Visiones Peligrosas II (24 page)

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Authors: Harlan Ellison

Tags: #Ciencia-ficción

BOOK: Visiones Peligrosas II
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Confieso no haber oído hablar nunca de James Cross antes de recibir esta historia. No me resultaba conocido como escritor de ciencia ficción, lo cual no es extraño, pues normalmente no es un escritor de ciencia ficción. De hecho, no existe ninguna persona llamada «James Cross». Es un seudónimo. Ha solicitado que su auténtico nombre sea considerado como información privilegiada, y así será, aquí al menos. No es pues sorprendente que al recibirlo pensara en este manuscrito como uno más de los que salen del polvoriento fondo de los cajones cuando alguien pide algún material a un agente y de los que había estado recibiendo ya montones. Hubiera debido pensar de otro modo. Bob Mills no trabaja así. La casa de muñecas es un brioso esfuerzo. Es una historia tan singular y efectiva como el Evening Primrose de John Collier o el Nacido de hombre y mujer de Richard Matheson o el Miss Gentilbelle de Charles Beaumont. Es un acontecimiento insólito. Es en parte ciencia ficción, y casi completamente fantasía, y enteramente estremecedor.

De «Cross», el autor escribe lo siguiente:

«Desde hace un año soy a la vez profesor de sociología en la Universidad George Washington y director asociado del Grupo de Investigaciones Sociales de la Universidad, donde mi trabajo habitual es dirigir un estudio nacional sobre la incidencia de varios síntomas psicosomáticos y el uso de drogas psicotrópicas entre la población adulta de los Estados Unidos.

»Antes de eso, y durante más de una década, estuve trabajando en investigación extranjera especializada por cuenta de la Agencia de Información de los Estados Unidos y otras ramas del gobierno… un trabajo consistente en reunir informaciones sociológicas y psicológicas y con ellas medir la efectividad de la propaganda. Este tipo particular de investigación era mi campo específico desde el inicio de la segunda guerra mundial. Antes de ello, era periodista. Tengo diplomas de Yale, Columbia y California del Sur.

»Vivo en Chevy Chase, Maryland. Estoy felizmente casado y tengo cuatro interesantes (y a veces deplorables) hijos, que se escalonan de los ocho a los dos años. Mi esposa es una consultora de relaciones públicas muy buena. En mi tiempo libre, cuando no estoy escribiendo, estoy leyendo, durmiendo, comiendo, viajando, jugando al golf o al tenis, o viendo partidos de béisbol por televisión. En el transcurso de mi vida he sido: agente de prensa teatral; profesor en tres universidades; jugador semiprofesional de béisbol («knuckle ball» izquierdo y pitcher de desecho); oficial naval, y más tarde oficial de asuntos extranjeros; escritor y actor en un abortado programa educativo de televisión.

»«James Cross» es un seudónimo. Empecé a utilizarlo debido a: a), publico artículos en varios periódicos profesionales bajo mi auténtico nombre, y no deseaba mezclar las dos entidades ni dar a los críticos la posibilidad del chiste fácil de decir que como escritor de novelas de suspense era un buen sociólogo y como sociólogo un buen escritor de novelas de suspense; y b), la mayor parte de mi obra la escribí mientras trabajaba para el gobierno, y si la firmaba con mi propio nombre tenía que pasar primero por censura…, incluso las obras de ficción. «James Cross» es una forma de hacerme no oficial.

»Tengo cuatro novelas publicadas hasta la fecha: Root of Evil (La raíz del mal), The Dark Road (La carretera oscura), The Grave of Héroes (La tumba de los héroes), y To Hell for Half-a-Crown (Al infierno por media corona). Todas ellas han aparecido en tapa dura y luego han sido reeditadas en libro de bolsillo, y han sido traducidas a idiomas tales como el francés, italiano, sueco, holandés y noruego. The Dark Road fue señalizada en el Saturday Evening Post. Otras dos fueron adquiridas por clubs del libro, pero puesto que eran suecos y holandeses, su circulación fue relativamente limitada y no me hicieron rico. Lástima.»

