Visiones Peligrosas II (23 page)

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Authors: Harlan Ellison

Tags: #Ciencia-ficción

BOOK: Visiones Peligrosas II
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Las mañanas bostezan, el sol se vuelve real, cruel y brillante, para hacer brillar nuestras cadenas. La luz lunar ha desaparecido, y el pensamiento. Ahora es instinto, puro instinto y lucha, para enfrentarse a ellos cuando empiecen a gruñir. Seguro, hemos soñado con elefantes, grandes elefantes pardos con casas doradas en sus lomos y nosotros en una casa cada mañana, llevados en triunfo, desfilando al paso majestuoso de los elefantes hacia nuestra celda y saltando tan aprisa a la plataforma que nadie pudiera ver nuestras cadenas. Un tintinear, un deslizarse, un pequeño cliquetear y ya no están, están metidas en la celda, las cadenas han desaparecido para todo el mundo excepto para nosotros, y permanecemos sentados arriba en la plataforma, metro y medio de alto, hinchando los globos y mirando a la multitud con cara de piedra. Y la multitud murmurando, irritada, decepcionada, un poco envilecida, y negándose finalmente a creer que su víctima se ha desembarazado realmente de sus cadenas. Puedo verles ahora, agitando sus viejas cabezas tonsuradas y grisáceas y calvas y rizadas y afeitadas todas juntas en núcleos preocupados, rumiando su vergüenza y sus vergonzosas necesidades, deseando de algún modo saber, necesitando desesperadamente saber, que aunque no estén ahora visibles en el aire las cadenas aún están de algún modo allí. ¡Deben estar! Oh, sí, rodean la celda; miran y golpean y con un despecho pueril patean a mi elefante, y me odian mientras yo permanezco sentado tan alegre con mis globos de celebración agitándose en el viento con aromas de cereza y manzana en este radiante día de primavera. Y algunos de ellos, alguno entre los más desesperados y rabiosos, pensará repentinamente en un momento de lúgubre tristeza:

—¡Están en la celda! Probablemente. ¡Las ha dejado caer por los agujeros!

Entonces todos comprenderán la verdad, les golpeará como una gran ola en una playa, se romperá sobre ellos y los engullirá con el húmedo y agradable pensamiento:

—¡Lo tenemos de nuevo! Están en la celda. ¡Probablemente! ¡Las ha dejado caer por los agujeros!

¡Bien!… Entonces se apresurarán a traer máquinas de rayos X, tomar fotos desde todos lados y todos los ángulos para confirmar lo que tiene que confirmarse. Tras lo cual cortarán, con sus grandes antorchas de acetileno, y algunos se situarán al lado contrario del calor, con pequeños abrelatas, trabajando ajetreadamente, tan desesperadamente ansiosos de alcanzar el fondo, de exponerme y confirmar que aún sigo teniendo mis cadenas. Las antorchas de acetileno penetrarán; los abrelatas no lo conseguirán. Pero será lo mismo. Tirarán de mis cadenas hacia fuera a través del fondo de la celda, y a través de los agujeros que habrán practicado con el acetileno, y tirarán de mis piernas también, haciéndolas salir tanto como es posible razonablemente. Y sé que entonces no ofreceré una visión muy agradable, con mis globos de celebración agitándose alegremente encima mío, destellos rojos y verdes en el aire inundado de olores a cerezas y manzanas, las cadenas en mis piernas, pies y piernas floreciendo en pequeños arcos inútiles, dos péndulos gemelos colgando de los agujeros de la celda, y yo en medio de la alegría y la vergüenza común, sombrío y expuesto y determinado… Tanto peor por los elefantes. Tanto peor por las Torres y las celdas también, incidentalmente. Pero no piensen que hemos sido vencidos. ¿Derrotados? «¡Oh, no!» Tengo un truco para ello; precisamente para ese tipo de cosas. Tengo un truco.

Se le llama fantasear el huevo celeste y hacer ascender el aire. Lo que hacemos es situar una estructura semejante a un huevo, una con suaves paredes pardas y pequeñas ventanas moteadas, arriba en el cielo, arriba en lo azul, alta, alta, imposiblemente, increíblemente alta, tan alta como es posible imaginar, sin límites para la imaginación. Entonces buscamos una tarea para el más bajo de nuestros yoes —puesto que todos tenemos al menos dos yoes, supongo que todo el mundo me comprenderá sin problemas—, y lo colocamos en el montón rocoso de su trabajo. Mi yo con piernas encadenadas, el yo que sueña con trepar una pequeña Torre para conseguir una mezquina victoria y un ocultamiento de las cadenas, pero nunca lo hace, me he visto confiar últimamente un trabajo que llaman enrollar el aire, o un trabajo que es casi el equivalente a enrollar el aire, y que llaman desenrollar el aire. Cualquiera de esos trabajos requiere muy poco o ningún esfuerzo físico, tampoco un prohibitivo aporte de fuerza mental o de salud mental, y cualquiera de esos trabajos puede mantener el yo de una persona muy ocupado durante mucho, mucho tiempo. Y a veces, pensando en ello, me pregunto por qué este tipo, u otro tipo muy parecido, de trabajo, no podía ser la tarea de todo el mundo para conseguir realizar toda una vida.

