tu hija.

—Sé los años que tiene, ¿y qué? Yo tengo setenta y tres y a veces también me equivoco con las personas.

—Eso es toda una novedad, creía que tú nunca te equivocabas.

—No me hables en ese tono, sigo siendo tu padre.

Se levantó de sopetón y salió. Yo conté hasta diez, me levanté y fui tras él. Estaba sentado en su cama, la vista clavada en el armario.

—A ver, ¿qué pasa?

Se frotaba un pie contra el otro, descalzo, sin decir nada.

—Papá, por favor.

—Tu madre está en el hospital y vosotras os exponéis a peligros de los que no sé nada.

Aunque esa frase no tenía ni pizca de lógica, la conciencia me remordió en el acto. Me senté a su lado.

—Vamos, papá. Hoy en día una prótesis de rodilla es una operación rutinaria. Ayer por la mañana llamé a mamá, estaba muy tranquila, nada nerviosa. Después la llamamos, ¿quieres?

—Tu madre nunca está nerviosa, ése es el problema. Si no me preocupara yo, nadie sería consciente de la gravedad de la situación. Pero no puedo responsabilizarme de todo. Y si esta noche encuentran el cuerpo de Dorothea en el mar del Norte, no digáis que nadie os lo advirtió.

Me levanté.

—Papá, ya basta. Ve al cuarto de baño, vístete y nos vamos a desayunar. Después le echas una mano a Onno y luego te vas con Kalli. Además, hace sol.

Él me miró.

—¿Es que siempre tienes que dormir con esas camisetas viejas? Mamá se ha comprado unos camisones preciosos. A ver si es posible que ella consiga que te los pongas.

—¡Papá! —Me fui a lavar los dientes. Tocaba día de
Rantamplán.
Sin los ojos de Terence Hill. Habría que capearlo.

Después de traernos el café, Marleen se sentó a la mesa con nosotros.

—¿Qué, Heinz? ¿Aún tienes ganas de echar una mano?

—Nunca en mi vida he eludido mis obligaciones.

—Onno acaba de llamar. Horst, su compañero, tiene la gripe, y ha preguntado si podías echarle un cable.

—Primero he de desayunar.

Marleen me dirigió una mirada inquisitiva. Yo le hice una seña, me levanté y ella me siguió a la cocina.

—Mi madre ingresa hoy en el hospital y la operan mañana por la mañana. Mi padre está preocupado y de bastante mal humor. No se le pasará hasta mañana por la tarde, a no ser que se distraiga.

—No te apures, le daré que hacer. Onno necesita ayuda de veras, y además hoy llegan huéspedes nuevos: una familia con dos niñas pequeñas y un señor que viaja solo. Después Heinz podría ir al puerto a recoger a la familia.

—Díselo. Hay que mantenerlo ocupado.

Una hora más tarde sacaba el primer lavavajillas. Mi padre había ido al bar con cara de pena. Ni siquiera había comido huevo. Sólo había desayunado medio panecillo, y el hecho de que lo untara con Nutella me dejó claro lo desesperado que estaba. Me propuse llamar después a mi hermana. Ines iba a llevar al hospital a mi madre, pero yo ya no recordaba exactamente cuándo.

En el comedor aún quedaban dos matrimonios y, cómo no, la señora Weidemann-Zapek junto a su amiga, la señora Klüppersberg. Cuando me vieron, me saludaron con aspavientos.

—Buenos días, querida Christine. ¿Sería tan amable de traernos un poco más de té? Ah, y ¿dónde está su señor padre?

Hice un esfuerzo por sonreír y me encogí de hombros.

—No tengo ni idea de dónde se mete. Pero ya vendrá.

Sentía curiosidad por ver hasta dónde podía llegar su paciencia. En cualquier caso, de comer tenían bastante, y mi padre podía estar tranquilo.

Al darme la vuelta vi a Gesa, cargada de sábanas, en la puerta del comedor.

—Christine, ha llegado el nuevo huésped. ¿Podrías salir a recepción? Marleen acaba de irse al bar.

—Ahora mismo voy.

Saludé con la cabeza a las admiradoras de mi padre y me dirigí a recepción. Ni siquiera eran las nueve, ¿por qué habría cogido el ferry tan temprano el huésped? Tal vez sufriera insomnio senil, probablemente fuese un setentón solitario, en cuyo caso podía unirse al trío que formaban Onno, Kalli y mi padre. O quizá otra víctima para el alegre dúo del comedor.

Me di con la cadera en la puerta y solté un taco. Luego vi al huésped de perfil y me callé el resto de la imprecación. Me dio rabia llevar puesta mi vieja camiseta de rayas negras y rosa y no haberme maquillado bien, esperé que mi padre no volviera inesperadamente y me ruboricé. Todo a la vez. El tío estaba de muerte. Supe de pronto que me ponía. Lo del amor a primera vista tenía su miga. Empecé a sudar. Las piernas me temblaban cuando lo rodeé para situarme tras el mostrador de recepción, desde donde lo miré fijamente. Por desgracia, había perdido la voz. Y el cerebro. Me sentía como una idiota. Él me miró con sus ojos color miel y me dijo con una voz grave y aterciopelada:

—Buenos días, soy Johann Thiess y tengo una reserva.

—Sí. Muy temprano, aún —grazné, y me aclaré la garganta tratando en vano de construir debidamente una frase—. Eh…, hola…, es decir, bienvenido. A ver, la llave.

Me agaché detrás del mostrador e hice como si buscara la llave. Me mordí la rodilla pensando que me serviría de algo.

