Visiones Peligrosas II (17 page)

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Authors: Harlan Ellison

Tags: #Ciencia-ficción

BOOK: Visiones Peligrosas II
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El conductor cortó la música y aumentó el volumen de su micrófono de mano.

—¡Gran reunión esta noche! —gritó—. ¡Oigan al Padre Tempestad que va a salvar al mundo y les dirá A USTEDES cómo luchar contra los infiltrados que pretenden destruirnos! ¡En el gimnasio de la escuela superior, a las siete en punto! —La voz adoptó un tono amenazador—. ¡No dejen que sus vecinos estén ahí sin usted!

En el otro asiento junto al conductor, un hombre con una especie de hábito sonrió e hizo gestos de bendición a medida que la gente se asomaba a puertas y ventanas.

Sobre sus cabezas se arracimaron de pronto unas repentinas nubes, y cayeron algunas gotas de lluvia. Un rayo cayó del cielo, esquivó los altos árboles, y golpeó directamente al camión publicitario. Se hizo el silencio, y Randall se quitó las manos de los oídos. La gente echó a correr por la calle y, al cabo de poco tiempo, Randall pudo oír una sirena.

Abandonó el patio delantero y fue a la ventana lateral. Desde allí podía ver a la señora Cable. De alguna forma había conseguido dormir durante todo aquel tiempo. Tenía la boca abierta y roncaba a un ritmo apacible. La televisión seguía conectada, y ahora estaba emitiendo un melodrama.

Randall se dirigió hacia el seto de atrás, para montar la guardia. Hubo un chico que parecía amistoso y que le había sonreído a Randall, pero que luego, cuando nadie miraba, le hacía solapadamente cosas como pincharle y golpearle y darle pequeñas patadas. Era el chico con la pistola de aire comprimido que había disparado contra la ardilla que tomaba los trozos de comida de la mano de Randall, el chico que había matado a uno de los peces del estanque. La ardilla aún vivía, pero ahora era más precavida. Y aún quedaban tres peces en el estanque. Siempre habían habido tres, excepto aquel único día. Ahora uno de los peces no era ni del mismo color ni forma que los otros.

El gran perro entró en el patio cruzando el seto, y brincaron juntos.

Randall sonrió al perro.

—Buen, buen perro —dijo.

Un muñón de cola se agitó en signo de adoración.

Sam pasó un horrible día en el bufete, chillándole a su secretaria, mostrándose indiferente con los clientes. Ahora no tenía tanto trabajo como antes. Había rechazado casos que creía podían prolongarse demasiado. En parte era debido a la cosa extraña que crecía dentro de él, pero en parte —y se sentía en cierto modo tétricamente orgulloso de ello— por simple conciencia profesional. Cuando Ann se fue se había rodeado de trabajo, sumergiéndose en él. Ahora se negaba a aceptar los casos que sabía no iba a vivir hasta el final. Era un aspecto de ética menor, pero un hombre se aferra a esos detalles menores cuando empieza a morir.

Cada vez le costaba más tomar sus decisiones, y sus clientes lo leían fácilmente en sus ojos y voz. La variopinta multitud que antes invadía su bufete fue menguando, y pronto tuvo más tiempo del necesario para sí.

Pensó en el chico. Sabía que lo había ignorado desde la muerte de Ann y, peor aún, había llegado a odiarlo, relacionándolo con Ann, sabiendo que su suicidio había sido una consecuencia de lo que era el chico.

Los periódicos ofrecían una vía de escape. El mundo era más horrible cada día, de modo que parecía mucho más fácil abandonarlo. Hoy, otros dos países habían abandonado las Naciones Unidas. Suecia informaba de un incremento de las precipitaciones radiactivas. Las conversaciones sobre el desarme nuclear seguían en punto muerto. Dos naciones africanas anunciaban el desarrollo de sus propias bombas. En Mississipi, un miembro de una organización fanática blanca había disparado y matado a un juez local que sentenció a nueve hombres acusados y convictos de haber linchado a un defensor de los derechos civiles. En aquel mismo Estado, una enmienda a la Constitución del Estado aboliendo la pena de muerte fue derrotada por un amplio margen.

