Vacas, cerdos, guerras y brujas (10 page)

BOOK: Vacas, cerdos, guerras y brujas
9.15Mb size Format: txt, pdf, ePub

La única actividad humana, aparte de la sexual, para la cual es indispensable la especialización del varón es el conflicto bélico que requiere armas de mano. En general, los hombres son más altos, más fuertes y más musculosos que las mujeres. Los hombres pueden arrojar una lanza más larga, doblar un arco más fuerte y usar una maza más grande. Los hombres pueden correr también más deprisa, ya sea en el ataque hacia el enemigo o en la retirada.

Insistir junto con algunos líderes del movimiento de liberación de la mujer en que las mujeres pueden ser también adiestradas para combatir con armas de mano no altera la situación. Si algún grupo adiestrara a las mujeres en vez de a los hombres como sus especialistas militares, cometería un gran error.

Seguramente esta decisión equivaldría a un suicidio, puesto que no conocemos u solo caso auténtico en parte alguna del globo terrestre.

La guerra invierte el valor relativo de la aportación que hombres y mujeres hacen a las perspectivas de supervivencia del grupo. La guerra obliga a las sociedades primitivas a limitar la cría de mujeres al favorecer la maximización del número de varones adultos listos para el combate. Es esto, y no el combate per se, lo que convierte a la guerra en un medio eficaz de controlar el crecimiento demográfico. Como saben todos los maring, los antepasados ayudan a los que más se ayudan a sí mismos, mandando al terreno de combate a muchos hombres y manteniéndoles allí. Así, que me inclino más bien hacia el punto de vista de que el ciclo ritual entero es un "truco" inteligente por parte de los antepasados para conseguir que los maring críen cerdos y hombres en vez de mujeres al objeto de proteger el bosque.

Continuando la búsqueda de las condiciones prácticas que llevan a la guerra primitiva, todavía he de abordar la cuestión de por qué no se empleaban medios menos violentos para mantener la población del grupo local por debajo de la capacidad de sustentación. Por ejemplo, ¿no habría sido mejor para los tsembaga así como para su hábitat si se hubiera limitado su población simplemente mediante alguna técnica de control de natalidad? La respuesta es no, puesto que antes de la invención del condón en el siglo XVIII, no existieron en ninguna parte métodos anticonceptivos seguros, relativamente agradables y eficaces. Con anterioridad, el medio "pacífico" más eficaz para limitar la población, aparte del infanticidio, era el aborto. Muchos pueblos primitivos saben cómo provocar el aborto con brebajes venenosos. Otros enseñan a la mujer embarazada a envolver su vientre con una apretada faja de tela. Cuando falla todo lo demás, la mujer embarazada se tumba sobre la espalda mientras una amiga salta con todas sus fuerzas sobre su abdomen.

Estos métodos son bastante eficaces, pero tienen el desagradable efecto secundario de provocar la muerte de la futura madre casi tan a menudo como la muerte del embrión.

Al faltarles métodos seguros y eficaces de anticoncepción o aborto, los pueblos primitivos deben centrar su medio institucionalizado de controlar la población en los individuos vivos. Los niños —cuanto más jóvenes mejor— son las víctimas lógicas de estos esfuerzos, ya que, en primer lugar, no pueden ofrecer resistencia; en segundo lugar, hay menos inversión social y material en ellos; y en tercer lugar, los lazos emocionales con las criaturas son más fáciles de cortar que los existentes entre adultos.

Los que encuentran mi razonamiento depravado o "incivilizado", deberían leer algo sobre la Inglaterra del siglo XVIII. Decenas de millares de madres ebrias de ginebra arrojaban regularmente sus bebés al Támesis, les envolvían con las ropas de las víctimas de la viruela, les abandonaban en toneles de basura, les asfixiaban al echarse sobre ellos en la cama en el estado de estupor provocado por la embriaguez, o ideaban otros métodos directos o indirectos de acortar la vida de sus criaturas. En nuestra propia época, sólo un grado increíble de obstinación farisaica nos impide admitir que todavía se practica el infanticidio a escala cósmica en las naciones subdesarrolladas, en las que son corrientes tasas de mortalidad infantil en el primer año de 250 por cada mil nacimientos.

Los maring hacen lo mejor que pueden ante una mala situación que ha sido común a toda la humanidad antes del desarrollo de una anticoncepción eficaz y de un aborto seguro en los primeros meses de embarazo. Provocan o toleran una proporción más alta de muertes de criaturas femeninas que de criaturas masculinas. Si no hubiera ninguna discriminación contra las niñas, muchos niños serían víctimas de la necesidad de un control demográfico. La guerra que favorece la cría del máximo número de varones, es responsable del índice más alto de supervivencia de las criaturas masculinas frente a las femeninas.

O sintetizando la cuestión, la guerra es el precio pagado por las sociedades primitivas por criar hijos cuando no pueden permitirse el lujo de criar hijas.

