Vacas, cerdos, guerras y brujas (8 page)

BOOK: Vacas, cerdos, guerras y brujas
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Estos anhelos exóticos son bastante reales, pero son la consecuencia, no la causa, de la guerra. Movilizan el potencial humano de violencia y ayudan a organizar la conducta guerrera. La guerra primitiva, al igual que el amor a las vacas o el aborrecimiento del cerdo, se funda en una base práctica. Los pueblos primitivos emprenden la guerra porque carecen de soluciones alternativas a ciertos problemas; soluciones alternativas que implicarían menos sufrimiento y menos muertes prematuras.

Los maring, como muchos otros grupos primitivos explican el desencadenamiento de la guerra por la necesidad de vengar actos violentos.

En todos los casos recogidos por Rappaport, clanes que antes eran amigos iniciaron las hostilidades tras alegar actos específicos de violencia. Las provocaciones citadas más frecuentemente eran rapto de mujeres, violación, disparar sobre un cerdo en el huerto, robo de cosechas, caza furtiva y muerte o enfermedad provocada mediante brujería.

Una vez que dos clanes maring han entablado una guerra en la que ha habido muertes, nunca les faltará motivo para reanudar las hostilidades. Cada muerte en el campo de batalla era rumiada por los parientes de la víctima, que sólo quedaban satisfechos tras haber igualado la partida matando a un enemigo.

Cada combate proporcionaba motivo suficiente para el próximo, y los guerreros maring emprendían a menudo la guerra con el deseo ardiente de matar a determinados miembros del grupo enemigo, es decir, aquellos que diez años antes habían sido responsables de la muerte del padre o del hermano.

Ya he relatado parte de la historia de cómo los maring se preparaban para la guerra. Tras arrancar el rumbim sagrado, los clanes beligerantes celebran los grandes festivales del cerdo en los que intentan reclutar nuevos aliados y consolidar las relaciones con grupos amigos. El kaiko es un acontecimiento ruidoso; algunas de sus fases duran meses, de modo que no es posible lanzar un ataque por sorpresa. De hecho, los maring esperan que la opulencia de su kaiko desmoralizará a sus adversarios. Ambas partes hacen preparativos para la batalla mucho antes de los primeros encuentros. Mediante intermediarios se acuerda como terreno educados para el combate una zona deforestada localizada en la región fronteriza entre los grupos combatientes. Ambas partes participan por turno en el desbroce de la maleza de este lugar, iniciándose la lucha el día acordado.

Antes de partir para el terreno del combate, los guerreros forman un círculo en torno a sus magos de la guerra, quienes se arrodillan junto al fuego sollozando y conversando con los antepasados. Los magos arrojan trozos de bambú verde a las llamas. Cuando el calor hace que el bambú explote, los guerreros golpean el suelo con los pies, gritan Ooooooh, e inician la marcha hacia el campo de batalla en fila india, brincando y cantando en el camino. Las fuerzas que se enfrentan forman en los extremos opuestos del calvero al alcance de sus respectivas flechas. Fijan en el suelo sus escudos de madera del tamaño del hombre, se ponen a cubierto y profieren amenazas e insultos contra el enemigo. De vez en cuando, guerrero abandona de repente su escudo para insultar a sus adversarios, volviendo a su punto de partida tan pronto como una lluvia de flechas se dirige hacia su posición. En esta primera fase del combate se producen pocas bajas y los aliados de los dos bandos tratan de acabar la guerra tan pronto como alguien resulta herido de gravedad. Si cualquiera de las partes insiste en continuar con la venganza, la lucha se intensifica. Los guerreros utilizan entonces hachas y lanzas; los bandos opuestos se acercan, y en cualquier momento uno de los dos puede precipitarse contra el otro en un intento decidido de provocar muertes.

Tan pronto como se produce una muerte, hay una tregua. Durante un día o dos, todos los guerreros permanecen en sus aldeas para realizar rituales funerarios o glorificar a sus antepasados. Pero si ambos bandos siguen igualados, pronto vuelven al terreno de combate. A medida que se prolonga la lucha, los aliados se cansan y están tentados a regresar a sus aldeas. Si se producen más deserciones en un grupo que en otro, la fuerza más poderosa puede intentar atacar a la más débil para expulsarla del campo. El clan más débil recoge sus bienes muebles y se refugia en las aldeas de sus aliados.

Anticipando la victoria, los clanes más fuertes pueden tratar de aprovechar la ventaja arrastrándose por la noche hasta la aldea enemiga, prendiéndole fuego y matando tanta gente como encuentren a su paso.

Cuando se produce una derrota, los vencedores no persiguen al enemigo, sino que se dedican a matar a los rezagados, incendiar las viviendas, destruir las cosechas y robar los cerdos. Diecinueve de las veintinueve guerras conocidas entre los maring finalizaron con el aplastamiento de un grupo por otro.