Camino de casa, empezó a sentir un dolor en la espalda que nunca hasta entonces había sentido.

Ching-tsai soñó profundamente en la noche de la venida. Se le apareció el chi-lin. Soñó y no vio los dragones que cruzaban los tranquilos cielos. Una vez más, el chico era lento y protegido y mantenido aparte.

ítem: La señora Cable seguía durmiendo. Fuera de las horas de mayor audiencia, que estaban reservadas a los westerns, concursos, comedias y cosas así, la televisión presentaba un programa sobre un nuevo plan de alojamientos en Nueva York. La pantalla mostraba las viviendas que iban a ser reemplazadas; mostraba las estrechas calles y la gente cansada y sucia. Las cámaras enfocaban hábilmente a los edificios que eran derruidos y a los altos bloques de apartamentos de alquiler reducido edificados en su lugar. La voz del locutor era llana y lacónica. El crimen proseguía en la zona reedificada. Lo más usual ahora era esperar al cobrador de los alquileres en el ascensor, desnudarlos y meterle moneda pequeña por el recto. Las violaciones iban en aumento, debido a que los nuevos apartamentos estaban mejor aislados de los ruidos que los antiguos.

Randall observaba. La gente seguía mostrando un aspecto cansado y sucio.

Tras el documental hubo otro melodrama. La señora Cable se despertó, y miraron juntos. Se refería a un hombre y a una mujer que estaban enamorados y terminaban casándose, pero desgraciadamente no el uno con el otro.

La casa estaba muy caliente y vacía. Sam fue a la ventana abierta y los vio. La señora Cable estaba tendida en el sofá, con un periódico sobre sus ojos para protegerse del intenso sol. Randall estaba junto al estanque de peces de colores que Sam había construido en tiempos más felices. Tres resistentes peces habían sobrevivido al último invierno riguroso y a la indiferente primavera. De qué subsistían era algo que Sam no podía ni sospechar. Sabía que él no les daba de comer.

El chico extendía sus pequeñas manos por encima del estanque, y Sam lo observó disimuladamente. Fue como si el muchacho sintiera la mirada de Sam sobre sí, pues giró su cabeza y sonrió directamente a la ventana. Luego se volvió de nuevo a la piscina, hundiendo rápidamente las manos en el agua. La derecha volvió a surgir, sujetando delicadamente uno de los peces. El chico lo pasó de una a otra mano, inspeccionándolo mientras se debatía, luego lo devolvió al agua y su mano pescó otro.

Era algo que Sam nunca había visto antes, pero el chico actuaba con una seguridad que daba la impresión de que fuera algo que hacía muy a menudo.

Randall tenía una afinidad hacia los animales. Sam recordó el incidente del perro. Sus vecinos de atrás poseían un enorme y pendenciero pastor alemán que era el terror del vecindario desde su adquisición. Una vez, cuando Randall hizo una de sus periódicas escapadas, Sam encontró al muchacho agazapado contra el perro. Sam se detuvo observando, medio esperando que el animal, cuyos propietarios mantenían normalmente bien encadenado, gruñera y mordiera. Pero el perro no hizo ningún movimiento, limitándose a lloriquear cuando Sam se llevó al chico.

Más tarde, la conducta del perro debió mejorar con la edad, puesto que Sam lo había visto jugar alegremente con los niños del vecindario.

Extendió un cheque y se lo llevó a la señora Cable. Le pagaba semanalmente, y ella lo aceptó de buen grado. El día de pago era la única vez en que ella se desataba y sentía realmente deseos de hablar.