El estudio de la guerra primitiva nos lleva a la conclusión de que la guerra ha formado parte de una estrategia adaptativa vinculada a condiciones tecnológicas, demográficas y ecológicas específicas. No es necesario invocar imaginarios instintos criminales o motivos inescrutables o caprichosos para comprender por qué los combates armados han sido tan corrientes en la historia de la humanidad. Por ello, no cabe sino esperar que ahora cuando la humanidad tiene mucho más que perder de lo que posiblemente pueda ganar con la guerra, otros medios de resolver los conflictos entre grupos la reemplazarán.

El macho salvaje.

El infanticidio femenino es una manifestación de la supremacía del varón. A mi entender, se puede mostrar que otras manifestaciones de la supremacía del varón están también arraigadas en las exigencias prácticas del conflicto armado.

Para explicar las jerarquías sexuales debemos elegir de nuevo entre teorías que hacen hincapié en instintos inalterables y teorías que ponen de relieve la adaptabilidad de los estilos de vida ante condiciones prácticas y mundanas modificables. Me inclino hacia el punto de vista del movimiento de liberación de la mujer que sostiene que la "anatomía no es el destino", dando a entender que las diferencias sexuales innatas no pueden explicar la distribución desigual de privilegios y poderes entre hombres y mujeres en las esferas doméstica, económica y política. Los movimientos de liberación de la mujer no niegan que la posesión de ovarios en vez de testículos conduce necesariamente a formas diferentes de experimentar la vida. Niegan que haya algo en la naturaleza biológica de los hombre y de las mujeres que por sí solo destine a los varones a gozar de privilegios sexuales, económicos y políticos mayores que los de las mujeres.

Si prescindimos de la concepción y de la especialización sexual relacionada, la asignación de roles sociales en base al sexo no se deriva automáticamente de las diferencias biológicas entre hombre y mujer. Si sólo conociéramos los hechos de la biología y anatomía humanas, no podríamos predecir que las hembras fueran el sexo socialmente subordinado. La especie humana es única en el reino animal, ya que no hay correspondencia entre su dotación anatómica hereditaria y sus medios de subsistencia y defensa. Somos la especie más peligrosa del mundo no porque tengamos los dientes más grandes, las garras más afiladas, los aguijones más venenosos o la piel más gruesa, sino porque sabemos cómo proveernos de instrumentos y armas mortíferas que cumplen las funciones de dientes, garras, agujones y piel con más eficacia que cualquier simple mecanismo anatómico. Nuestra forma principal de adaptación biológica es la cultura, no la anatomía. No cabe esperar que los hombres dominen a las mujeres por el mero hecho de ser más altos y más fuertes, más de lo que cabe esperar que la especie humana sea gobernada por el ganado vacuno o los caballos, animales cuya diferencia de peso con respecto al marido corriente es de treinta veces superior a la existente entre éste y su esposa. En las sociedades humanas, el dominio sexual no depende de qué sexo alcanza un mayor tamaño o es innatamente más agresivo, sino de qué sexo controla la tecnología de la defensa y de la agresión.

Si sólo conociera la anatomía y capacidades culturales de los hombres y de las mujeres, me inclinaría a pensar que serían las mujeres, y no los hombres, quienes controlarían la tecnología de la defensa y de la agresión y que si un sexo tuviera que subordinarse a otro, sería la hembra quien dominaría al macho. Aunque quedaría impresionado por el dimorfismo físico —mayor altura, peso y fuerza de los varones— en especial en relación con las armas que se manejan con la mano, todavía me causaría mayor asombro algo que las mujeres tienen y que los hombres no pueden conseguir, a saber, el control del nacimiento, el cuidado y la alimentación de los niños. En otras palabras, las mujeres controlan la crianza, y gracias a ello pueden modificar potencialmente cualquier estilo de vida que las amenace. Cae dentro de su poder de negligencia selectiva el producir una proporción entre los sexos que favorezca mucho más a las hembras que a los varones. También tienen el poder de sabotear la "masculinidad" de los varones, recompensando a los chicos por ser pasivos en vez de agresivos. Cabría esperar que las mujeres centraran sus esfuerzos en criar mujeres solidarias y agresivas en vez de varones, y por añadidura, que los pocos supervivientes masculinos de cada generación fueran tímidos, obedientes, trabajadores y agradecidos por los favores sexuales. Predeciría que las mujeres monopolizarían la dirección de los grupos locales, serían responsables de las relaciones chamánicas con lo sobrenatural, y que Dios sería llamado ELLA. Finalmente, esperaría que la forma de matrimonio ideal y más prestigioso sería la poliandria, en la cual una sola mujer controla los servicios sexuales y económicos de varios hombres.

