Vacas, cerdos, guerras y brujas (15 page)

BOOK: Vacas, cerdos, guerras y brujas
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Pero para ver realmente la reciprocidad en acción hay que vivir en una sociedad igualitario que carece de dinero y en la que nada se puede comprar o vender. En la reciprocidad todo se opone al cómputo y cálculo precisos de lo que una persona debe a otra. De hecho, la idea consiste en negar que alguien posee realmente algo. Podemos decir si un estilo de vida se basa o no en la reciprocidad sabiendo si la gente da o no las gracias. En sociedades realmente igualitarias, es de mala educación agradecer públicamente la recepción de bienes materiales o servicios. Por ejemplo, entre los semai de Malaya central, nadie expresa nunca gratitud por la carne que un cazador distribuye en partes exactamente iguales entre sus compañeros. Robert Dentan, quien ha vivido con los semai, descubrió que dar las gracias era de muy mala educación ya que sugería o bien que uno calculaba el tamaño del trozo de carne recibido, o bien que se estaba sorprendido por el éxito y generosidad del cazador.

En contraposición a la exhibición ostentosa del «gran hombre» kaoka, a la palabrería jactancioso de los jefes del potlatch o a nuestra propia ostentación de símbolos de status, los semai siguen un estilo de vida en el que los que tienen mayor éxito deben ser los que menos llamen la atención. En su estilo de vida igualitario, la búsqueda de status mediante redistribución competitiva o cualquier forma de consumo o despilfarro conspicuos es literalmente inconcebible. Los pueblos igualitarios sienten repugnancia y temor ante la más ligera insinuación de ser tratados con generosidad o de que una persona piense que es mejor que otra.

Richard Lee, profesor de la Universidad de Toronto, cuenta una graciosa historia sobre el significado del intercambio recíproco entre cazadores y recolectores igualitarios. Lee había seguido a los bosquimanos durante la mayor parte del año por el desierto del Kalahari, observando lo que comían.

Los bosquimanos eran muy serviciales y Lee quiso mostrarles su gratitud, pero no tenía nada que ofrecerles que no alterara su dieta normal y su pauta de actividad habitual. Cuando se acercaban las Navidades supo que probablemente los bosquimanos acamparían al borde del desierto junto a aldeas en las que a veces obtenían carne mediante el comercio. Con la intención de donarles un buey como regalo de Navidad, fue en su jeep de aldea en aldea tratando de encontrar el buey más grande que pudiera comprar.

Finalmente localizó en una aldea lejana un animal de proporciones monstruosas, cubierto con una gruesa capa de grasa. Como sucede con muchos pueblos primitivos, los bosquimanos anhelan la carne grasienta porque los animales que cazan son normalmente enjutos y correosos. Al volver al campamento, Lee llevó aparte a sus amigos y les dijo uno a uno que había comprado el buey más grande que jamás había visto y que les iba a dejar que lo sacrificaran en Navidad.

El primer hombre que oyó la buena noticia se alarmó visiblemente. Preguntó a Lee dónde había comprado el buey, de qué color era, cuánto medían sus cuernos, y movió después la cabeza. «Conozco ese buey», dijo «¡Si sólo es huesos y pellejo! ¡Tienes que haber estado borracho para comprar ese despreciable animal!» Convencido de que su amigo no sabía realmente de qué buey estaba hablando, Lee se lo confió a otros bosquimanos, encontrando la misma reacción de asombro: «¿Has comprado este animal sin ningún valor?

Naturalmente nos lo comeremos», solían decir todos, «pero no nos saciará.

Comeremos y nos iremos a casa a dormir con las tripas rugiendo». Cuando llegaron las Navidades y se sacrificó finalmente el buey, la bestia resultó estar verdaderamente cubierta de una gruesa capa de grasa y fue devorada con sumo placer. Había carne y grasa más que suficientes para todo el mundo. Lee se dirigió a sus amigos e insistió en una explicación. «Sí, claro que supimos desde el principio cómo era realmente el buey», admitió un cazador. «Pero, cuando un joven sacrifica mucha carne llega a creerse un hombre importante o un jefe, y considera a todos los demás como sus servidores o sus inferiores.

No podemos aceptar esto», continuó. «Rechazamos al que se jacta, porque algún día su orgullo le llevará a matar a alguien. De ahí que siempre hablemos de la carne que aporta como si fuera despreciable. De esta manera ablandamos su corazón y le hacemos amable.»

Los esquimales explicaban su temor a los donantes de regalos demasiado jactanciosos y generosos con el proverbio: «Los regalos hacen esclavos como los latigazos hacen perros». Y esto es exactamente lo que sucedió. En la perspectiva evolutiva, los donantes de regalos hicieron al principio regalos que provenían de su propio trabajo extra, pronto la gente se encontró con que tenía que trabajar mucho más para corresponder recíprocamente y hacer posible que los donantes les hicieran más regalos; finalmente, los donantes de regalos se volvieron muy poderosos y ya no necesitaban someterse a las reglas de reciprocidad. Podían obligar a la gente a pagar impuestos y a trabajar para ellos sin redistribuir lo que guardaban en sus almacenes y palacios. Por supuesto, como reconocen de vez en cuando políticos y «grandes hombres» modernos, es más fácil obtener «esclavos» que trabajen para uno si se les da de vez en cuando un gran festín en vez de azotarles todo el tiempo.

