Read Vacas, cerdos, guerras y brujas Online
Authors: Marvin Harris
Un modo favorito de intimidar a la esposa es tirar de los palos de caña que las mujeres llevan a modo de pendientes en los lóbulos de las orejas. Un marido irritado puede tirar con tanta fuerza que el lóbulo se desgarra. Durante el trabajo de campo de Chagnon, un hombre que sospechaba de que su mujer había cometido adulterio fue más lejos y le cortó las dos orejas. En una aldea cercana, otro marido arrancó un trozo de carne del brazo de su mujer con un machete. Los hombres esperan que sus esposas les sirvan, a ellos y a sus huéspedes, y respondan con prontitud y sin protestar a todas sus exigencias.
Si una mujer no obedece con bastante prontitud, su marido le puede pegar con un leño, asestarle un golpe con su machete, o aplicar una brasa incandescente a su brazo. Si un marido está realmente encolerizado, puede disparar una flecha con lengüeta contra las pantorrillas o nalgas de su esposa. En un caso registrado por Chagnon, la flecha se desvió penetrando en el estómago de la mujer, lo que a punto estuvo de provocarle la muerte. Un hombre llamado Paruriwa, furioso porque su mujer tardaba mucho en complacerle, cogió un hacha y le intentó golpear con ella. Su mujer esquivó el golpe y se alejó gritando. Paruriwa le arrojó el hacha, que pasó silbando junto a su cabeza.
Entonces la persiguió con su machete y logró desgarrarle la mano antes de que pudiera intervenir el jefe de la aldea.
Muchas veces se desencadena violencia contra las mujeres sin que medie provocación alguna. Chagnono piensa que algo de esto tiene que ver con la necesidad sentida por los hombres de demostrarse unos a otros que son capaces de matar. La "imagen" de un hombre cobra fuerza si pega públicamente a su mujer con un palo. Además las mujeres son utilizadas simplemente como chivos expiatorios adecuados. Un hombre que deseaba realmente desahogar su ira contra su hermano disparó en cambio su flecha contra su propia mujer; apuntó hacia una parte no vital, pero la flecha se desvió y la mató.
Las mujeres que huyen de sus maridos sólo pueden esperar una protección limitada por parte de sus parientes masculinos. La mayor parte de los matrimonios se contratan entre hombres que han acordado intercambiar hermanas. El cuñado de un hombre suele ser su pariente más próximo e importante. Ambos pasan muchas horas en muta compañía, soplándose mutuamente polvos alucinógenos en las narices, y tendidos juntos en la misma hamaca. En un caso relatado por Chagnono, el hermano de una mujer fugitiva se irritó tanto con su hermana por perturbar la relación de camaradería que le dispensaba su marido que la golpeó con su hacha.
Un aspecto importante de la supremacía masculina entre los yanomamo es el monopolio que los varones detentan sobre el uso de drogas alucinógenas.
Ingiriendo estas drogas (la más corriente, ebene, se obtiene de una enredadera de la jungla), los hombres tienen visiones sobrenaturales que las mujeres no pueden experimentar. Estas visiones les permiten convertirse en chamanes, entrar en contacto con los demonios y controlar así las fuerzas malévolas. La inhalación de ebene sirve también para insensibilizar a los hombres a dolores extremos y para ayudarles a superar sus temores cuando se realizan duelos e incursiones. La aparente inmunidad al dolor demostrada durante los duelos a golpes en el pecho o a palos, que describiremos a continuación, se deriva probablemente de los efectos secundarios analgésicos de las drogas. Los hombres que han estado "viajando" presentan una visión impresionante antes de desmayarse o caer en estupor. De sus narices gotea un moco verdoso; emiten extraños ruidos en forma de gruñidos, andan a gatas y conversan con demonios invisibles.
Como sucede en las tradiciones judeocristianas, los yanomamo justifican el machismo con el mito de sus orígenes. Al principio en el mundo, dicen, sólo había hombres feroces, hechos con la sangre de la Luna. Uno de estos primeros hombres cuyas piernas quedaron embarazadas, se llamaba Kanoborama. De la pierna izquierda de Kanaborama salieron mujeres y de su pierna derecha hombres femeninos: los yanomamo que son reacios a los duelos y cobardes en el capo de batalla.