Algunos teóricos que vivieron en el siglo XIX postularon en realidad este tipo de sistemas sociales dominados por las mujeres como la condición primordial de la humanidad. Por ejemplo, Friedrich Engels, quien tomó sus ideas del antropólogo americano Lewis Henry Morgan, creía que las sociedades modernas habían pasado por una fase de matriarcado en la cual la filiación se trazaba exclusivamente por la línea femenina y en la que las mujeres dominaban políticamente a los hombres. En la actualidad muchos movimientos de liberación de la mujer continúan creyendo en este mito y en sus consecuencias. Probablemente, los varones subordinados rechazaron y derrocaron a las matriarcas, les arrebataron sus armas y, desde entonces, han estado conspirando para explotar y degradar al sexo femenino. Algunas mujeres que admiten este tipo de análisis arguyen que sólo una contraconspiración militante, equivalente a una especie de guerra de guerrillas entre los sexos, podría instaurar el equilibrio entre el poder y la autoridad masculinos y femeninos.

Hay un planteamiento incorrecto en esta teoría: nadie ha podido demostrar jamás un solo caso que fuera representativo de verdadero matriarcado. La única evidencia para esta fase, prescindiendo de los antiguos mitos de las amazonas, es que aproximadamente de un 10 a un 15% de las sociedades del mundo trazan el parentesco y la filiación exclusivamente a través de las mujeres. Pero el cálculo de la filiación a través de las mujeres es la matrilinealidad, no el matriarcado. Aunque la posición de la mujer en los grupos de parentesco matrilineales tiende a ser relativamente buena, faltan los rasgos principales del matriarcado. Son los varones, en definitiva, quienes dominan la vida económica, civil y religiosa, y quienes gozan del acceso privilegiado a varias esposas a la vez. Si el padre no es la principal autoridad dentro de la familia, tampoco lo es la madre. La figura autoritaria en las familias matrilineales es otro varón: el hermano de la madre (o el hermano de la madre de la madre o bien el hijo de la hermana de la madre de la madre).

El predominio de la guerra acaba con la lógica que constituye la premisa de la predicción del matriarcado. Las mujeres están capacitadas teóricamente para resistir e, incluso, subyugar a los varones a los que ellas mismas han alimentado y socializado; pero los varones criados en otra aldea o tribu presentan un tipo diferente de desafío. Tan pronto como los varones empiezan, por la razón que sea, a llevar el peso del conflicto intergrupal, las mujeres no tienen otra opción que criar el mayor número posible de varones feroces.

La supremacía del varón es un caso de "realimentación positiva" o de lo que se ha llamado "amplificación de la desviación": el proceso que se produce cuando las instalaciones de micrófonos y altavoces recogen y reamplifican sus propias señales, produciendo chirridos que parecen taladrar la cabeza. Cuanto más feroces son los varones, mayor es el número de guerras emprendidas y mayor la necesidad de los mismos. Asimismo cuanto más feroces son los varones, mayor es su agresividad sexual, mayor la explotación de las mujeres y mayor la incidencia de la poliginia, el control que ejerce un sólo hombre sobre varias esposas. A su vez, la poliginia agrava el déficit de mujeres, aumenta el nivel de frustración entre los varones jóvenes, e incrementa la motivación para ir a la guerra. La amplificación alcanza un clímax intolerable; se desprecia y se mata en la infancia a las mujeres, lo que obliga necesariamente a los hombres a emprender la guerra para capturar esposas y poder criar así un mayor número de hombres agresivos.

Para comprender la relación entre machismo y guerra es mejor que examinemos los estilos de vida de un grupo específico de sexistas militares primitivos. He elegido a los yanomamo, un grupo tribal de unos 10.000 amerindios que habita en la frontera entre Brasil y Venezuela. Napoleon Chagnon, profesor de la Universidad Estatal de Pensilvania y principal etnógrafo de los yanomamo, los ha denominado el "pueblo feroz". Todos los observadores que han estado alguna vez en contacto con ellos están de acuerdo en que constituyen una de las sociedades más agresivas, belicosas y orientadas hacia el varón que existe en el mundo.

En el momento en que un varón yanomamo típico alcanza la madurez, su cuerpo está cubierto de heridas y cicatrices como consecuencia de innumerables peleas, duelos e incursiones militares. Aunque desprecian mucho a las mujeres, los hombres yanomamo siempre están peleándose por actos reales o imaginarios de adulterio y por promesas incumplidas de proporcionar esposas. También el cuerpo de las mujeres yanomamo se halla cubierto de cicatrices y magulladuras, la mayor parte de ellas producto de encuentros violentos con seductores, violadores y maridos. Ninguna mujer yanomamo escapa a la tutela brutal del típico esposo-guerrero yanomamo, fácilmente encolerizable y aficionado a las drogas. Todos los hombres yanomamo abusan físicamente de sus esposas. Los esposos amables sólo magullan y mutilan; los feroces las hieren y matan.

Other books

It Begins by Richie Tankersley Cusick
Burned Hearts by Calista Fox
Red Sands by Nicholas Sansbury Smith
Save the Children by Don Pendleton
Carry Me Home by Sandra Kring
A Warrior's Journey by Guy Stanton III