Ellison de nuevo. Así, «James Cross» nos prepara para lo que no tiene ninguna preparación: una genuina experiencia. La casa de muñecas es una maravillosa historia.

Después de leer esta historia, aquellos de ustedes con hijas pequeñas no serán capaces nunca más de verlas jugar en el suelo con sus muñecas Barbies en sus casitas de juguete sin un escalofriante recuerdo.

* * *

—Doscientos cincuenta dólares para tu asquerosa Fundación Universitaria —dijo Jim Eliot, blandiendo el cheque compensado en su mano—. ¿Qué infiernos crees que van a hacer con ese dinero… darle tu nombre a alguno de sus edificios, el memorial Julia Wardell Eliot?

Su esposa le miró fríamente.

—Sólo por el hecho de que tú hayas frecuentado este tipo de lugares subvencionados por el estado, donde todos los profesores no son más que funcionarios…

—De acuerdo, de acuerdo, dejémoslo… Sólo que la próxima vez intenta comprobar la cuenta antes; has tenido suerte de no extender un cheque sin fondos. ¿Cuánto crees que tenemos en la cuenta?

—¿Cómo quieres que lo sepa? Tú eres el cerebro, tú llevas las cuentas.

—Unos treinta y cinco dólares, más mi paga de mañana… Exactamente 461,29 dólares, después de las deducciones. Y la semana próxima vienen la hipoteca, el gas y la electricidad, y el fuel, y el doctor y el dentista y el plazo del coche, y todas las facturas de tu vestuario.

—¡Mi vestuario! Como los doscientos cincuenta dólares del traje de cachemira que tuviste que comprarte el mes pasado. Y los nuevos palos de golf, y las comidas con la tarjeta de crédito… ¿Por qué no tienes notas de gastos como todo el mundo?

—De acuerdo —dijo Eliot cansadamente—, déjame tan sólo equilibrar esa maldita cuenta. Si alguna vez extiendes un cheque sin fondos, me gustaría saberlo.

—Tú limítate a eso, querido —dijo Julia—. Voy a acostarme…, y no me despiertes cuando te vayas a la cama.

Se dirigió hacia la puerta; el tafetán de seda de su camisón rojo susurrando como una bandada de cigarras… 99,75 dólares, pensó Eliot salvajemente. Saks, Quinta Avenida. Pero la irritación lo abandonó lentamente mientras pensaba en las facturas, las suyas y las de Julia, las de los niños, el American Way of Life. Hipoteca; club de campo; escuelas; lecciones… por el amor de Dios, y el baile, y la natación, y el golf y el tenis y el ballet y el trombón de varas; el doctor Smedley, el ortodoncista, veinticinco billetes cada vez que apretaba un tornillo en el aparato de Pamela; Michael en una escuela preparatoria y sus ropas deportivas J. Press a una media de cuatro al año; las cuentas de las compras de Julia y el doctor Himmelfarb a treinta dólares la hora porque ella estaba aburrida y asustada, y muy pronto él sería un candidato también al diván del buen doctor; y, se obligó a admitir, sus propios trajes, sus facturas del bar, los palos de golf, las caras mujeres a las que recurría de tanto en tanto cuando llamaba a Julia y le decía que tenía que quedarse en la ciudad. Y sobre todo lo demás, pensó, sobre todo lo demás, yo, yo mismo, por permitir que todos nosotros vivamos de este modo, cuando sólo gano 15.000 dólares al año. ¿Pero qué puedo hacer?, pensó. En un par o tres de años el cargo de vicepresidente quedará libre cuando el viejo Calder se retire; y yo tengo que vivir como si ya lo tuviera, y si no actúo así no me tendrán en cuenta —«no tiene madera de ejecutivo»—, y terminaré como Charlie Wainwright —el buen viejo Charlie—, cajero en jefe, con el pequeño reloj de oro y la pequeña pensión.