Como sucede en las otras culturas dominadas por el varón, los yanomamo creen que la sangre menstrual es mala y peligrosa. Cuando una muchacha tiene su primera menstruación, la encierran en una jaula de bambú construida expresamente para esto y la obligan a pasar sin alimentos. Después debe aislarse en todos los períodos menstruales y permanecer en cuclillas sola en la sombra de la casa.
Las mujeres son tomadas como víctimas desde la infancia. Cuando el hermano pequeño de una muchacha le pega, ésta es castigada si devuelve los golpes. Sin embargo, los muchachos pequeños nunca son castigados por pegar a alguien. Los padres yanomamo gritan de placer cuando sus hijos de cuatro años, enojados, les golpean en la cara.
He considerado la posibilidad de que la descripción realizada por Chagnon sobre los roles sexuales de los yanomamo reflejara en parte el propio sesgo masculino del etnógrafo. Afortunadamente, los yanomamo han sido estudiados también por una mujer. La doctora Judith Shapiro, profesora de la Universidad de Chicago, también pone de relieve el papel esencialmente pasivo de las mujeres yanomamo. Relata que en lo que atañe al matrimonio, los hombres son claramente quienes intercambien mientras que las mujeres son las intercambiadas. Traduce el término yanomamo para el matrimonio por "llevarse algo a rastras" y divorcio por "desprenderse de algo". Relata que a la edad de ocho o nueve años, las muchachas ya empiezan a servir a sus maridos; duermen junto a ellos, les siguen a todas partes y les preparan la comida. Un hombre puede incluso intentar tener relaciones sexuales con su novia de ocho años. La doctora Shapiro presenciado escenas aterradoras en las que las pequeñas muchachas suplicaban a sus parientes que las separaran de sus maridos asignados. En un caso, se llegó a descoyuntar los brazos de la novia reacia ya que sus propios parientes tiraban de un lado mientras que los parientes de su marido tiraban del otro.
Chagnon afirma que las mujeres yanomamo esperan ser maltratadas por sus maridos y que miden su status como esposas por la frecuencia de las pequeñas palizas que les propinan sus maridos. Una vez sorprendió a dos mujeres jóvenes discutiendo sobre las cicatrices de su cuero cabelludo. Una de ellas le decía a la otra cuánto la debía querer su marido puesto que la había golpeado en la cabeza con tanta frecuencia. Al referirse a su propia experiencia, la doctora Shapiro cuenta que su condición sin cicatrices y sin magulladuras suscitaba interés de las mujeres yanomamo. Afirma que decidieron "que los hombres a los que había estado vinculada no me querían en realidad bastante". Aunque no podemos concluir que las mujeres yanomamo desean que se las pegue, podemos decir que lo esperan. Encuentran difícil imaginar un mundo en el que los maridos sean menos brutales.
La intensidad particular del síndrome machista de los yanomamo halla su mejor expresión en sus duelos, en los que dos hombres tratan de herirse mutuamente hasta el límite de su resistencia. La forma predilecta de infligir este castigo mutuo es descargar golpes en el pecho.
Imaginemos una arremolinada y vociferante multitud de hombres con los cuerpos pintados con dibujos rojos y negros, con plumas blancas pegadas a su cabello y mostrando los penes sujetos por una cuerda a sus vientres. Esgrimen arcos y flechas, hachas, palos y machetes, que baten ruidosamente mientras se amenazan mutuamente. Los hombres, divididos en anfitriones y huéspedes, se han reunido en el calvero central de una aldea yanomamo, observados ansiosamente por sus mujeres e hijos, que están detrás, bajo los aleros de la gran vivienda circular comunitaria. Los anfitriones acusan a los huéspedes de robar en los huertos. Estos gritan que los anfitriones son tacaños y que reservan los mejores alimentos para sí. Los huéspedes ya han recibido sus regalos de despedida, ¿por qué pues no han vuelto a casa? Para librarse de ellos, los anfitriones les desafían a un duelo a golpes en el pecho.
