Visiones Peligrosas II (25 page)

Read Visiones Peligrosas II Online

Authors: Harlan Ellison

Tags: #Ciencia-ficción

BOOK: Visiones Peligrosas II
2.72Mb size Format: txt, pdf, ePub

John Wardell se alzó de hombros. Luego se dirigió a la cocina y regresó con una hoja de laurel seca. La prendió, sujetándola hasta que empezó a desprender un humo aromático. Luego la metió en la casa de muñecas, observando las volutas que se iban formando.

—Ahora —dijo—, ¿qué es lo que quieres saber? Cualquier cosa. Escríbela rápidamente.

Eliot arrancó un trozo de papel y escribió en una de las caras: «¿Quién ganará la Copa Mundial?». Luego dobló el papel y lo deslizó en el estanque vacío.

—Correcto —dijo John Wardell—. Ahora tenemos que irnos. Tráete la botella.

Cuando regresaron, media hora más tarde, el intenso aroma del laurel había desaparecido. Wardell se inclinó y metió los dedos en la casa de muñecas. Extrajo una hoja de papel doblada, que tendió a Eliot.

Eliot la desdobló y leyó rápidamente. Luego volvió a leer más lentamente.

—Fringillidae sunt —recitó—. ¿Qué clase de acertijo es ese?

—La segunda palabra es fácil —dijo John Wardell—. Significa «los (vencedores) son». Pero Fringillidae, espera un minuto.

Tomó el tercer volumen de un diccionario clásico en veinte volúmenes, pasó hojas durante un minuto o dos, luego agitó la cabeza.

—Es una palabra nueva para mí. Nunca la he visto antes.

—Entonces, ¿para qué infiernos me sirve?

—Debí haberte advertido que el Oráculo utiliza varios lenguajes, y tiende a ser críptico. Ya sabes… «Si el rey Creso cruza el río Halys con su ejército, destruirá un poderoso imperio»… ¿pero cuál? Bueno, resultó ser el suyo. Simplemente no lo leyó correctamente.

—No te preocupes por mí, me las arreglaré.

—Bueno, en ese caso no tendrás problemas.

Había un asomo de desagradable burla en la voz del tío John, como si supiera algo muy peligroso acerca de Eliot, algo que el joven debería saber también, algo, por encima de todo, que debería refrenar si poseía la sensibilidad de comprender o el buen sentido del honor personal para ofenderse.

Luego, bruscamente, Eliot se dominó. Aquello no era más que una chachara senil. El deseaba dinero, una tabla de salvación, algo a lo que agarrarse en la montaña de la que estaba cayendo, y aquí estaba ese viejo loco maligno ofreciéndole sueños y fantasías.

—Mira, no sé cómo has hecho funcionar esa Casandra de bazar barato, pero si no te importa mucho, ¿te molestaría decirme cómo…, cómo funciona este Oráculo? Quiero decir, ¿quién infiernos es ella? ¿De dónde viene?

—¿Realmente no lo sabes? —le preguntó el anciano—. No, lo había olvidado, no puedes saberlo, por supuesto. Imagino que conseguiste tus títulos de administración comercial, o de ventas, o de valoración del arte, en esa cafetería educativa que frecuentabas.

A tal tío, tal sobrina, pensó Eliot rabiosamente, recordando las burlas de Julia la noche antes. «Piensas que soy una especie de salvaje debido a que no he ido a Harvard.» Por un momento se sintió tentado de irse, pero su necesidad y su desesperación eran demasiado grandes; y, también, por primera vez desde que se conocían, se dijo a sí mismo que podía sentir algo distinto de la fría y burlona hostilidad con la cual el viejo lo trataba normalmente, como si Eliot hubiera progresado del estatus de extraño al de pariente lejano, inferior, pero pariente pese a todo. O quizás al estatus de un gran, estúpido, torpe perro con hábitos fastidiosos, pero no completamente extraño.

—La sibila cumaeana —prosiguió el tío John—, como sabrías si hubieras recibido una educación decente, se creía que era inmortal.

