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Authors: Dora Heldt

Vacaciones con papá (5 page)

BOOK: Vacaciones con papá
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—Y ¿qué tal le va a Marleen en lo personal? ¿Lleva bien la separación?

—Eso creo. Pero ha estado tan hasta arriba que no ha podido ni pararse a pensar en ese pedazo de idiota.

—Es la primera vez que estamos sin pareja las tres a la vez. Este verano habría que hacer algo al respecto. Christine, no estaría mal vivir un bonito amor de verano.

—¿Con Heinz pegado a nosotras?

Dorothea se rió.

—Pues tendremos que quitárnoslo de encima, como antes, cuando nos escapábamos para fumar, beber y besuquearnos.

Me detuve a pensar un momento que las próximas dos semanas probablemente tampoco fuesen a ser muy distintas cuando caí en la cuenta de que mi padre tardaba demasiado. El corazón se me paró un instante.

—A ver, ¿dónde se habrá metido? ¿Se habrá caído por la borda o al final habrá ido al puente?

Cuando me disponía a levantarme para ir en su busca, lo vi. Venía hacia nosotras con una sonrisa en la boca y los ojos a lo Terence Hill resplandecientes; tras él, las dos Gracias. El plumífero iba pegado a él, la madeja de lana de colores a la zaga.

—Dorothea, o te controlas o te da un vahído.

Se volvió cuando el trío ya había llegado a la mesa. Heinz se detuvo y nos señaló con un amplio ademán.

—Señoras, ya hemos llegado. Me encargaré de las presentaciones: mi hija Christine, su amiga Dorothea, y éstas, hijas, son la señora Klüppersberg y la señora Weidemann-Zapek, a las que me gustaría invitar a tomar algo. Así que haced sitio.

No se nos ocurrió nada que decir. Hicimos sitio en silencio. Mi padre se sentó junto a la colorista señora Klüppersberg, lo que le granjeó una mirada maliciosa de la señora Weidemann-Zapek. Dorothea fue la primera en recuperarse.

—Heinz, creo que no podemos pedir nada más, y ya hemos pagado, el barco está a punto de llegar.

Mi padre miró por la ventana, el puerto estaba delante.

—En efecto. Bueno, pues lo dejaremos para más tarde. Hay más días que longanizas.

Esbozó una sonrisa, un tanto audaz, en mi opinión. Klüppersberg y Weidemann-Zapek rieron con afectación. Dorothea parecía concentrada. Estaba a punto de partirse de risa. Para evitarlo, comenzó a hablar.

—¿Es la primera vez que vienen a Norderney?

—La primera, sí —repuso Plumífero Weidemann-Zapek—. Mi amiga y yo viajamos a menudo, nos gusta mucho, ¿sabe? Pero hasta ahora siempre nos ha tirado más el sur. Somos hijas del sol. —Soltó una risa un tanto estridente.

Hijas del sol, pensé, y miré a la señora Klüppersberg. En efecto, todo era de punto. Y de cerca todavía más vistoso. Tomó mi mirada por una invitación a explayarse.

—Pero este verano nos hemos propuesto conquistar el mar del Norte. Y conocer justo el primer día de una manera tan divertida a una persona tan encantadora como su padre es una buena señal.

No quería saber de qué manera divertida había conocido el caballero encantador a tan vitales damas, pero acabé enterándome. Mientras clavaba la vista desesperadamente en Dorothea, que miraba por la ventana y se mordía los nudillos, mi padre dio la explicación pertinente:

—Sí, la verdad es que ha sido muy divertido. Justo cuando yo abría la puerta del cuarto de baño, el barco se ha balanceado. He dado un traspié y he chocado con la señora Weidemann-Zapek. Ella se ha caído y yo me he caído encima, y la señora Klüppersberg me ha ayudado a levantarme.

Dorothea hacía un ruidito raro.

—Así ha sido, sí. —La señora Klüppersberg asintió radiante—. Mechthild no se ha hecho daño, menos mal que lleva puesto el plumífero gordo, que amortigua lo suyo.