Inmediatamente después de un aplastamiento, el grupo victorioso regresa a su aldea, sacrifica el resto de los cerdos y planta el nuevo rumbim, con lo que se inicia el período de tregua. No ocupa de un modo directo las tierras del enemigo.

Una derrota decisiva en la que muere mucha gente puede llevar a un grupo a no volver jamás a su antiguo territorio. Las líneas de filiación de los vencidos se funden con las de sus aliados y anfitriones, mientras que los vencedores y los aliados de éstos ocupan su territorio. A veces, el grupo derrotado cede sus tierras fronterizas a los aliados entre los que ha buscado refugio. El profesor Andrew Vayda, que ha estudiado las consecuencias de las guerras en la región de la Cordillera Bismarck, afirma que independientemente de que la derrota infligida a un grupo sea o no decisiva, lo más probable es que éste establezca su nuevo asentamiento lejos de las fronteras enemigas.

Gran parte del interés se centra en la cuestión de si el combate y los ajustes territoriales entre los maring se derivan de los que se ha llamado vagamente "presión demográfica". Si entendemos por esta expresión la incapacidad absoluta de un grupo para satisfacer los requisitos calóricos mínimos, entonces no podemos decir que exista una presión demográfica en la región maring. Cuando los tsembaga celebraron su festival de cerdos en 1963, la población humana se elevaba a 200 individuos y la porcina a 169. Rappaport calcula que los tsembaga tenían bastantes tierras de bosque sin explotar en su territorio para alimentar una población adicional de 84 personas (o 84 cerdos adultos) sin provocar un daño permanente en el manto forestal o degradar otros aspectos vitales de su hábitat. Pero me opongo a definir la presión demográfica como el inicio de deficiencias nutritivas reales o el inicio real de daños irreversibles en el medio. En mi opinión, la presión demográfica se produce cuando la población empieza a acercarse al punto de deficiencias calóricas o proteínicas, o cuando empieza a crecer y consumir a un ritmo que más pronto o más tarde degradará y esquilmará la capacidad del medio para mantener la vida.

El tamaño de la población en el que empiezan a producirse las deficiencias nutritivas y la degradación constituye el límite superior de lo que los ecólogos llaman "capacidad de sustentación" ( carrying capacity: N.T. La capacidad de sustentación es un concepto fundamental en la antropología ecológica. Rappaport calcula la capacidad de sustentación del territorio tsembaga, es decir, el máximo número de personas y cerdos que pueden ser sustentadas durante jun período de tiempo sin modificar el consumo de los individuos tsembaga y sin producir una degradación en el medio ambiente, aplicando la siguiente fórmula recogida de Carneiro: P=(T:R+Y)*Y:A donde: P=es la población que puede ser sustentada; T= total de tierra cultivable; R=duración del período de barbecho en años; Y=duración del período de cultivo en años; A=el área de tierra cultivada requerida para proporcionar a un "individuo medio" la cantidad de alimento que ordinariamente se deriva de plantas cultivadas por año .) del hábitat. La mayor parte de las sociedades primitivas poseen, al igual que los maring, mecanismos institucionales para restringir e invertir el crecimiento demográfico por debajo de la capacidad de sustentación. Este descubrimiento ha producido mucha perplejidad. Puesto que grupos humanos concretos reducen la población, la producción y el consumo anticipándose a las consecuencias claramente negativas que provoca el rebasar la capacidad de sustentación, algunos expertos sostienen que la presión demográfica no pude ser la causa de estas reducciones. Pero no es necesario observar la obstrucción de una válvula de seguridad y la explosión de una caldera para juzgar que la función de la válvula es impedir normalmente la autodestrucción de la caldera.

Tampoco es gran misterio cómo estos mecanismo interruptores —los equivalentes culturales de los termostatos, las válvulas de seguridad y los interruptores eléctricos— llegaron a formar parte de la vida tribal. Como sucede con otras novedades evolutivas adaptativas, los grupos que inventaron o adoptaron instituciones de este tipo sobrevivieron con más consistencia que los que sobrepasaron el límite de la capacidad de sustentación. La guerra primitiva no es ni caprichosa ni instintiva; constituye simplemente uno de los mecanismos de interrupción que ayudan a mantener las poblaciones humanas en un estado de equilibrio ecológico con sus hábitat.

La mayor parte de nosotros preferiría considerar la guerra no como salvaguardia, sino como amenaza a relaciones ecológicas bien fundadas provocada por una conducta incontrolable e irracional. Muchos amigos míos piensan que es pecado decir que la guerra es una solución racional a cualquier tipo de problemas. Sin embargo, entiendo que mi explicación de la guerra primitiva como adaptación ecológica proporciona más razones para el optimismo, en lo que atañe a las perspectivas de poner fin a la guerra moderna, que las teorías populares en la actualidad de un instinto agresivo.

