Vacas, cerdos, guerras y brujas (14 page)

BOOK: Vacas, cerdos, guerras y brujas
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"los discursos de sus jefes son pura megalomanía". "El objeto de todas las empresas de los kwakiutl era mostrarse superior a los rivales." Según su opiniòn, todo el sistema económico aborigen del Noroeste del Pacífico "estaba al servicio de esta obsesión".

Pienso que Benedict se equivocaba. El sistema económico de los kwakiutl no estaba puesto al servicio de la rivalidad de status; antes bien la rivalidad de status se orientaba al servicio del sistema económico.

Todos los ingredientes básicos de los festines kwakiutl, salvo sus aspectos destructivos, están presentes en las sociedades primitivas ampliamente dispersas por partes diferentes del mundo. En su núcleo fundamental el potlatch es un festín competitivo, un mecanismo casi universal para asegurar la producción y distribución de riqueza entre pueblos que todavía no han desarrollado plenamente una clase dirigente.

Melanesia y Nueva Guinea ofrecen la mejor oportunidad para estudiar la donación de festines competitivos en condiciones relativamente prístinas. En toda esta región, están los llamados "grandes hombres" (big men), que deben su status superior al gran número de festines que cada uno ha patrocinado durante su vida. Los hombres que aspiren a tal condición deben realizar un esfuerzo intensivo para acumular la riqueza necesaria que exige la donación de un festín.

Por ejemplo, entre el pueblo de habla kaoka de las Islas Salomón, el individuo sediento de status inicia su carrera mandando a su esposa e hijos cultivar huertos de ñame más grandes. Como ha descrito el antropólogo australiano Ian Hogbink, el kaoka que desea convertirse en "gran hombre" consigue que sus parientes y compañeros de edad le ayuden a pescar. Después, pide a sus amigos cerdas y aumenta el tamaño de su piara. Cuando han nacido las crías, aloja los animales adicionales entre sus vecinos. Pronto parientes y amigos presienten que el joven va a tener éxito. Ven sus grandes huertos y su gran piara de cerdos y redoblan sus propios esfuerzos para hacer memorable el próximo festín. Desean que el joven candidato recuerde que ellos le han ayudado cuando se convierta en un "gran hombre". Finalmente todos se reúnen y construyen una casa muy hermosa. Los hombres emprenden una última expedición de pesca. Las mujeres recogen ñames y leña, hojas de bananas y cocos. Cuando llegan los huéspedes (como sucede con el potlatch), la riqueza está repartida en montones bien ordenados y se exhibe para que todos la cuenten y admiren.

El día en que un joven llamado Atana dio un festín, Hogbin contó los siguientes artículos: doscientas cincuenta libras de pescado seco, tres mil tartas de ñame y coco, once grandes cuencos de budín de ñame y ocho cerdos.

Todo esto era el resultado directo del esfuerzo de trabajo extra organizado por Atana. Pero algunos de los huéspedes, anticipando un acontecimiento importante, trajeron presentes que se agregaron a los artículos anteriores. Sus aportaciones elevaron el total a trescientas libras de pescado, cinco mil tartas, diecinueve cuencos de budín y trece cerdos. Atana procedió a dividir esta riqueza en doscientas cincuenta y siete pares, una para cada persona que le había ayudado o le había traído regalos, recompensando a algunos más que a otros. "Atana sólo se quedó con los restos", señala Hogbien. Esto es normal entre los buscadores de status en Guadalcanal, donde siempre se dice: "El donante del festín se queda con los huesos y las tartas estropeadas; la carne y la manteca es para los otros".

La actividad del "gran hombre", al igual que la de los jefes del potlatch, no conoce descanso. Ante la amenaza de verse reducido al status de plebeyo, el "gran hombre" está siempre atareado con los planes y preparativos para el siguiente festín. Puesto que hay varios "grandes hombres" por aldea y comunidad, estos planes y preparativos llevan a menudo a complejas maquinaciones competitivas para obtener el apoyo de parientes y vecinos. Los "grandes hombres" trabajan y se preocupan más, pero consumen menos que cualquier otro. El prestigio es su única recompensa.

Podemos describir al "gran hombre" como un emprensario trabajador, —los rusos les llaman "stajanovistas— que presta importantes servicios a la sociedad al aumentar el nivel de producción. Como consecuencia de su anhelo de status, hay más gente que trabaja mucho más y produce más alimentos y otros objetos de valor.

