—Veamos cómo aceptan esta apuesta, señores.
He aquí, pensó Joe, la forma en que todas sus sospechas eran confirmadas, si tal cosa fuera necesaria. Los jugadores realmente importantes eran perfectos caballeros, generosos con los pobres.
En forma respetuosa y sólo ligeramente teñida de desaprobación, uno de los Hongos Importantes le dijo a Joe:
—Veo esa apuesta.
Joe levantó los dados con marcas de rubí.
Nunca, desde la vez que detuvo en seco el vuelo de dos huevos en un plato, o desde que ganó todas las canicas de Ironmine, o desde que se dio maña para que cuatro letras del alfabeto tiradas al aire cayeran formando con exactitud la palabra «Mamá», Joe Slattermill había logrado tal precisión en los tiros. En la mina podía hacer carambola con una piedra que sacaba de la muralla para partirle el cráneo a una rata a quince metros de distancia en la oscuridad, y a veces se divertía arrojando pedacitos de roca al lugar del que habían sido tomadas, en forma tal que se adaptaran perfectamente al agujero que las había contenido y se mantuvieran allí durante unos segundos. Algunas veces, gracias a la rapidez con que lo hacía, pudo volver a colocar de esta forma seis o siete fragmentos, tal como si armara un rompecabezas. Si Joe hubiera ido al espacio, tal vez hubiera sido capaz de pilotar seis vehículos lunares a la vez, o componer figuras de ochos alrededor de los anillos de Saturno con los ojos vendados.
Ahora bien, la única diferencia entre arrojar rocas o letras del alfabeto con toda precisión, y ganar a los dados, es que se hace necesario lograr que reboten contra los bordes de la mesa, y esto era lo que lo hacía tan interesante para Joe.
Haciendo rodar los dados entre sus manos, sintió el poder en ellas y en su palma, más intensamente que nunca.
Los arrojó rápidamente, tirando bajo en forma tal que fueron a dar exactamente frente a la enguantada chica encargada de los dados. Su siete se componía, tal como él lo había deseado, de un cuatro y un tres. Sus marcas, rojas, eran similares a las del cinco, excepto que ambos tenían solamente un diente, y el tres no tenía nariz. Diríamos que se trataba de cráneos con cara de bebé. Había ganado un centavo, o sea, un dólar.
—Me juego dos centavos —dijo Joe Slattermill.
Esta vez, para variar, tiró para sacar un once. El seis era igual que el cinco, excepto por el hecho de que tenía tres dientes. Era la calavera más bonita de todas.
—Me juego cinco centavos menos uno.
Dos de los Hongos Importantes cubrieron la apuesta con un desdén encubierto a medias, y compartido entre sonrisas.
Esta vez Joe tiró un tres y un as. Su meta era el cuatro. El as, con su único lunar situado fuera del centro, hacia uno de los lados, seguía pareciendo una calavera, tal vez la de un cíclope liliputiense.
Se tomó cierto tiempo para tirar el cuatro que necesitaba, arrojando los dados para sacar, distraídamente, tres diez sucesivos en forma bien difícil. Quería ver cómo se las apañaba la chica encargada de los dados para recogerlos. Cada vez que ella los tomaba, Joe tenía la sensación de que sus dedos rápidos como una serpiente se insinuaban bajo los dados mientras que todavía parecían estar apoyados sobre la mesa. Finalmente decidió que no debía ser una ilusión, puesto que si bien los dados no podían penetrar dentro de la felpa, sus dedos enguantados sí podían, hundiéndose con la rapidez del relámpago en el material blanco con incrustaciones brillantes, como si no existiera.
Inmediatamente volvió Joe a sentir la impresión de que la mesa era un agujero que atravesaba la tierra. Esto significaba que los dados rodaban y finalmente se detenían sobre una superficie perfectamente plana y transparente, impenetrable para ellos pero para nada más. Ó tal vez fueran las manos de la muchacha que recogía los dados las que podían penetrar en la superficie, lo que convertiría en una mera fantasía la sensación que había tenido Joe de que un jugador que lo había perdido todo podría sumergirse en una Gran Zambullida por esa tremenda falta de continuidad que hacía que la más profunda de las minas pareciera un simple agujerito.
Joe decidió que tenía que saber lo que sucedía. A menos que fuera absolutamente inevitable, no quería sentir que el vértigo podía acecharle para atacar en un momento crucial del juego.
Tiró unas cuantas veces más, sin llegar a ninguna decisión, mientras hablaba bajito para dar más realismo a la situación: «Vamos, vamos, Joe». Finalmente decidió ejecutar su plan. Cuando tiró el número que necesitaba, de la manera más difícil, con dos doses, hizo que los dados rebotaran en el borde más alejado, a fin de que se detuvieran bien cerca suyo. Luego, después de una pausa mínima, para que la gente sólo tuviera tiempo de darse cuenta de que había sacado el número que necesitaba, alargó la mano izquierda hacia los dados, justamente un instante antes de que la muchacha lo hiciera, y los recogió.
