Encogido de espaldas, Joe se encaminó no hacia la parte alta sino hacia abajo, por el camino de tierra que pasando por el Cementerio de los Cipreses llevaba hacia la Ciudad Nocturna.
La brisa era suave pero inquieta y variable esta noche, como los chillidos de un duendecillo. Más allá de la valla del cementerio, blanqueada a nieve, se agitaban los flacuchos árboles, como si se estuvieran acariciando las barbas de helechos. Joe parecía sentir que los fantasmas estaban igualmente inquietos, sin saber, tal como le sucedía a la brisa, a quién sorprender, o dónde pasar la noche afuera, vagando con otros compañeros igualmente lujuriosos y melancólicos. Entre los árboles lucían las luces, verdes y vampirescas que pulsaban débil e irregularmente, como luciérnagas enfermas o como una nave espacial atacada por la peste. El profundo sentimiento de desgracia y melancolía ya no dejaba a Joe, ahondándose en tal forma que estuvo tentado de apartarse y acurrucarse en alguna tumba de aspecto conveniente, o alrededor de alguna lápida, robándole a la esposa y a los otros el final compartido. Pensó: «Voy a hacer rodar los huesecillos. Voy a hacerlos rodar y, después, a la cama». Pero mientras decidía qué hacer se dio cuenta de que ya había pasado la verja abierta, la cerca destartalada y todo el resto.
Al principio parecía que la Ciudad Nocturna estaba tan muerta como el cementerio, pero luego pudo distinguir un tenue resplandor, tan enfermizo como las luces vampirescas pero más enfebrecido y, conjuntamente, una música juguetona que al principio era tan débil que parecía a propósito para hormigas retozonas. Se zangoloteaba por el sendero, mientras recordaba con nostalgia los días en que sus piernas se movían inquietas, llenas de vida, y desembocaban en una pelea, cayendo como un gatazo o una araña de arena marciana. Hacía muchos años ya que no se encontraba envuelto en una buena pelea, y que no sentía la fuerza. Gradualmente, la música liliputiense creció hasta volverse tan estruendosa como lo requeriría un oso, tan ensordecedora como una polka para elefantes, mientras que el resplandor se trocó en un estallido de luces, de tubos de mercurio de coloración cadavérica, de juguetonas luminiscencias de neón de rosados colores, burlándose de las estrellas y de los espacios donde reinaban las naves interestelares. Luego se vio frente a una fachada simulada, de tres pisos de alto, coronada por un tenue fuego fatuo de color azulado. En su centro se hallaba una gran puerta batiente que escupía luces hacia arriba y hacia abajo. Por encima de la entrada se veía un letrero de luces doradas que anunciaba una y otra vez, con rizos y torneados adornos: «El Osario», mientras un truculento resplandor rojizo agregaba: «Casa de Juego».
¡Así que ese era el nuevo lugar del que tanto se había hablado! ¡Por fin se había inaugurado! Por primera vez en esa noche, Joe Slattermill experimentó un verdadero estremecimiento de alegría y la delicada caricia del entusiasmo.
«Voy a hacer rodas los huesecillos», pensó.
Desempolvó sus verdeazuladas ropas de trabajo con amplias y descuidadas palmadas, e hizo tintinear el dinero dentro de los bolsillos. Luego echó los hombros hacia atrás y sonrió con desdén, mientras empujaba las puertas batientes con un ademán firme, como si le diera una bofetada a un tonto.
El interior de «El Osario» era enorme, como para albergar una ciudad, y el bar parecía tan interminable como las vías del tren. Oasis redondos de luz provenientes de las mesas de póquer, de color verde, alternaban con zonas de sugestiva media luz, a través de las cuales se veía pasar a las chicas que se encargaban del cambio y las que entretenían a la clientela, con pasos que las asemejaban a brujas de blancas piernas. En la plataforma donde se hallaba la orquesta, danzarinas exóticas hacían resbalar sus figuras blancas de reloj de arena. Los jugadores eran corpulentos y se doblaban sobre las cartas como si fueran hongos, todos calvos de tanto agonizar sobre una carta o un dado, o una bola de marfil.
Las voces de los croupiers y los chasquidos de las cartas eran suaves pero de un firme staccato, como los susurros y suaves golpes de los tambores de jazz. Cada uno de los átomos del lugar se agitaba en forma controlada. Hasta las motas de polvo danzaban tensas en los conos de luz.
Ahora el entusiasmo de Joe se incrementó y sintió que lo recorría, tal como la brisa que precede al ventarrón, el hálito cálido de la confianza en sí mismo, que sabía que podía llegar a convertirse en un tornado. Todos los pensamientos previos acerca de la esposa, de la madre y de la casa se desvanecieron y solamente quedó mister Guts caminando perezosamente en los bordes de su conciencia, como un buen holgazanote que era. Los músculos de las piernas de Joe se contrajeron con simpatía y comenzó a sentirse magníficamente fuerte.
