Visiones Peligrosas II (26 page)

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Authors: Harlan Ellison

Tags: #Ciencia-ficción

BOOK: Visiones Peligrosas II
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—Pagaría veinticinco mil dólares, y aún haría algo de beneficio.

El siguiente lunes, Jim Eliot cobró el cheque de Siegal, pagó al tintorero, devolvió los 10.000 dólares a la caja de seguridad, y saneó su propia cuenta con el resto. Era suficiente para pagar las deudas más apremiantes, retirar buena parte de la segunda hipoteca, pagar el préstamo personal a la compañía financiera; pero al final las finanzas seguían a cero, y las facturas seguían llegando. Un golpe no era suficiente.

Unas de las acciones que más frecuentemente cambiaban de manos en el mercado eran las de una mina de oro en Asia, que fluctuaban diariamente entre un dólar y un dólar y medio. Era del dominio público en Wall Street que si el precio del oro subía alguna vez, harían verdadero daño. Eliot le hizo la pregunta al Oráculo y recibió la respuesta, esta vez en inglés: «El mar estará tan lleno de oro como lo está de peces». Resultaba algo enigmático, de modo que esperó. A la semana siguiente supo, tocando agradecidamente madera, que un nuevo proceso de extracción de oro del agua del mar había hecho que el precio del oro cayera en picado en todo el mundo.

Pero hallarse en posición de evitar las pérdidas no era suficiente. Lo que necesitaba era una respuesta favorable, algo con lo que pudiera actuar. Las facturas seguían llegando sin interrupción, y la cuenta del banco estaba de nuevo en el límite del centenar de dólares.

Estaba empezando a cansarse de las respuestas crípticas del Oráculo y de las respuestas en lenguajes extraños. Escribió una nota solicitando mensajes claros en inglés. A la mañana siguiente recibió su respuesta: «Vox dei multas linguas habet» (La voz del dios tiene muchas lenguas).

Muy divertido, pensó Eliot; y aquella noche prescindió deliberadamente de alimentar al Oráculo. El cazo fue colocado en su lugar, pero vacío de leche y miel. Repitió su petición. Quemó hojas de laurel. A la mañana siguiente seguía sin haber respuesta. La cosa siguió así durante una semana. Ocasionalmente, cuando aplicaba su í oído a la casa de muñecas, podía oír un movimiento dentro, y en una ocasión, creyó, una vocecita gritando. Pero seguía sin haber respuesta, y se dio cuenta de que alguien que podía vivir durante dos mil años podía ayunar durante largo tiempo.

La noche del miércoles fue una mala noche. Había olvidado responder una carta de uno de sus clientes, y el viejo caballero indignado había escrito directamente al presidente del banco para quejarse. Cuando volvió a casa, había una carta del colegio de Michael recordándole que los derechos de matrícula de aquel año aún no habían sido pagados. Entonces Julia, muy hermosa en sus nuevos pantalones ajustados de lame dorado y su pullover imitando piel de leopardo, alzó la vista del vaso de martini que estaba bebiendo para decirle que había inscrito a Pamela en un curso de dicción —«es su aparato, querido, que la hace trabucarse»— y a un cursillo de urbanidad; que la lavadora se había estropeado; que sus vecinos los Durkee se habían comprado un nuevo coche; que ya era tiempo de que tuvieran una criada a todo estar, aunque para ello tuvieran que construir una nueva habitación en la casa; y finalmente, que Pongo, el gato, necesitaba una tanda de vitaminas en inyectables.

Eliot se bebió cinco martinis antes de la cena, y luego se quedó dormido en un sillón. Cuando se despertó era la una pasada; Julia se había ido ya a la cama. Se echó agua fría por la cabeza y cuello. Luego se preparó un escocés largo y se sentó, pensando. Tras un cierto tiempo se dirigió hacia el sótano, con Pongo, el gordo, insociable y castrado gato, bajo el brazo, arañando y maullando.

