El camastro estaba formado por un colchón y un conjunto de muelles en un bloque de cemento que formaba parte integrante del suelo. Lew se enroscó en posición fetal y con las manos sobre la cabeza.
Estaba seguro de que no quería morir ahora.
No pasó nada.
Después de un rato abrió los ojos, apartó las manos y miró a su alrededor.
El muchacho le miraba. Por primera vez había una sonrisa amarga en su rostro. En el corredor, el guardia, que estaba siempre en una silla junto a la salida, estaba contemplándole tras los barrotes. Parecía preocupado.
Lew sintió cómo el rubor subía por su cuello, su nariz y sus orejas. El anciano había estado jugando con él. Comenzó a levantarse…
Un martillazo cayó sobre el mundo.
El guardián yacía roto contra los barrotes de la celda, al otro lado del corredor. El jovenzuelo de cabello lacio salía de detrás de su catre sacudiendo la cabeza. Alguien gimió y el gemido se convirtió en un grito. El aire estaba lleno de polvo de cemento.
Lew se levantó.
La sangre resbalaba como un ungüento rojo sobre todas las superficies alcanzadas por la explosión. Por mucho que lo intentase, y no lo intentó mucho, Lew no pudo hallar ningún rastro del anciano.
Excepto el agujero en la pared.
Debía de haber estado allí…, en aquel lugar…, allí.
El agujero era lo bastante grande para escurrirse por él si Lew pudiese llegar hasta allí. Pero estaba en la celda del viejo. El recubrimiento de plástico de silicona de los barrotes que separaban las celdas había desaparecido, dejando únicamente barras de metal del grosor de un lápiz.
Lew intentó abrirse paso.
Los barrotes estaban zumbando y vibrando, aunque no se oía ningún sonido. Lew se dio cuenta de la vibración al tiempo que advertía que le invadía el sueño. Introdujo su cuerpo entre los barrotes, atrapado en la lucha entre su creciente pánico y los apaciguadores sónicos, que debían de haberse puesto en funcionamiento automáticamente.
Los barrotes no cedían, aunque estaban resbaladizos…
Había pasado. Introdujo la cabeza por el agujero de la pared y miró hacia abajo.
Muy abajo. Lo suficiente para sentirse mareado.
La cárcel de Topeka County era un pequeño rascacielos, y la celda de Lew debía estar muy arriba. Contempló una suave masa de cemento salpicada con ventanas que no sobresalían por los bordes. No habría manera de llegar hasta aquellas ventanas ni forma de abrirlas o romperlas.
El apaciguador sónico minaba su voluntad. Si su cabeza hubiese estado en el interior de la celda con el resto de su cuerpo, ya estaría inconsciente. Debía esforzarse en volver a mirar hacia arriba.
Estaba en la parte superior. El borde del tejado se hallaba a muy poca distancia sobre su cabeza. No podía llegar hasta allí a menos que…
Comenzó a reptar fuera del agujero.
Ganase o perdiese, no le cogerían para los bancos de órganos. La densidad de tráfico rodado aplastaría todos sus fragmentos. Se sentó en el borde del agujero, con los pies en el interior de la celda para conservar el equilibrio y empujando el pecho contra la pared. Cuando estuvo en equilibrio, estiró los brazos hacia el tejado. Nada.
Se pasó una pierna por debajo manteniendo la otra rígida. Y se lanzó.
Cuando comenzaba a caer hacia atrás, las manos se cerraron sobre el borde. Gritó de sorpresa, pero era demasiado tarde. ¡El tejado de la cárcel se movía! Antes de que pudiese soltarlo le había arrastrado fuera del agujero. Quedó allí colgado, columpiándose de un lado a otro sobre el espacio vacío, mientras el movimiento le llevaba.
El tejado de la cárcel era una pasarela móvil.
No podía trepar a la superficie sin tener un apoyo para sus pies. No tenía fuerza suficiente. La pasarela se movía hacia otro edificio de la misma altura. Si conseguía no soltarse, tal vez podría alcanzarlo.
Y las ventanas de aquel edificio eran distintas. No estaban hechas para abrirse en aquellos días de contaminación atmosférica y aire acondicionado. Pero tenían rebordes. Tal vez rompiendo el vidrio…
El tirón sobre sus brazos era una agonía. Sería muy fácil soltarse. No. No había cometido ningún crimen por el que debiera morir. Se negó a morir.
Durante el siglo veinte, el movimiento continuó ganando importancia. Como organización flexible y de alcance internacional, sus miembros tenían sólo una meta: reemplazar la ejecución por la prisión y la rehabilitación en todos los estados y naciones. Argüían que matar a un hombre por sus crímenes no le enseña nada, que no sirve para persuadir a quienes puedan cometer el mismo crimen y que la muerte es irreversible. Mientras que un hombre inocente puede ser librado de la prisión si se prueba su inocencia. Matar a un hombre no sirve a ningún propósito, excepto la venganza de la sociedad. La venganza es indigna de una sociedad civilizada.
Quizá tenían razón.
En 1940, Karl Landsteiner y Alexander S. Wiener hicieron público un informe sobre el factor Rh en la sangre humana.
