—He estado en la Luna —dijo Marshall.
El dependiente pareció un poco fastidiado, en absoluto interesado, en absoluto impresionado. De hecho, no parecía creer a Marshall. Pero era un hombre educado, de modo que comentó:
—Debe de haber sido un hermoso viaje —y dejó de pensar en ello.
Marshall salió furioso del almacén y fue a cortarse el pelo.
—Ha crecido mucho su pelo, señor Kiss —dijo el barbero.
—Es lógico —respondió Marshall—. No hay barberías en la Luna, ya sabe.
—Espero que no —dijo el barbero, y empezó a trabajar, haciendo resonar activamente sus tijeras y fingiendo que cortaba un cabello aquí, otro allá, pero sin decir ni una sola palabra sobre la Luna, sin tener ni siquiera la decencia de preguntar a qué se parecía la Luna.
De modo que Marshall se quedó dormido hasta que el barbero hubo terminado.
Entró el alcalde para su afeitado diario. Era un hombre joven, con una barba muy dura, y miró casualmente a Marshall.
—Uno de los antiguos residentes —dijo al barbero. El barbero asintió mientras trabajaba.
—Parece cansado —dijo el alcalde.
—Tiene que estarlo —comentó el barbero—. Acaba de regresar de la Luna.
Y rió fuertemente.
—No me diga —murmuró el alcalde.
—Eso es lo que pretende. —El barbero se rió de nuevo—. Que acaba de volver de la Luna.
—Bueno, entonces no es sorprendente que esté cansado.
Pero por la forma en que el alcalde se reía y la forma en que el barbero se reía, Marshall comprendió que simplemente se estaban burlando de él. Porque Marshall no estaba realmente durmiendo, por supuesto.
Aquello enfureció a Marshall, y se puso en pie y tiró el trapo y salió a toda velocidad hacia las oficinas del periódico.
—Me llamo Marshall Kiss —dijo Marshall al nuevo chico que había en la recepción—, y acabo de regresar de un viaje a la Luna.
—Gracias por la noticia, abuelo —dijo el periodista, sonriendo con una comisura del labio—. Me ocupará de ello en cuanto tenga un poco de tiempo. —Y, diciendo esto, cruzó sus manos por detrás de la cabeza.
Las lágrimas afloraron a los ojos de Marshall.
—¡He estado en la Luna dos veces! —gritó—. La primera vez cuando tenía nueve años, y apareció en este periódico por aquel entonces. La gente vino de quince kilómetros a la redonda simplemente para verme. Fui allí en un viejo globo y le rompí el corazón a un águila cuando intentó subir tanto como yo. —Miró duramente al periodista, y pudo ver que éste no le creía ni intentaba creerle—. Ya no hay compasión en el mundo —dijo Marshall—, y tampoco alegría.
Y diciendo esto, salió.
El camino que conducía hasta su casa era más bien rocoso y empinado, y Marshall tuvo la impresión de que necesitaba mucho tiempo para recorrer una corta distancia.
—No puedo llegar a imaginarme cómo la gente ha cambiado tanto —se dijo Marshall a sí mismo—. La hierba sigue siendo verde, y los caballos tienen cola, y las gallinas ponen huevos…
Fue interrumpido por un muchachito que llegó corriendo desde atrás, haciendo como que galopaba y golpeándose las nalgas como si estuviera azuzando a un caballo.
—Hola —dijo el muchachito—. ¿A dónde vas?
—Arriba a la colina, de vuelta a mi granja —respondió Marshall.
—¿Dónde has estado? —preguntó el muchachito.
—En la ciudad —dijo Marshall.
—¿Eso es todo? —preguntó el muchachito, decepcionado—. ¿No has estado en ningún otro sitio?
—He estado en la Luna —dijo Marshall, un poco tímidamente. Los ojos del muchachito se abrieron mucho y brillaron.
—Dos veces —añadió Marshall.
Los ojos del muchachito se abrieron más.
—¡De veras! —exclamó el muchachito, excitado—. ¿D-d-de veras?
Estaba tan excitado que tartamudeaba.
—De hecho —dijo Marshall—, acabo de regresar de la Luna. El muchachito permaneció en silencio por un segundo.
—Oiga, señor —preguntó finalmente—, ¿le importaría si trajera a mi amiga para que pueda verle?
—En absoluto. Vivo ahí mismo, en esa casa que puedes ver.
Marshall salió del camino para dirigirse a su casa.
—Volveré en seguida —prometió el muchachito, y se alejó corriendo tan rápido como pudo para ir al encuentro de su amiga.
Sería media hora más tarde cuando el muchachito y su amiguita llegaron a la casa de Marshall. Llamaron a la puerta, pero nadie contestó, así que simplemente entraron.
—No te preocupes —dijo el muchachito—, es muy amable. La cocina estaba vacía, así que miraron en el salón, pero también estaba vacío.
—Quizás haya vuelto a la Luna —susurró la niñita, algo temerosa.
—Tal vez —admitió el muchachito.
Pero de todos modos fueron a mirar al dormitorio.
Allí estaba Marshall, tendido en la cama, y al principio pensaron que estaba durmiendo. Pero tras un rato, cuando vieron que no se movía ni respiraba, el muchachito y la niñita supieron que se había ido mucho más lejos que eso.
—Supongo que tú tenías razón —dijo el muchachito.
El y la niñita simplemente miraron y miraron con ojos tan grandes y abiertos como podían, al hombre que había estado en la Luna dos veces.
—Supongo que ahora serán tres veces ya —dijo la niñita.
Y repentinamente, sin saber por qué, tuvieron miedo y echaron a correr, dejando la puerta abierta tras ellos. Corrieron en silencio, cogidos de la mano, asustados, pero contentos también, como si hubiera ocurrido algo maravilloso que no pudieran comprender.
Tras un rato, como si fuera la primera vez que eso ocurría en aquella granja, el caballo penetró en la casa y asomó la cabeza por la puerta del dormitorio, y miró.
Y luego una gallina entró dando saltitos y se ocultó bajo la cama.
Y mucho rato más tarde, un montón de gente vino a contemplar la sonrisa de satisfacción en el rostro de Marshall.
—Es él —dijo el muchachito, señalando—. Es el hombre que estuvo en la Luna dos veces.
Y por alguna razón, con la sonrisa de Marshall, y el caballo inmóvil allí agitando la cola, y el repentino cacareo de la gallina bajo la cama…, por alguna razón, nadie contradijo al muchachito.
Aquel era el día en que el cohete a Marte iniciaba sus tres vuelos regulares diarios. Pero ya nadie iba a la Luna. No había allí nada que ver.
* * *
Esta historia en particular surgió de una repentina y fuerte comprensión personal de algunos aspectos de la vida de mi padre… los enormes cambios que se produjeron en la historia durante su existencia: desarrollos tecnológicos más allá de todo lo imaginable cuando él era un muchacho.
Me había contado su maravilla cuando se había sentado para escuchar un fonógrafo que un hombre llevaba a la espalda mientras iba de pueblo en pueblo en Polonia, donde mi padre había nacido. Por un kopek el nombre le daba a la manecilla, el disco giraba, la aguja chirriaba, y si acercabas tu oído a la bocina allí estaba el milagro de una voz, una música, un poema.
Luego, en 1928 o 1929, mi padre subió a un avión que aterrizó en un campo de maíz en las montañas Catskill. Por cinco dólares mi padre voló durante cinco minutos.