A Dorothea le dio un ataque de tos. Yo me di cuenta de que tenía la boca abierta, que cerré de prisa.

Mechthild Weidemann-Zapek dirigió una mirada maliciosa a su amiga. Todo apuntaba a que se vislumbraba una pequeña competición. Cosa que mi padre no veía, naturalmente. Se dirigió a ambas.

—Y ¿dónde se van a hospedar en la isla?

Las dos respondieron al unísono:

—En Haus Theda. En la calle Kaiserstrasse.

Dorothea se puso en pie de repente.

—Disculpad, tengo que ir al servicio, con permiso.

La señora Weidemann-Zapek se levantó y dejó pasar a Dorothea, que casi fue corriendo hacia la salida. Mi padre la siguió con la mirada.

—Esperemos que no se haya mareado, ahora que casi hemos llegado al puerto.

—No te preocupes, papá, seguro que no se ha mareado.

—Será alguna de esas cosas de mujeres. —Lo dijo en voz baja, en tono cómplice—. Bueno, ya se le pasará. ¿Por dónde íbamos? Ah, sí, la Kaiserstrasse. ¿Dónde exactamente?

—En Haus Theda.

Mi padre se paró a pensar un instante y su rostro se iluminó.

—No, no puede ser. Menuda casualidad. Pero si ésa es la pensión de Marleen. Nosotros también vamos ahí, ¿saben? Tenemos que echarle una mano con la reforma del bar. Somos sus anfitriones, por así decirlo.

Ahora era yo la que tenía que ir al servicio.

En el de baño Dorothea estaba delante del lavabo, echándose agua fría en las muñecas. Cuando me vio en el espejo se echó a reír. Y yo tampoco pude contenerme más. Ya no podíamos hablar, apoyamos la espalda en la pared y nos secamos las lágrimas muertas de risa. Entonces oímos el aviso:

«Señoras y caballeros, les rogamos se dirijan a sus vehículos; dentro de unos minutos atracaremos en Norderney.»

Dorothea respiró profundamente.

—Madre mía, esto no se lo cree nadie. Anda, vamos, espero que no tengamos que emplear la fuerza para liberar a Heinz.

Nos abrimos paso a duras penas entre los pasajeros, que esperaban ante la salida. Entre la multitud no se veía ni a Heinz ni a sus admiradoras. Tenía un mal presentimiento; le hice una señal a Dorothea y nos dirigimos a la bodega. Mi intuición no me engañaba: en el coche estaba apoyado Heinz, al lado la señora Weidemann-Zapek, la señora Klüppersberg y sus tres maletas. Al vernos, nos saludó alegremente.

—Ya estáis aquí. ¿Qué, Dorothea?, ¿te encuentras mejor? Escuchad, ya sabéis lo que se complica todo cuando no se tiene coche. Ya les he dicho a las señoras que en la isla hay que moverse en autobús o en taxi, algo inadmisible con tanto equipaje. Además, vamos todos al mismo sitio. Así que las señoras se vienen con nosotros.

Me quedé estupefacta. Dorothea clavó la vista en las maletas.

—Y dime, Heinz, ¿cómo vamos a meter las maletas de las señoras en el coche?

—Abre y verás.

Mi padre, el que anda mal de la cadera, abrió el maletero y las puertas de atrás y se puso a hacer malabares con el equipaje a una velocidad asombrosa. Al poco, el maletero volvía a estar cerrado y medio asiento trasero lleno hasta los topes.

—Listo. —Se frotó las manos—. Ya podemos montar. La señora Weidemann-Zapek atrás, tal vez, y la señora Klüppersberg en el asiento del acompañante.

Mientras las señoras se subían al coche ceremoniosamente entre risitas, mi padre extendió la mano pidiendo la llave. Sólo entonces nos vio la cara.

—¿Qué os pasa? El sitio no está tan lejos, y vosotras no lleváis equipaje. Seguro que después de tanto coche una pequeña caminata os sienta de maravilla.

