Vivir y morir en Dallas (20 page)

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Authors: Charlaine Harris

BOOK: Vivir y morir en Dallas
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—¿Cómo estás? —pregunté con alegría—. Ha pasado mucho tiempo.

—Oh, ya sabes, igual que siempre —contestó. Me miró con ojos cautos. Su pelo era de un castaño muy oscuro, casi negro, y era fosco y abundante. Tenía la piel del color de un caramelo lechoso y pecas oscuras. Sus exuberantes labios estaban pintados de un llamativo fucsia y sus dientes eran grandes y destellaban de blanco cada vez que me sonreía. Miré hacia sus pies. Llevaba zapatos planos rojos.

—Oye, acompáñame fuera mientras me fumo un cigarrillo —me dijo.

Francie Polk parecía más satisfecha.

—Luna, ¿es que no ves que tu amiga tiene que ir a un médico? —dijo, cargando sus palabras de moralidad.

—Sí que tienes algunos golpes y magulladuras —dijo Luna, examinándome—. ¿Te has vuelto a caer por las escaleras, chica?

—Ya lo sabes, mamá siempre me lo decía: «Caléndula, eres más torpe que un elefante».

—Ay, tu madre —dijo Luna, meneando la cabeza con aire de disgusto—. ¡Como si eso fuese a hacerte menos torpe!

—¿Y qué le vamos a hacer? —dije, encogiéndome de hombros—. ¿Nos disculpas, Francie?

—Claro que sí —dijo—. Os veré luego, supongo.

—Claro que sí —dijo Luna—. No me lo perdería por nada del mundo.

Y así salí de la sala de reuniones del Centro de la Hermandad del Sol, de la mano de Luna. Me afané en mantener un paso regular para que Francie no me viera cojear y aumentaran más sus sospechas.

—Gracias a Dios —dije cuando estuvimos fuera.

—Supiste lo que era —dijo ella rápidamente—. ¿Cómo es posible?

—Tengo un amigo cambiante.

—¿Quién?

—No es de aquí. Y no te lo diré sin su consentimiento.

Me observó, evaporada al instante toda pretensión de amistad.

—Vale, lo respeto —dijo—. ¿Qué haces aquí?

—¿Por qué quieres saberlo?

—Acabo de salvarte el culo.

Tenía razón, mucha razón.

—Vale, soy telépata y el líder de los vampiros de tu zona me contrató para averiguar qué había sido de un vampiro desaparecido.

—Eso está mejor. Pero no es el líder de mí área. Soy una sob, pero de ninguna manera una maldita vampira. ¿Qué vampiro estás buscando?

—No tengo por qué decírtelo.

Arqueó las cejas.

—No.

Abrió la boca, como si fuese a gritar.

—Grita si quieres. Hay cosas que no pienso decir. ¿Qué es eso de sob?

—Un ser sobrenatural. Ahora me vas a escuchar —dijo Luna. En ese momento estábamos atravesando el aparcamiento, mientras los coches empezaban a llegar regularmente desde la carretera. Lanzó muchas sonrisas y saludos, y yo traté al menos de parecer contenta. Pero la cojera ya no era disimulable y tenía la cara más hinchada que una puta, como diría Arlene.

Por Dios que, de repente, sentí una honda nostalgia por volver a casa. Pero aparté ese sentimiento para centrarme en Luna, quien obviamente tenía cosas que contarme.

—Diles a los vampiros que nosotros tenemos este sitio vigilado...

—¿«Nosotros», quiénes?

—Los cambiantes de la zona metropolitana de Dallas.

—¿Estáis organizados? ¡Oye, eso es genial! Tendré que decírselo a... mi amigo.

Cerró los ojos en un gesto de desesperación. Era evidente que mi intelecto no le había impresionado.

—Escucha, amiguita, diles a los vampiros que en cuanto la Hermandad sepa de nuestra existencia nos acosará a nosotros también. Y no tenemos intención de integrarnos. Preferimos seguir ocultos toda la eternidad. Estúpidos vampiros. Nosotros vigilaremos a la Hermandad.