Para enrollar el aire, primero divido, mentalmente, todo el aire en mi banco de trabajo en bandas uniformes y claramente delimitadas, con cada banda teniendo la amplitud y el espesor que deseo para efectuar el tipo de enrollamiento que creo irá mejor al conjunto de la misión de enrollamiento de ese día. Y este seccionado del aire, por decirlo así, se presta necesariamente a un casi infinito, o completamente infinito, número de variaciones en el ancho y el grueso de cada banda. Puedo elegir hacer todas las bandas iguales, o cada tres bandas iguales, bandas alternas, iguales, ninguna banda igual, todas las bandas iguales, cada cinco bandas iguales, y luego variarlas cada cuatro, o cinco, o seis, y así sucesivamente. Pero siempre debo intentar mantener un esquema en cierto modo reconocible, que tenga algún sentido, una vez haya cortado las bandas. Y nunca empiezo el enrollado real hasta que he completado la división en bandas de mi espacio de trabajo o, si lo prefieren ustedes, del espacio aéreo que me ha sido asignado, y lo tengo completamente tabulado en mi mente. Entonces, tras haber diseñado completamente mi espacio aéreo y haberlo tabulado con seguridad en mi mente, no me queda más que dedicarme a mi alegre y divertida tarea sentado allí sobre mis cadenas en mitad de la calle al borde de mi espacio de trabajo, y entre las risas, las toses y los comentarios ingeniosos de la multitud, empezar a enrollar, ¡y enrollar completamente! Por supuesto, tengo que estar mentalmente alerta, completamente en guardia, como se dice, para mantener cada banda almacenada con su hermana o hermano en tamaño, lo cual da una visión de la intensidad de mi tarea para cuando llegue la parte de desenrollado de la misma. Porque hago esto simplemente como una especie de ejercicio mental, o como una diversión en su realización, podríamos decir, pero no tengo absolutamente ninguna intención ni deseo de reacondicionar permanentemente el aire en mi zona de trabajo o, por decirlo así, en mi espacio aéreo. Dejarlo de esta forma, reacondicionado permanentemente, me parece indigno, y un acto así me haría sentir completamente culpable de una violación de la naturaleza.

Y allá arriba en el huevo celeste, arriba, muy arriba, completamente lejos de las cadenas, las celdas, los trabajos, y las cabezas tonsuradas y grisáceas y calvas y rizadas y afeitadas… todas, ¡todas!… todos los maliciosos observadores… ¿qué ocurre? Bien, ocurre que me porto muy bien. ¿Y qué significa esto? Bien, significa que todo está muy bien. Hummm… mm… mmm… mmmm… Oh, esa bendición de balancearse en el huevo celeste, allá, muy arriba…

* * *

Cuando no estoy escribiendo relatos literarios (y versos) que la mayor parte de las veces no me reportan económicamente nada o casi nada, o historias de ciencia ficción y fantasía que normalmente me reportan económicamente mucho menos de lo que deberían, me gano la vida trabajando (civilmente) para las Fuerzas Aéreas de los Estados Unidos. Debido a que no dependo de mi pluma para vivir, no llevo el collar del director o del editor cuando me siento ante una hoja en blanco. Lo cual no quiere decir que no me gustaría aprender a vivir como escritor. Pero también desearía mantener intacta mi alma de escritor. Y puesto que no soy un estúpido en tales asuntos, he aceptado un compromiso. Es un compromiso realmente duro, porque mi otro trabajo me toma considerable tiempo y energías que he de robar a la literatura. Pero todo es un compromiso, supongo, el pequeño drama de luchas y agitarse entre el largo sueño del Antes y el largo sueño del Después.

¡Excepto en Moderan! En Moderan no existe el sueño del Después. Esos tipos están diseñados para la eternidad. ¿Y tienen algún compromiso? ¡Será mejor que crean que no! Simplemente se sientan ante los paneles de control de sus Salas de Guerra durante veinticuatro horas cada veinticuatro horas lanzando sus cabezas de guerra —barum barum barum— en su eterno juego de la guerra. Y cuando se produce alguna tregua inesperada, no se van a plantar flores o a acudir a la escuela dominical. Son realmente ellos mismos en toda situación. Saben cómo mantenerse en su puesto tanto en la paz como en la guerra. Y no ceden ni pretenden nunca ceder. El odio es su principal virtud, del mismo modo que la guerra es su principal juego. Y son completamente admirables, puesto que no poseen hipocresía. Se mantienen firmes y lo dicen a plena luz del día, hablan de buenos lanzamientos, de laberínticas Fortalezas y de brazos y piernas del enemigo apiladas junto al Muro.