—A ver, papá, si ni siquiera sabes adónde tienes que ir.

—Claro que lo sé. Para empezar, nuestras huéspedes tienen un plano, y además Dorothea puede poner el navegador. Y no te comportes siempre como si yo fuera un vejestorio al que no se puede dejar solo.

Me callé la respuesta; a fin de cuentas, era mi padre.

Menudo hombre

Dorothea y yo nos pusimos a la larga cola de pasajeros, enseñamos nuestros billetes y ahora nos dirigíamos a la Kaiserstrasse con el sol dándonos en plena cara. Poco después de dejar atrás el puerto nos adelantó el coche de Dorothea. Mi padre tocó el claxon feliz y contento y nos avanzó en segunda. Lo seguí con la mirada.

—¿Te ha dicho que desde hace veinte años sólo conduce coches con el cambio automático?

—Ah, es eso. —Dorothea tragó saliva—. Ya ni sabe cuándo meter tercera. Da igual, el embrague debería aguantar. Esperemos.

Dorothea era una persona muy tranquila, de lo que me alegré en ese instante, ya que de lo contrario me habría visto obligada a tener que defender a mi padre. Al parecer, me había leído el pensamiento.

—Me muero de ganas de ver cómo se las arreglará Heinz para quitarse de encima a esas dos valquirias. Las veo muy sueltas. —Se rió—. Christine, lo que yo te diga, nos vamos a reír mucho con ellas.

—¿Eres consciente de que me las voy a encontrar cada mañana en la pensión?

—Es verdad, vas a ser el hada de los desayunos durante dos semanas. Esperemos que no metas la pata. La señora Weidemann-Zapek ha recalcado que viajan mucho, así que seguro que se las saben todas. Aunque por otra parte no harás nada mal, te utilizarán para pescar a tu padre. Cada una por su lado, claro.

—Pero qué dices. Ves demasiadas películas malas.

Dorothea se detuvo delante de un banco desde el que se veía el mar.

—He visto el brillo en sus ojos, amiga mía. No te engañes. Y ahora nos sentaremos aquí un rato, nos fumaremos un cigarrillo a escondidas y cogeremos fuerzas antes de meternos en la pensión y en el siguiente lío. Creo que van a ser las vacaciones más peculiares de nuestra vida.

Yo ya había ido dos veces a la isla a ver a Marleen, de modo que sabía cómo llegar. Cuando estuve la última vez, en enero, Marleen acababa de empezar a reformar la pensión. Ahora estaba prácticamente irreconocible. La había pintado de un blanco inmaculado, el tejado de tejas rojas era nuevo, en la gran terraza acristalada habían cambiado los cristales viejos y el marco de las ventanas de las buhardillas era azul. Tan sólo el letrero «Haus Theda» seguía siendo el mismo.

Dorothea se detuvo.

—Es increíble. Me imaginaba una casita vieja, y es enorme. ¿Cuántas habitaciones hay?

Hube de pararme a pensar.

—Creo que doce. O trece. Y están todas reservadas. Por eso no podemos quedarnos aquí. Por cierto, nuestro alojamiento está justo al lado, es esa casita roja de ahí. La dueña es Mareike, una amiga de Marleen. Ella vive en la planta de arriba y alquila la de abajo. Trabaja en la clínica dermatológica, es médica, pero ahora se ha ido de vacaciones y por eso no está. Así que tenemos la casa entera para nosotras. Es perfecto, ¿no?

El coche de Dorothea ocupaba dos de las tres plazas de aparcamiento de que disponía la pensión. Eché una ojeada al asiento trasero: por lo visto, la cadera se había curado espontáneamente, el equipaje había desaparecido. Mi padre era un caballero, no permitía que las damas cargaran con peso, eso sólo se lo dejaba a las hijas.

Marleen se hallaba en la pequeña recepción, rellenando impresos. Levantó la cabeza al vernos entrar y sonrió.

—Ya habéis llegado. Dorothea, ¿se te ha pasado el dolor de cabeza?

