Visiones Peligrosas II (8 page)

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Authors: Harlan Ellison

Tags: #Ciencia-ficción

BOOK: Visiones Peligrosas II
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—Señor Chien —dijo la voz que venía del interior de su cráneo y no del espíritu sin boca que se iba formando directamente ante él—. Me alegra volver a verle. Usted no sabe nada. Váyase. Usted no me interesa. ¿Por qué tendría que importarme el barro? Barro. Estoy atascado en él. Debo excretarlo, y así lo hago. Puedo destrozarlo, señor Chien. Incluso puedo destrozarme a mí mismo. Debajo de mí hay rocas filosas. Desparramo objetos con puntas agudas por encima del pantano. Hago que los sitios ocultos, profundos, hiervan como en una marmita. Para mí el mar es como un pote de ungüento. Las partículas de mi carne están unidas a todo. Usted es yo. Yo soy usted. No importa, como no importa si la criatura de pechos encendidos era una muchacha o un muchacho. Uno puede aprender a disfrutar de cualquiera de los dos.

Se rió.

Chien no podía creer que le estuviera hablando. No podía imaginar —era demasiado terrible— que le hubiera elegido a él.

—Los he elegido a todos —dijo aquello—. Nadie es demasiado pequeño. Cada uno cae y muere y yo estoy allí para contemplarlo. Sólo necesito contemplar. Es automático. Fue dispuesto de ese modo.

Y entonces dejó de hablarle. Se autodisgregó. Pero Chien lo seguía viendo. Sentía su presencia múltiple. Era un globo que colgaba en la habitación, con cincuenta mil ojos, con un millón de ojos…, miles de millones. Un ojo para cada ser viviente mientras esperaba que cada ser cayera, y luego lo pisoteaba cuando yacía debilitado. Había creado los seres para eso, y Chien lo sabía. Lo comprendía. Lo que en el poema árabe parecía ser la muerte no era la muerte sino Dios. O, mejor dicho, Dios estaba muerto, aquello era una fuerza, un cazador, una entidad caníbal, y fallaba una y otra vez, pero como tenía toda la eternidad por delante podía permitirse fallar. Advirtió que era como en los dos poemas. También el de Dryden. La gastada procesión. Eso es nuestro mundo y tú lo estás fabricando. Urdiéndolo para que así sea. Amarrándonos.

«Pero al menos me queda mi dignidad», pensó.

Con dignidad abandonó su copa, se dio vuelta, caminó hacia las puertas del salón y pasó a través de ellas. Caminó por un largo vestíbulo alfombrado. Un sirviente de la mansión, vestido de púrpura, le abrió una puerta. Se encontró de pie afuera, en la oscuridad de la noche, en una galería, solo.

Pero no estaba solo.

El ser lo había seguido. O ya estaba allí antes de que él llegara. Sí, lo había estado esperando. En realidad no había terminado con él.

—Allá voy —dijo Chien, y se precipitó sobre la baranda.

Estaba en un sexto piso, y abajo brillaba el río, y la muerte, la verdadera muerte, no lo que había vislumbrado el poema árabe.

Mientras trataba de saltar, aquello apoyó una extensión de sí mismo sobre su hombro.

—¿Por qué? —dijo Chien.

Pero se detuvo, intrigado y sin comprender nada.

—No caigas por mí —dijo.

Chien no podía verlo porque se había colocado detrás de él. Pero lo que estaba apoyado sobre su hombro… había comenzado a parecerse a una mano humana.

Y entonces el ser rió.

—¿Qué hay de gracioso? —preguntó Chien, mientras se balanceaba sobre la baranda, sostenido por la falsa mano.

—Estás haciendo mi trabajo —dijo—. No estás esperando. ¿No tienes tiempo para esperar? Te escogeré entre los demás. No necesitas acelerar el proceso.

—¿Y qué pasa si lo hago por repulsión a ti?

El ser rió y no contestó.

—Ni siquiera me lo vas a decir —dijo Chien.