Como he dicho con anterioridad, si las guerras son provocadas por instintos homicidas innatos, entonces poco es lo que cabe hacer para impedirlas. En cambio, sin son provocadas por relaciones y condiciones prácticas, entonces podemos reducir la amenaza de guerra modificando estas condiciones y relaciones.

Puesto que no quiero ser tildado de defensor de la guerra, permitidme hacer la siguiente puntualización: afirmo que la guerra es un estilo de vida ecológicamente adaptativo entre los pueblos primitivos, no que las guerras modernas sean ecológicamente adaptativas. La guerra actual a base de armas nucleares puede intensificarse hasta el punto de la aniquilación mutua total.

Hemos llegado, así, a una fase en la evolución de nuestra especie en la que el próximo gran avance adaptativo debe ser o bien la eliminación de las armas nucleares o bien la eliminación de la guerra misma.

Cabe inferir las funciones reguladoras o mantenedoras del sistema de la guerra maring a partir de diferentes elementos de juicio. En primer lugar, sabemos que la guerra estalla en el momento en que la producción y el consumo se hallan en auge y las poblaciones porcina y humana se recuperan de los bajos niveles alcanzados al finalizar el combate anterior. El festival de cerdos, que actúa como mecanismo de interrupción y las hostilidades posteriores no coinciden con los mismos máximos en cada ciclo. Algunos grupos clánicos intentan hacer valer sus derechos sobre la tierra en niveles situados por debajo de los máximos anteriores como consecuencia de una recuperación desproporcionadamente rápida de los vecinos enemigos. Otros pueden aplazar su festival de cerdos hasta transgredir realmente el umbral de la capacidad de sustentación de su territorio local. Sin embargo, lo importante no consiste en los efectos reguladores de guerra sobre la población de uno u otro clan, sino sobre la población de la región de los maring en su totalidad.

La guerra primitiva no alcanza sus efectos reguladores principalmente por las muertes ocurridas en el combate. Las bajas habidas no afectan de una manera sustancial al índice de crecimiento demográfico, ni siquiera entre las naciones que practican formas industrializadas de matar. Las decenas de millones de muertes provocadas por las batallas del siglo XX sólo constituyen una ligera vacilación en el implacable empuje ascendente de la curva del crecimiento.

Consideremos el ejemplo de Rusia: en el punto culminante de la lucha y del hambre durante la Primera Guerra Mundial y la revolución bolchevique, la correlación entre la población proyectada para tiempos de paz y la población real en época de guerra sólo difería en unos puntos de porcentaje. Una década después de haber cesado la lucha, la población se había recuperado totalmente y volvía justamente al punto de la curva en que habría estado si no hubiera ocurrido la guerra y la revolución. Otro ejemplo: en Vietnam, pese a la intensidad extraordinaria de los combates terrestres y aéreos la población creció sin interrupción alguna durante la década de los 60.

Aludiendo a catástrofes como la Segunda Guerra Mundial, Frank Livingstone, profesor de la Universidad de Michigan, ha afirmado categóricamente:

"Cuando consideramos que estos sacrificios sólo ocurren aproximadamente una vez por generación, parece inevitable la conclusión de que no tienen efecto alguno en el crecimiento o tamaño de la población". Una de las razones para esto estriba en que la mujer corriente es muy fecunda y puede parir con facilidad ocho o nueve veces durante los veinticinco a treinta y cinco años en los que puede dar a luz. En la Segunda Guerra Mundial, el número total de muertes provocadas por la guerra no superó el 10 por 100 de la población, y un ligero incremento en el número de nacimientos por mujer pudo enjugar con facilidad el déficit en pocos años. (También contribuyó a esto una reducción en las tasas de mortalidad infantil y en la tasa de mortalidad en general.) No puedo formular ahora las tasas reales de mortalidad provocadas por las guerras entre los maring. Pero entre los yanomamo, una tribu situada en la frontera entre Brasil y Venezuela, y considerada como uno de los grupos primitivos más belicosos del mundo, cerca del 15 por 100 de los adultos mueren como consecuencia de la guerra. En el próximo capítulo relataré muchas cosas sobre los yanomamo.

La razón más importante para subestimar la guerra como medio de control demográfico consiste en que en cualquier parte del mundo son los varones los beligerantes y las víctimas principales de los enfrentamientos en el campo de batalla. Entre los yanomamo, por ejemplo, sólo el 7 por 100 de las mujeres adultas mueren en batalla frente al 33 por 100 de los varones adultos. Según Andrew Vayda, el aplastamiento más sangriento entre los maring produjo la muerte de catorce hombres, seis mujeres y tres niños de una población de 300 personas en el clan derrotado. Podemos descartar las muertes de varones en combate puesto que no tienen prácticamente ningún efecto en el potencial reproductivo de grupos como los tsembaga. Aun si se exterminara al 75 por 199 de los varones adultos en una sola batalla, las hembras supervivientes podrían enjugar con facilidad el déficit en una sola generación.

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