Quizás haya cargado un poco las tintas. Pero estoy diciendo algo en estas dos historias acerca de la verdad y de la mentira, puesto que, ¿qué otra cosa puede tener en mente un escritor serio? El yo en ambas es cierto. En una de ellas el yo sufre una gran prueba, puesto que es un soñador, a causa de las pequeñas y mezquinas preocupaciones del mundo cotidiano y de su gente. Pero finalmente escapa hacia la verdad en su huevo celeste, tras confundir a sus verdugos y decirles algo a su propia manera (la absurda tarea de enrollar y desenrollar el aire) que sin la menor duda ellos no comprenderán. En la otra historia el yo ha llegado a la verdad hace mucho tiempo. Siendo simplemente un amo de Moderan, brillante y seguro de sí mismo, está en posesión de la verdad, la fría e indiscutible verdad de los paneles de control, de las Salas de Guerra, de los «repuestos» para vivir eternamente, del introven como opuesto a las absurdas esperanzas e inseguridades de los débiles seres de carne y su hablar acerca de la decencia, signifique lo que signifique esta palabra procedente de un mundo desconocido… En una historia, el yo debe escapar a la fantasía para hallar el mundo de verdad que desea. En la otra, no se exige ningún escape. Tiene el mundo que desea, el único mundo que conoce realmente, y el único que considera deseable para satisfacer una vida eterna. El mundo de los seres de carne, repleto de esperanzas carnales y dudas carnales, es simplemente un absurdo que la gente de Moderan ha dejado atrás hace muchísimo tiempo.

La casa de muñecas

James Cross

El acto de compilar la mayor parte de las antologías (lo observé antes de empezar a trabajar en el volumen que tienen ante ustedes) es desconcertantemente fácil. Existen hombres y mujeres que han hecho auténticas carreras de este acto. Un acto aproximadamente tan complicado como carraspear. No minimizaré ni por un momento la destilación de gusto y selectividad que debe estar presente en el recopilador de una antología para que ésta sea agradable y bien redondeada; es la única cualidad que necesita un lector para convertirse en un antologista. (Y cuando incluso esto está ausente, entonces, por supuesto, el libro resultante no merece ser comprado.) Pero esencialmente, incluso en el mejor de los casos, la reunión de las obras de otros autores en un grupo coherente, o «temario», no es una labor particularmente trabajosa. Simplemente requiere una colección lo más completa posible de viejas revistas, un número de amigos con memorias eidéticas, y una línea directa con la oficina de copyrights para asegurarse de cuáles son ya del dominio público.

El libro que tienen entre sus manos es algo más bien distinto. No pretendo hacer grandes declaraciones diciendo que soy el mejor antologista del mundo, o sugerir que se necesita un tipo especial de valor para aprender este trabajo (o un tipo especial de estupidez). Pero este libro exigía aguijonear y pinchar a algunos autores específicos a fin de que se liberaran, que se abrieran completamente y escribieran historias que quizá siempre habían deseado escribir, pero que nunca habían creído poder vender. Se necesitaron laboriosos meses de escudriñar manuscrito tras manuscrito para descubrir historias que fueron lo suficientemente insólitas y compulsivas como para situarse a la altura de la publicidad hecha por anticipado que el libro había recibido, y que fueran tan intensas y explosivas como yo creía que debían de ser para justificar la existencia de Visiones peligrosas. No simplemente «otra antología», eso no me bastaba. Se trataba no de reunir amarillentas páginas de viejas revistas que amenazaban con convertirse en polvo o desteñidas copias de los cajones de algunos escritores, sino de crear casi una entidad, algo vivo.

La lista inicial de autores que esperaba aparecieran en la versión definitiva tuvo que ser constantemente revisada. Un escritor estaba muy enfermo, otro se hallaba en una depresión que duraba dos años, un tercero estaba tan abrumado por las facturas del doctor de su esposa que había firmado un contrato para actuar de negro para otro autor de best-sellers de nombre muy conocido, y otro aún había abandonado el país para efectuar un reportaje para una revista de gran tirada. Revisar, revisar, tantear y revisar. Y cuando parecía imposible crear la carnosa obra que yo deseaba —al principio cedía al pánico más fácilmente que ahora—, contacté a agentes literarios y les envié folletos del libro, pidiéndoles que seleccionaran cuidadosamente las obras que iban a someterme.

De un agente recibí montones de originales rechazados extraídos de sus cajones. (Uno de los manuscritos llevaba una nota de rechazo de Dorothy Mcllwraith, directora de la hacía mucho tiempo difunta Weird Tales, metida entre las páginas. Dudo en adivinar desde cuánto tiempo llevaba dando vueltas aquel original.) De otro agente recibí originales increíblemente malos de un profesional de gran fama en la literatura general. De un tercero recibí una historia tan absolutamente licenciosa que seguramente había sido escrita para una de esas «ediciones privadas» de las que oímos hablar. Era tan horriblemente mala que esta debía de haber sido la razón de que nunca hubiera sido adquirida, porque las explicaciones sexuales eran suficientes como para permitir su publicación al menos en Eros. Pero de mi propio agente, Robert P. Mills (un gran agente, por supuesto), recibí sólo dos manuscritos. Ambos fueron adquiridos. Uno de ellos era de John Sladek, que hallarán en el siguiente y último volumen de la obra; el segundo era La casa de muñecas de James Cross.

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