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Authors: Charlaine Harris

Vivir y morir en Dallas (23 page)

BOOK: Vivir y morir en Dallas
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Me quedé impresionada. Esos cambiantes estaban organizados hasta límites impresionantes.

—Quizá debería enviarle a Luna unas flores —dije, apenas capaz de pronunciar las palabras.

Bill me besó. Fue un beso muy agradable, y eso fue lo último que recuerdo.

7

Me di la vuelta con dificultad y miré el reloj luminoso que había sobre la mesilla. Aún no había amanecido, pero no faltaba mucho. Bill ya estaba en su ataúd: la tapa estaba echada. ¿Por qué me había despertado? Medité al respecto.

Tenía que hacer algo. Una parte de mí estaba asombrada por mi propia estupidez mientras me ponía unos shorts, una camiseta y unas sandalias. Tenía peor aspecto en el espejo, el cual sólo miré de refilón. Me peiné dándole la espalda. Para mi asombro y placer, mi bolso estaba sobre una mesa del salón. Alguien lo había sacado del local de la Hermandad la noche anterior. Metí mi llave de plástico y recorrí tortuosamente los pasillos silenciosos.

Barry ya había acabado su turno, y su sustituto estaba demasiado bien entrenado como para preguntarme cómo demonios andaba por ahí con el aspecto de que me hubiera arrollado un tren. Me consiguió un taxi y le dije al conductor adonde quería ir. Este me miró a través del retrovisor.

—¿No preferiría ir a un hospital? —sugirió, incómodo.

—No. Ya he estado —aquello apenas lo dejó más tranquilo.

—Esos vampiros la están maltratando. ¿Por qué sigue frecuentándolos?

—Esto me lo han hecho humanos —dije—, no vampiros.

Seguimos adelante. No había mucho tráfico, al ser una hora tan temprana de un domingo por la mañana. Apenas nos llevó un cuarto de hora volver al mismo sitio donde había estado la noche anterior, el aparcamiento de la Hermandad.

—¿Puede esperarme? —le pregunté al conductor. Rondaba los sesenta años, tenía el pelo canoso y le faltaba un diente. Vestía una camisa de cuadros con corchetes en lugar de botones.

—Supongo que sí —dijo. Sacó un
western
de Louis L'Amour de debajo del asiento y se encendió una pequeña luz para leer.

Bajo el destello de las luces de sodio, el aparcamiento no mostraba signos de lo ocurrido la noche anterior. Sólo quedaban un par de vehículos, que supuse sus dueños habrían dejado allí entonces. Probablemente uno fuese de Gabe. Me preguntaba si Gabe tenía familia; esperaba que no. Por una parte porque, dado que era un sádico tremendo, les habría dado una vida miserable y por otra porque tendrían que vivir el resto de sus vidas preguntándose cómo y por qué había muerto. ¿Qué harían ahora Steve y Sarah Newlin? ¿Les quedarían suficientes miembros en la Hermandad para seguir adelante? Era de esperar que las provisiones y las armas siguieran en la iglesia. Quizá se estaban preparando para el Apocalipsis.

Una figura emergió de entre las sombras de la iglesia. Era Godfrey. Seguía con el pecho desnudo, y aparentando ser un muchacho de dieciséis años. Sólo el aspecto extraño de sus tatuajes y sus ojos desmentían los argumentos que lanzaba su cuerpo.

—He venido a mirar —dije cuando llegó a mi altura, aunque quizá habría sido más apropiado decir que iba a dar testimonio.

—¿Por qué?

—Te lo debo.

—Soy una criatura maligna.

—Así es —eso no admitía discusión—. Pero hiciste algo bueno. Me salvaste de Gabe.

—¿Al matar a otro ser humano? Mi conciencia apenas hace la diferencia. Han sido tantos. Al menos te ahorré cierta humillación.

