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Authors: Dora Heldt

Vacaciones con papá (3 page)

BOOK: Vacaciones con papá
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Yo estaba que trinaba. Mi padre había hecho su numerito de: «No oigo bien, soy un inválido y un isleño ingenuo», no sabía nada, todo aquello le resultaba muy desagradable. Y su hija había desaparecido de pronto, no era la primera vez que pasaba. Fui arrastrando la maleta como si tuviera ruedas, haciendo un ruido infernal. Él me miró circunspecto.

—Así no…

—¡Papá! Si dices una sola palabra más te dejo aquí mismo con el maletón.

En efecto, mi padre no dijo nada en los minutos que siguieron a excepción de la frase: «Qué lejos está aquí el aparcamiento», que yo pasé por alto, ya que entretanto metí como pude la maleta en el maletero y cerré haciendo más ruido del que era necesario. Mi padre se estremeció, lo que me sentó bien.

Subimos al coche. Mientras arrancaba, dije sin mirarlo:

—Vamos a casa de Dorothea.

Por lo visto, no se atrevió a responder.

El termómetro marcaba una temperatura exterior de 25º C, el cielo era de un azul radiante, hacía el tiempo que debía hacer en vacaciones. Y padre e hija, enfadados, guardaban silencio. Miré a mi padre de reojo con cautela. Nunca había visto a nadie tan compungido. Allí estaba, dándole vueltas a la gorra entre las manos, la cremallera del anorak rojo subida hasta arriba, gotas de sudor perlando su frente. Y me dio pena. Como me pasaba siempre. Se comportaba de un modo inadmisible, yo me enfadaba con él y después me remordía la conciencia. Y, como siempre, fui yo quien rompió el hielo.

—Hace calor, ¿no? ¿Por qué no te has quitado el anorak?

Me dirigió una mirada ingenua.

—No teníamos mucho tiempo. Pero puedo aguantar así.

Unos metros más adelante había un aparcamiento libre en el arcén. Me metí en él y apagué el motor. Mi padre echó un vistazo a su alrededor.

—¿Aquí vive Dorothea? No es una zona muy bonita, que digamos.

—Pues claro que no vive aquí. He parado para que te quites el anorak.

Me miró radiante.

—Qué detalle.

Mientras se desabrochaba el cinturón, bajaba con parsimonia, se quitaba el anorak, que dejaba cuidadosamente en el asiento trasero, se sentaba de nuevo y se ponía el cinturón, decidí no volver a mencionar la escena de la maleta.

Mi padre, aliviado, se pasó una mano por la frente.

—Sí, así está mejor. Pero sigue haciendo calor. Creo que es por los gases de escape de la ciudad. Este calor… En Sylt los policías no visten de negro. Esos uniformes no me gustan nada, me parecen demasiado amenazadores.

Busqué una emisora en la radio del coche y subí el volumen.

Dorothea cerraba su coche justo cuando nosotros aparcábamos delante de su casa. Vino hacia nosotros sonriendo.

—Por fin. Os esperaba hace media hora. ¿Tanto se ha retrasado el tren?

Primero le dio un abrazo a Heinz, luego a mí. Por encima de su hombro lancé una mirada admonitoria a mi padre, que asintió para tranquilizarme.

—Sí que vino con retraso, pero no lo suficiente como para que me dieran un vale, aunque de todas formas no me sirve para nada, y luego nos…

Lo interrumpí:

—Bueno, vayamos a tomar un café primero y luego metemos el equipaje en el coche. Iremos en el coche de Dorothea, papá, el maletero es más grande. Y deberíamos salir pronto, para no perder el ferry.

Dorothea nos miraba a uno y a otro.

—El café está hecho. Dime, Heinz, ¿necesitas comer algo caliente o te basta con un trozo de bizcocho?

—En la estación me he comido una salchicha en un panecillo, así el espectáculo…

—Vamos, papá. —Lo empujé para que echara a andar—. Primero tomaremos café.

