Vivir y morir en Dallas (17 page)

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Authors: Charlaine Harris

BOOK: Vivir y morir en Dallas
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Traté de «leer» la zona en busca de vida, pero estaba demasiado nerviosa para concentrarme.

—Me alegro de que hayas venido, Steve —dijo Gabe—. Mientras Sarah enseña el refugio a nuestros visitantes, quizá puedas echarle un vistazo a la habitación de los huéspedes —indicó con un gesto de la cabeza la puerta que había a la derecha del estrecho pasillo de cemento. Había otra puerta en el extremo, y una más a la izquierda.

Odiaba aquel sitio. Había alegado claustrofobia para salir de allí. Ahora que me habían obligado a bajar las escaleras, estaba descubriendo que de verdad la tenía. El olor rancio, la intensidad de la luz artificial y la sensación de encierro... Lo odiaba todo. No quería seguir allí. Me empezaron a sudar las palmas de las manos. Sentía como si tuviera los pies anclados al suelo.

—Hugo —susurré—. No quiero seguir aquí —había muy poco dramatismo en la desesperación de mi voz. No me gustó escucharla, pero estaba ahí.

—De verdad necesita volver arriba —dijo Hugo a modo de disculpa—. Si no les importa, subiremos y les esperaremos arriba.

Me volví con la esperanza de que funcionara, pero me topé con el rostro de Steve. Ya no sonreía.

—Creo que vosotros dos tenéis que esperar en esa otra habitación hasta que acabe con un asunto. Después hablaremos —su voz no admitía discusión alguna, y Sarah abrió la puerta para revelar una pequeña estancia con dos sillas y dos catres.

—No —dije—. No puedo hacerlo —y empujé a Steve con todas mis fuerzas. Soy muy fuerte desde que tomé sangre de vampiro, y, a pesar de su tamaño, logré que se tambaleara. Me deslicé escaleras arriba tan rápidamente como pude, pero una mano me agarró del tobillo y caí de plano. Los bordes de los peldaños me golpearon por todas partes: en el pómulo izquierdo, los pechos, las caderas y la rodilla izquierda. Me dolió tanto que tuve que reprimir un grito.

—Vamos, señorita —dijo Gabe mientras me ponía de pie.

—¿Cómo...? ¿Cómo has podido hacerle tanto daño? —Hugo estaba encendido, genuinamente enfadado—. Vinimos aquí dispuestos a unirnos a vuestro grupo, ¿y así es como nos tratáis?

—Dejad de fingir —aconsejó Gabe, y me retorció el brazo tras la espalda antes de que me hubiera recuperado de la caída. Me quedé sin aliento por el dolor mientras me lanzaba hacia la habitación, no sin antes arrancarme la peluca de la cabeza. Hugo entró detrás de mí, aunque trataba de emitir un «¡No!». Luego cerraron la puerta.

Y se oyó el cerrojo.

Y se acabó.

—Sookie —dijo Hugo—, tienes una buena herida en el pómulo.

—No fastidies —murmuré débilmente.

—¿Te duele mucho?

—¿Tú qué crees?

Se lo tomó al pie de la letra.

—Creo que tienes magulladuras y puede que una contusión. ¿Te has roto algún hueso?

—No, salvo uno o dos —dije.

—Está claro que no estás tan malherida como para abandonar el sarcasmo —dijo Hugo. Estaba segura de que se hubiese sentido mejor si se hubiera enfadado conmigo, y me pregunté por qué. Pero no me devané demasiado los sesos. Me dio la impresión de saberlo.

Estaba echada sobre uno de los catres con un brazo cruzado sobre la cara, tratando de mantener algo de privacidad y pensar un poco. No podíamos escuchar lo que estaba pasando fuera, en el pasillo. Por un momento pensé que había oído una puerta al abrirse y algunas voces amortiguadas, pero eso fue todo. Esos muros se habían construido para soportar una explosión nuclear, así que supuse que el silencio venía de serie.

—¿Tienes reloj? —le pregunté a Hugo.

—Sí, son las cinco y media.

Aún quedaban dos horas largas hasta que los vampiros se despertasen.

Dejé que el silencio se adueñara del aire. Cuando estuve segura de que Hugo, al que tanto me costaba leer, se había vuelto a refugiar en sus pensamientos, abrí mi mente y escuché con suma concentración.

«Esto no debía haber sido así, no me gusta, pero seguro que todo sale bien, ¿qué pasa si necesitamos ir al baño?, no me la voy a sacar delante de ella, aunque puede que Isabel nunca se entere. Debí imaginármelo después de lo de la chica de anoche, ¿cómo salir de aquí y seguir ejerciendo el Derecho?, si empiezo a distanciarme pasado mañana puede que se alivie la cosa...»