—Han pasado montones de cosas —dijo—. Un rayo ha alcanzado un camión ahí abajo en la calle. Yo estaba dormida, pero la señora Taldemp me lo ha contado. Dos hombres resultaron muertos. —Agitó la cabeza, asombrada—. Ahí mismo en la calle, y me lo he perdido. —Señaló a Randall con la cabeza—. El pequeño va progresando. Hace cosas que no acostumbraba a hacer. Esos pequeñajos que antes le tiraban piedras ya no se acercan por aquí. Él normalmente intentaba correr hacia ellos para darles sus juguetes, pero ahora simplemente se queda mirándolos si ve a alguno. No se acercan cuando él está fuera. —Agitó la cabeza—. Sigue sin hablar mucho, pero a veces dice en voz alta algo con sentido y lo dice claramente, aunque lo haga cuando una menos lo espera. —Se rió con su risa parecida a un relincho—. Es una lástima que no pueda hacerse nada por él. ¿Sigue intentando usted inscribirlo en esa escuela especial del Estado?

Sam luchó contra el dolor dentro de él.

—Es difícil —dijo secamente—. Está llena. Se encuentra al final de la lista de espera.

La escoltó hasta la puerta delantera. La mayor parte de los días ella mantenía su conversación al mínimo, pero hoy parecía charlatana.

—Es rápido, ¿sabe? Hay una ardilla ahí arriba en uno de esos árboles. Me he dado la vuelta, y ya estaba ahí arriba, dándole de comer. Creí que había dicho usted que el viejo olmo estaba podrido.

Sam asintió. Cada movimiento creaba una oleada de dolor en su espalda.

—Bueno, pues trepó hasta arriba, y no sé el tiempo que necesité para hacer que bajara. No me parece tan podrido —gruñó.

Estaba podrido. Se había muerto esta primavera y no había vuelto a dar hojas. Sam podía verlo vagamente a través de la ventana trasera. Los otros árboles estaban llenos de hojas. Creyó que podía ver brotes y pequeñas hojas en el olmo, pero sabía que debía estar equivocado.

Finalmente consiguió que la señora Cable se fuera y llamó al doctor Yancey. Una vez hecho esto, se sentó cuidadosamente en una silla. El dolor disminuyó ligeramente. El chico estaba sentado en el suelo, observándole con esa curiosa intensidad de todos los niños, la cabeza ligeramente ladeada, sin la menor vergüenza. Sam tuvo que admitir que el muchacho era guapo. Sus rasgos eran regulares, su cuerpo fuerte y bien moldeado. En una ocasión Sam visitó el Asilo Estatal de Retrasados Mentales, y la mirada de los niños era lo que más recordaba de todo aquello. La mayoría de aquellas miradas eran apagadas, sin el menor brillo. Pocas de aquellas miradas engañaban. La mirada de Randall engañaba. Sus ojos eran brillantes, con el brillo de la fría nieve, pero no parecían interesarse en el mundo que lo rodeaba.

—¿Te duele, padre? —preguntó Randall. Hizo un pequeño gesto con una mano, como si estuviera testificando y hubiera hallado una repentina verdad y se sintiera sorprendido por ella—. Te duele, padre —dijo de nuevo. Señaló hacia afuera de la ventana—. Todo duele —dijo.

—Sí —dijo Sam—. Todo el mundo duele.

El chico se giró cuando Sam oyó el coche en el camino. Era el doctor Yancey. El hombre entró con pasos secos y Sam sintió un momento de rápido y devorador odio hacia el otro hombre; la enorme y verde envidia del enfermo hacia el sano.

El doctor Yancey se dirigió primero al chico:

—Hola, Randy. ¿Cómo te encuentras hoy?

Por un momento Sam no creyó que el chico fuera a contestar.

Randall miró al doctor sin un interés particular.

—Soy joven —dijo finalmente, con una voz de falsete.

—A veces le dice esto a la gente —dijo Sam—. Creo que quiere decir que está bien.

Yancey se dirigió a la cocina y volvió con un vaso de agua y una cápsula amarilla.

—Esto no te hará ningún daño y te aliviará. —Tendió la cápsula y el agua a Sam, y Sam tragó dócilmente. Dejó que Yancey le ayudara de la silla hasta el diván. Unos dedos expertos lo examinaron. El chico observaba con un cierto interés.