En condiciones en las que todos tienen igual acceso a los medios de subsistencia, la donación de festines competitivos cumple la función práctica de impedir que la fuerza de trabajo retroceda a niveles de productividad que no ofrecen ningún margen de seguridad en crisis tales como la guerra o la pérdida de cosechas. Además, puesto que no hay instituciones políticas formales capaces de integrar las aldeas independientes en una estructura económica común, la donación de festines competitivos crea una extensa red de expectativas económicas. Esto tiene como consecuencia aunar el esfuerzo productivo de poblaciones mayores que las que puede movilizar una aldea determinada. Finalmente, la donación de festines competitivos actúa como un compensador automático de las fluctuaciones anuales en la productividad entre un conjunto de aldeas que ocupan diferentes microambientes: hábitats de la costa, de lagunas o de altiplanos. Automáticamente, los festines más importantes de un año dado tendrán como anfitriones a las aldeas que han gozado de las condiciones de pluviosidad, temperatura y humedad más favorables para la producción.

Todos estos puntos se aplican a los kwakiutl. Los jefes kwakiutl se asemejan a los «grandes hombres» melanesios, salvo en que operaban con un inventario tecnológico mucho más productivo y en un medio ambiente más rico. Como éstos, competían entre sí para atraer hombres y mujeres a sus aldeas. Los jefes de rango más alto eran los mejores proveedores y daban los potlatches más importantes. Los seguidores del jefe participaban indirectamente en su prestigio y le ayudaban a conseguir honores más altos. Los jefes mandaban esculpir los «postes totémicos». Estos eran en realidad anuncios grandiosos cuya altura y audaz traza proclamaban que allí había una aldea con un jefe poderoso capaz de realizar grandes obras, y de proteger a sus seguidores del hambre y de la enfermedad. Al reivindicar los derechos hereditarios a los timbres de animales esculpidos en los postes, los jefes estaban diciendo en realidad que eran grandes proveedores de alimentos y confort. El potlatch era un medio de comunicar a sus rivales que o igualaran sus logros o se callaran.

Pese a la tensión competitiva manifiesta del potlatch, éste servía en los tiempos aborígenes para transferir alimentos y otros objetos de valor de centros con alta productividad a aldeas menos afortunadas. Podría decir esto incluso de una manera más fuerte: gracias al impulso competitivo, se aseguraban estas transferencias, Debido a las fluctuaciones impredecibles en las migraciones de los peces y en las cosechas de frutos silvestres y de vegetales, la donación de potlatches entre aldeas constituía una ventaja desde el punto de vista de la población regional como un todo. Cuando los peces desovaban en ríos cercanos y las bayas maduraban al alcance de la mano, los huéspedes del último año se convertían en los anfitriones del presente año. En los tiempos aborígenes el potlatch significaba que todos los años los ricos alaban y los pobres recibían. Todo lo que un pobre tenía que hacer para comer era admitir que el jefe rival era un «gran hombre». ¿Por qué escapó a la atención de Ruth Benedict la base práctica del potlatch?

Los antropólogos comenzaron a estudiar el potlatch mucho tiempo después que los pueblos aborígenes del Noroeste del Pacífico entablaran relaciones comerciales y de trabajo asalariado con los comerciantes y colonos rusos, ingleses, canadienses y americanos. Este contacto provocó rápidamente epidemias de viruela y otras enfermedades europeas que exterminaron una gran parte de la población nativa. Por ejemplo, la población de los kwakiutl disminuyó de 23.000, en 1836, a 2.000, en 1886. Este descenso intensificó automáticamente la competencia por la mano de obra. Al mismo tiempo, los salarios pagados por los europeos inyectaron cantidades de riqueza sin precedentes en la red de potlatches. Los kwakiutl recibieron de la Compañía de la Bahía de Hudson millares de mantas a cambio de pieles de animales. En los grandes potlatches, estas mantas sustituyeron a los alimentos como el artículo más importante a donar. La población en descenso pronto se encontró con más mantas y objetos de valor que los que podían consumir. Sin embargo, la necesidad de atraer a seguidores era mayor que nunca, debido a la escasez de mano de obra. De ahí que los jefes del potlatch ordenaran la destrucción de los bienes con la vana esperanza de que estas espectaculares demostraciones de opulencia atrajeran de nuevo a la gente a las aldeas vacías, Pero éstas eran prácticas de una cultura en vías de desaparición que luchaba por adaptarse a un nuevo conjunto de condiciones políticas y económicas; guardaban poca semejanza con el potlatch de los tiempos aborígenes.

La donación de festines competitivos tal como es concebida, narrada e imaginada por los participantes difiere mucho de la donación de festines competitivos considerada como adaptación a las oportunidades y constreñimientos materiales. En la elaboración onírica social —la conciencia de z los participantes de los estilos de vida— constituye una manifestación del anhelo insaciable de prestigio del «gran hombre» o del jefe del potlatch. Pero desde el punto de vista adoptado en este libro, el anhelo insaciable de prestigio es una manifestación de la donación de festines. Cada sociedad se sirve de la necesidad de aprobación social, pero no todas las sociedades vinculan el prestigio con el éxito en la donación de festines competitivos.