Salió de detrás del mostrador y nos abrazó, primero a mí y luego a Dorothea.

—¿Qué dolor de cabeza?

—Heinz dijo que te dolía tanto la cabeza que no podías conducir y preferías venir andando. Y para que no vinieras sola Christine se ha empeñado en acompañarte. Luego él se ha ofrecido a traer tu coche. Dicho sea de paso, ¿por qué os lo habéis traído? Aquí no os hace ninguna falta.

Me senté en un banco.

—Es una larga historia. Tan larga como la aparición del dolor de cabeza. Ya te la contaré tranquilamente.

Marleen me miró con cara de preocupación.

—No me digas que a ti también te duele la cabeza.

Dorothea se dejó caer a mi lado.

—No, Marleen, no nos duele la cabeza a ninguna. No nos pasa nada. Por cierto, ¿quién ha aparcado mi coche?

—Heinz ha dejado el coche atravesado en las plazas de aparcamiento por equivocación; lo cierto es que se aparca en batería, pero da lo mismo. A cambio, ha tenido la amabilidad de traer a dos de mis huéspedes. Fue una casualidad que se sentaran las dos a vuestra mesa.

Mi padre no dejaba de sorprenderme. Veinte minutos de ventaja a lo sumo y ya andaba contando semejantes historias. Para entonces, eran casi las siete de la tarde. Me puse en pie y me estiré.

—Y ¿dónde está mi padre? Porque me gustaría llevar las cosas a nuestra casa, deshacer las maletas de prisa y cenar tranquilamente contigo y charlar un rato. Y, de paso, tú deberías ir acostumbrándote poco a poco a Heinz.

—¿Y eso? ¿Qué pasa con Heinz? Por cierto, está en la casa, ya se lo he enseñado todo.

Dorothea le apretó la mano a Marleen.

—Es la monda. Sólo hay que dejarlo hacer. Como es su hija, Christine tal vez sea un poco susceptible.

—¿Qué hay de nuestro equipaje? —De nuevo tenía una sensación extraña.

—Vuestra maleta ya os la he llevado a la casa, Christine, deberías comprarte una con ruedas. Y las bolsas de Heinz aún están en el coche, dijo que él iba por ellas. Pero espera, las llaves del coche siguen aquí, podéis ir ahora mismo.

Fuimos al coche y abrimos el maletero. Todas nuestras cosas seguían allí. Dorothea me vio la cara.

—No pretenderás que lleve nuestras cosas.

—Pues claro que no, si ni siquiera lleva las suyas.

—Ya sabes que tiene la…

—No me vengas ahora con lo de la cadera mala. Bien que ha levantado las maletas de la señora Weidemann-Zapek y de la señora Klüppersberg. Y no parecían precisamente vacías.

—El punto y la pluma no pesan nada.

Dorothea se echó a reír mientras se colgaba las bolsas del hombro. Yo me repartí las bolsas restantes y acto seguido echamos a andar con la carga hacia la casa roja.

Tuvimos que llamar cinco veces antes de que oyéramos los pasos de mi padre por el pasillo. Al llegar a la puerta, se detuvo e intentó mirar por la pequeña mirilla.

—¿Quién es?

—Papá, abre.

—¿Christine? ¿Dorothea? ¿Sois vosotras?

Le di un puntapié a la puerta.

—¡Papá!

—Un momento.

Oímos una llave que giraba dos veces en la cerradura y después la puerta se abrió despacio. Al pasar por delante de mi padre se me resbaló la primera bolsa del hombro, y la segunda fue detrás. Las dos bolsas de tela y los tres abrigos los dejé caer sin más. A Dorothea también se le escurrió lo que llevaba. Mi padre vio el revoltijo y sacudió la cabeza.

—Vaya dos. Con lo ordenado que estaba esto.

Me extrañó que Dorothea no lo hubiese fulminado aún con la mirada, porque yo, por mi parte, lo hice una vez más. Ella, en cambio, arrinconó sus bolsas con un pie y cogió del brazo a mi padre.

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