Un guerrero de la aldea de los anfitriones se adentra en el centro del calvero.
Separa las piernas, coloca las manos en la espalda y saca su pecho hacia el grupo oponente. Un segundo hombre sale de entre los huéspedes y entra en la arena. Examina a su adversario con tranquilidad y le manda que cambie su postura. Dobla el brazo izquierdo de la víctima hasta que descanse en la cabeza, evalúa la nueva postura y realiza un último ajuste. Cuando su oponente está situado adecuadamente, el huésped se coloca a la distancia correcta de un brazo, fijando y hundiendo su punto de apoyo en la tierra endurecida, haciendo repetidas fintas hacia adelante para examinar la distancia y comprobar su equilibrio. Entonces, inclinándose hacia atrás como un lanzador de baseball, concentra toda su fuerza y peso en su puño apretado para descargarlo contra el pecho de su víctima entre el pezón y el hombro. El hombre golpeado se tambalea, dobla las rodillas, mueve la cabeza, pero sigue silencioso e inexpresivo. Sus seguidores vociferan: "¡Otro!" La escena se repite. El primer hombre, que ya exhibe un enorme verdugón en su músculo pectoral, vuelve a su posición. Su adversario le alinea, examina la distancia, se inclina hacia atrás y descarga un segundo golpe en el mismo lugar. Las rodillas del receptor se doblan, cayendo al suelo. El atacante agita sus brazos sobre la cabeza en señal de victoria y danza alrededor de la víctima, emitiendo feroces gruñidos y moviendo sus pies con tal rapidez que se convierten en una mancha perdida en el polvo, mientras sus seguidores gritan y hacen restañar sus armas, dando saltos desde su posición en cuclillas. Los camaradas del hombre caído le instan de nuevo a recibir más castigo Por cada golpe que recibe, podrá devolver otro. Cuantos más golpes reciba, más podrá devolver y más probabilidades tendrá de lisiar a su adversario o de hacerle abandonar.
Después de recibir otros dos golpes, el pecho izquierdo del primer hombre se ha inflamado y puesto rojo. En medio de los rugidos de delirio de sus seguidores, indica entonces que ya ha recibido bastante, exigiendo al adversario que se esté quieto para recibir su merecido.
La escena concreta que he descrito se basa en el informe de Napoleon Chagnon, testigo ocular de los hechos. Como sucede en muchos otros duelos de este tipo, el que acabo de relatar condujo a una escalada de violencia tan pronto como un grupo empezó a derrotar al otro. Los anfitriones se quedaban sin pechos utilizables, pero no estaban dispuestos a iniciar propuestas de paz.
Así, desafiaron a los huéspedes a otro tipo de duelo: pegar con la palma de la mano en los costados. En éste la víctima ha de aguantar inmóvil mientras el oponente le golpea con la mano abierta justamente debajo de las costillas. Los golpes en esta zona paralizan el diafragma y la víctima cae al suelo jadeante e inconsciente. En este caso concreto, la visión de camaradas favoritos tumbados boca abajo en el polvo pronto enfureció a ambos grupos; los hombres de ambos bandos comenzaron a armar sus flechas con puntas de bambú envenenado. Estaba anocheciendo, y las mujeres y los niños prorrumpieron en llantos, echando a correr detrás de los hombres, quienes formaron una cortina protectora. Respirando con fuerza, anfitriones y huéspedes se encaraban en el calvero. Chagnon observaba detrás de una línea de arqueros. Con profundo alivio, vio cómo los huéspedes cogían tizones incandescentes de leña y se retiraban lentamente de la aldea hacia la oscuridad de la jungla.
A veces se produce una fase intermedia en la escalada de los duelos de golpes en el pecho. Los adversarios empuñan piedras y se asestan contundentes golpes que les hacen escupir sangre. Otra forma de entretenerse los anfitriones y sus aliados consiste en entablar duelos con machetes. Parejas de adversarios se turnan golpeándose mutuamente con la superficie plana de la hoja. El más pequeño desliz provoca una lesión grave y nuevas confrontaciones violentas.