Si pueblos como los esquimales, los bosquimanos y los semai comprendieron los peligros de donar regalos, ¿por qué permitieron otros que prosperasen los donantes de regalos? Y, ¿por qué se permitió a los «grandes hombres» henchirse de orgullo hasta el punto de esclavizar a la misma gente cuyo trabajo hizo posible su gloria? Una vez más, sospecho que estoy a punto de intentar explicar todo a la vez. Pero permitidme hacer algunas sugerencias.

La reciprocidad es una forma de intercambio económico que se adapta principalmente a condiciones en las que la estimulación de un esfuerzo productivo extra intensivo tendría un efecto adverso para la supervivencia del grupo. Estas condiciones están presentes entre algunos cazadores y recolectores como los esquimales, semai y bosquimanos, cuya supervivencia depende totalmente del vigor de las comunidades naturales de plantas y animales existentes en su hábitat. Si los cazadores ponen en práctica de repente un esfuerzo concertado para capturar más animales y arrancar más plantas, corren el riesgo de deteriorar permanentemente el aprovisionamiento de caza en su territorio.

Lee descubrió, por ejemplo, que los bosquimanos trabajaban para su subsistencia sólo de diez a quince horas por semana. Este descubrimiento destruye eficazmente uno de los mitos de pacotilla de la sociedad industrial: a saber, que tenemos más tiempo libre en la actualidad que antes. Los cazadores y recolectores primitivos trabajan menos que nosotros, sin la ayuda de ningún sindicato, porque sus ecosistemas no pueden tolerar semanas y meses de un esfuerzo extra intensivo. Entre los bosquimanos, las personalidades stajanovistas que van de un lado para otro convenciendo a amigos y parientes para que trabajen más prometiéndoles un gran festín, constituirían una clara amenaza a la sociedad. Si consiguiera que sus seguidores trabajasen como los kaoka durante un mes, el bosquimano que aspira a convertirse en «gran hombre» exterminaría o ahuyentaría a millas de distancia a toda la caza, con lo que su pueblo moriría de hambre antes de finalizar el afío. De ahí que entre los bosquimanos predomine la reciprocidad y no la redistribución y que el mayor prestigio corresponda al cazador seguro y discreto, que nunca se jacta de sus hazañas y que evita cualquier insinuación de que hace un regalo cuando divide el animal que ha matado.

La donación de festines competitivos y demás formas de redistribución eliminó la dependencia primordial de la reciprocidad cuando fue posible aumentar la duración e intensidad del trabajo sin infligir daños irreversibles a la capacidad de sustentación del hábitat. Precisamente esto se logró cuando los animales y plantas domesticados sustituyeron a los recursos alimentarlos naturales. En líneas generales, cuanto más trabajo se dedica a plantar y criar especies animales, mayor cantidad de alimentos se puede producir. La única dificultad estriba en que la gente no trabaja habitualmente más que lo estrictamente necesario. La redistribución fue la respuesta a este problema. La redistribución comenzó a aparecer a medida que el trabajo requerido para mantener un equilibrio recíproco con productores muy celosos y sedientos de prestigio fue aumentando. A medida que los intercambios recíprocos se volvían asimétricos, se convirtieron en regalos; y cuando éstos se acumularon, los donantes de regalos fueron recompensados con prestigio y contraprestaciones. Pronto predominó la redistribución sobre la reciprocidad y se otorgó mayor prestigio a los donantes de regalos más jactanciosos y calculadores, que engatusaban, avergonzaban y en última instancia obligaban a todo el mundo a trabajar mucho más de lo que un bosquimano hubiera imaginado posible.

Como indica el ejemplo de los kwakiutl, las condiciones adecuadas para el desarrollo de la donación de festines competitivos y de la redistribución también estaban presentes a veces entre poblaciones no agrícolas. Entre los pueblos costeros del Noroeste del Pacífico, las migraciones anuales del salmón, de otros peces migratorios y de los mamíferos marinos proporcionaban el equivalente ecológico de las cosechas agrícolas. El salmón o el «pez bujía» migraban en cantidades tan enormes que cuanto más trabajara la gente más peces podía capturar. Además, siempre que pescaran con redes de inmersión aborígenes, sus capturas no podían influir en las migraciones de desove y agotar el aprovisionamiento del próximo año.