Tampoco esta vez hubo respuesta. Comenzó a deslizarse hacia atrás, hacia la galería.

Y la presión de la falsa mano se aflojó de inmediato.

—¿Tú fundaste el Partido? —preguntó Chien.

—Fundé todo. Fundé el anti-Partido y el Partido que no es un partido, y los que están a favor de él y los que están en contra, los que tú llamarías Yanquis Imperialistas, los del campo reaccionario, y así hasta el infinito. Fundé todo. Como si fueran hojas de hierba.

—¿Y estás aquí para disfrutarlo?

—Lo que quiero es que me veas como soy, como me has visto, y que luego confíes en mí —dijo el ser.

—¿Qué? ¿Confiar en ti para qué? —preguntó Chien temblando.

—¿Crees en mí?

—Sí. Puedo verte.

—Entonces vuelve a tu empleo en el Ministerio. Cuéntale a Tanya Lee que soy un anciano gastado, obeso, que bebe mucho y pellizca el trasero de las muchachas.

—Oh, Cristo —dijo Chien.

—Mientras sigas viviendo, incapaz de detenerte, te atormentaré —dijo aquello.— Te quitaré partícula por partícula todo lo que posees o deseas. Y cuando estés destrozado hasta la muerte te revelaré un misterio.

—¿Cuál es el misterio?

—Los muertos vivirán, los vivos morirán. Yo mato lo que vive, salvo lo que ha muerto. Y te diré esto: hay cosas peores que yo. Pero no te encontrarás con ellas porque para entonces te habré matado. Ahora regresa al salón y prepárate para la cena. No cuestiones lo que estoy haciendo. Hacía lo mismo antes de que existiera alguien llamado Tung Chien y lo seguiré haciendo mucho después de que deje de existir.

Chien lo golpeó con la máxima fuerza posible.

Y experimentó un intenso dolor en la cabeza.

Y oscuridad, con una sensación de caída.

Luego, otra vez oscuridad.

«Te alcanzaré —pensó—. Me ocuparé de que tú también mueras. De que sufras. Vas a sufrir, como nosotros, exactamente del mismo modo. Volveré a enfrentarte, y te sujetaré con clavos. Juro por Dios que te crucificaré contra algo. Y dolerá. Tanto como me duele a mí ahora.»

Cerró los ojos.

Lo sacudían con rudeza. Y oía la voz de Kimo Okubara.

—Deténgase, borracho. ¡Vamos!

Sin abrir los ojos, dijo:

—Necesito un taxi.

—El taxi ya espera. Váyase a casa. Desastre. Hacer el ridículo ante todos.

Poniéndose temblorosamente en pie, abrió lo ojos, se examinó.

«El Líder a quien seguimos —pensó— es el Único Dios Verdadero. Y el enemigo contra el que luchamos y hemos luchado también es Dios. Tienen razón: está en todas partes. Pero no entiendo lo que eso significa.» Clavó la mirada en el oficial de protocolo y pensó: «Tú también eres Dios. Así que no hay escapatoria, quizá ni siquiera saltando. Como yo empecé a hacerlo, instintivamente.»

Se estremeció.

—Mezclar copas con drogas —dijo Okubara con tono ofendido—. Arruinar la carrera. Lo he visto muchas veces. Desaparezca.

Vacilante, caminó hacia la gran puerta central de la villa del Río Yangtsé. Dos criados, vestidos como caballeros medievales, con penachos de plumas, le abrieron ceremoniosamente la puerta. Uno de ellos dijo:

—Buenas noches, señor.

—Para usted —dijo Chien, y entró en la noche.

A las tres menos cuatro de la mañana, mientras estaba sentado e insomne en la sala de estar de su departamento, fumando un Cuesta Rey Astoria tras otro, sonó un golpe en la puerta.

Cuando abrió se encontró frente a Tanya Lee, con su impermeable y el rostro marchito de frío. Sus ojos ardían, interrogantes.

—No me mires así —dijo él ásperamente. Su cigarro se había apagado. Volvió a encenderlo—. Ya me han mirado lo suficiente.