El siguiente nivel de violencia es el combate con palos. Un hombre que tiene una rencilla con otro desafía a su adversario a que le golpee en la cabeza con un palo de ocho a diez pies de largo en forma de taco de billar. El desafiador clava su propio palo en el suelo, se apoya en él e inclina la cabeza. El adversario agarra su palo por el extremo delgado, golpeando con la parte gruesa la coronilla ofrecida con una fuerza capaz de aplastar los huesos. El receptor que ha aguantado un golpe tiene derecho a aprovechar la oportunidad inmediata de golpear con la misma fuerza a su contrincante.
Chagnon relata que la coronilla típica de los yanomamo está cubierta de grandes y repugnantes cicatrices. Al igual que los antiguos prusianos, los yanomamo están orgullosos de estos recuerdos de los duelos. Se afeitan la parte superior de la cabeza para que sean visibles y frotan la zona clava con pigmentos rojos de forma que cada cicatriz destaque con claridad. Si un varón yanomamo vive hasta los cuarenta años, su cabeza puede estar atravesada por veinte grandes cicatrices. Chagnon indica que, vista desde arriba, la cabeza de un contendiente veterano en estos duelos con palos "se parece a un mapa de carreteras".
Los duelos son tan corrientes entre hombres que residen en la misma aldea como entre hombres procedentes de aldeas vecinas. Hasta los parientes próximos recurren con frecuencia a combates armados para resolver sus disputas. Chagnon observó por lo menos un encuentro entre un padre y su hijo. El joven se había comido algunas bananas que su padre había colgado para que maduraran. Cuando descubrió el hurto, el padre se enfureció, arrancó un palo de los cabrios de su casa y golpeó violentamente la cabeza de su hijo.
Este arrancó otro con el que atacó a su padre. En un momento, toda la gente de la aldea había tomado partido y se asestaban golpes los unos a los otros. A medida que se generalizaba la pelea, se encresparon los ánimos, produciéndose muchos dedos contusionados y hombros magullados así como cráneos lacerados. Estas reyertas suelen estallar en cualquier duelo tan pronto como los espectadores vislumbran abundante cantidad de sangre.
Los yanomamo conocen aún otro nivel en la escalada de violencia, pero sin llegar al homicidio: el combate con lanzas. Hacen lanzas con árboles jóvenes de seis pies de largo, que descortezan, decoran con dibujos rojos y negros y les sacan una larga punta. Estas armas pueden provocar heridas graves, pero son relativamente ineficaces para producir muertes.
La guerra es la expresión última del estilo de vida de los yanomamo. A diferencia de los maring, los yanomamo no parecen disponer de ningún medio para establecer un tipo de tregua segura. Instituyen una serie de alianzas con aldeas vecinas, pero las relaciones intergrupales se ven perturbadas por la eterna desconfianza, los rumores, maliciosos y los actos de traición consumada. Ya he mencionado la clase de distracción que se ofrecen mutuamente los aliados en sus fiestas. Se supone que estos acontecimientos consolidan amistades, pero incluso el mejor aliado se comporta de una manera feroz y agresiva para no dejar duda alguna sobre el valor de la aportación de cada grupo a la alianza. Debido a todo el pavoneo, jactancia y ostentación sexual que tienen lugar en una fiesta presuntamente amistosa, no es posible predecir cómo acabará hasta que el último huésped ha vuelto a casa. Todos los participantes son también profundamente conscientes de algunos incidentes famosos en los que las aldeas de los anfitriones planeaban deliberadamente exterminar a sus huéspedes o en los que los huéspedes, entreviendo esta posibilidad, planeaban masacrar a los anfitriones. En 1950, muchos parientes de la aldea que organizó el duelo de golpes en el pecho que acabo de describir, fueron víctimas de un célebre festín traicionero. Habían ido a una aldea, situada a una distancia de dos días de viaje de la suya, para concertar una nueva alianza. Sus anfitriones les permitieron danzar como si nada ocurriera. Más tarde entraron en la casa para descansar, siendo entonces atacados con hachas y palos. Murieron doce hombres. Cuando los supervivientes huían precipitadamente de la aldea fueron atacados de nuevo por una fuerza que había permanecido oculta en la jungla, matando e hiriendo a varios hombres más.