¡Ayyy! Joe nunca pasó un momento más difícil tratando de que su cara y su actitud no revelaran lo que sentía su cuerpo, ni siquiera cuando una avispa lo había picado en el cuello justamente cuando se hallaba deslizando la mano, por primera vez, debajo del vestido de su pudorosa e inconstante futura esposa. Sus dedos y el dorso de la mano le dolían tan agudamente como si los hubiera metido en un horno al rojo. Con razón la muchacha usaba guantes. Debían de ser de amianto. Menos mal que no había usado la mano derecha, pensó mientras veía cómo se levantaban las ampollas.
Recordó lo que se le había enseñado en la escuela: la tierra era tremendamente caliente bajo la corteza. Seguramente la mesa-agujero debía de irradiar ese calor, así que cualquier jugador que diera la Gran Zambullida se freiría antes de haber caído un trecho más o menos largo, llegando a China convertido en cenizas.
Y como si la mano ampollada fuera poco, los Hongos Importantes susurraban otra vez, y el señor Huesos se había vuelto a poner púrpura mientras abría su boca, del tamaño de un melón, para llamar a sus matones.
Una vez más se alzó la mano del Gran Jugador para salvar a Joe. La voz suave y susurrante lo llamó y dijo:
—Explíquele, señor Huesos. Éste le rugió a Joe:
—Ningún jugador puede recoger los dados que él u otra persona ha tirado. Eso queda para la muchacha encargada. ¡Regla de la casa!
Joe le dedicó al señor Huesos la más parca de sus muecas de sentimiento. Dijo con tono frío:
—Me juego diez centavos menos dos.
Y cuando esa apuesta, todavía pequeña, fue aceptada, tiró los dados y luego continuo jugando sin marcar los puntos que lo harían ganar, sacando cualquier cosa menos el cinco o el siete, hasta que los dolorosos latidos de la mano se hubieron calmado y se comenzó a sentir nuevamente en pleno control de sus reflejos. No había experimentado la menor alteración en el poder de su mano derecha; lo sentía tan fuerte como siempre, o aun más.
Cuando este interludio había llegado a la mitad, el Gran Jugador le hizo un gesto leve pero respetuoso a Joe, sin revelar bien el contorno de sus ojos extraordinarios, antes de volverse y apropiarse de un largo cigarro negro, tomándolo de la bandeja de la más bonita y aparentemente perversa de las muchachas que servían en el local. Joe pensó encantado que la cortesía, extendida hasta los menores detalles, era otro de los distintivos que señalaban al verdadero devoto de los juegos de azar. No cabía duda que el Gran Jugador tenía a su servicio una importante dotación, pero cuando, con aparente distracción volvió a pasarles revista con la mirada, halló en el fondo un extraño sujeto que no parecía pertenecer a un lugar como éste. Se trataba de un hombre joven, de aspecto desaliñado pero elegante, con el cabello desgreñado y ojos que miraban con fijeza, que tenía además las mejillas románticamente manchadas por la tuberculosis de los poetas.
A medida que observaba los rizos que formaba el humo debajo del ala del sombrero negro, Joe decidió que, o bien las luces que iluminaban la mesa se habían debilitado, o bien la piel del Gran Jugador se oscurecía lentamente como si todo él se quemara poco a poco. Pensó que era casi gracioso imaginar eso, pero realmente en ese lugar parecía haberse condensado suficiente calor como para que las cosas se ennegrecieran, si bien de acuerdo con su experiencia, dicho calor parecía estar concentrado bajo la mesa.
Ninguno de los pensamientos de Joe —familiares o de admiración hacia el Gran Jugador— disminuían en lo más mínimo la idea de la suprema amenaza que sentía de que tocarlo sería encontrar la muerte. Si alguna duda hubiera seguido girando en la mente de nuestro héroe, se habría evaporado inmediatamente cuando sucedió el escalofriante incidente que se produjo entonces.
El Gran Jugador había tomado entre sus brazos a la más bonita de sus muchachitas, que era también la de aspecto más malvado. Gentilmente le acariciaba las caderas cuando el poeta, con el brillo verde de los celos en la mirada, se abalanzó como un gato salvaje, blandiendo una larga daga reluciente contra la espalda forrada de negro satén.
Joe no imaginó cómo podía fallar el ataque, pero sin retirar su aristocrática mano derecha del trasero de la muchacha, el Gran Jugador estiró el brazo izquierdo con la fuerza de un resorte de acero que se endereza. Joe no pudo discernir si apuñaló al poeta en la garganta, si le dio un golpe de judo o si aplicó una de las mortales tomas marcianas, pero el hecho fue que el pobre muchacho se detuvo en pleno movimiento como si lo hubiera alcanzado una pistola para elefantes con silenciador, o un lanzarrayos, y cayó al suelo instantáneamente. Dos negros se acercaron para llevarse el cuerpo y nadie prestó la menor atención al hecho, como si esos sucesos fueran cosa común en el lugar.
Eso produjo en Joe una gran impresión, y casi tira su cinco ganador antes de lo que deseaba.