Había una tormenta preparándose, el viento se estaba levantando, podía sentir la casa demasiado grande, con su segunda hipoteca, crujiendo en medio del viento y pidiendo dinero y más dinero, no sólo el préstamo personal extra que estaba pagando a intereses de usurero sino auténtico dinero, montones de dinero, toda una pila.

Se sentó cansadamente en el escritorio y empezó a hacer números. Pero incluso con la hipotética prima de Navidad, se quedarían en números rojos. Por un tiempo podría hacer juegos malabares con las facturas, olvidar al doctor y al dentista, hacer que los acreedores se lo tomaran con un poco de tranquilidad, pero más pronto o más tarde se pondrían pesados (mientras las nuevas facturas no dejaban de llegar) e intervendrían su sueldo, y sería su fin en el banco. Eran las dos antes de que se arrastrara hasta la cama.

El día siguiente era sábado y se levantó temprano, aún aturdido por el cansancio, mientras el resto de la casa dormía. Dejó una nota a Julia, diciendo que volvería por la tarde, y luego tomó la carretera hacia el norte, en dirección a su última esperanza.

No era una esperanza demasiado grande. John Wardell, el tío de Julia, nunca lo había apreciado, y nunca había ocultado sus sentimientos. Siempre había dejado que Eliot supiera que lo consideraba un arribista provinciano que había tenido la insolencia de casarse con un miembro de una antigua familia de Nueva Inglaterra. Con una cátedra a su nombre en Harvard, con su reputación mundial como una autoridad en civilización clásica, hacía que Eliot se sintiera como una especie de barbudo Goth penetrando en el senado romano. Pero el tío John estaba retirado ahora; vivía bien en una vieja granja al norte del estado; viajaba a Grecia e Italia cada verano; invernaba en las Indias Occidentales. Seguramente le dejaría una fortuna a Julia, su única familia, y Jim Eliot deseaba obtener una parte de esa herencia ahora, cuando la necesitaban, no más tarde, cuando fuera simplemente un ingreso extra.

El enorme perro negro le ladró salvajemente, tirando de su cadena, recordándole a Eliot el perro romano del mural de Pompeya. Cave canem, pensó, retrocediendo nerviosamente, tendiendo una mano cuidadosamente tranquilizadora mientras esperaba a que alguien llamara al animal. Al cabo de uno o dos minutos la puerta delantera se abrió y John Wardell apareció por ella, con unos pantalones de pana y una camisa roja de franela.

—Tranquilo, Brennus —dijo—. Quieto, muchacho. El perro se sentó impasible, y Eliot avanzó nerviosamente, la mano tendida.

—Bueno, Jim —dijo John Wardell, estrechándole indiferentemente la mano—. No se os ve muy a menudo por aquí; supongo que debes tener algún problema. Entra y bebamos algo.

Le tomó bastante tiempo decidirse —tres copas, de hecho—, pero finalmente Eliot se lo contó todo al anciano que le odiaba.

—No es para mí, es por Julia y los chicos. Si no encuentro alguna ayuda, estamos perdidos.

—Por supuesto, por supuesto, Jim —dijo el anciano—. Sé que no estás pensando en ti. Pero de todos modos —dijo, sonriendo maliciosamente— no veo cómo puedes salirte de esto… a menos que hagas alguna trampa en el banco.

Eliot agitó nerviosamente su cabeza, como si el viejo hubiera estado leyendo su mente. Luego forzó una sonrisa.

—Pensaba que quizá tú pudieras echarnos una mano provisionalmente…, tío John —añadió, grave y sinceramente. John Wardell se echó a reír.

—¿Crees que tengo mucho dinero, Jim? ¿Crees que Julia tiene esperanzas? ¿Estás esperando heredar los zapatos del muerto? Buen Dios, todo lo que tengo es mi pensión, y no es mucha, y un vitalicio bastante grande que me hice hará unos años. Eso es todo. Me basta para vivir, y se acabará cuando yo me muera.

