Vivir y morir en Dallas (15 page)

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Authors: Charlaine Harris

BOOK: Vivir y morir en Dallas
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—Sí —dijo—. Desde hace poco.

—Lo siento —iba a preguntarle por los hijos, pero concluí que no era asunto mío. Podía leer en él con bastante claridad que tenía una niña, pero no fui capaz de discernir el nombre o la edad.

—¿Es verdad eso de que puedes leer la mente? —preguntó.

—Sí, es verdad.

—No me extraña que seas tan atractiva para ellos.

Uf, eso ha dolido, Hugo.

—Probablemente sea una buena parte de la razón —dije en un tono de voz plano—. ¿A qué te dedicas durante el día?

—Soy abogado —dijo Hugo.

—No me extraña que seas tan atractivo para ellos —dije con el tono de voz más neutral que fui capaz de reunir.

Tras un prolongado silencio, Hugo volvió a hablar:

—Supongo que me lo he ganado.

—Pasemos página. Vamos a idear una historia.

—¿Podríamos ser hermanos?

—No es mala idea. He conocido hermanos que se parecían entre sí menos que nosotros. Pero creo que ser novios explicaría mejor que nos conozcamos tan poco en caso de que nos separasen y nos interrogasen. No digo que vaya a pasar, y me sorprendería que así fuera, pero como hermanos deberíamos saberlo todo acerca del otro.

—Tienes razón. ¿Por qué no decimos que nos conocimos en la iglesia? Te acabas de mudar a Dallas y nos conocimos en la catequesis metodista. De hecho es mi iglesia.

—Vale. ¿Qué te parece si soy... dueña de un restaurante? —dado mi trabajo en el Merlotte's, pensé que estaría convincente en el papel si no me interrogaban demasiado exhaustivamente.

Pareció un poco sorprendido.

—Es lo bastante inusual como para sonar bien. A mí no se me da muy bien actuar, así que estaré mejor si me limito a ser yo mismo.

—¿Cómo conociste a Isabel? —por supuesto que tenía curiosidad.

—Tuve que defender a Stan en los tribunales. Sus vecinos lo demandaron para desterrar a los vampiros del vecindario. Perdieron —Hugo tenía sentimientos encontrados acerca de su implicación con la vampira, y no estaba tampoco del todo seguro de que hubiera hecho bien en ganar el caso. De hecho, Hugo era completamente ambiguo en lo que respectaba a Isabel.

Vaya, eso hacía que el recado fuese mucho más aterrador.

—¿Saliste en los periódicos por representar a Stan Davis?

Parecía avergonzado.

—Así es. Maldita sea, puede que alguien del Centro reconozca mi nombre. O, peor, que me reconozca físicamente por la foto que salió publicada.

—Pero eso podría venirnos incluso mejor. Puedes decirles que has sabido reconocer tus errores tras conocer de cerca a los vampiros.

Hugo se lo pensó, moviendo sus manos pecosas con inquietud sobre el volante.

—Vale —dijo al fin—. Como ya te he dicho, no se me da bien actuar, pero creo que lo lograré.

Yo actuaba todo el tiempo, así que no me preocupaba demasiado mi parte. Tomarle la comanda a un tipo mientras finges que no sabes que se está preguntando si también será rubio tu vello púbico es un excelente ensayo interpretativo. De todas formas no se puede culpar a la gente —casi nunca— por lo que piensan para sus adentros. Hay que aprender a estar por encima de ello.

Empecé a sugerirle al abogado que me cogiera de la mano si las cosas se ponían tensas, para que me transmitiera pensamientos sobre los que yo pudiera actuar. Pero su ambigüedad, que rezumaba como una colonia barata, hizo que me mordiera la lengua. Puede que fuese un esclavo sexual de Isabel, puede que incluso la amara a ella y al peligro que representaba, pero no estaba tan segura de que su cuerpo y su corazón estuvieran igual de comprometidos con ella.

En un desagradable momento de autodiagnóstico, me pregunté si se podría decir lo mismo de Bill y de mí. Pero ése no era ni el momento ni el lugar de ponerse a pensar en ello. Ya tenía suficiente con la mente de Hugo y con preguntarme si se podía confiar del todo en él de cara a la pequeña misión que teníamos entre manos. Estaba a punto de interrogarme sobre mi grado de seguridad en su compañía. También me preguntaba cuánto sabía acerca de mí Hugo Ayres. No había estado en la habitación mientras yo trabajaba la noche anterior. Isabel no me había parecido muy habladora precisamente. Posiblemente, apenas supiera nada.

La autovía de cuatro carriles que recorría el enorme suburbio estaba jalonada de los típicos establecimientos de comida rápida y cadenas de supermercados de todo tipo. Pero, poco a poco, los comercios fueron cediendo a las viviendas, y el cemento a las zonas verdes. El tráfico parecía implacable. No podría vivir en un sitio tan enorme como ése. No sería capaz de hacer mi vida diaria allí.