Miró a su alrededor con aire frío e inquisitivo, mientras su mano, extendida negligentemente como si no le perteneciera, tomaba una copa de la bandeja de una de las chicas que pasaba. Finalmente se dirigió hacia la que juzgó ser la Mesa Más Destacada. Todos los Hongos Importantes parecían hallarse allí, calvos como el resto, pero manteniéndose bien erguidos. Entonces a través de una brecha Joe vio, al otro lado de la mesa, una figura aun más corpulenta, pero ataviada con un largo gabán con el cuello alzado y coronado por un oscuro sombrero de ala requintada en forma tal que solamente se veía de su cara una muy pequeña parte en forma de triángulo. En Joe nació una sospecha y una esperanza, y arremetió para hacerse lugar entre los Hongos Importantes.
A medida que se acercaba, las camareritas de piernas blancas remolineaban y se alejaban, mientras que sus sospechas recibían una confirmación tras otra, y su esperanza florecía y se desperezaba. En uno de los extremos de la mesa se hallaba el hombre más gordo que jamás había visto, con un largo cigarro, un chaleco color plateado y una corbata de moño dorada de unos veinte centímetros de diámetro, en la que se leía, en gruesas letras: «Señor Huesos». Un poco más retirada al otro extremo vio a la chica encargada del cambio, la más desnuda que jamás hubiera imaginado, y la única que llevaba, en su bandeja colocada poco más abajo de sus senos, un enorme montón de oro que formaba relucientes pilas, conjuntamente con fichas del más intenso color negro. La chica que se encargaba de los dados, más delgada y alta que su esposa, no parecía llevar encima mucho más que el largo par de guantes blancos. Estaba muy bien, si a uno le gustaba el tipo que no son más que piel pálida sobre unos huesos, con pechos que parecían picaportes de porcelana blanca.
Al lado de cada jugador había una mesita alta redonda para las fichas. La que correspondía a la brecha que se había abierto Joe estaba vacía. Chasqueando los dedos para llamar a la chica que cambiaba las fichas, convirtió sus dólares grasientos en un número similar de fichas pálidas, y pellizcó su pezón izquierdo para que le trajera suerte. Juguetonamente, la muchacha hizo ademán de morder sus dedos.
Sin apurarse, pero tampoco sin perder tiempo, avanzó y dejó caer descuidadamente su modesta apuesta sobre la mesa vacía, ocupando su lugar en la brecha. Notó que el segundo Hongo Importante a su derecha tenía los dados. Su corazón dio un enorme salto, pero ninguna otra parte de su cuerpo dejó entrever su emoción. Luego levantó con tranquilidad sus ojos para mirar al otro lado de la mesa.
El gabán era un resplandeciente y elegante tubo de satén negro, con botones de azabache; el cuello alzado era de un suave terciopelo negro como un oscuro sótano, mientras que el sombrero gacho, requintado y con ala caída, llevaba como cinta una delgada hebra de crin. Las mangas del gabán eran otras dos columnas menores de satén, que terminaban en manos largas y delgadas, de dedos afilados que se movían rápidamente, cuando su dueño quería; pero si no, podían adoptar una quietud estatuaria.
Joe todavía no podía ver mucho de la cara, excepto la suave parte inferior de la frente, que no presentaba ni huella de transpiración, las cejas, que eran como un segmento desprendido del sombrero, y las delgadas y aristocráticas mejillas, en cuya unión se hallaba, sin embargo, una nariz algo achatada. El color de la piel de la cara era tan blanco como a la primera impresión. Tenía, sin embargo, un ligero tinte amarronado, como el marfil que ha comenzado a envejecer o la piedra jabón de los venusianos. Otra mirada a las manos confirmó lo que pensaba.
Detrás del hombre de negro se hallaba el grupo de los clientes más desagradables que Joe hubiera visto jamás. Se dio cuenta, a primera vista, de que cada uno de estos enjoyados y acicalados matones, tenía un revólver bajo el chaleco y una navaja en su bolsillo, mientras que cada una de las muchachas de ojos perversos llevaba un estilete en la liga y una daga de mango de plata en el hueco que quedaba entre sus senos.
Sin embargo, Joe supo también que todos ellos no tenían mayor importancia. El Amo era el hombre de negro, aquel a quien no se puede mirar, aunque sea superficialmente, sin saber que es muy difícil tocarlo y seguir viviendo. Si, sin preguntarle, se ponía un dedo en una de esas mangas, por gentil y respetuoso que fuera el movimiento, una de las blancas manos se agitaría e inmediatamente daría una puñalada o un tiro. O tal vez solamente el contacto fuera capaz de matar, como si cada uno de los negros artículos de su vestimenta se hallaran cargados hacia afuera con una electricidad de alto voltaje y alto amperaje proveniente de la piel.
Joe volvió a mirar la cara semicubierta por la sombra del sombrero y decidió no intentarlo.
Porque lo más impresionante de todo eran sus ojos. Todos los jugadores tienen ojos profundos y sombreados de negro. Pero esos ojos eran tan hundidos que no se podía estar realmente seguro de captar su brillo. Parecían inescrutablemente desencarnados. Eran inimaginables, como grandes agujeros de completa negrura.