Si ésta fue la historia de mi padre, fue también la historia de su generación. En lo que me parece un tiempo increíblemente corto, se perdieron el misterio y el milagro. Hay muy poca maravilla en la televisión, pese al hecho de que la extraordinaria complejidad del envío y la recepción de una señal de televisión se halla más allá de la capacidad de comprensión de los millones de televidentes. El aparato de televisión es un éxito porque la maravilla ha sido eliminada. Porque el aparato de televisión es realmente una caja idiota;
no por su contenido sino porque sus controles han sido simplificados de tal modo que pueden ser manejados perfectamente por cualquiera que sea capaz simplemente de pulsar un botón y girar un dial. El propio dial ha sido diseñado de tal modo que uno simplemente tiene que irlo girando: ni siquiera necesita buscar un número específico. Porque, si uno desea ver el programa del canal 8, lo único que tiene que hacer es seguir girando el dial hasta que el programa aparezca en la pantalla. Entonces habrá conectado el canal 8.
Y la maravilla ha desaparecido.
Porque la envergadura de la historia moderna me parece tener una sensación de maravilla; porque tiene para mí un asomo de cuento de hadas y de incredulidad; porque el milagro de los cambios producidos entre la época de la infancia de mi padre a la mía me parecieron haberse perdido, es por lo que escribí esta historia.
Es simplemente un recordatorio de que la fantasía existe aún en nuestras vidas cotidianas, del mismo modo que existe en las maravillas del futuro. Y es un recordatorio de que lo mejor de nuestra civilización se halla mucho más allá de la comprensión de nuestros ciudadanos corrientes. Lo más maravilloso es que exista tanta civilización donde haya tan pocas personas civilizadas.
En otra disposición de ánimo quizás hubiera escrito una historia mucho más dura. Pero en esta ocasión pensé simplemente que debía darle esta forma. La de un cuento de hadas; chapado a la antigua y sentimental, escrito en una máquina de escribir eléctrica.
Philip K. Dick
No había la menor duda al respecto. Si el libro debía abordar nuevos conceptos y temas tabúes, historias que resultaran difíciles de vender en el mercado normal de las revistas y más particularmente a las revistas especializadas de ciencia ficción, tenía que contactar con los escritores que no temían adentrarse en la oscuridad. Philip K. Dick ha estado iluminando su propio paisaje desde hace años, iluminando con los proyectores de su imaginación una térra incógnita de asombrosas dimensiones. Le pedí una historia a Phil Dick, y la obtuve. Una historia que dará que escribir, bajo la influencia (si ello es posible) del LSD. Lo que sigue, como su excelente novela Los tres estigmas de Palmer Eldritch, es el resultado de uno de esos viajes alucinógenos.
Dick tiene la incómoda costumbre de derribar las teorías de uno. Por ejemplo, la mía acerca del valor de los estímulos artificiales para animar el proceso creativo. (Es una retractación por mi parte, supongo, porque soy incapaz de escribir sin un fondo musical a todo volumen. No importa si es Honegger o la Tijuana Brass o Archie Shepp o la New Vaudeville Band interpretando Winchester Cathedral. Debo tenerla.) Cuando era mucho más joven, y rondaba los diversos clubs de jazz de Nueva York, como crítico y como simple oyente, me díscutía con muchos músicos que juraban que necesitaban o hierba o estimulantes para entrar en ambiente. Luego, tras convertirse en unos adictos, se hundían completamente: lo que salía de ellos era pura locura. He conocido bailarinas que fumaban hierba porque no podían conseguir la sensación de estar «en el aire» sin su ayuda; psiquiatras que conseguían subvenir a sus necesidades mediante sus propias recetas de narcóticos…, necesidades edificadas sobre la ilusión de que la droga liberaba sus mentes y les permitía efectuar análisis más penetrantes; artistas que estaban sometidos constantemente al ácido, cuyo trabajo bajo las influencias «dilatadoras de la mente» era algo que ustedes frotarían enérgicamente con un buen detergente si lo descubrieran en el fondo de su piscina. Mi teoría, desarrollada a lo largo de años de ver a gente engañándose a sí misma hasta la perdición, era que el proceso creativo es mucho más vívido cuando emerge claro y puro de los profundos pozos que existen en las mentes de los creadores. Philip K. Dick desmiente esa teoría.