—¿Si la vigiláis tan bien, cómo es posible que no hayáis contactado con los vampiros para decirles que Farrell está retenido en el sótano? ¿Y qué me dices de Godfrey?

—Bueno, Godfrey quiere matarse, así que no es asunto nuestro. El acudió a la Hermandad, y no al revés. Casi se mean en los pantalones de la alegría que les dio una vez se recuperaron de la conmoción de estar compartiendo casa con uno de los malditos.

—¿Y qué hay de Farrell?

—No sabía quién estaba ahí abajo —admitió Luna—. Sabía que habían capturado a alguien, pero aún no estoy precisamente en el círculo más íntimo, así que no tuve forma de saber quién era. Hasta le hice la pelota todo lo que pude a ese capullo de Gabe, pero no sirvió de nada.

—Te alegrarás de saber que Gabe ha muerto.

—¡Vaya! —sonrió genuinamente por primera vez—. Eso sí que son buenas noticias.

—Y esto es el resto: tan pronto como pueda contactar con los vampiros, vendrán aquí a por Farrell. Así que, si estuviese en tu lugar, no volvería a la Hermandad esta noche.

Se mordió el labio inferior durante un instante. Estábamos ya en un extremo del aparcamiento.

—De hecho —dije—, sería ideal que me acercaras al hotel.

—Bueno, no tengo por vocación facilitarte la vida —espetó, recuperando su faceta de tía dura—. He de volver a esa iglesia antes de que se esparza la mierda, y sacar unos documentos. Pero piensa en esto, chica. ¿Qué van a hacer los vampiros con Godfrey? ¿Lo dejarán vivir? Es un pederasta y un asesino en serie. Ha matado a tanta gente que ya ni se puede llevar la cuenta. No puede parar, y lo sabe.

Así que la iglesia tenía su lado bueno... Daba a vampiros como Godfrey la oportunidad de suicidarse en público.

—Quizá deberían retransmitirlo por televisión de pago —dije.

—Lo harían si pudieran —dijo Luna seriamente—. Todos esos vampiros, aunque quieran integrarse, pueden ser en realidad bastante despiadados con cualquiera que pretenda fastidiarles los planes. Y Godfrey no está siendo precisamente de ayuda para ellos.

—No puedo resolver los problemas de todo el mundo, Luna. Por cierto, mi verdadero nombre es Sookie. Sookie Stackhouse. En fin, he hecho lo que podía. He cumplido con la tarea para la que me han contratado, y ahora tengo que volver para informar. Viva o muera Godfrey. Y mi impresión es que morirá.

—Más te vale tener razón —dijo con aire fatalista.

No llegaba a imaginar por qué iba a ser culpa mía que Godfrey cambiara de opinión. Simplemente había cuestionado el camino que había elegido, pero quizá ella estuviera en lo cierto. Tal vez yo tuviera alguna responsabilidad en todo ello.

Era simplemente demasiado para mí.

—Adiós —dije, y empecé a cojear por lo que quedaba de aparcamiento hacia la carretera. No había llegado muy lejos cuando escuché revuelo y gritos desde la iglesia y todas las luces exteriores se encendieron. El repentino destello me cegó.

—Quizá no vuelva a la Hermandad después de todo. No sería buena idea —dijo Luna desde la ventanilla de un Subaru Outback. Me lancé como pude al asiento del copiloto y salimos disparadas hacia la salida más cercana que daba a la autovía. Me abroché el cinturón sin pensarlo.

Pero si nosotras nos habíamos movido a toda prisa, otros lo habían hecho con aún más celeridad. Varios vehículos familiares se estaban situando para bloquear las salidas del aparcamiento.

—Mierda —dijo Luna.

Permanecimos detenidas un instante, mientras ella pensaba qué hacer.