Sin embargo, todo esto no desilusionó a Joe ni un poquito, aunque lo asustó terriblemente. Lo llevó a una exultante alegría. Sus primeras sospechas se habían confirmado y sus esperanzas florecieron por completo.
Ese debía de ser uno de esos jugadores realmente importantes que llegaban a Ironmine sólo de vez en cuando, tal vez una vez cada década, procedente de la Gran Ciudad, en uno de los barcos fluviales que recorrían las orillas como lujosos cometas, dejando largas colas de chispas que surgían de sus chimeneas altas como sequoias, coronadas del follaje de planchas de acero cuidadosamente curvadas. O también como plateadas naves espaciales con docenas de flamígeros chorros de luz, y con portezuelas que relucían como filas de asteroides.
Tal vez algunos de esos jugadores verdaderamente notables venían de otros planetas, donde la noche estaba llena de placeres, y la vida de los jugadores era un delirio de riesgo y alegrías.
Sí. Ese era el tipo de hombre con el cual Joe siempre había querido competir en habilidad. Comenzó a sentir que el poder cosquilleaba en sus dedos, aún completamente inmóviles.
Joe bajó la vista hacia la mesa. Su ancho era el de la altura de un hombre, y su largo dos veces mayor. También la halló extrañamente profunda, forrada no de paño verde sino de negro, lo cual la hacía asemejarse al ataúd de un gigante. Había algo familiar en su forma, que no pudo discernir bien. Su fondo, pero no sus lados ni extremos, se destacaba por una rara iridiscencia, como si hubiera sido rociada con diamantes muy pequeños. Cuando Joe bajó bien la vista, para tratar de llegar hasta su fondo, le pareció que descendía hasta el otro lado del mundo, y que el resplandor era de las estrellas de las antípodas, visibles a pesar de la presencia de la luz del sol, tal como él podía verlas de día desde las profundidades de la mina en que trabajaba. Parecía realmente que si un jugador, después de haberlo perdido todo, se inclinaba demasiado sobre esa mesa, caería para siempre, hacia el más insondable abismo, ya sea el Infierno o alguna negra galaxia.
Joe sintió que sus pensamientos giraban como en un torbellino, y notó el frío y cruel apretón del miedo en la garganta.
Oyó que, cerca de él, alguien decía con voz suave:
—Vamos, Big Dick.
Luego los dados, que mientras tanto habían pasado al Hongo Importante que se hallaba a su derecha, fueron lanzados al centro de la mesa, contradiciendo y borroneando la visión de Joe. Pero instantáneamente fue testigo de otra extraña circunstancia, que absorbió su atención. Los dados de marfil eran desusadamente voluminosos, con esquinas redondeadas y marcas grandes y rojas, que relucían como rubíes y se hallaban ordenadas en tal forma que formaban un cráneo en miniatura. Por ejemplo, el siete que acababa de tirar el Hongo Importante de su derecha, y a raíz del cual había perdido, consistía en un dos con cada uno de los puntos espaciados formando dos ojos, en vez de hallarse en las esquinas opuestas, y en un cinco con los mismos dos puntos que se asemejaban a ojos, pero también con una nariz en el centro y dos marcas más juntas por debajo, que parecían dientes.
El largo brazo de la chica encargada de los dados, envuelto en su guante, se extendió como una cobra, los tomó y los arrojó hacia el borde de la mesa, enfrente de Joe. Éste inspiró profunda pero silenciosamente, tomó una única ficha de su mesa e iba ya a ponerla junto al dado cuando se dio cuenta de que aquí las cosas no se hacían de ese modo. Volvió a poner la ficha en su lugar, pero sintiendo un agudo deseo de examinarla de cerca. Era curiosamente liviana, de color pálido, como el de la crema cuando se le pone un poquito de café, y tenía grabado un símbolo que podía sentirse pero no verse. No pudo darse cuenta de cuál era éste, pues para eso tendría que haberla tenido entre sus dedos más tiempo. Sin embargo, el roce de la ficha le había transmitido una desagradable impresión, confirmando la sensación cosquilleante del poder.
Joe miró en forma aparentemente indiferente a las caras de quienes lo rodeaban, sin perderse, por supuesto, una ojeada al Gran Jugador, enfrente de él, y dijo con voz queda:
—Me juego un centavo.
Esto quería decir, indudablemente, una de las fichas de color pálido, o sea un dólar.
Surgió un silbido de indignación desde donde se hallaban situados los Hongos Importantes, y la cara de luna del barrigón señor Huesos se tornó púrpura, mientras se adelantaba a llamar a sus matones.
El Gran Jugador levantó uno de los brazos envueltos en satén negro y terminado en la mano escultural, con la palma hacia abajo, y se vio que instantáneamente el señor Huesos se inmovilizaba, mientras el silbido indignado se apagó más rápido que el centelleo de un meteoro en el acero infinito del espacio. Luego, con una culta y casi susurrada voz, llegó la respuesta del hombre de negro: