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Authors: Charlaine Harris

Vivir y morir en Dallas (26 page)

BOOK: Vivir y morir en Dallas
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Vi a Bill con Portia esa misma noche. Los atisbé a ambos en el coche de Bill, en dirección a Claiborne Street. Portia tenía la cabeza vuelta hacia Bill. Iban hablando. El miraba al frente, impertérrito, según pude ver. Ellos no me vieron. Yo venía del cajero automático, de camino al trabajo.

Que te lo cuenten y verlos son cosas muy diferentes. Sentí un abrumador acceso de ira. Comprendí cómo se sintió Bill al ver a sus amigos morir. Tenía ganas de matar a alguien. Pero no estaba segura de a quién.

Andy se pasó por el bar esa noche. Se sentó en la zona de Arlene. Me alegré, porque tenía mal aspecto. Lucía barba de varios días y llevaba la ropa arrugada. Se dirigió hacia donde yo estaba de camino a la salida y pude sentir cómo olía a alcohol.

—Llévate al vampiro —dijo. Su voz estaba rebosante de rabia—. Llévate al maldito vampiro y que deje a mi hermana en paz.

No supe qué decirle. Simplemente me lo quedé mirando hasta que salió tambaleándose del bar. Pensé que en ese momento la gente no se sorprendería tanto por el hallazgo de un cadáver en su coche como unas semanas atrás.

La noche siguiente libré, y la temperatura cayó en picado. Era viernes, y de repente me cansé de estar sola. Decidí asistir al partido de fútbol nocturno del instituto. Es un pasatiempo típico en Bon Temps, y los partidos son objeto de exhaustivos debates a lo largo del lunes en todas las tiendas. La retransmisión del partido se emite dos veces en la televisión local, momento en que las jóvenes promesas se cotizan a la baja y reciben más sentimiento de lástima que otra cosa.

Pero una no puede ir a un partido despeinada.

Me sujeté el pelo que me cubría la cara hacia atrás con una goma y el resto lo pasé por el rizador, de modo que pude cubrirme los hombros de rizos. Ya no quedaba rastro de mis magulladuras. Me maquillé del todo, hasta me perfilé los labios. Me puse unos pantalones negros y un suéter negro y rojo. Lo acompañé con las botas negras de cuero y unos pendientes de aro dorados. Para ocultar la goma del pelo, también me puse un lazo rojo y negro (premio para quien adivine los colores de nuestro instituto).

—Perfecto —me dije, contemplando el resultado en el espejo—. Jodidamente perfecto —cogí la chaqueta negra y el bolso y conduje hasta la ciudad.

Las gradas estaban llenas de gente que conocía. Una docena de voces me llamaron, una docena de personas me dijeron lo mona que estaba, y el único problema era que... me sentía muy desgraciada. En cuanto me di cuenta de eso, me clavé una sonrisa a la cara y me puse a buscar a alguien con quien sentarme.

—¡Sookie! ¡Sookie! —Tara Thornton, una de mis pocas amigas del instituto, me llamaba desde las gradas más altas. Gesticulaba frenéticamente. Yo le respondí con una sonrisa y empecé a ascender, intercambiando breves conversaciones por el camino. Mike Spencer, el director de la funeraria, estaba allí, con sus atuendos vaqueros favoritos, así como la buena amiga de mi abuela, Maxine Fortenberry, y su nieto Hoyt, que era colega de Jason. Vi a Sid Matt Lancaster, el anciano abogado, embutido en ropa junto a su mujer.

Tara se sentaba junto a su novio, Benedict Tallie, a quien, inevitable y lamentablemente, llamaban Huevos. Con ellos estaba el mejor amigo de Benedict, J.B. du Roñe. Cuando vi a J.B. la alegría me volvió al cuerpo, al tiempo que se me liberaba la libido reprimida. J.B. era tan guapo que podría protagonizar la portada de una novela romántica. Por desgracia, el conjunto no iba acompañado de un cerebro, tal como descubrí en nuestras pasadas citas. A menudo pensé que no necesitaba poner escudo mental alguno mientras estaba con J.B., dado que no tenía pensamientos que leer.

—Hola, ¿cómo estáis chicos?

—¡Genial! —dijo Tara, con su expresión festiva—. ¿Cómo estás tú? ¡Hace siglos que no te veo! —tenía el pelo cortado al estilo paje, y su carmín era tan agresivo que podría haber provocado un incendio. Vestía de blanco y negro, con un pañuelo rojo al cuello para mostrar los colores de su equipo. Huevos y ella compartían bebida de uno de los vasos de cartón que se venden en el estadio. Estaba cargada; podía oler el bourbon desde donde estaba.

—Córrete, J.B., así me siento contigo —propuse con una sonrisa.

—Claro, Sookie —dijo, feliz por volver a verme. Ése era uno de los encantos de J.B. Los otros consistían en unos dientes blancos perfectos, una nariz absolutamente recta, una cara tan masculina como bella que invitaba a estrujarle los mofletes, un pecho amplio y una fina cintura. Bueno, puede que no fuese tan fina como antaño, pero es que J.B. era humano, y eso estaba genial. Me senté entre Huevos y J.B. Huevos se volvió hacia mí con sonrisa despreocupada.

—¿Quieres un trago, Sookie?

No suelo beber mucho ya que presencio las consecuencias del alcohol a diario.

—No, gracias —dije—. ¿Qué tal te va, Huevos?

—Bien —dijo tras pensárselo. Había bebido más que Tara. Había bebido demasiado.

Hablamos sobre amigos y conocidos comunes hasta el inicio del partido, tras lo cual éste fue el único tema de conversación. El partido en un sentido muy amplio, pues todos los partidos de los últimos cincuenta años permanecían en la memoria colectiva de Bon Temps, y éste no se libró de comparaciones con los demás, al igual que sus jugadores. Incluso me permití disfrutar de la ocasión, tanto había desarrollado ya mis escudos mentales. Podía fingir que la gente era justo lo que decía ser al no escuchar ninguno de sus pensamientos.

J.B. se fue acercando más y más al cabo de una ducha de cumplidos sobre mi pelo y mi figura. Su madre le había enseñado desde jovencito que una mujer apreciada es una mujer feliz, y una filosofía tan sencilla como ésa había mantenido a J.B. a flote durante algún tiempo.

—¿Te acuerdas de esa médico del hospital, Sookie? —me preguntó de repente, durante el segundo cuarto.

—Sí, la doctora Sonntag. Era viuda —era joven para ser viuda, pero más aún para ser médico. Yo se la presenté a J.B.

—Estuvimos saliendo —comentó pensativo.

—Eh, eso es genial —o eso esperaba. Tenía la impresión de que a la doctora Sonntag le vendría muy bien lo que J.B. tenía que ofrecer, y J.B. necesitaba..., bueno, necesitaba a alguien que cuidara de él.

—Pero luego la trasladaron a Baton Rouge —me dijo. Parecía un poco afligido—. Supongo que la echo de menos.

La Seguridad Social pública había adquirido nuestro pequeño hospital, y los médicos de urgencias venían para cumplir turnos rotatorios de cuatro meses. Su brazo me apretó los hombros.

—Pero me alegro horrores de verte —me aseguró.

Bendito sea.

—J.B., podrías ir a Baton Rouge a verla —sugerí—. ¿Por qué no lo haces?

—Es médico. No tiene mucho tiempo libre.

—Lo sacará por ti.

—¿Tú crees?

—A menos que sea una completa estúpida —le dije.

—Quizá lo haga. Hablé con ella por teléfono la otra noche. Me dijo que ojalá estuviese allí.

—Pues ahí tienes una pista bastante clara, J.B.

—¿Tú crees?

—Por supuesto.

Parecía más alegre.

—Pues creo que mañana conduciré hasta Baton Rouge —volvió a hablar. Me dio un beso en la mejilla—. Haces que me sienta bien, Sookie.

—Lo mismo te digo, J.B. —le di un pico en los labios, uno rápido.

Luego vi a Bill, agujereándome con la mirada.

Él y Portia estaban sentados en la sección de gradas contigua, cerca del campo. Se había vuelto y miraba hacia arriba.

De haberlo planeado, no podría haber salido mejor. Era un momento fantástico para fastidiarle.

Pero salió fatal.

Yo le quería.

Aparté la mirada y sonreí a J.B., mientras mis anhelos me empujaban a reunirme con Bill bajo los estrados y tirármelo allí y ahora. Deseaba que me bajara los pantalones y se pusiera por detrás. Quería que me hiciese gemir.

Estaba tan conmocionada conmigo misma, que no supe qué hacer. Sentí cómo me sonrojaba. Era incapaz siquiera de sonreír.

Al cabo de un minuto, aquello me pareció hasta gracioso. Me habían criado de la forma más convencional posible, dada mi tara. Naturalmente, al ser capaz de leer las mentes (y, de niña, no podía controlar todo lo que absorbía), había aprendido las cosas de la vida bastante pronto. Y lo cierto es que el sexo siempre me había parecido muy interesante, si bien la tara que me había servido para aprender tantas cosas al respecto desde el punto de vista teórico, me había impedido poner dichas ideas en práctica. A fin de cuentas, es muy difícil implicarse en una relación sexual cuando sabes que tu pareja desearía que fueses Tara Thornton, por poner un ejemplo, o cuando quisiera que tú te acordaras de llevar un condón, por no decir cuando surgieran las críticas sobre tu cuerpo. Para tener éxito sexualmente, lo que hay que hacer es concentrarse exclusivamente en lo que está haciendo tu pareja, y no distraerse con lo que está pensando.

Con Bill, era incapaz de escuchar nada. Y él era tan experimentado, tan dulce, tan absolutamente afanado en hacerlo bien. Al parecer, estaba tan enganchada como Hugo.

Seguí sentada durante el resto del partido, sonriendo y asintiendo cuando consideraba que era oportuno, procurando no mirar hacia abajo a la izquierda y dándome cuenta de que, concluida la actuación de la banda en el descanso, no había escuchado una sola canción. Ni siquiera me había dado cuenta del pegadizo solo del primo de Tara. Mientras el gentío peregrinaba hacia el aparcamiento después de la victoria de los Hawks de Bon Temps por 28 a 18, accedí a llevar a J.B. a casa. Huevos había recuperado algo de sobriedad para entonces, así que estaba bastante segura de que él y Tara no tendrían problemas, aunque me quedé más tranquila al ver que ella cogía las llaves.

J.B. vivía cerca del centro, en un dúplex adosado. Me pidió muy gentilmente que pasara, pero le dije que tenía que irme a casa. Le di un gran abrazo y le aconsejé que llamara a la doctora Sonntag. Seguía sin conocer su nombre de pila.

Dijo que lo haría, pero nunca se sabe con J.B.

Luego tuve que parar a repostar en la única estación de servicio que permanecía abierta hasta altas horas, donde tuve una larga conversación con Derrick, el primo de Arlene, que era lo suficientemente valiente como para aceptar el turno de noche. Así que llegué a casa un poco más tarde de lo previsto.

En cuanto abrí la puerta, Bill apareció de entre las sombras. Sin decir una sola palabra, me agarró del brazo y me volvió hacia él para besarme. Al momento, estábamos apoyados contra la puerta, su cuerpo moviéndose rítmicamente contra el mío. Extendí una mano hacia atrás, para buscar el pomo a tientas. Giré la llave. Trastabillamos por la casa y me giró para encarar el sofá. Me apoyé en él con las manos y, tal como había imaginado, me bajó los pantalones y me penetró.

Solté un gemido ronco que no me recordaba haber oído nunca. Bill jadeaba de una forma igual de primitiva. No creo que yo hubiera sido capaz de articular una sola palabra. Metió las manos debajo de mi suéter y recorrió mi cuerpo soltándome también el sujetador. No era capaz de detenerse. Casi me desmayo después de correrme por primera vez.