—Nunca me dejarán salir, aunque te ocultemos de alguna manera. Y tampoco puedo dejarte en la iglesia: podrían registrar el aparcamiento con facilidad —Luna se mordía el labio con más intensidad—. Oh, a la mierda con el trabajo —exclamó, y volvió a arrancar el Outback. Al principio condujo con parsimonia, tratando de atraer la menor atención posible—. Esta gente no sabría lo que es la religión aunque les diera una patada en el culo —dijo. Cerca de la iglesia, Luna condujo sobre el bordillo que separaba el aparcamiento del césped, y luego sobre el césped, rodeando la zona de juegos infantiles, y me descubrí sonriendo de oreja a oreja, por mucho que me doliera la cara.

—¡Toma ya! —grité cuando golpeamos uno de los aspersores. Cruzamos casi al vuelo el patio frontal de la iglesia, comprobando que, por puro pasmo, nadie nos estaba siguiendo. Pero los más testarudos se organizaron en un minuto. El resto, la gente que no asumía los métodos más extremos de la Hermandad, iba a despertar esa noche de su letargo con un jarro de agua helada.

Luna miró por el retrovisor y dijo:

—Han desbloqueado las salidas y alguien nos está persiguiendo.

Nos mezclamos en el tráfico por la carretera que pasaba frente a la iglesia, otra autovía de cuatro carriles, donde nos recibieron con una sonata de claxon merced a nuestra repentina irrupción en la circulación.

—Joder —dijo Luna, reduciendo a una velocidad más razonable sin perder de vista el retrovisor—. Está demasiado oscuro. No sabría decir qué faros son los que nos persiguen.

Me pregunté si Barry habría avisado a Bill.

—¿Tienes un teléfono móvil? —le pregunté.

—Está en mi bolso, junto al carné de conducir, que, por cierto, sigue en mi despacho de la iglesia. Por eso supe que te habías escapado. En el despacho te olí. Sabía que te habían herido, así que salí a echar un vistazo. Cuando me di cuenta de que no te encontraría fuera, volví a entrar. Hemos tenido mucha suerte de que guardara las llaves del coche en el bolsillo.

Que Dios bendiga a los cambiantes. No me alegraba lo del móvil, pero no tenía remedio. De repente me pregunté dónde estaría el mío. Probablemente en algún despacho de la Hermandad del Sol. Al menos había sacado mi carné de identidad.

—¿No deberíamos parar en una cabina o en una comisaría?

—¿Y qué va a hacer la policía si les llamas? —preguntó Luna con la voz alentadora de quien conduce a una niña hacia la sabiduría.

—¿Ir a la iglesia?

—¿Y qué crees que pasará allí, chica?

—Pues le preguntarán a Steve por qué tenía retenida a una humana.

—Sí, ¿y qué dirá él?

—No sé.

—Dirá: «Nunca hemos retenido a ninguna prisionera. Se enzarzó en una disputa con Gabe, un empleado, y acabó matándolo. ¡Arréstenla!».

—¿Eso crees?

—Sí, eso creo.

—¿Y qué pasa con Farrell?

—Si los polis se meten en esto, ten por seguro que en la iglesia habrá alguien listo para ir al sótano y clavarle una estaca. Para cuando lleguen, adiós Farrell. Y tal vez ocurra lo mismo con Godfrey si no les apoya. Pero seguro que no se resistiría. Ese Godfrey quiere morir.

—¿Y Hugo, entonces?

—¿Crees que Hugo podrá explicar cómo acabó encerrado en un sótano? No sé lo que diría ese capullo, pero no será la verdad. Lleva meses con una doble vida y ya no sabe dónde tiene la cabeza.

—Entonces, no podemos decírselo a la policía. ¿A quién podemos recurrir?

—Tengo que llevarte con tu gente. No necesitas conocer a la mía. No quieren salir a la luz, ¿comprendes?

—Claro.

—Tú misma tienes que ser un bicho raro, ¿eh? Mira que reconocernos.

—Sí.

—¿Y qué eres? No eres vampira, eso está claro. Tampoco eres una de los nuestros.