Su voz se aferró a mi corazón. El resplandor que se encendía en el horizonte aún era tan débil que las luces de seguridad del aparcamiento seguían encendidas. Aquel destello iluminaba su jovencísimo rostro.

De repente, de forma absurda, empecé a llorar.

—Qué bien —dijo Godfrey, su voz ya remota—. Alguien me llora en mi final. No me lo habría esperado —retrocedió hasta una distancia segura.

Y entonces amaneció.

Cuando volví al taxi, el taxista guardó su libro.

—¿Se ha incendiado algo por allí? —preguntó—. Creo haber visto humo. Casi me bajo para ver lo que estaba pasando.

—Ya se ha apagado —dije.

No paré de frotarme la cara durante un kilómetro aproximadamente. Luego, me limité a mirar por la ventanilla mientras el amanecer empezaba a dibujar el perfil de la ciudad.

De regreso al hotel, volví a la habitación, me quité los shorts, me metí en la cama y, como si me estuviese preparando para un largo periodo de vigilia, me sumí en un profundo sueño.

Bill me despertó al anochecer a su manera favorita. Me había levantado la camiseta y su pelo oscuro me acariciaba el pecho. Era, por así decirlo, como despertarse en mitad del acto sexual. Su boca lamía con mucha dulzura uno de los que, en su opinión, eran los pechos más bonitos del mundo. Tenía mucho cuidado con los colmillos, que estaban completamente extendidos. Aquélla era la única manifestación de su excitación.

—¿Crees que podrías hacerlo, disfrutar con esto, si tengo mucho, pero que mucho cuidado? —me susurró al oído.

—Si me tratas como si estuviera hecha de cristal —murmuré, sabiendo que podía.

—Pero esto no tiene el tacto del cristal —dijo, moviendo dulcemente la mano—. Está tibio y húmedo.

Boqueé, sin aliento.

—¿Tanto lo sientes? ¿Te he hecho daño? —su mano se movía con más determinación.

—Bill —fue todo lo que pude decir. Puse mis labios sobre los suyos y su lengua inició un baile familiar.

—Túmbate de lado —susurró—. Yo me ocuparé de todo.

Y vaya que si lo hizo.

—¿Qué hacías medio vestida? —preguntó más tarde. Se había levantado para coger una botella de sangre de la nevera de la habitación y la había calentado en el microondas. No había tomado una sola gota de la mía en consideración a mi estado.

—Fui a ver morir a Godfrey.

Sus ojos brillaron al mirarme.

—¿Qué?

—Godfrey ha visto el amanecer —esa frase, que en su momento me había parecido embarazosamente melodramática, fluyó de forma natural desde mi boca.

Hubo un largo silencio.

—¿Cómo sabías que lo haría? ¿Cómo supiste dónde?

Me encogí de hombros tanto como se puede hacer tumbada en una cama.

—Supuse que se ceñiría al plan original. Parecía muy seguro de ello. Y me salvó la vida. Era lo mínimo que podía hacer.

—¿Mostró coraje?

Mis ojos se encontraron con los de Bill.

—Murió con mucho valor. Estaba deseando irse.

No tenía la menor idea de lo que estaba pasando por la cabeza de Bill.

—Tenemos que ver a Stan —dijo—. Tenemos que decírselo.

—¿Por qué tenemos que volver a verle? —de no haber sido una mujer tan madura, habría hecho pucheros. Dadas las circunstancias, Bill me dedicó una de esas miradas suyas.

—Tienes que contarle tu parte para que quede convencido de que hemos cumplido con nuestro servicio. Además, está el asunto de Hugo.