Media hora después, Dorothea se secaba por milésima vez las lágrimas de risa, lo que no servía de mucho, ya que en cuanto me miraba volvía a reírse a carcajadas. Apenas podía articular palabra.

—Ay, Heinz, es que me imagino perfectamente a Christine rodeada de policías vestidos de negro apuntándola con sus armas para mantenerla a raya. Y a un montón de pastores alemanes ruidosos. Y a Christine con cara de tonta. Y a ti comiendo tranquilamente un perrito. ¡Ja, ja, ja, me meo de risa!

Desde luego se estaba desternillando. Y el Judas de Heinz también. La décima vez a mí la historia no me hacía ni pizca de gracia. Aunque tampoco me lo hizo la primera. Así que me levanté.

—No llevaban armas, no había perros, y deberíamos ir saliendo si queremos coger el ferry. Además, aún tenemos que meter el equipaje. Así que mejor dejamos ya el tema.

Dorothea soltó una risita tonta, y mi padre le dijo:

—Es maja, pero a veces un poco aguafiestas.

Tuve que morderme la lengua.

Poco después, en el aparcamiento, abría el maletero del monovolumen de Dorothea. Delante del coche había cuatro bolsas de viaje grandes, tres bolsas de tela, una cesta con comida y el maletón. Junto a todo ello, Dorothea y mi padre, que no daban la impresión de ir a mover un dedo. Los miré a ambos.

—¿Qué? ¿Lo metemos en el maletero?

Mi padre hizo un gesto negativo con la mano.

—Hija, yo no puedo, la cadera. Ya lo sabes. La maleta pesa demasiado.

Dorothea se rió de nuevo.

—Y yo no puedo ni mirarla aún.

Cerré un instante los ojos. No quería enfadarme, estaba de vacaciones. Así que cogí la maleta y la coloqué al fondo del maletero. Dorothea me pasó sus dos bolsas de viaje, que dejé junto a la maleta; la primera de mis bolsas cabía a duras penas, la segunda ya no entraba, y el resto aún estaba delante del coche.

—Acabo de darme cuenta de que tienes que poner la maleta a lo largo, no atravesada.

—Gracias, papá.

Saqué las bolsas, le di la vuelta al maletón y empezó a dolerme el nervio ciático. Solté un «ay». Mi padre alargó el brazo y desplazó la maleta un centímetro.

—Así —dijo con optimismo—. Mucho mejor.

Al lado coloqué tres bolsas, la cuarta fue encima. El maletero no cerraba. Mi padre puso de lado la bolsa de arriba, metió delante dos de las tres bolsas de tela y torció la cabeza.

—¿De verdad necesitáis llevar tantas cosas? En una isla sólo hacen falta unos vaqueros y un impermeable.

No dije nada, saqué las bolsas de viaje de nuevo, puse todas las bolsas de tela encima del maletón, embutí la cesta delante y le pregunté a Dorothea dónde estaban nuestros abrigos. Mientras iba por ellos, me apoyé en la cesta para que el equipaje aguantara en su sitio. Dorothea volvió con dos chubasqueros, dos abrigos y tres botellas de vino.

—Para Marleen.

Fui alternando las botellas y la ropa en los huecos que quedaban y después intenté cerrar con cuidado. Lo conseguí, un trabajo milimétrico. Me volví orgullosa.

—¿Y bien?

—Te has dejado una bolsa de viaje.

—No, papá, no me la he dejado, irá en el asiento trasero.

—Pero yo no me siento atrás.

—No hace falta. Atrás puedo ir yo.

—Claro, y si Dorothea da un frenazo, la bolsa se me clavará en los riñones.

—Heinz, yo no doy frenazos, y podemos poner la maleta en el otro lado del asiento. Así se me clavará a mí en los riñones.

—De acuerdo. —Mi padre pareció tranquilizarse. Consultó el reloj—. Nos hemos pasado de la media hora. Cuando no se está acostumbrado a meter el equipaje en un coche, no se tiene práctica. Yo antes lo hacía en un santiamén, cuando aún tenía la cadera bien y siempre andábamos de acá para allá. Y, ahora, id otra vez al servicio y nos vamos.