Originalmente, era una joven sacerdotisa de Apolo, y el dios hablaba a través de sus labios cuando ella estaba en trance y predecía el futuro a aquellos que preguntaban. Hubo media docena de tales sacerdotisas, pero la de Cumae complació al dios Apolo y este le hizo dos presentes… el don de la profecía, y la inmortalidad. Como cualquier otro galán mortal, se sentía enamorado… pero no completamente: cuando descubrió a su joven amiga retozando en la hierba una noche con un pescador del lugar, no pudo retirarle los dones que le había dado, pero se había guardado muy bien de entregarle la juventud eterna junto con la inmortalidad. Y sólo para asegurarse de que no habría más jóvenes pescadores, la redujo al tamaño de un ratón grande, la encerró en una caja, y la confió a los sacerdotes del templo para que la utilizaran durante toda una eternidad.

—¿Crees realmente todas esas tonterías? El tío John casi se alzó de hombros. Su gesto fue demasiado vago como para ser calificado como un movimiento definido.

—Realmente no lo sé. Hay una historia en Livio acerca de que el segundo rey de Roma habló con el oráculo inmortal en Cumae, y eso fue aproximadamente en el año 700 antes de Cristo. Y luego una referencia contemporánea en Petronio setecientos u ochocientos años más tarde indica que la misma persona, o quizá criatura, estaba viva aquel día, y seguía prediciendo. He intentado hacer preguntas en algunas ocasiones, ir más allá del mito, pero cada vez he recibido respuestas que aún me han confundido más. Quizás ella haya caído del cielo y no haya podido volver allá arriba. Quizá lo consideraras más científico y racional si te hablara en términos de un deslizamiento desde otro continuum, desde otro sistema de ilusión, desde otro…

«Oh, Cristo, ya basta de tonterías», pensó Eliot para sí mismo. Y luego dijo en voz alta:

—¿Qué es lo que hay dentro… una cucaracha, un ratón, o qué? ¿.Cómo haces lo de la escritura? ¿Es como la vieja máquina a monedas?

—Mientras tú no abras el techo e intentes descubrirlo, y mientras ella te diga lo que deseas, ¿qué importa? Si crees más tranquilizador el pensar que adiestro roedores o pulgas, o que estoy cayendo en la senilidad, allá tú. O si tu concepción del universo es demasiado limitada como para aceptar un milagro… procedente de Marte o de la Luna, o del pasado o del futuro, o de donde sea… entonces déjala aquí, y consideremos esta visita como no fructífera. Todo lo que puedo decirte es que la compré hace unos años en algún lugar entre Cumae y las ruinas de Pompeya, que me costó barata, y que he comprobado que funciona. «La vecchia religione»… la vieja religión, dijo el hombre, y deseaba desprenderse rápidamente de ella… probablemente la había conseguido de forma ilegal.

El viejo cretino creía realmente aquello, pensó Eliot. Se dio cuenta de que estaba mirando al viejo con creciente inquietud. Ni por un momento se le ocurrió pensar que dentro de la casa de muñecas estaba el Oráculo de Pompeya o de Cumae o de donde infiernos fuera; pero el viejo parecía convencido de ello, y había aprendido a no subestimarlo. ¿Era aquello posible? ¿Se había abierto repentinamente la noche como una gigantesca boca, justo más allá de los límites periféricos de la comprensión, para dejar escapar un genuino milagro? Decidió no discutir lo extraño…

—Mira —dijo Eliot repentinamente—, te creo respecto al dinero. Sólo tienes la pensión y el vitalicio. Aparte esto estás sin blanca, como yo. ¿Pero quieres venderme esto? Ahora no puedo pagártelo, pero si eso funciona, voy a forrarme. Ya he calculado algunas operaciones. Pon simplemente un precio.

—No —dijo el viejo—. Tómala simplemente como un regalo de bodas un poco retrasado. Te la doy. Ya conozco todo lo que me interesa del futuro, a mi edad. Como un estúpido, el año pasado le pregunté cuánto iba a vivir aún… y no es agradable saberlo.