Eso bastó para amargarme. Me encontraba tan dolorida que la idea de llevar más ropa de la necesaria sobre la piel me ponía enferma, así que escogí un vestido sin mangas pardo de punto y deslicé con cuidado los pies en las sandalias. Ese fue todo mi atuendo. Bill me peinó y me puso los pendientes, pues me incomodaba levantar los brazos. Decidió que también necesitaría una cadena de oro. Parecía que iba a acudir a una fiesta del pabellón de mujeres maltratadas. Bill pidió un coche de alquiler. Cuando lo trajeron al aparcamiento subterráneo, yo aún no tenía ni idea. Ni siquiera sabía quién se había encargado de ello. Bill condujo. Esa vez no miré por la ventanilla. Ya estaba harta de Dallas.

Cuando llegamos a la casa de Green Valley Road tenía el mismo aspecto tranquilo que hacía dos noches. Pero cuando entramos vi que estaba atestada de vampiros. Habíamos llegado en medio de la fiesta de bienvenida de Farrell, que estaba en el salón con el brazo alrededor de un guapo muchacho que apenas tendría los dieciocho. Farrell tenía una botella de TrueBlood cero negativo en la mano, y su acompañante una Coca-Cola. El vampiro parecía casi tan sonrosado como el chico.

Lo cierto es que Farrell nunca me había visto, así que estuvo encantado de conocerme. Vestía de los pies a la cabeza con artículos del Oeste. No me habría sorprendido escuchar el tintineo de unas espuelas mientras se inclinaba sobre mi mano.

—Eres tan maravillosa —dijo con extravagancia, agitando la botella de sangre sintética— que si me gustara acostarme con mujeres recibirías todas mis atenciones durante una semana. Sé que piensas que las magulladuras te otorgan un aspecto terrible, pero no hacen sino aflorar tu belleza.

No pude evitar reírme. No sólo estaba caminando como si tuviese ochenta años, sino que encima tenía la cara negra y azulada por el lado izquierdo.

—Bill, eres un vampiro afortunado —dijo Farrell.

—Soy muy consciente de ello —repuso Bill, sonriente, aunque algo frío.

—Es valiente y preciosa.

—Gracias, Farrell. ¿Dónde está Stan? —decidí romper ese ciclo de elogios. No sólo incomodaba a Bill, sino que el joven acompañante de Farrell se estaba poniendo demasiado curioso. Mi intención era relatar la historia una vez más, y sólo una.

—Está en el comedor —dijo el joven vampiro, el mismo que había traído a la pobre Bethany la otra vez. Debía de ser Joseph Velasquez. Mediría alrededor de 1,70, y su ascendencia hispana le confería la tez tostada y los ojos negros de un capo mafioso, mientras que su naturaleza vampírica le otorgaba una mirada a prueba de parpadeos y la inmediata disposición a hacer daño. No dejaba de escrutar la habitación en busca de problemas. Supuse que era una especie de jefe de seguridad del redil—. Se alegrará de veros.

Observé a los vampiros y a los escasos humanos que ocupaban las amplias salas de la casa. No vi a Eric. Me pregunté si habría vuelto a Shreveport.

—¿Dónde está Isabel? —le pregunté a Bill en voz baja.

—Está siendo castigada —dijo en voz demasiado baja como para escucharle. No quería hablar de forma que se oyera, y si Bill pensaba que eso era una buena idea, yo sabía que debía callarme—. Ha traído un traidor al redil y tiene que pagar un precio por ello.

—Pero...

—Shhh.

Accedimos al comedor para descubrir que estaba tan atestado como el salón. Stan ocupaba la misma silla y vestía las mismas ropas que la última vez que lo vimos. Cuando entramos se levantó y, desde ese momento, comprendí que aquel gesto debía de tener por intención distinguirnos con cierto rango de importancia.

—Señorita Stackhouse —dijo formalmente, estrechándome la mano con mucho cuidado—. Bill —Stan me examinó con la mirada sin que el azul pálido de sus ojos se perdiera un solo detalle de mis heridas. Había remendado sus gafas con papel adhesivo. Stan cuidaba cada detalle de su disfraz. Pensé que le mandaría un protector de bolsillos por Navidad.

—Por favor, cuéntame qué te pasó ayer. No omitas nada —dijo Stan.