—Soy telépata.

—¡Telépata! ¡No jodas! Buhhh, buhhh —dijo Luna, imitando el típico sonido de un fantasma.

—No soy más rara que tú —contesté, sintiendo que me podía permitir ser un poco irritante.

—Lo siento —dijo sin creerse sus propias palabras—. Vale, éste es el plan...

Pero no conseguí escuchar cuál era su plan porque en ese momento nos golpearon por detrás del coche.

Lo siguiente que supe era que estaba colgando boca abajo de mi cinturón de seguridad. Una mano trataba de tirar de mí. Reconocí las uñas; era Sarah. La mordí.

La mano se retiró con un grito.

—Sin duda ha perdido la cabeza —oí que Sarah parloteaba con su dulce voz con otra persona, alguien, deduje, que no estaba relacionado con la iglesia. Sabía que tenía que actuar.

—No le haga caso. Ella nos golpeó con su coche —grité—. No deje que me toque.

Miré a Luna, cuyo pelo tocaba ahora el techo del coche. Estaba despierta, pero no decía nada. No paraba de retorcerse, y supuse que trataba de liberarse de su cinturón de seguridad.

Había muchas voces hablando fuera del coche, casi todas ellas beligerantes.

—Ya se lo he dicho, es mi hermana y está borracha —le estaba diciendo Polly a alguien.

—Es mentira. Exijo que me hagan las pruebas de alcoholemia ahora mismo —dije con la voz más digna que pude emitir, habida cuenta de que estaba conmocionada y colgando boca abajo—. Llamen a la policía inmediatamente, por favor, y a una ambulancia también.

Si bien Sarah empezó a farfullar algo, una voz grave de hombre la interrumpió:

—Señora, no parece que quiera que esté con ella. Y me parece que tiene unos argumentos bastante convincentes.

Por la ventanilla apareció la cara del hombre. Estaba arrodillado e inclinado de lado para mirar al interior.

—He llamado a emergencias —dijo la voz grave. Tenía el pelo desgreñado, lucía una barba incipiente y pensé que era guapísimo.

—Por favor, quédese hasta que lleguen —le rogué.

—Aquí estaré —prometió antes de que su cara desapareciera.

Había más voces ahora. Sarah y Polly se estaban poniendo chillonas. Habían golpeado nuestro coche. Había muchos testigos. Su insistencia en desempeñar el papel de hermanas no cuajaba muy bien en el gentío. Además, intuí que había dos hombres de la Hermandad con ellas cuyo comportamiento invitaba a todo menos a la cordialidad.

—Pues entonces nos marchamos —dijo Polly, la ira prendida en la voz.

—No, ustedes se quedan —intervino mi maravilloso y beligerante salvador—. Hay que arreglar el tema de los seguros.

—Así que es eso —dijo una voz masculina mucho más joven—. No queréis pagar por los arreglos de su coche. ¿Y qué pasa si están heridas? ¿Acaso no tendréis que pagar el hospital también?

Luna había logrado desabrocharse y se retorció al caer sobre el techo del coche, que ahora era el suelo. Con una flexibilidad que no pude sino envidiar logró sacar la cabeza por la ventanilla abierta y empezó a apoyar los pies contra cualquier cosa que pudiera encontrar. Poco a poco logró deslizarse fuera del vehículo. Uno de los puntos de apoyo resultó ser mi hombro, pero ni siquiera miré. Era necesario que una de las dos se liberase.

Hubo exclamaciones fuera cuando Luna hizo su aparición, y luego le oí decir:

—Vale, ¿quién de vosotros iba conduciendo?

Varias voces repicaron a la vez, unas diciendo que uno, otras diciendo que otro, pero todas conscientes de que Sarah, Polly y sus esbirros eran los responsables y Luna la víctima. Había tanta gente alrededor que, cuando llegó otro coche de la Hermandad, no hubo forma de que nos pusieran un dedo encima. Que Dios bendiga a los mirones americanos, pensé. Estaba sentimental.

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