Apartándonos momentáneamente de nuestro examen de los sistemas de prestigio reciprocitarios y redistributivos, podemos conjeturar que cualquier tipo principal de sistema político y económico utiliza el prestigio de una forma característica. Por ejemplo, tras la aparición del capitalismo en la Europa occidental, la adquisición competitiva de riqueza se convirtió una vez más en el criterio fundamental para alcanzar el status de «gran hombre». Sólo que en este caso los «grandes hombres» intentaban arrebatarse la riqueza unos a otros, y se otorgaba mayor prestigio y poder al individuo que lograba acumular y sostener la mayor fortuna. Durante los primeros años del capitalismo, se confería el mayor prestigio a los que eran más ricos pero vivían más frugalmente. Más adelante, cuando sus fortunas se hicieron más seguras, la clase alta capitalista recurrió al consumo y despilfarro conspicuos en gran escala para impresionar a sus rivales. Construían grandes mansiones, se vestían con elegancia exclusiva, se adornaban con joyas enormes y hablaban con desprecio de las masas empobrecidas. Entretanto, las clases media y baja continuaban asignando, el mayor prestigio a los que trabajaban más, gastaban menos y se oponían con sobriedad a cualquier forma de consumo y despilfarro conspicuos. Pero como el crecimiento de la capacidad industrial comenzaba a saturar el mercado de los consumidores, había que desarraigar a las clases media y baja de sus hábitos vulgares. La publicidad y los medios de comunicación de masas aunaron sus fuerzas para inducir a las clases media y baja a dejar de ahorrar y a comprar, consumir, despilfarrar o gastar cantidades de bienes y servicios cada vez mayores. De ahí que los buscadores de status de la clase media confirieran el prestigio más alto al consumidor más importante y más conspicuo.

Pero entretanto, los ricos se vieron amenazados por nuevas medidas fiscales enderezadas a redistribuir su riqueza. El consumo conspicuo por todo lo alto se hizo peligroso, volviéndose así de nuevo a otorgar el mayor prestigio a los que tienen más pero lo demuestran menos. Y como los miembros más prestigiosos de la clase alta ya no hacen alardes de su riqueza, se ha eliminado también algo de la presión sobre la clase media para participar en el consumo conspicuo. Esto me sugiere que el uso de pantalones vaqueros rotos y el rechazo de un consumismo manifiesto entre la juventud actual de la clase media tiene más que ver con la imitación de las corrientes establecidas por la clase alta que con la llamada revolución cultural.

Una última cuestión. Como he mostrado, la sustitución de la reciprocidad por la búsqueda competitiva de status hizo posible que poblaciones humanas más extensas sobrevivieran y prosperaran en una región determinada. Sin duda, la cordura de todo el proceso por el que la humanidad fue embaucada para trabajar mucho más con vistas a alimentar más gente en niveles de bienestar material sustancialmente iguales o incluso inferiores a los que gozan pueblos como los esquimales o los bosquimanos, es perfectamente cuestionable. La única respuesta que encuentro ante este desafío es que muchas sociedades primitivas rehusaron aumentar su esfuerzo productivo y no lograron incrementar la densidad de su población precisamente porque descubrieron que las nuevas tecnologías de "ahorrar trabajo" significaban en realidad que tenían que trabajar mucho más, así como sufrir un descenso en los niveles de vida. Pero la suerte de estos pueblos primitivos estaba ya echada tan pronto como alguno de ellos —no importa cuán lejos estuviera situado— cruzara el umbral de la redistribución y alcanzara la estratificación total de clases que se encuentra más allá de éste. Prácticamente todos los cazadores y recolectores reciprocitarios fueron destruidos o desplazados forzosamente a zonas apartadas por las sociedades más poderosas y más grandes que rnaximizaban la producción y la población y estaban organizadas por clases gobernantes. En el fondo, esta sustitución fue esencialmente una cuestión de la capacidad de las sociedades más grandes, más densas y mejor organizadas para derrotar a los cazadores y recolectores simples en un conflicto armado. Se trataba de trabajar más o de perecer.

El "cargo" fantasma

He elegido hablar en este momento del cargo fantasma porque está relacionado directamente con el intercambio redistributivo y el sistema de "grandes hombres". Tal vez no se vea inmediatamente la conexión. Pero, después de todo, nada del cargo fantasma es inmediatamente evidente.

El escenario de la acción es una pista de aterrizaje en la jungla en lo alto de las montañas de Nueva Guinea junto a ella se encuentran hangares de techos de paja, una choza a modo de centro de comunicaciones y una torre de balizamiento hecha de bambú. En tierra hay un avión construido con palos y hojas. La pista de aterrizaje está guarnecida las veinticuatro horas del día por un grupo de nativos que llevan adornos en la nariz y brazaletes de conchas.

Por la noche mantienen encendida una hoguera como baliza. Esperan la llegada de un vuelo importante: aviones cargo repletos de alimentos en conserva, ropas, radios portátiles, relojes de pulsera y motocicletas. Los aviones serán pilotados por antepasados que han vuelto a la vida. ¿Por qué se retrasan? Un hombre entra en la choza de la radio y da órdenes al micrófono de lata. El mensaje se transmite por una antena construida con cuerda y enredaderas: "¿Me recibís? Corto y cambio". De vez en cuando observan la estela de un reactor que cruza el cielo; a veces oyen el sonido de motores lejanos. ¡Los antepasados están encima! Les están buscando. Pero los blancos en las ciudades de allá abajo también están enviando mensajes. Los antepasados se han confundido. Aterrizan en un aeropuerto equivocado.

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