El tío John Wardell hizo una pausa y observó a Eliot con una expresión extraña. Fue una pausa muy breve, y un momento más tarde el viejo había reasumido su actitud normal, controlada y en guardia; pero durante este fugaz segundo Eliot, generalmente impermeable a los sentimientos no expresados de los demás, leyó el frío y desesperado odio de aquel que va a morir hacia aquel que va a vivir.

—Toma, llévatela —continuó el anciano—. Tan sólo recuerda que debes alimentar al Oráculo cada noche, leche y miel. No abras el techo de la casa. No le gusta ser molestada o que la miren. Deja tus preguntas por la noche, pero no esperes una respuesta hasta la mañana siguiente. No intentes apresurarla.

—Realmente te lo agradezco —dijo Eliot.

—No tiene importancia —respondió el anciano, sonriendo de una forma extraña—. No me des las gracias todavía. Sabes el camino, supongo.

Cuando Eliot regresó a su casa, se sorprendió al descubrir que Julia se sentía casi emocionada de que hubiera visitado al tío John por iniciativa propia. Se mostró cálida y afectuosa, y no fue hasta bien entrada la noche que pudo bajar con cuidado hasta el coche, mientras ella dormía, y tomar la casa de muñecas para llevarla a la pequeña habitación de trastos en el sótano que había convertido en su estudio particular.

El lunes llevó el trozo de papel a la biblioteca pública y pidió una traducción. Durante los días siguientes hizo diez llamadas telefónicas infructuosas, mientras el Campeonato del Mundo permanecía empatado a tres juegos y las apuestas fluctuaban locamente. Finalmente, dos días después de terminar el Campeonato, el trozo de papel llegó a un bibliotecario que había estudiado zoología aunque no se había doctorado. Los fringillidae, le dijo a Eliot, eran un género de pájaros de los que el más conocido era el cardenal norteamericano.

Se quedó allí, rascándose la cabeza, dos días demasiado tarde para aprovecharse de la victoria de los Cardenales de St. Louis. Fue entonces cuando comprendió que las predicciones del Oráculo eran en ocasiones demasiado oscuras como para tener ningún valor, en ocasiones demasiado tardías como para aprovecharse de ellas.

Durante las siguientes semanas probó el Oráculo, colocando fielmente cada noche el cazo de leche y miel, desentrañando pacientemente cada mañana, cuando había dejado una pregunta, la respuesta. Empezó a sentirse satisfecho con las pruebas.

A finales de octubre le preguntó al Oráculo quién ganaría las elecciones presidenciales, y recibió la respuesta: filius Johanni victor est. Por aquel entonces había comprado ya un diccionario de latín y no tenía dificultad en traducir el bajo latín (después de todo, el Oráculo era griego de nacimiento): «El hijo de John es el vencedor», un día o así antes de leer los titulares: «Aplastante victoria de Johnson».

Pero seguía siendo cauteloso. La siguiente semana preguntó al Oráculo si debía comprar acciones de Industrias Espaciales, una sociedad canadiense, que se vendían a dos centavos la participación. Las dos palabras, «caveat emptor», le pusieron sobre aviso, y no se sorprendió cuando al mes siguiente leyó que las participaciones habían bajado a cero y que los directores de la sociedad habían sido procesados.

Como prueba final, preguntó al Oráculo cuándo moriría John Wardell. Estaba aún estudiando la respuesta, «illefuit», cuando una llamada de larga distancia para Julia le dijo que el viejo había muerto aquella noche mientras dormía. «Pobre viejo tipo —pensó Eliot durante la interminable ceremonia fúnebre—. Habíamos tenido nuestras peleas, pero al final creo que empezó a quererme un poco después de todo. Quiso hacerme un favor… al final.»