—No —gruñió, al tiempo que yo desfallecía y él seguía empujándome. Después incrementó el ritmo hasta que casi se me saltaron las lágrimas y en ese momento, rasgó mi suéter y clavó los colmillos sobre mi hombro. Soltó un gemido profundo, grotesco y, tras unos segundos, todo acabó.

Yo jadeaba como si hubiera corrido kilómetros y él también se estremecía. Sin molestarse en volver a vestirse, me giró hacia él y acercó la cabeza a mi hombro para lamer mi pequeña herida. Una vez que dejó de sangrar y empezó a curarse, comenzó a quitarme toda la ropa, muy despacio. Me limpió por debajo y me besó por arriba.

—Hueles a él —fue lo único que dijo. Y procedió a borrar aquel olor y sustituirlo con el suyo.

Después pasamos al dormitorio y pensé por un momento que me alegraba de haber cambiado las sábanas esa mañana. Justo entonces volvió a acercar su boca a la mía.

Si había tenido alguna duda, ya no quedaba ni rastro de ella. No se estaba acostando con Portia Bellefleur. No sé qué podía tener en mente, pero no era una relación al uso. Deslizó sus brazos por debajo de mí y me acercó a él todo lo que pudo; me olisqueó el cuello, me amasó las caderas, recorrió mis muslos con sus dedos y me besó la parte posterior de las rodillas. Se bañó en mí.

—Separa las piernas, Sookie —me susurró con su fría y tenebrosa voz, y le obedecí. Reanudó la tarea, y lo hizo con dureza, como si tuviese que demostrar algo.

—Con suavidad —dije, la primera vez que pude hablar.

—No puedo. Ha pasado demasiado tiempo. La próxima vez seré más dulce, te lo prometo —dijo, recorriendo la línea de mi mandíbula con su lengua. Me rozó el cuello con sus colmillos. Colmillos, lengua, boca, dedos, hombría; era como si me estuviese haciendo el amor el demonio de Tasmania. Estaba por todas partes, y por todas pasaba muy rápido.

Cuando se desmayó encima de mí, yo estaba agotada. Se deslizó para quedarse tumbado a mi lado, con una de sus piernas sobre la mía y un brazo cruzado sobre mi pecho. Sólo le faltó haber sacado un hierro candente y haberme marcado con él, aunque eso no habría sido agradable.

—¿Estás bien? —farfulló.

—Aparte de haberme golpeado con una pared de ladrillos varias veces, muy bien —dije con desinterés.

Ambos nos quedamos dormidos, pero Bill se despertó antes, como ocurría todas las noches.

—Sookie —dijo en voz baja—. Cariño, despierta.

—Ohh —dije, recuperando la consciencia lentamente. Por primera vez en meses, me despertaba con la brumosa convicción de que todo estaba bien en el mundo. Con lento abatimiento, fui dándome cuenta de que las cosas distaban mucho de estar bien. Abrí los ojos para encontrarme los de Bill justo encima de mí.

—Tenemos que hablar —dijo, apartándome el pelo de la cara.

—Pues habla —ya estaba despierta. Lo que lamentaba no era el sexo, sino tener que discutir nuestros asuntos.

—Me dejé llevar en Dallas —dijo sin perder un minuto—. Suele pasar con los vampiros cuando se nos presenta una oportunidad de caza tan clara. Nos atacaron. Teníamos derecho a dar caza a los que quisieron matarnos.

—Eso es como volver a la anarquía —dije.

—Pero los vampiros cazamos, Sookie. Es nuestra naturaleza —dijo, muy serio—. Como los leopardos; como los lobos. No somos humanos. Podemos fingir que lo somos cuando tratamos de convivir con la gente... en tu sociedad. En ocasiones podemos recordar cómo era vivir entre vosotros, ser uno de vosotros. Pero no somos de la misma raza. Ya no estamos hechos de la misma arcilla.

BOOK: Vivir y morir en Dallas
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