Echó a andar hacia la casa, Dorothea lo siguió risueña y yo me apoyé en el coche y me encendí un cigarrillo. Me daba lo mismo que a mi padre le diera un ataque cuando me viera fumando. Ya estaba bastante hecha polvo.

Listos para la isla

Una media hora larga después cruzábamos los puentes del Elba. Mi padre no levantaba la vista del mapa de carreteras que tenía en el regazo. Por una parte, porque no se fiaba del navegador de Dorothea ni de mi sentido de la orientación, y por otra, porque quería castigarme no abriendo la boca por fumar. Por el momento yo podía vivir perfectamente con ello, miraba el Elba por la ventanilla y tenía ganas de ver el mar del Norte. Dorothea tarareaba en voz baja una canción pop que sonaba en la radio, Heinz seguía callado. Aparté un poco la bolsa y me incliné hacia delante.

—Dorothea, ¿te quedan caramelos de menta en la guantera?

—Creo que sí. Heinz, ¿te importa echar un vistazo?

—Ah, no, ¿es que te duele la garganta? ¿Por qué será? Y la menta no hace nada contra los daños que provoca el tabaco. Se necesitan cosas más fuertes. Y…

—Heinz.

—Papá.

—Sí, sí, ya veréis, ya. Seguid envenenándoos tranquilamente, adelante, pero luego no digáis que no os lo advertí.

Abrió la guantera, que con el impulso le dio en la rodilla. Mi padre profirió un grito en el acto, y Dorothea se asustó.

—Por Dios, Heinz, casi me doy contra la mediana. ¿Qué ha pasado?

—Nada, la guantera esta. Me ha dado en toda la rodilla. Me duele, y todo por fumar.

Echó mano del retrovisor y lo movió de forma que pudiera dirigirme una mirada de reproche por el espejo.

—A ver —Dorothea colocó el espejo en la posición adecuada—, vuélvete tú, no puedes moverme el espejo sin más.

Heinz la miró.

—Casi no puedo moverme. Habéis echado el asiento demasiado hacia adelante, y todo porque a Christine ya no le cabía la bolsa en el maletero.

—Papá, puedes sentarte atrás si quieres.

—Imposible, atrás me mareo. ¿Cuánto falta?

Revolví los ojos, aunque él no me vio.

—Dos horas y media aproximadamente.

—¿Tanto? Por el amor de Dios, no me va a venir nada bien para la cadera. Tendré que estirar las piernas en algún momento. —Se echó hacia adelante para ver mejor la radio del coche—. ¿Qué emisora es ésta?

Sonaba una vieja canción de Fleetwood Mac.

—Este chunda-chunda me está volviendo loco. ¿Dónde está la NDR 1?

Sin preguntar, se puso a darle con el dedo al botón. Me temí lo peor. Y pasó:
Steig in das Traumboot heute Nacht, Anna Lena
, «Súbete al barco de los sueños esta noche, Anna Lena», a todo volumen.

—No pega ni con cola, ¿eh? —Mi padre le dio un empujoncito a Dorothea y se puso a cantar con efusividad

Ella, horrorizada, me miró por el retrovisor.

—¿Qué es esto?

—El barco de los sueños esta noche, lalalalá. Es Costa Cordalis. Una bonita canción. Y viene como anillo al dedo. Aunque nosotros no vayamos a subir esta noche y ese ferry no sea ningún barco de los sueños. ¿Qué, Christine?, por lo menos esto es música, ¿eh?

Mi padre llevaba el ritmo con las piernas, yo apoyé la cabeza en el cristal y cerré los ojos.

Una hora después, y prácticamente atontada debido a frases como «No me vuelvo a ir de pingo un domingo», «Una medalla de oro para esa cinturita que adoro» o «Seguro que te las apañas con esas pestañas», Dorothea, agotada, entró en una área de servicio. Paró junto a un surtidor de gasolina y apagó el motor. Silencio. La radio dejó de sonar, sólo oíamos a Heinz, que terminaba la letra con los ojos cerrados y absoluta entrega. Dorothea y yo nos miramos y luego lo miramos a él sin decir nada. Mi padre abrió los ojos y sonrió.