Para comprender adecuadamente su papel como fuente de prestigio debemos abordar este hecho desde la perspectiva evolutiva. Los «grandes hombres» como Atana o los jefes kwakiutl llevan a cabo una forma de intercambio económico conocida como redistribución. Es decir, reúnen los resultados del esfuerzo productivo de muchos individuos y después redistribuyen la riqueza acumulada en cantidades diferentes entre un grupo distinto de personas.

Como he dicho, el «gran hombre» o redistribuidor kaoka trabaja mucho y se preocupa más, pero consume menos que cualquier otro en la aldea. No cabe decir lo mismo del jefe redistribuidor kwakiutl. Los jefes importantes del potlatch realizaban las funciones empresariales y directivas necesarias para un gran potlatch, pero prescindiendo de alguna que otra expedición de pesca o de caza de leones marinos, dejaban el trabajo duro para sus seguidores. Los jefes más importantes del potlatch tenían incluso cautivos de guerra trabajando para ellos como esclavos. Desde el punto de vista de los privilegios de consumo, los jefes kwakíuti habían empezado a invertir la fórmula de los kaoka, quedándose con algo de la «carne y la manteca» para sí y dejando la mayor parte de los «huesos y las tartas estropeadas» para sus seguidores.

Siguiendo la línea evolutiva que conduce desde Atana, el «gran hombre» trabajador-empresario empobrecido, hasta los jefes kwakiutl semihereditarios, terminamos en las sociedades estatales gobernadas por reyes hereditarios que no realizan ningún trabajo industrial o agrícola básico y que guardan para sí la mayor parte y lo mejor de todas las cosas. A este nivel imperial, los poderosos gobernantes por derecho divino mantienen su prestigio construyendo vistosos palacios, templos y gigantescos monumentos, y hacen valer sus derechos a los privilegios hereditarios contra todos los posibles aspirantes no mediante el potlatch, sino por la fuerza de las armas. Si invertimos la dirección, podemos pasar de los reyes a los jefes del potlatch y a los «grandes hombres», y de éstos a los estilos de vida igualitarios en los cuales desaparece toda ostentación competitiva o consumo conspicuo de índole individual, y en los que cualquier persona lo bastante estúpida par a jactarse de lo importante que es resulta acusada de brujería y lapidada.

En las sociedades realmente igualitarias que han sobrevivido el tiempo suficiente para ser estudiadas por los antropólogos, no aparece la redistribución en forma de donación de festines competitivos. En vez de ello, predomina la forma de intercambio conocida como reciprocidad. La reciprocidad es el término técnico para un intercambio económico que tiene lugar entre dos individuos en el que ninguno especifica con precisión qué es lo que espera como recompensa ni cuándo lo espera, Superficialmente, los intercambios recíprocos no se parecen en nada a los intercambios. No se especifican las expectativas de una parte ni las obligaciones de la otra, Un grupo puede continuar recibiendo de otro durante bastante tiempo sin que el donante oponga resistencia alguna ni el receptor manifieste turbación. Sin embargo, no podemos considerar la transacción como puro regalo. Subyace una expectativa de devolución, y sí el equilibrio entre los dos individuos se sale de madre, finalmente el donante comenzará a quejarse y a chismorrear.

Se mostrará interés por la salud y cordura del receptor, y si la situación no mejora, la gente empezará a sospechar que el receptor está poseído por espíritus malignos o que practica la brujería, Es probable que en las sociedades igualitarias los individuos que violan persistentemente las normas de reciprocidad sean de hecho psicóticos y constituyan una amenaza para su comunidad.

Podemos hacernos alguna idea de lo que significan los intercambios recíprocos pensando en la manera en que intercambiamos bienes y servicios con nuestros parientes o amigos íntimos. Por ejemplo, suponemos que los hermanos no calculan el valor exacto en dólares de todo lo que hacen el uno por el otro. Deben sentirse libres para prestarse mutuamente sus camisas o sus discos y no dudan en pedirse favores. Cuando se trata de hermanos o amigos, ambas partes aceptan el principio de que aunque se dé más de lo que se recibe, esto no afectará a la relación de solidaridad entre ellos. Si un amigo invita a otro a comer, no debe vacilar en ofrecer o aceptar una segunda o tercera invitación, aun cuando no se haya correspondido todavía a la primera comida, No obstante, también hay límites, pues al cabo de cierto tiempo la obligación de reciprocidad no saldada empieza a parecerse sospechosamente a la explotación. En otras palabras, todo el mundo quiere considerarse generoso pero nadie desea ser tildado de chupón. Esto es precisamente el dilema que se nos plantea en Navidad cuando intentamos recurrir al principio de reciprocidad al elaborar nuestras listas de compras. El regalo no puede ser ni demasiado barato ni demasiado caro; y, sin embargo, nuestros cálculos deben parecer totalmente casuales, por lo que quitamos la etiqueta del precio.

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