Hugo aminoró y puso el intermitente cuando llegamos a una gran intersección. Nos dirigíamos hacia el aparcamiento de una gran iglesia, o al menos eso parecía haber sido en el pasado. El santuario era enorme si lo medimos conforme a lo que solemos gastar en Bon Temps. Sólo los baptistas podrían permitirse una feligresía tan amplia en los bosques donde yo nací, y eso si todas sus congregaciones se reunían. El santuario de dos pisos estaba flanqueado por dos alas de un solo nivel. Todo el edificio era de ladrillo pintado de blanco, y todas las ventanas estaban teñidas. El recinto estaba rodeado de césped artificialmente teñido de verde y un gran aparcamiento.

El cartel sobre el bien cuidado césped ponía: «C
entro de la
H
ermandad del
S
ol
. S
ólo
J
esucristo resucitó de entre los muertos
».

Estornudé mientras abría la puerta y salía del coche de Hugo.

—Eso que pone es mentira —le señalé a mi compañero—. Lázaro también se levantó de entre los muertos. Esos capullos ni siquiera conocen bien sus escrituras.

—Más vale que te saques de la cabeza esa actitud —me advirtió Hugo mientras pulsaba el botón de cierre—. Hará que te descuides. Esta gente es peligrosa. Han aceptado públicamente su responsabilidad por haber entregado dos vampiros a los drenadores, diciendo que al menos la humanidad podrá beneficiarse de alguna manera de la muerte de un vampiro.

—¿Tienen tratos con los drenadores? —sentí náuseas. Los drenadores tenían una profesión tremendamente arriesgada. Atrapaban vampiros, los ataban con cadenas de plata y les drenaban la sangre para venderla en el mercado negro—. ¿Esa gente de ahí ha entregado vampiros a los drenadores?

—Eso es lo que dijo uno de sus miembros en una entrevista concedida a un periódico. Por supuesto, el líder apareció en las noticias al día siguiente desmintiéndolo todo con vehemencia, pero creo que su intervención fue sólo una cortina de humo. La Hermandad mata vampiros de cualquier manera posible, convencida de que son impíos y una abominación. Son capaces de cualquier cosa. Si eres amigo de un vampiro, pueden presionarte hasta el límite. Recuérdalo cada vez que abras la boca ahí dentro.

—Tú también, señor Advertencia de Mal Agüero.

Caminamos hacia el edificio lentamente, contemplándolo mientras avanzábamos. Había unos diez coches más en el aparcamiento, desde viejos modelos cascados hasta otros más lujosos y recién comprados. Mi favorito era un Lexus blanco perla. Era tan bonito que podría haber pertenecido a un vampiro.

—Alguien está sacando buena renta del negocio del odio —observó Hugo.

—¿Quién dirige este sitio?

—Un tipo llamado Steve Newlin.

—Apuesto a que ése es su coche.

—Eso explicaría la pegatina del parachoques.

Asentí. Ponía: «Q
uitémosle el "NO" a los no muertos
». Del espejo retrovisor interior colgaba la réplica de una estaca. O puede que no fuese una réplica.

El lugar estaba concurrido para tratarse de un sábado por la tarde. Había niños jugando con los columpios en un recinto vallado junto al edificio. Los vigilaba una adolescente aburrida que de vez en cuando alzaba la vista de sus propias uñas. Ese día no hacía tanto calor como el anterior. El verano empezaba a perder la partida, a Dios gracias. La puerta del edificio estaba entornada para disfrutar del precioso día y la moderada temperatura.

Hugo me cogió de la mano, lo cual me sobresaltó hasta que me di cuenta de que era para que pareciésemos dos enamorados. No tenía ningún interés personal en mí, con lo que yo no tenía ningún problema. Tras un ajuste de un segundo, conseguimos parecer bastante naturales. El contacto físico me abrió de par en par la mente de Hugo, y supe que estaba tan nervioso como resuelto. Halló de mal gusto tocarme, lo cual era una sensación lo bastante fuerte como para hacerme sentir incómoda. La falta de atracción era leve, pero la hondura del disgusto me incomodó. Había algo detrás de ese sentimiento, algún tipo de actitud básica... Pero teníamos gente delante, y replegué mi mente para centrarme en el trabajo. Sentí que mis labios se estiraban hasta crear una sonrisa.

Bill se había asegurado de no tocarme el cuello la noche anterior, por lo que no tenía que preocuparme por ocultar ninguna marca de colmillos. Con mi ropa nueva y el marco de ese maravilloso día, no me costó parecer despreocupada mientras saludábamos con un gesto de cabeza a una pareja de mediana edad que salía del recinto.

Caminamos por la penumbra del edificio hacia lo que parecía la escuela catequística de la iglesia. Había carteles en todas las puertas que jalonaban el pasillo, carteles que ponían: «P
resupuestos y
F
inanzas
»
,
«P
ublicidad
» y, lo más escalofriante, «R
elaciones con los
M
edios
».