A mediados de siglo, la mayoría de los asesinos convictos eran condenados a cadena perpetua. Muchos eran devueltos después a la sociedad, algunos «rehabilitados», otros no. La pena de muerte para los secuestros había sido aceptada en algunos estados, pero era difícil persuadir a un jurado de que la aplicaran. Lo mismo para las acusaciones de asesinato. Un hombre buscado por robo en Canadá y asesinato en California, rechazó la extradición a Canadá pues en California tenía menos probabilidades de ser condenado. Algunos estados, como Francia, abolieron la pena de muerte.
La rehabilitación de los criminales era una meta importante de la ciencia/arte de la psicología.
Pero…
Los bancos de sangre se hallaban esparcidos por todo el mundo.
Hombres y mujeres con enfermedades renales, habían sido salvados ya por un trasplante de riñon de un gemelo idéntico. No todos los pacientes de riñon tenían gemelos idénticos. Un médico de París empleaba trasplantes de parientes cercanos, clasificando hasta cien puntos de incompatibilidad para juzgar por adelantado el éxito que tendría el trasplante.
Los trasplantes de ojos eran corrientes. Un donante de ojos podía esperar hasta su muerte antes de salvar la vista de otro hombre.
El hueso humano siempre puede ser trasplantado; suponiendo que el hueso sea limpiado primero de materia orgánica.
Así estaban las cosas a mitad de siglo.
En 1990 era posible conservar cualquier órgano de un ser humano por una duración razonable de tiempo. Los trasplantes se habían convertido en una rutina, gracias al «escalpelo de infinita finura», el láser. Los moribundos legaban regularmente sus restos a los bancos de órganos. Los intereses de las funerarias no podían detenerlo. Sin embargo, aquellos regalos de gente muerta no siempre eran útiles.
En 1993, Vermont aprobó la primera ley sobre los bancos de órganos. En Vermont siempre había existido la pena de muerte. Ahora los condenados sabrían que su muerte salvaría unas vidas. Ya no se podía afirmar que la ejecución no servía para nada bueno. Al menos en Vermont.
Y tampoco, más adelante, en California, Washington, Georgia, Pakistán, Inglaterra, Suiza, Francia, Rhodesia.
La pasarela se movía a unos veinte kilómetros por hora. Debajo, inadvertido por los transeúntes que habían salido tarde de trabajar y por los búhos que comenzaban en aquel momento sus rondas, Lewis Knowles pendía de la cinta en movimiento y observaba cómo la repisa pasaba por debajo de sus pies colgando. La repisa tenía poco más de medio metro de anchura, a más de un metro bajo sus dedos extendidos.
Se dejó caer.
Mientras sus pies tocaban algo, se agarró al borde del marco de una ventana. El vértigo le asaltó, pero no se cayó. Respiró tras un largo instante.
No podía saber qué edificio era aquel, pero estaba vacío. A las nueve de la noche todas las ventanas estaban iluminadas. Mientras escudriñaba el interior, intentó permanecer fuera del alcance de la luz.
La ventana era una oficina. Estaba vacía.
Necesitaba algo en que envolverse la mano para romper aquella ventana. Pero sólo llevaba unos zapatos y un mono de la prisión. No podía ser más sospechoso de lo que era ahora. Se quitó el mono, lo envolvió alrededor de su mano y golpeó con fuerza.
Casi se destrozó la mano.
Bueno…, le habían dejado guardar sus joyas, su reloj de pulsera y un anillo de diamantes. Empujó fuertemente dibujando un círculo con el anillo sobre el vidrio y golpeó de nuevo con la otra mano. Tenía que ser cristal. Si era de plástico estaba perdido.
El vidrio saltó en un círculo casi perfecto.
Tuvo que hacerlo seis veces antes de que el agujero fuese lo bastante grande para él.
Mientras entraba, todavía agarrado a su mono, sonreía. Todo lo que necesitaba ahora era un ascensor. Con un mono de la prisión, en la calle los polis le habrían dado caza en menos de un minuto. Pensó que si lo escondía allí estaría seguro. ¿Quién sospecharía de un nudista con licencia?
Sólo que él no tenía licencia. Ni la bolsa donde los nudistas la llevaban.
Ni iba afeitado.
Aquello se presentaba muy mal. Nunca había habido un nudista tan peludo. Era más que una simple e incipiente barba. Lo cubría todo, por decirlo así. ¿Dónde podría conseguir una cuchilla de afeitar?
Probó en los cajones del escritorio. Muchos ejecutivos tenían cuchillas de repuesto. Se detuvo a medio camino, y no porque hubiese encontrado una cuchilla sino porque ahora sabía dónde se encontraba. Los papeles sobre el escritorio lo confirmaban aún más.
Estaba en un hospital.
Todavía sostenía el mono. Lo dejó en una papelera, lo cubrió ordenadamente con papeles y más o menos se dejó caer en la silla del escritorio.
Un hospital. Tenía que haber escogido un hospital. Y este hospital, el que había sido construido al lado de la cárcel de Topeka County, por razones conocidas.