—Lo viste —dijo ella.

El asintió.

La muchacha se sentó en el brazo del sillón y tras un momento dijo:

—¿Quieres contármelo?

—Vete lo más lejos posible dijo Chien—. Bien lejos.

Y luego recordó. No había camino que se alejara bastante. Recordó haber leído también eso.

—Olvídalo —dijo.

Poniéndose en pie, fue con paso torpe hasta la cocina y empezó a preparar café.

Siguiéndolo, Tanya dijo:

—¿Fue… tan malo?

—No podemos ganar —dijo él—. Ustedes no pueden ganar. No quise incluirme. Yo no entro en eso. Sólo quiero seguir haciendo mi trabajo en el Ministerio y olvidarme. Olvidarme de todo el maldito asunto.

—¿Es extraterrestre?

—Sí.

—¿Es hostil a nosotros?

—Sí —dijo Chien—. No. Las dos cosas. Sobre todo hostil.

—Entonces tenemos que…

—Vete a casa y acuéstate. —La escrutó con cuidado. Había permanecido sentado un largo rato y había pensado mucho acerca de muchas cosas—. ¿Estás casada? — preguntó.

—No. Ahora no. Lo estuve.

—Quédate conmigo esta noche —dijo él—. Por lo menos el resto de la noche. Hasta que salga el sol. Durante la noche es horrible.

—Me quedaré —dijo Tanya, desabrochándose el cinturón del impermeable—, pero necesito algunas respuestas.

—¿Qué quería decir Dryden con eso de que la música destemplaría el cielo? —dijo Chien—. ¿Qué puede hacer la música al cielo?

—Que todo el orden celestial del universo termina —dijo la muchacha mientras colgaba el impermeable en el armario del dormitorio. Debajo llevaba un suéter anaranjado a rayas y pantalones elásticos.

—Eso es lo malo —dijo Chien.

La muchacha hizo una pausa, reflexionando.

—No sé. Supongo que sí.

—Es concederle mucho poder a la música.

—Bueno, ya conoces la antigua idea pitagórica acerca de la «música de las esferas».

Con gestos precisos se sentó en el borde de la cama y se sacó sus zapatos livianos como chinelas.

—¿Crees en eso? —dijo Chien—. ¿O crees en Dios?

—¡Dios! —rió la muchacha—. Eso desapareció junto con la caldera a vapor. ¿De qué estás hablando? ¿De Dios o de dios?

Se acercó a él, mirándole a los ojos.

—No me mires tan de cerca —dijo Chien con voz aguda, retrocediendo—. No quiero que me vuelvan a mirar así.

Se apartó, irritado.

—Creo que si hay un Dios le importan muy poco los asuntos humanos —dijo Tanya—. Bueno, esa es mi teoría. Quiero decir que a Él no parece importarle que triunfe el mal o que la gente y los animales sean heridos y mueran. Francamente, no veo Su presencia a mi alrededor. Y el Partido siempre ha negado cualquier forma de…

—¿Alguna vez lo viste a Él? —preguntó Chien—. ¿Cuándo eras niña?

—Oh, desde luego, cuando niña. Pero también creía…

—¿Alguna vez se te ocurrió que el mal y el bien son nombres que designan la misma cosa? ¿Qué Dios podría ser al mismo tiempo bueno y malo?

—Te prepararé un trago —dijo Tanya, y entró descalza a la cocina.

—El Triturador, el Chirriante, el Tragón y el Pájaro y el Tubo Trepador… —dijo Chien—, más otros nombres, otras formas. No sé. Tuve una alucinación. En la cena. Una alucinación enorme. Terrible.

—Pero la estelacina…

—Provocó una peor —dijo él.

—¿Hay algún modo de luchar contra lo que viste? —dijo Tanya sombríamente—. ¿Contra ese fantasma al que llamas alucinación pero que sin duda no lo era?

—Creer en él —dijo Chien.

—¿Qué lograremos con eso?