Ahora sentía que las oleadas de dolor habían dejado de atenazar su brazo izquierdo, y que sus nervios se hallaban tensos y afinados como las cuerdas de una guitarra nueva, de tal forma que tres tiros después sacó su cinco, ganando y disponiéndose a empezar a jugar de veras.
Ganó nueve veces de entrada, haciendo siete veces siete puntos, y dos veces once y llevando su primera apuesta inicial de un dólar hasta cuatrocientos dólares. Ninguno de los Hongos Importantes se había retirado todavía, pero algunos de ellos ya comenzaban a sentirse preocupados y dos sudaban copiosamente. El Gran Jugador no había cubierto todavía ninguna de las apuestas de Joe, aunque desde las profundidades cavernosas de sus órbitas parecía seguir el juego con gran interés.
Entonces Joe tuvo un pensamiento diabólico. Nadie lo iba a poder vencer esa noche, pero si seguía manteniendo los dados en su poder hasta que todos los de la mesa hubieran perdido su dinero, no podría llegar a ver al Gran Jugador ejercitando sus habilidades.
Esto era para él realmente importante. Además, pensó, tenía que devolver cortesía por cortesía y decidirse a ejercitar la oportunidad de ser él también un caballero.
—Saco cuarenta y un dólares menos cinco centavos —anunció—. Me juego un penique.
Esta vez no se oyeron susurros sibilantes, y la cara de luna del señor Huesos no se ensombreció. Pero Joe era consciente de que el Gran Jugador lo contemplaba con desilusión, con pena o tal vez sólo en forma especulativa.
Joe se decidió entonces a tirar un doce perdedor, alegre de ver las dos pequeñas calaveras más vistosas de todas, y los dados pasaron al Hongo Importante de su derecha.
—Sabía cuándo se acabaría su suerte —oyó decir a otro Hongo Importante con admiración.
El juego cobró velocidad alrededor de la mesa, aunque los jugadores no se enardecieron, y las apuestas no subieron demasiado.
—Me juego cinco dólares.
—Apuesto diez.
—Juego veinte.
Alguna que otra vez Joe cubrió parte de una apuesta, siempre ganando más de lo que perdía. Ahora tenía más de siete mil dólares, y la cosa empezaba a ponerse buena, cuando los dados pasaron a las manos del Gran Jugador.
Éste los mantuvo durante cierto rato en la mano, con ademán firme, mientras los miraba pensativamente sin que apareciera en su frente una sola arruga de preocupación, y sin que la mínima gota de transpiración brillara en sus sienes.
—Apuesto sesenta dólares.
Cuando esas palabras murieron en el aire, cerró los dedos, agitó ligeramente los dados, con un sonido como el que producirían varias semillas grandes dentro de una calabaza a medio secar, y negligentemente tiró los dados hacia el extremo de la mesa.
Joe nunca había visto tirar los dados así. Los huesecillos viajaron limpiamente por el aire sin girar sobre sí mismos, chocaron exactamente en la unión del borde lateral y la parte horizontal de la mesa y se detuvieron allí, sumando siete puntos.
Joe quedó muy desilusionado. Cada vez que él tiraba solía hacer los cálculos para que el resultado fuera, por ejemplo, lanzar un tres para arriba, un cinco al norte, dando dos vueltas y media en el aire, chocar en la esquina del seis-cinco-tres, rodar tres cuartos de vuelta y torcerse hacia un lado un cuarto, rebotar en el borde uno-dos, girar media vuelta hacia atrás, torcerse hacia la izquierda tres cuartos, caer sobre el cinco, rodar dos veces y obtener un dos.
En comparación con todo esto, la técnica del Gran Jugador había sido horrible, abismal y ridículamente simple. Por supuesto que para Joe hubiera sido muy fácil repetirla. No era más que una forma elemental de su antiguo pasatiempo en que trataba de reintroducir los trozos de roca en sus agujeros originales. Pero a nuestro héroe no se le hubiera ocurrido jamás intentar un tiro tan infantil en una mesa de juego. Haría que todo fuera muy simple y terminaría por quitarle interés al hecho.
Otra de las razones por las cuales Joe nunca había utilizado tan simple técnica era porque no creyó jamás que el resto de los jugadores la aceptaran. De acuerdo con todas las reglas que conocía, un tiro así era de lo más cuestionable. Siempre existía la posibilidad de que uno u otro de los dados no alcanzara el borde de la mesa o bien quedara torcido entre el borde y la parte horizontal. Además, recordaba que solía ser una exigencia habitual que los dados rebotaran en los laterales y quedaran separados del borde una distancia mínima.
Sin embargo, y Joe se fijó bien en esto, los dados habían quedado pegados contra el borde del extremo. A pesar de lo cual todos los que rodeaban la mesa parecían aceptar el tiro. La chica de los dados ya los había recogido y el que aceptó la apuesta del Gran Jugador la estaba pagando. Parecía que en «El Osario» había una distinta interpretación de las reglas, y Joe consideraba que éstas jamás se debían cuestionar, tal como les habían aconsejado la esposa y la madre, a fin de que las cosas fueran más fáciles.