Johann Thiess se había inclinado hacia adelante y seguía con interés mis ejercicios gimnásticos. Me levanté despacio y pugnando por mantener la dignidad y cerré un instante los ojos. El tío estaba de miedo. Y yo la había fastidiado. Probablemente se preguntara por qué una pensión tan buena contrataba a semejante loca, que, para colmo, llevaba una camiseta de rayas con pantalones cortos rojos. Caí en la cuenta de que todavía no había dado con la piedra pómez. Y de pronto se hizo el milagro: me tendió la mano. Antes de que pudiera darle la mía feliz y contenta —ya casi oía los violines—, dijo:

—¿Puede darme la llave? He viajado toda la noche y estoy muy cansado.

Marleen vino en mi auxilio. De pronto se hallaba a mi lado.

—Buenos días. El señor Thiess, ¿no es así? —Le tendió la mano—. Su habitación es la 9, en la primera planta, con vistas al mar. Christine, lo siento, me llevé el registro. Aquí tiene su llave, le deseo una feliz estancia.

El hombre cogió su maleta con una sonrisa y se dirigió a la escalera. Marleen me dio un empujón.

—Pero ¿a ti qué te pasa? ¿Es que te ha dado un aire?

—Marleen, me he comportado como si fuera idiota.

—Cierto. Y además lo pareces. ¿Por qué?

—No sé. ¿Será amor a primera vista?

Marleen me puso la mano en la frente.

—¿Quieres tomarte algo?

—Me he mordido la rodilla y él lo ha visto.

Ahora Marleen estaba bastante más confusa.

—Escucha, puede que esto sea un poco duro, levantarte temprano, Heinz, la rodilla de tu madre, pero no es motivo para trastornarte de pronto. ¿Sabes qué? Coge mi bicicleta, vete a la playa, a la Weisse Düne, y date un baño. Yo me ocuparé aquí del resto. Nos vemos luego.

Cuando estaba ante la caseta donde se guardaban las bicis, sumida en mis pensamientos, mi padre salió del bar. Al verme, levantó un instante la mano y vino hacia mí. Me dirigió una mirada escrutadora.

—¿Qué?

—¿Qué?

—¿Qué estás haciendo aquí?

—Iba a ir a la playa con la bicicleta de Marleen.

—¿A bañarte?

—Sí.

—¿Puedo ir contigo?

—Y ¿quién ayuda a Onno, entonces?

—Kalli.

—¿Tienes bici?

—Kalli me ha dejado la suya nueva. La de ayer era la vieja.

—Bien.

—Pues andando.

Mete el bañador en la maleta

Diez minutos después pasábamos por el sanatorio en dirección a la playa del este. Íbamos callados, yo pensaba tan pronto en el descalabro de recepción como en mi madre, y mi padre tampoco decía nada.

Al cabo de media hora larga llegamos al camino que conducía hasta la Weisse Düne. Dejamos juntas las bicicletas de Marleen y de Kalli y les pusimos el candado. Cuando ya veíamos la playa desde la duna, caímos en la cuenta. Mi padre me miró.

—¿Me metiste el bañador en la maleta?

—No. ¿Y tú el mío?

Él sacudió la cabeza y suspiró.

—Y en Norderney. Aquí todo el mundo lo lleva. Dios mío, qué reprimidos. Y ahora, ¿qué hacemos?

Volví a las bicicletas.

—O nos hacemos dos kilómetros más y nos vamos a la playa nudista o nos quedamos aquí y nos arriesgamos a que nos denuncien por escándalo público.

—¿Cómo que escándalo? Yo todavía estoy en muy buena forma. Incluso diría que ciertas señoras de la pensión se alegrarían de ver mi estampa. —Soltó una risita y se tapó la boca con la mano en el acto—. Espero que no haya sido un comentario sexista.

La palabra clave fue «pensión»: recordé nuevamente aquellos ojos marrones y el corazón se me aceleró. De todas formas, lo más probable era que Johann Thiess estuviera casado o fuera gay. Los hombres así nunca andan sueltos. Respiré profundamente. Mi padre me miró de reojo y me apretó el brazo.

—Sé que tú también estás preocupada por mamá. Lo de las señoras sólo era una broma, yo nunca haría una cosa así. Me refiero a dejar que me vean desnudo, ya sabes. Nunca, de veras. Puedes estar tranquila.

Preferí no sacarlo de su error.

—Lo sé, papá. Y mañana la operación irá bien. Después llamamos a mamá. Bueno, y ahora salgamos de esta playa de reprimidos y vayamos a darnos un baño.

La playa nudista casi era más bonita incluso que la otra y, sobre todo, estaba menos concurrida.

Mi padre, que tardó como mucho tres minutos en quitarse la ropa, echó a correr hacia el agua como un niño pequeño y se metió de cabeza en una ola que llegaba. De la cadera mala, ni rastro. Se dejó llevar por las olas y me dirigió una sonrisa radiante.

—¡Está buenísima! —Tuvo que gritar para hacerse oír con el oleaje—. Como en casa.

Tenía los ojos de Terence Hill.

Nos envolvimos en las toallas y fuimos dando un paseo por la playa con el sol de frente. De vez en cuando, mi padre se agachaba para coger una piedra o una concha, que a continuación lanzaba al mar. En un momento dado se detuvo y me enseñó una concha rosada.

—Mira, una caracola perfecta. Además, es una de mis palabras preferidas: caracola. Suena muy bien, ¿no? —La lavó con cuidado—. Ésta me la llevo. Para mamá. ¿Damos media vuelta?

Con el sol en la espalda, regresamos a donde teníamos las cosas. Había pasado casi todos los veranos de mi infancia en las playas de Sylt. La sal seca en la piel, el sonido de las olas, los pies en el agua, la presencia de mi padre y el hecho de que empezara a quemarme me hicieron sentir que tenía otra vez diez años.

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