Sus experiencias con el LSD y otros alucinógenos, además de los estimulantes del tipo de las anfetaminas, han dado frutos como la historia que están ustedes a punto de leer, una visión «peligrosa» desde todos sus ángulos. La pregunta, pues, se plantea: ¿cuán válida es la totalidad ante la excepción de raros éxitos como la obra de Phil Dick? No presumo de saberlo. Todo lo que puedo aventurar es que una administración adecuada de drogas dilatadoras de la mente puede abrir áreas completamente nuevas al intelecto creativo. Áreas que hasta entonces fueron dominio de los ciegos.
Para su información, Philip K. Dick efectuó sus estudios en la Universidad de California, fue echado de varios trabajos que incluían el de director de una tienda de discos (es un apasionado de Bach, Wagner y Buddy Greco), redactor publicitario y presentador de un programa de música clásica en la emisora radiofónica KSMO en San Mateo, California. Entre sus libros están Solar Lottery (Lotería solar), Eye in the Sky (Ojo en el cielo), Time Out of Joint (El tiempo desarticulado), The Simulacra (Los simulacros), La penúltima verdad, Martian Time-Slip (Tiempo de Marte), Dr. Bloodmoney (Doctor Bloodmoney), Now Wait for Last Year (Ahora esperamos el año pasado), y el vencedor del premio Hugo de 1963, The Man in the High Castle (El hombre en el castillo). Aunque corpulento, barbudo y casado, es un confirmado observador de muchachas.
Hoy está con nosotros en su calidad de demoledor de teorías. Y si no muerde su sentido de la «realidad», aunque sólo sea con un mordisco pequeño, con este La fe de nuestros padres, entonces comprueben su pulso. Puede que estén ustedes muertos.
* * *
En las calles de Hanoi se encontró frente a un vendedor ambulante sin piernas que iba sobre un carrito de madera y llamaba con gritos chillones a todos los transeúntes. Chien disminuyó la marcha escuchó, pero no se detuvo. Los asuntos del Ministerio de Artefactos Culturales ocupaban su mente y distraían su atención: era como si estuviera solo, y no lo rodearan los que iban en bicicletas y ciclomotores y motos a reacción. Y, asimismo, era como si el vendedor sin piernas no existiera.
—Camarada —lo llamó sin embargo, y persiguió hábilmente a Chien con su carrito, propulsado por una batería a helio—. Tengo una amplia variedad de remedios vegetales y testimonios de miles de clientes satisfechos. Descríbeme tu enfermedad y podré ayudarte.
—Está bien —dijo Chien, deteniéndose—, pero no estoy enfermo.
«Excepto —pensó— de la enfermedad crónica de los empleados del Comité Central: el oportunismo profesional poniendo a prueba en forma constante las puertas de toda posición oficial, incluyendo la mía.»
—Por ejemplo puedo curar las afecciones radiactivas —canturreó el vendedor ambulante, persiguiéndolo aún—. O aumentar, si es necesario, la potencia sexual. Puedo hacer retroceder los procesos cancerígenos, incluso los temibles melanomas, lo que podríamos llamar cánceres negros. —Alzando una bandeja de botellas, pequeños recipientes de aluminio y distintas clases de polvos en recipientes de plástico, el vendedor canturreó—: Si un rival insiste en tratar de usurpar tu ventajosa posición burocrática, puedo darte un ungüento que bajo su apariencia de bálsamo cutáneo es una toxina increíblemente efectiva. Y mis precios son bajos, camarada. Y como atención especial a alguien de aspecto tan distinguido como el tuyo, te aceptaré en pago los dólares inflacionarios de posguerra en billetes, que tienen fama de moneda internacional pero en realidad no valen mucho más que el papel higiénico.