Julia se divertía ocasionalmente paseando a Pongo con una correa, como si fuera un perro. En su camino al sótano, Eliot rebuscó en los cajones de la cocina y encontró la adornada correa con sus trenzadas tiras de plata, y la ató al collar repleto de diamantes de imitación del gato. Cuando llegó cerca de la casa de muñecas ató sólidamente el extremo de la correa a una tubería. Pongo se sentó, lamiéndose tranquilamente.

Eliot se dirigió a la casa de muñecas y tanteó uno de los lados del techo en busca del pequeño cierre que la mantenía en su lugar, y lo soltó. Por un momento recordó cómo el viejo Wardell le había advertido acerca de mirar dentro de la casa de muñecas. Luego alzó el techo sobre sus bisagras. Apuntó una linterna hacia el interior y miró atentamente. En una de las pequeñas habitaciones que daban al atrio pudo ver lo que parecía una pequeña mujer muy vieja tendida en una cama. Tendría unos quince centímetros de estatura, e iba vestida con ropas oscuras. Giró su cabeza y miró a Eliot, fría y malévolamente.

Él la alzó, sujetándola firmemente entre su dedo medio doblado y los dos adyacentes, como un pescador sujeta una anguila; pero ella se debatía muy débilmente. Entonces la llevó cerca del gato. Por un momento pensó que Pongo iba a romper la correa. El gato se tensó hacia delante, maullando horriblemente en su avidez de clavar sus dientes en la pequeña y cálida criatura. Sólo unos pocos centímetros los separaban. Eliot podía ver las frustradas mandíbulas del gato moverse incesantemente, y oír el frenético rechinar de sus dientes. Acercó un poco más aún a la mujer-muñeca, tan cerca que pudo sentir el aliento del gato y las gotitas de saliva que salían proyectadas en el dorso de su mano. El cuerpecillo que sujetaba entre sus dedos estaba temblando débilmente. Entonces Pongo empezó a gritar. Al cabo de un momento, Eliot puso al Oráculo de nuevo en su cama y cerró el techo de la casa de muñecas. Dejó el mensaje que había estado repitiendo durante varias noches, pero dejó de nuevo el cazo de comida vacío.

A la mañana siguiente había un mensaje para él… «pregunta y se te contestará».

Aquella noche volvió a alimentar al Oráculo.

Al día siguiente tomó 5.000 dólares de la misma cuenta que había utilizado antes, y esa noche hizo la pregunta. Ya no había tiempo para aguardar la subida de unas acciones o una oportunidad de un negocio; estaba próximo a la bancarrota; de hecho, estaría en la bancarrota cuando hubieran llegado todas las facturas. Todo lo que deseaba era tres vencedores; tres caballos. Aunque los tres fueran favoritos, podría ganar hasta 100.000 dólares, devolvería lo que había tomado, saldaría sus deudas y le quedaría capital para emplear de nuevo.

Por la mañana los tres nombres estaban en el trozo de papel. Los copió cuidadosamente en un bloc de notas; Rayo de Sol, Mataserpientes y Apolo: primera, segunda y tercera carreras en el hipódromo local.

En la ventanilla de 100 dólares, apostó cincuenta boletos a Rayo de Sol, y unos pocos minutos más tarde, en su asiento junto a la línea de llegada, observó las apuestas caer de 5-3 a 3-2. Aún así, pensó, eso le dejaría 12.500 dólares para apostar en la segunda carrera. Ni siquiera aguardó a ver el final. En la última recta, Rayo de Sol llevaba siete largos de ventaja y seguía ganando terreno. Se situó cerca de las ventanillas de apuestas, preparando sus boletos.

Tuvo que esperar un poco para cobrar sus boletos. Se vio obligado a dar su nombre y dirección, puesto que actuaba sin corredor de apuestas… «es por los chicos de los impuestos», le explicó el cajero como disculpándose, mientras contaba 12.500 dólares. «Oh, Cristo —pensó Eliot—, los había olvidado; no me va a quedar mucho después de que se hayan echado sobre mí. La próxima vez —pensó—, la próxima vez, lo arreglaré todo, una vez haya salido de este agujero.»