—Es Renate Kern. Una mujer increíble. No es que sea guapa, pero sí muy elegante. Cantaba unas canciones preciosas. Antes. —Se quitó el cinturón y abrió la puerta—. Bueno, señoritas, permitid que el caballero se encargue de echar gasolina, vosotras podéis quedaros sentadas un momento y después nos tomaremos una buena taza de café. Pero no os vayáis. —Se bajó y cerró la portezuela.

Dorothea se volvió hacia mí.

—Esto tendrías que habérmelo dicho. Habría quitado la radio. Se sabe todas las canciones. ¿Desde cuándo es tu padre el rey de la canción popular?

—Siempre lo ha sido. —Lo que no le dije es que yo también me las sabía todas. Ya fuera Monica Morell o Bernd Clüver, las conocía todas. De los diez a los dieciséis años, un período crucial, me pasé todos los domingos grabando el
hit parade
de la canción alemana con un casete Grundig. A mis padres les gustaban las celebraciones, el menor motivo daba pie a que el aparador del comedor se transformara en un bufet, las alfombras se enrollaran y se recogieran las lámparas. Se bebía ponche de fresa y cerveza, se comía ensalada de pasta con guisantes y después se bailaba. Toda la noche. Las cintas eran de sesenta minutos, y tenía que haber al menos cinco cintas distintas, de las cuales yo era la responsable. Durante esos años acabé grabando casi todas las canciones de moda alemanas. De Renate y Werner Leismann a rarezas como Andrea Andergast o Hoffmann & Hoffmann pasando por Christian Anders y Dorthe Kollo. Todo. El mérito estaba en ponerlas en distinto orden una y otra vez y, en el momento adecuado, es decir,
antes
de que dieran el parte del tráfico, darle al botón de pausa. A lo largo de esos seis años desarrollé una técnica de lo más depurada. Mis empalmes eran perfectos. Volumen, pausas, transiciones, todo redondo. Sólo había una cinta grabada por mi hermana. Yo estaba de viaje con mi clase y ella tuvo que sustituirme dos domingos. En la fiesta que se celebró con motivo de la nueva bicicleta de mi madre, mi padre observó por primera vez que en la NDR 2 daban noticias cada media hora. A ninguno de los invitados le molestaba que el baile se interrumpiera, pero se bebía mucho más. Y esos domingos pasaron muchas cosas en las autopistas.

Hace unos años mi padre estuvo ordenando esas viejas grabaciones. Después me llamó para contarme que le habría parecido muy interesante volver a escuchar las noticias de antaño y que, en cierto modo, era una pena que por aquel entonces a mí sólo me interesara la música.

—Christine, ¿qué es eso que tarareas?

La voz de Dorothea me sacó de mis cavilaciones.
Du entschuldige, i kenn

di
, «Perdona, yo te conozco», de Peter Cornelius; intenté sacudirme la melodía.

—Nada, ¿dónde anda el rey de la canción?

Peter seguía cantando en mi cabeza, y sólo consiguió ahogarlo Heinz, que silbaba
Immer wieder Sonntag
, «Siempre domingo», mientras ocupaba de nuevo el asiento del acompañante.

—Bien, señoritas, el coche tiene gasolina, la cuenta está pagada. Ahora necesito un descanso.

Indicó a Dorothea que se dirigiera al aparcamiento del área de servicio. Después de bajar del coche, me escudriñó.

—¿Qué pasa? Estás muy pálida.

Los demonios alborotaban en mi cabeza, me asaltaban nombres y letras que había olvidado hacía tiempo, grandes éxitos, discos, casetes Grundig, me pondría a cantar de inmediato todas las canciones de Howard Carpendale, y yo que pensaba que las había olvidado. La princesa de la canción popular.

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