—Estás hinchado, pero no hay ningún síntoma serio de fallo de ningún órgano. De todos modos, deberías estar en un hospital.

—Todavía no —dijo Sam débilmente—. Está el chico. —Alzó la vista a Yancey—. ¿Cuánto tiempo? —preguntó, sin desear realmente saber, y sin embargo deseando saber.

—Ya no mucho, Sam. Creo que el cáncer se ha extendido hasta la columna vertebral.

Mantuvo la voz baja, y se giró para ver si el chico estaba escuchando.

Randall se levantó del suelo. Se dirigió suavemente y con una cierta gracia hacia la salida de la habitación, y cruzó el vestíbulo. El interruptor de la luz del estudio sonó.

—Es algo inquietante —dijo Sam—. Va al estudio y toma algunos libros, y gira las páginas. Tengo una buena enciclopedia ahí, y algunos libros de medicina que utilizo en los casos de daños. Supongo que le gustan los grabados. A veces se pasa horas ahí.

Algunos dicen que Ubu'l Kassim destruyó a su padre dos meses antes de la venida. La conmoción de la muerte y del nacimiento debilitó a la cosa-madre y murió pocos años después. La vida del niño resultó confusa, trasladándose de pariente a pariente, y maduró con lentitud. Algo dentro de él lo ocultó del mundo hasta el final de su adolescencia.

ítem: los libros eran desconcertantes. Había tanto en ellos que era claramente equivocado, pero no eran crueles en sí mismos, tan sólo estúpidos y descuidados. Recordó la cosa-madre y se preguntó por qué la había herido. La cosa-padre también estaba herida, pero él no era el causante de ello. No había amor en la cosa-padre, pero la cosa-padre nunca lo había herido a él.

Los libros no eran ninguna ayuda.

Solo, sin ayuda sobre lo que el mundo se había convertido y lo que significaba para él, tomó su decisión. La tomó por una vez y para una sola cosa, rechazando todo el resto, retrasándolo.

La píldora fue efectiva durante unas horas, y luego su efecto empezó a menguar. Tomó otra y fue a ver lo que hacía el chico. Randall permanecía tendido en su cama, un pequeño cuerpo perdido entre las sábanas, respirando lentamente, tranquilamente, los ojos abiertos.

—¿Dónde está la madre? —preguntó.

Había dos sentimientos. Sam sentía el deseo de destruir al chico, y un sentimiento igual de tomarlo y apretarlo entre sus brazos. No hizo ninguna de las dos cosas. Arregló las sábanas.

—Se fue muy lejos —le dijo suavemente al chico.

Randall asintió.

Sam regresó al estudio y lo ordenó. El chico había trasteado de nuevo con sus libros. Volvió a colocarlos en sus estantes. Fue a acostarse. El sueño vino rápidamente.

Afuera, en las casas del vecindario, la mayoría de las luces estaban aún encendidas. La gente miraba inquieta las pantallas de sus televisores. Había otra confrontación, esta vez en el Cercano Oriente. Las manos avanzaban hacia el botón rojo, el botón que el hombre había creado. El Presidente habló y las tensiones se relajaron, para algunos. El mundo, tal como era y tal como los hombres lo habían construido, seguiría existiendo durante un tiempo.

Sam tuvo un sueño.

Los rostros de un millar de clientes se le aparecieron y se fundieron en un solo rostro enfermo e ignorante y lleno de prejuicios, y rostro del «jamás tuve» y «jamás tendré» que se quejaba de la injusticia de la vida mientras engendraba hijos y más hijos que la sociedad debería cuidar, educar y alimentar. Era un rostro que Sam conocía muy bien, un rostro que argumentaba divorcios y exigía pensiones alimenticias y acusaba de violación y confesaba asesinato. Era un rostro que odiaba a todas las minorías y mayorías de las cuales no formaba parte destacada, que maldecía al destino y defraudaba a la Seguridad Social. El rostro le era parcialmente familiar y lo conocía bien, porque era su propio rostro.

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