—Nada —dijo él, agotado—. Absolutamente nada. Estoy cansado. No quiero un trago… Acostémonos.

—Está bien. —Regresó silenciosa al dormitorio, comenzó a sacarse el suéter a rayas por encima de la cabeza—. Lo discutiremos a fondo más tarde.

—Una alucinación es algo misericordioso —dijo Chien—. Me gustaría haberla tenido. Quiero que vuelva la mía. Quiero estar antes de que tu vendedor ambulante me encuentre con aquella fenotiacina.

—Ahora ven a la cama. Seré amable. Toda calor y ternura.

Chien se sacó la corbata, la camisa… y vio, sobre su hombro derecho, la marca, el estigma que le había dejado aquello cuando le impidió saltar. Marcas lívidas que parecían estar allí para siempre. Entonces se puso la chaqueta del pijama: ocultaba las marcas.

—De todos modos tu carrera ha adelantado muchísimo —dijo Tanya cuando él entró en la cama—. ¿No estás contento?

—Por supuesto —dijo él, asintiendo invisible en la oscuridad—.

Muy contento.

—Ven, acércate a mí —dijo Tanya, rodeándolo con los brazos—. Y olvídate de todo lo demás. Al menos por ahora.

Entonces Chien la atrajo hacia él, haciendo lo que ella pedía y él quería hacer. La muchacha fue limpia; se movió con eficacia, con rapidez y cumplió su parte. No se molestaron en hablar hasta que por fin Tanya dijo «¡Oh!», y se relajó.

—Me gustaría que pudiéramos seguir para siempre —dijo Chien.

—Lo hicimos —dijo Tanya—. Es algo fuera del tiempo. No tiene límites, como un océano. Así éramos en la época cámbrica, antes de que emigráramos a la tierra. Es como las antiguas aguas primordiales. El único momento en que retrocedemos es cuando lo hacemos. Por eso es tan importante para nosotros. Y en aquellos días no estábamos separados: era como una gran gelatina, como esas burbujas que flotan hasta la playa.

—Que flotan y allí se quedan, a morir —dijo Chien.

—¿Puedes alcanzarme una toalla? —preguntó Tanya—. ¿O un trapo? Lo necesito.

Chien caminó descalzo hasta el baño, y entró a buscar una toalla. Allí, y ahora completamente desnudo, vio por segunda vez su hombro, vio el sitio donde el ser lo había aferrado y lo había sostenido, tirándolo hacia atrás, quizá para juguetear con él un poco más.

Las marcas, inexplicablemente, sangraban.

Se limpió la sangre. En seguida brotó más, y al verla se preguntó cuánto tiempo le quedaba. Era probable que sólo unas horas.

Volviendo a la cama, dijo:

—¿Puedes seguir?

—Por supuesto. Si te queda energía. Tú decides.

La muchacha lo miraba sin pestañear, apenas visible en la difusa luz nocturna.

—Me queda —dijo Chien.

Y la atrajo con fuerza hacia él.

* * *

No soy partidario de ninguna de las ideas de La fe de nuestros padres; no pretendo, por ejemplo, que los países de más allá del Telón de Acero vayan a ganar la guerra fría… o que moralmente debieran hacerlo.

Un tema de la historia, sin embargo, parece apasionarme, con vistas a los recientes experimentos con drogas alucinógenas: la experiencia teológica, que tanta gente que ha tomado LSD ha informado. Se me aparece como una frontera enteramente nueva; en cierta medida, la experiencia religiosa puede ser en la actualidad estudiada científicamente… y, lo que es más, considerada como alucinación parcial pero conteniendo también otros componentes reales.

Dios, como tópico en la ciencia ficción, cuando aparecía en ella, acostumbraba a ser tratado polémicamente, como en Out of the Silent Planet (Más allá del planeta silencioso). Pero yo prefiero tratarlo como una excitación intelectual. ¿Qué ocurriría si, a través de las drogas psicodélicas, las experiencias religiosas se convirtieran en un lugar común en la vida de los intelectuales?

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