Una mujer de unos cuarenta años apareció de una de las puertas del extremo del pasillo y se giró hacia nosotros. Parecía amable, incluso dulce; tenía una piel maravillosa y el pelo castaño y corto. Sus labios rosa hacían juego con el esmalte de sus uñas. El labio inferior era ligeramente prominente, lo que le otorgaba un aire inesperadamente sensual, como una extraña provocación anclada a su redondeado y agradable cuerpo. Su falda vaquera y su blusa parecían un reflejo de mi propia ropa, por lo que me di unas palmadas en la espalda mentalmente.

—¿Puedo ayudarles? —preguntó con aire servicial.

—Queremos informarnos acerca de la Hermandad —dijo Hugo, que parecía tan amable y sincero como nuestra nueva amiga. Llevaba encima una etiqueta de identificación donde pude leer «S. N
ewlin
».

—Qué alegría que estén aquí —dijo—. Soy la esposa del director, Steve Newlin. Me llamo Sarah —estrechó la mano de Hugo, pero no la mía. Algunas mujeres creen que no es apropiado estrechar la mano de otras mujeres, por lo que no le di más importancia.

Intercambiamos fórmulas que expresaban el placer de habernos conocido y extendió su mano coronada de manicura hacia las puertas dobles del fondo del pasillo.

—Si son tan amables de acompañarme, les enseñaré dónde hacemos las cosas —soltó una risita, como si la idea de alcanzar objetivos estuviese revestida de un fondo ridículo.

Todas las puertas del pasillo estaban abiertas, y en las habitaciones se desarrollaban actividades de lo más normales. Si la organización de Newlin mantenía prisioneros o llevaba a cabo operaciones encubiertas, lo hacía en otra parte del edificio. Lo observé todo con detenimiento para obtener la mayor cantidad de información posible. Pero, hasta donde veía, el interior de la Hermandad del Sol era tan diáfano como el exterior, y su gente distaba mucho de parecer siniestra o retorcida.

Sarah nos precedía a paso ligero. Apretaba contra su pecho un montón de carpetas, hablando por encima de su hombro mientras caminábamos a un ritmo que parecía tranquilo, pero que en realidad resultaba bastante exigente. Hugo y yo nos soltamos las manos y nos dimos prisa para mantener el paso.

El edificio demostró ser mucho mayor de lo que había imaginado. Habíamos entrado por un extremo de una de las alas. Después cruzamos el santuario de la antigua iglesia, reformado para hacer las veces de sala de reuniones, y pasamos al ala opuesta. Ésta se dividía en menos estancias, aunque más grandes. La que estaba más cerca del santuario era claramente el despacho del antiguo pastor. Había un cartel en la puerta que ponía «G. S
teve
N
ewlin,
D
irector
».

Era la única puerta cerrada que había visto en todo el edificio.

Sarah llamó y, tras aguardar un momento, entró. El hombre alto y desgarbado que había tras el escritorio se levantó para agujerearnos con una mirada llena de complacida expectación. Su cabeza no parecía suficientemente grande en proporción a su cuerpo. Tenía los ojos de un azul brumoso, la nariz aguileña y su pelo parecía calcar el tono castaño oscuro del de su mujer, sólo que salpicado con algunas canas. No sabía qué aspecto esperaba encontrarme en un fanático, pero estaba segura de que no el que tenía delante. Parecía que su vida le divirtiera.

Había estado hablando con una mujer alta de pelo gris acero. Vestía unos pantalones anchos y una blusa, pero daba la impresión de que se sentiría mejor enfundada en un traje de chaqueta. Estaba formidablemente maquillada y parecía profundamente contrariada por algo... Puede que nuestra interrupción.

—¿Qué puedo hacer por ustedes? —preguntó Steve Newlin, haciéndonos una indicación a Hugo y a mí para que nos sentáramos. Lo hicimos en un par de butacas verdes de cuero que había frente al escritorio. Sarah se sentó por su cuenta en una silla más pequeña que había contra una pared.

—Disculpa, Steve —le dijo a su marido—. Díganme, ¿les apetece un café o un refresco?

Hugo y yo nos miramos y meneamos la cabeza.

—Cariño, éstos son... Oh, no les he preguntado sus nombres —nos miró con un pesar lleno de encanto.

—Me llamo Hugo Ayres, y ella es mi novia, Caléndula.

¿Caléndula? ¿Es que había perdido la chaveta? Tuve que esforzarme para mantener la sonrisa pegada a la cara. Luego reparé en el jarrón con caléndulas que yacía sobre la mesa, junto a Sarah, y así al menos pude comprender su elección. Lo que estaba claro es que habíamos cometido un error tremendo de entrada; teníamos que haber hablado de aquello mientras nos dirigíamos allí. Era lógico que si la Hermandad era responsable del micrófono, también conocería el nombre de Sookie Stackhouse. Gracias a Dios que Hugo había pensado en ello.

—¿No conocemos ya a Hugo Ayres, Sarah? —el rostro de Steve Newlin había adquirido una perfecta expresión de intriga: el ceño levemente fruncido, las cejas arqueadas inquisitivamente y la cabeza algo ladeada.

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