Pero en realidad él no lo escogió. Le escogió el hospital a él.
¿Alguna vez en su vida había tomado una decisión, excepto instigado por los demás? Sus amigos le habían pedido dinero prestado para no devolvérselo, otros hombres le quitaron sus chicas; había evitado los ascensos gracias a su habilidad para ser ignorado. Shirley le manipuló para que se casara con ella, abandonándolo cuatro años más tarde por un amigo que no se dejaba manipular.
Incluso ahora, en el posible fin de su vida, ello seguía igual. Un anciano, traficante de órganos, le proporcionó la huida. Un ingeniero había construido los barrotes de las celdas a la suficiente distancia para que un hombre pequeño pudiese introducirse entre ellos. Otro había puesto una pasarela entre dos tejados a conveniente distancia. Y aquí estaba.
Lo peor de todo era que ahora no tenía probabilidad alguna de escabullirse como un nudista. Las batas y máscaras del hospital serían lo mínimo exigido. Hasta los nudistas tenían que cubrirse alguna vez.
¿El cuarto de baño?
No había nada en el cuarto de baño, excepto un elegante sombrero verde y un poncho impermeable y transparente.
Podía echar a correr. Si pudiese encontrar una cuchilla de afeitar, tal vez estaría a salvo en cuanto llegase a la calle. Se golpeó un nudillo mientras pensaba que le gustaría saber dónde estaba el ascensor. Tenía que confiar en la suerte. De nuevo comenzó a registrar los cajones.
Tenía en sus manos un estuche de afeitar de cuero negro cuando la puerta se abrió. Entró un hombre corpulento con la bata del hospital. El interno —o había doctores humanos en los hospitale —estuvo cerca del escritorio antes de ver a Lew agazapado sobre un cajón abierto. Se quedó boquiabierto.
Lew le cerró la boca con el puño que todavía sostenía el estuche.
Los dientes del hombre se juntaron emitiendo un agudo chasquido. Sus rodillas se doblaron al tiempo que Lew salía corriendo de la habitación.
El ascensor estaba justo al fondo del vestíbulo y con las puertas abiertas. Y nadie venía. Lew entró y oprimió un botón. Se afeitó mientras el ascensor descendía. La maquinilla corría rápida y pegada, aunque un poco ruidosamente. Se afeitaba el pecho cuando la puerta se abrió.
Una especialista delgada apareció ante él, mostrando en su rostro la expresión de los que esperan un ascensor. Le rozó al entrar musitando una disculpa y sin apenas advertirle. Lew salió rápidamente. Antes de darse cuenta que se había equivocado de piso las puertas se cerraron.
¡Aquella maldita especialista! ¡Había detenido el ascensor antes de que llegase al final!
Se volvió y oprimió el botón de bajada. Entonces lo que había visto en una mirada de rutina volvió a su mente. Se volvió para echar una segunda ojeada.
Toda la amplia habitación estaba llena de tanques de vidrio que llegaban hasta el techo. Formaban un laberinto como las estanterías de una biblioteca. En los tanques había algo más lúgubre que todo lo que pudiese verse en Belsen. ¡Aquellas cosas habían sido hombres y mujeres! No. Prefirió no mirar. Se negó a mirar otra cosa que no fuese la puerta del ascensor. ¿Por qué tardaba tanto?
Oyó una sirena.
El suelo de mosaicos comenzó a vibrar contra sus pies desnudos. Sintió sus músculos agarrotados y un letargo en su alma.
El ascensor llegó… demasiado tarde. Bloqueó las puertas abiertas con una silla. La mayor parte de los edificios no tenían escaleras. Sólo ascensores alternativos. Tendrían que utilizar uno para llegar hasta él. Bien, ¿dónde estaba? No tendrían tiempo de encontrarlo. Empezaba a sentirse realmente dormido. Debían de tener varios proyectores sónicos concentrados sobre aquella sala. Cuando pasase un rayo, los internos se sentirían suavemente relajados, un poco pesados. Pero donde los rayos se cruzasen sería la inconsciencia. Pero aún no había llegado a ese punto.
Primero debía hacer algo.
Cuando entrasen a por él, tendrían motivos para matarle.
Los tanques eran de plástico, no de cristal. Para no provocar reacciones defensivas en las miríadas de partes corporales que estarían allí almacenadas y en contacto con él, el plástico tendría que tener características únicas. ¡No podía esperarse que un ingeniero lo hubiera hecho también irrompible!
Se rompía muy satisfactoriamente.
Más tarde, Lew se preguntó cómo habría conseguido permanecer en pie tanto tiempo. El relajante murmullo hipersónico de los rayos le empujaba hacia abajo, hacia un suelo que cada vez parecía más blando. La silla se hacía cada vez más pesada. Pero mientras pudo levantarla aplastó cosas. Estaba hundido hasta las rodillas como en un fluido nutritivo y había cosas que se morían y que chocaban contra sus tobillos a cada movimiento. Cuando apenas llevaba hecha la tercera parte del trabajo, la silenciosa canción de la sirena fue demasiado para él.