Uno de los mejores clientes del banco, y un hombre con el que Jim Eliot había estado tratando durante cinco años, estaba en el negocio de los textiles en crudo. Oyendo a Max Siegal hablar de ello, la cosa parecía relativamente sencilla: uno compraba una buena cantidad de telas en crudo —la mayor parte de las veces a crédito—, imaginaba qué colores iban a estar de moda en la siguiente estación, luego hacía teñir sus telas y las revendía con un buen beneficio. Pero era mucho más complicado y peligroso que eso. Si uno calculaba mal, podía encontrarse con unos cuantos centenares de miles de dólares de telas teñidas en colores equivocados. Si ocurría esto, uno podía almacenar las telas, pagando los gastos de almacenamiento, durante años, hasta que los colores se pusieran de moda; uno podía venderlas con grandes pérdidas; o uno podía teñirlas de nuevo y rogarle a Dios para que el coste del retintado no fuera ruinoso. Max Siegal había demostrado tener un don especial en anticipar los colores de moda, y el banco estaba encantado en ofrecerle préstamos a corto plazo, puesto que siempre los había reembolsado antes de su vencimiento.

—De acuerdo, Max —dijo Jim Eliot tras el segundo martíni antes del almuerzo—, no habrá problemas con el préstamo. Sabes que tu crédito es bueno. Por cierto, ¿cuál es el color este año?

—¿Piensas en dar el golpe, Jim? Olvídalo. Tú recibes un sueldo regular cada dos semanas. Mejor que pongas tu dinero en el banco.

—Sólo pensaba en darle a Julia una ligera predicción de la moda.

—Bien, yo estoy lanzándome al verde bosque, al cien por cien.

Aquella noche, Eliot le preguntó al Oráculo, y a la mañana siguiente tenía la respuesta: «ex Tyre ad Caesarem». Era fácil de interpretar —«de Tiro a César»—, pero para él no tenía sentido. Probó de nuevo la biblioteca, y esta vez supo en diez minutos que la ciudad de Tiro manufacturaba un raro tinte púrpura que era reservado a los emperadores romanos.

Jim Eliot manejaba unas pocas cuentas de inversiones, y la mejor de ellas representaba unos 500.000 dólares pertenecientes a una solterona de fuera de la ciudad a la que raramente veía, una vieja mujer que normalmente dejaba los asuntos enteramente en manos del banco siempre que la rentabilidad se mantuviera a un nivel superior al cinco por ciento. Normalmente, un diez por ciento de su capital se hallaba en cuentas de ahorro esperando a ser transferido a inversiones más provechosas; otro diez por ciento se hallaba en efectivo en una caja de seguridad, por expreso deseo de la vieja dama. Era la primera ocasión para Eliot, y sus manos sudaban cuando tomó 10.000 dólares de la caja de seguridad.

Con el dinero, compró 10.000 dólares de telas en crudo, y luego llegó a un trato con el tintorero sobre un crédito a treinta días. Cuando especificó el color —púrpura real—, el hombre le miró como si deseara anular el trato. Pero Eliot se sentía más allá del miedo.

—Púrpura —dijo—, púrpura real, toda ella.

A la semana siguiente Max Siegal le llamó para comer juntos.

—Jim —dijo—, estoy en auténticos problemas. Acabo de ver los avances en Yogue, y este año es el púrpura, el púrpura real, y yo estoy con el verde bosque hasta las orejas.

—¿Deseas otro crédito, Max?

—Es demasiado tarde. Cuando tenga todas las telas teñidas de nuevo, el mercado estará saturado. Puedo soportar la pérdida del verde y esperar al año próximo; pero si pudiera poner mis manos sobre algo de púrpura, podría recuperarme mucho antes.

—Supongamos que puedes poner tus manos sobre unos 10.000 dólares de tela que ha sido teñida de púrpura real.

Other books

Speechless by Hannah Harrington
The Long Shadow by Celia Fremlin
Chasing Shadows by Liana Hakes-Rucker
An Unbroken Heart by Kathleen Fuller
Once Bitten by Olivia Hutchinson