Aquello me recordó sobremanera a Archie Goodwin informando a Nero Wolfe.
[3]

—Aburriré a Bill —comenté con la esperanza de sortear el relato.

—A Bill no le molestará aburrirse un momento.

No admitía discusión. Suspiré y empecé por cuando Hugo me recogió en el Silent Shore. Traté de dejar a Barry fuera de la historia, pues no sabía cómo se sentiría si los vampiros de Dallas sabían de él. Me limité a referirme a él como «un botones del hotel». Evidentemente, podrían averiguar de quién se trataba si lo deseaban.

Cuando llegué a la parte en la que Gabe metió a Hugo en la celda de Farrell e intentó violarme, mis labios se tensaron en una rígida mueca. Tenía la cara tan tirante que pensé que se me rompería.

—¿Por qué hace eso? —le preguntó Stan a Bill, como si yo no estuviese allí.

—Cuando está tensa... —dijo Bill.

—Oh —Stan me miró más pensativo si cabe. Empecé a recogerme el pelo en una coleta. Bill me pasó una goma que llevaba en el bolsillo y, con una considerable incomodidad, me agarré el pelo en una tirante madeja para poder rodearlo tres veces con la goma.

Cuando le conté a Stan la ayuda que me habían prestado los cambiantes, se inclinó hacia delante. Quería saber más de lo que estaba contando, pero yo no estaba dispuesta a dar ningún nombre. Se mostró profundamente meditabundo después de que le refiriera el momento en el que me dejaron en el hotel. No sabía si incluir a Eric o no, así que lo omití por completo. Se suponía que él era de California. Recuerdo que en mi relato conté que subí a la habitación para esperar a Bill.

Y luego le conté lo de Godfrey.

Para mi asombro, Stan parecía incapaz de asimilar su muerte. Me hizo repetir la historia. Se removió en su silla para mirar hacia otra parte mientras se lo contaba. Mientras nos observaba, Bill me hizo una caricia reconfortante. Cuando Stan se volvió de nuevo hacia nosotros, se estaba secando los ojos con un pañuelo manchado de rojo. Así que era cierto que los vampiros podían llorar. Tanto como que sus lágrimas eran de sangre.

Lloré con él. Godfrey merecía la muerte por los siglos de abusos y asesinatos de niños. Me pregunté cuántos humanos habría en la cárcel por crímenes que había cometido el vampiro. Pero Godfrey me había ayudado, y había llevado sobre los hombros una terrible carga de culpabilidad y dolor que yo nunca había conocido.

—Qué determinación y coraje —dijo Stan, admirado. No era en absoluto el pesar lo que impulsaba sus palabras, sino una sincera admiración—. Hace que llore —lo dijo de tal manera que supe que con ello pretendía rendirle tributo—. Después de que Bill identificara a Godfrey la otra noche, he realizado algunas pesquisas y he averiguado que pertenecía a un redil de San Francisco. Sus compañeros allí se entristecerán al escuchar esto. Y también lo de su traición a Farrell. Pero su valor a la hora de mantener la palabra, ¡su determinación a la hora de cumplir con su plan! —aquello parecía superar a Stan.

Me dolía todo. Rebusqué en el bolso para encontrar un frasquito de Tylenol y me eché dos en la mano. A un gesto de Stan, el joven vampiro me trajo un vaso de agua.

—Gracias —le dije, sorprendiéndolo.

—Gracias a ti por tus esfuerzos —dijo Stan de forma algo abrupta, como si de repente hubiera recordado sus modales—. Has cumplido con la tarea que te encomendamos y mucho más. Gracias a ti hemos encontrado y liberado a Farrell a tiempo, y lamento que hayas sufrido tantos daños en el proceso.

Aquello parecía una despedida a gritos.

—Disculpe —dije, deslizándome sobre la silla hacia delante. Bill hizo un movimiento repentino detrás de mí, pero lo ignoré.

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