En la ventanilla de 100 dólares, lo apostó todo a Mataserpientes. Por un momento se preguntó si no sería más seguro dejar a un lado los 5.000 dólares originales que tenía que devolver al día siguiente; pero no tenía ninguna utilidad tomar precauciones ahora, estaba metido demasiado profundamente en aquello. No le gustaba Mataserpientes, las apuestas estaban demasiado igualadas; pero tenía a Apolo en la tercera a 10-1, y aunque él apostara sus 25.000 dólares descenderían como máximo a 4-1 o 5-1.

No abandonó su sitio durante la segunda carrera. Estaba demasiado igualada. Permaneció allí, inundado por el frío del miedo, mientras Mataserpientes y otra maldita potranca luchaban nariz con nariz. Cuando vio el número aparecer en el tablero y comprendió que Mataserpientes había ganado, su respiración era muy rápida, sus ojos estaban nublados por el sudor, y se dejó caer desfallecido en su asiento.

Luego Eliot se apresuró hacia la ventanilla de pagos, sintiendo que su corazón quería salírsele del pecho. No había mucho tiempo para la tercera y, para él, última carrera.

De nuevo le pidieron que se identificara, y dio rápidamente su nombre y dirección.

En un par de minutos estaba frente a la ventanilla de los 100 dólares, con 25.000 dólares para apostar a Apolo, y pronto se metía en el bolsillo un grueso fajo de boletos. De nuevo, por el espacio de medio segundo, se pateó mentalmente por no haber separado los primitivos 5.000 dólares que había tomado de la cuenta. «Mañana por la mañana los reintegraré —se dijo a sí mismo—. Será lo primero que haga.» Miró las apuestas en el tablero; incluso después de su fuerte apuesta, estaban 5-1; 125.000 dólares para él dentro de cinco minutos.

Esta vez ni siquiera fue a contemplar la carrera, se quedó allá junto a las cajas, contemplando el tablero y esperando a que el número 11, Apolo, apareciera ante él. Todo transcurrió muy rápidamente. Oyó el rugido que señalaba la salida, luego el constante crescendo de los gritos cuando los caballos desaparecieron en la vuelta, luego el rugido final cuando aparecieron en la recta final; luego algo parecido al silencio mientras el número 11 aparecía en el cartel. Eliot se dio la vuelta y caminó rápidamente hacia la caja exhibiendo sus boletos. «Junto al hipódromo —pensó—, hay una sucursal de mi banco. Lo ingresaré directamente allí, todo menos los 5.000 dólares. Pero por Dios, en una cuenta solo a mi nombre. No dejaré que Julia ponga la mano sobre esto.»

—Un minuto —dijo el cajero—. Hay una reclamación contra Apolo.

Eliot sonrió confiadamente. La sonrisa estaba aún en su rostro cuando el cajero se volvió de nuevo hacia él.

—Mal día para usted, amigo. Acaban de descalificar a Apolo. Puede romper esos boletos.

Eliot miró a su alrededor y vio el número 11 desaparecer del cartel, y ser sustituido por el número 4.

—No pueden hacerlo —murmuró—. Ella me dijo…

—Vamos, amigo, muévase; salga de aquí; están esperando.

Se apartó tambaleándose, mirando durante largo rato el tablero, esperando que de alguna imposible manera se produjera una reclamación contra la reclamación. Pero nada ocurrió, y tras un rato regresó a casa.

En el tren, miró de nuevo el mensaje: «Esos serán los que correrán más rápido mañana: Rayo de Sol, Mataserpientes, Apolo». Oh, Cristo, pensó, la zorra me engañó de nuevo… «correrán más rápido», nada acerca de descalificaciones. Esta vez dejaré que el gato juegue un poco con ella.

Cuando llegó a casa no había nadie. Sólo una nota de Julia: «Pamela está en una fiesta en casa de los Evans. Yo me voy al cine. Hay comida en la nevera. Pongo está en el sótano, recuerda sacarlo».