Eliot lo miró desesperadamente, y tendió su vaso para que se lo llenara de nuevo. Esforzándose por ignorar el cínico e indiferente regocijo del viejo.

—Lo peor de todo —dijo abrumado— es que si tuviera algo de dinero no podría perderlo. Podría correr riesgos. El mercado está en alza. Sería rico.

—Pero si tienes menos que nada, Jim —dijo el viejo—, debes más de lo que posees. Aunque pudieras conocer el futuro, no tendrías con qué jugar y ganar.

—Si yo conociera el futuro —dijo Eliot— obtendría de algún lado el dinero.

—¿Es eso todo lo que deseas, Jim? De veras, es muy sencillo. Todo lo que necesitas es consultar a un oráculo… o a una sibila, como la llamaban los romanos. Tú haces las preguntas, y el dios te proporciona la respuesta a través de su sacerdotisa. Todas las casas deberían tener una.

Por un momento Eliot tuvo la sensación de que el viejo se estaba ablandando. Pero, mirando los cínicos labios demasiado rojos debajo de la nariz de halcón y el halo blanco de su pelo, comprendió que todo era ilusión.

—¿Cómo preferirías tu propio oráculo, Jim?

—Si no estás dispuesto a ayudarnos, al menos no te burles de mí.

—Petronio cuenta una historia acerca de un oráculo en una botella en Cumae. Sólo tienes que alimentar regularmente a la sibila, y vive eternamente. ¿Podrías utilizar algo así?

—Me voy —dijo Eliot, alzándose tambaleante.

—No es una broma, Jim. Hace dieciocho años que os debo mi regalo de boda, y ahora creo que os voy a dar uno. Siéntate.

John Wardell abandonó la habitación, y al cabo de dos minutos regresó trayendo una pequeña casa de muñecas. La dejó cuidadosamente sobre la mesa. Eliot la miró curiosamente. No era la mansión victoriana standard hecha casa de muñecas, pero le recordó extrañamente algo que había visto hacía diez años, en su viaje a Europa, en Pompeya.

El viejo lo observó atentamente.

—¿La reconoces? La casa de los Vettii en Pompeya. Perfectamente a escala. Mira el atrio y el estanque, las habitaciones a los lados. La compré allí.

Eliot inclinó su cabeza para mirar a través de la puerta al atrio y el estanque. Desde aquella posición no podía ver nada más; pero recordó que en la mayoría de las casas de muñecas el techo estaba montado sobre bisagras y podía levantarse de modo que permitiera una vista de pájaro sobre todo el interior. Tanteó los lados del modelo en busca del cierre para soltarlo. Por un momento creyó haber oído un ruido deslizante dentro de la casa de muñecas. Retiró rápidamente su mano, golpeando la estructura y estando a punto de tirarla de encima de la mesa.

—No la toques —dijo John Wardell, repentina y secamente—. No mires al Oráculo, a ella no le gusta. No lo hagas nunca, en toda tu vida.

—¿Estás pretendiendo decir que hay algo dentro?

—No necesito hacerlo, la has oído moverse. Pero no la abras, nunca.

—¿Cómo funciona, entonces? —preguntó Eliot, siguiéndole la corriente al viejo.

—¿Ves ese estanque vacío pasado el atrio? Bien, escribe tu pregunta en un trozo de papel, dóblalo, y ponlo en el estanque. Toma un cazo pequeño y llénalo con leche endulzada con miel y colócalo en el portal. Luego vete, y a la mañana siguiente toma el trozo de papel del estanque. Hallarás la respuesta escrita en él.

—¿No se puede hacer que funcione más aprisa?

—A veces puede hacerse, pero te aconsejo que no lo intentes. Es precipitar las cosas.

—¿Puedes hacerlo funcionar ahora? Muéstramelo.

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