Se sentó y se preparó rápidamente algo de beber. Cinco mil dólares. Y no veía forma de reponerlos. Dos hipotecas sobre la casa; nada que hacer con los coches; y ya había pedido un préstamo sobre su seguro de vida. Y uno de esos días la vieja señorita Winston podía presentarse de pronto en el banco, como hacía siempre, y contar el dinero en la caja de seguridad. O los interventores realizar su periódica comprobación. Si tan sólo hubiera alguna forma de estar seguro con ese asqueroso Oráculo. Quedaba aún bastante dinero en la caja de seguridad.» Podía intentarlo de nuevo. «No me van a condenar a una sentencia mucho más larga si me descubren. Esta vez —se dijo—, voy a matarla realmente de hambre; esta vez dejaré que el gato juegue un poco con ella, hasta que me llame pidiendo ayuda.»

Estaba casi borracho cuando recordó la nota de Julia y se dirigió tambaleante al sótano para dejar salir al gato. Al primer momento no vio realmente a Pongo en un rincón de su estudio; sólo percibió con el rabillo del ojo que el gato estaba allí, mientras se dirigía rápidamente hacia la casa de muñecas, la correa en la mano.

Miró a la casa de muñecas. La entrada estaba echa una ruina. La frágil madera y el papel maché habían sido destrozados, y pudo ver profundas marcas de arañazos en torno al estanque, allá donde las garras habían estado buscando. Abrió rápidamente el cierre y alzó el techo. La cama donde el Oráculo había descansado estaba volcada en un ángulo de la pequeña habitación, hecha pedazos. No había nadie dentro de la casa de muñecas.

En el rincón más alejado del estudio, Pongo ronroneaba extasiadamente. Eliot avanzó lentamente hacia el gato, mientras este se acurrucaba defensivamente sobre algo que mantenía sujeto entre sus dos patas delanteras y que parecía como un arrugado trozo de tela oscura. Eliot dejó caer salvajemente la correa sobre los hombros del gato, observándolo huir arrastrándose, abandonando lo que fuera con lo que había estado jugando.

Lo tomó. Era tan sólo una retorcida masa de tela negra con algo roto dentro. Si no hubiera notado las oscuras manchas en la tela y alzado sus dedos hacia la luz para contemplar los pequeños regueros de sangre, hubiera podido pensar que se trataba simplemente de una muñeca sin cabeza.

Julia, entre sus otras manías, tenía un miedo exagerado a los ladrones; pero cuando Eliot le compró el rechoncho revólver.38 Especial Banqueros, se lo hizo guardar, no en la mesilla de noche junto a su cama —la aterraban también las armas—, sino en el cajón del escritorio de su estudio en el sótano, cerrado con llave.

La llave estaba en su llavero, y abrió rápidamente el cajón y tomó el revólver, sopesándolo en su mano. Se dirigió hacia la casa de muñecas, esgrimiendo el revólver. Miró una vez más al interior, con la loca e imposible esperanza de que el Oráculo estuviera aún allí, que la anciana hubiera escapado de alguna manera del gato. Pero la casa de muñecas estaba vacía, o más bien casi vacía; porque había un trozo de papel en un rincón del estanque.

Lo tomó. «¿Cuándo voy a morir?», pensó, y leyó el último mensaje que recibiría nunca… «Ule die» (hoy).

Cuando el revólver resonó en el cerrado sótano, lo hizo tan fuertemente como una descarga de artillería.

El cine al que había acudido Julia era de programa doble. Ninguna de las dos películas era demasiado buena, pero ella era ahorrativa en las pequeñas cosas y una vez había pagado por su entrada se quedaba durante todo el programa aunque se aburriera soberanamente. Cuando volvió a casa, aparcó el coche y pasó de la entrada del garaje a la cocina. Parecía como si un chef se hubiera vuelto loco. En las estanterías, cajas y botellas estaban volcadas. El armarito de las especias clavado en la pared había sido arrancado, y sobre la mesa de la cocina un tarro abierto de hojas de laurel esparcía su aromático contenido.

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