Apreté mi brazo contra los ojos hasta que me dolió para reprimir las ganas de levantarme, agarrar una silla y dejar inconsciente a Hugo Ayres de un golpe. Por el momento, no alcanzaba a comprender del todo mi telepatía, como tampoco lo hacía la Hermandad, o no me habrían dejado allí encerrada con él.

O quizá Hugo era tan prescindible para ellos como lo era para mí. Exactamente igual que para los vampiros; estaba deseando decirle a Isabel que su juguete de testosterona era un traidor.

Aquello aquietó mi sed de sangre. Cuando caí en lo que Isabel le haría a Hugo, me di cuenta de que no encontraría una auténtica satisfacción al presenciarlo. De hecho, me aterraría y me pondría enferma.

Sin embargo, parte de mí pensaba que se merecía lo que le cayese.

¿A quién le debía lealtad este abogado en conflicto?

Sólo había un modo de averiguarlo.

Me incorporé, dolida, y apoyé la espalda contra la pared. Sabía que me curaría con bastante rapidez (de nuevo gracias a la sangre de vampiro), pero no dejaba de ser humana y me sentía como una piltrafa. Notaba que tenía la cara llena de heridas, y estaba casi convencida de que tenía fracturado el pómulo. El lado izquierdo de la cara se estaba hinchando a buen ritmo. Pero no tenía las piernas rotas. Si surgía la oportunidad, aún podría salir corriendo; eso era lo más importante.

En cuanto lo tuve delante y estuve tan cómoda como las instalaciones me lo iban a permitir, dije:

—Hugo, ¿cuánto hace que eres un traidor?

Se puso más rojo que un tomate.

—¿Traicionar a quién? ¿A Isabel o a la especie humana?

—Tú mismo.

—Traicioné a la especie humana cuando me puse del lado de los vampiros en un tribunal. De haber tenido la menor idea de lo que eran... Acepté el caso a ciegas porque creí que sería un desafío legal interesante. Siempre me he dedicado a los derechos civiles, y estaba convencido de que los vampiros debían tener los mismos que las demás personas.

Habló el señor Cloaca.

—Claro —dije.

—Pensaba que negarles el derecho a vivir dondequiera que les apeteciera era antiamericano —prosiguió Hugo con tono amargo y abatido.

Todavía no sabía lo que era una buena razón para estar amargado.

—Pero ¿sabes qué, Sookie? Los vampiros no son americanos. Ni siquiera son negros, ni asiáticos, ni indios. No son rotarios, ni baptistas. Sólo son vampiros. Ese es su color, su religión y su nacionalidad.

Bueno, eso es lo que ocurre cuando una minoría queda soterrada durante siglos. ¡Vaya con el genio!

—Por aquel entonces creía que Stan tenía derecho a vivir donde quisiera, ya fuera Green Valley Road o el mismísimo Bosque de los Cien Acres, como cualquier americano. Así que lo defendí contra la asociación vecinal y gané. Estaba muy orgulloso de mí mismo. Luego conocí a Isabel y me acosté con ella una noche, convencido de que era una experiencia muy atrevida, y de que me sentiría como un gran hombre, un intelectual emancipado.

Lo miré sin parpadear ni decir una sola palabra.

—Como sabes, el sexo es genial, es lo mejor. Era su esclavo y nunca había suficiente. Mi trabajo se resintió. Empecé a ver a los clientes sólo por las tardes porque era incapaz de despertarme por la mañana. No podía atender mis citas del juzgado por las mañanas. No podía dejar a Isabel después de anochecer.

Sonaba al relato de un alcohólico. Hugo se había vuelto adicto al sexo vampírico. El concepto me pareció tan fascinante como repelente.

—Empecé haciendo trabajillos de poca monta que me encontraba ella. Durante este mes he estado yendo a la casa para hacer las labores domésticas con tal de estar cerca de Isabel. Cuando me pidió que acudiese al comedor con el cuenco de agua, me sentí emocionado. No por la nimia tarea, ¡soy abogado, por el amor de Dios!, sino porque la Hermandad me había llamado. Me habían pedido que averiguara cualquier cosa sobre lo que tenían planeado hacer los vampiros de Dallas. Cuando me llamaron, estaba enfadado con Isabel. Nos peleamos por la forma que tenía de tratarme. Así que me pillaron receptivo. Escuché que tu nombre surgía entre Stan e Isabel, así que se lo referí a la Hermandad. Tienen a un tipo que trabaja en Anubis Air. Averiguó cuándo llegaba el vuelo de Bill y trataron de raptarte para saber qué querían de ti los vampiros. Para saber qué harían para recuperarte. Cuando entré con el cuenco de agua, escuché que Stan o Bill te llamaban por tu nombre, por lo que supe que no consiguieron atraparte en el aeropuerto. Sentí que al menos tenía algo que contarles, algo con lo que compensarles por perder el micrófono que había colocado en la sala de conferencias.

—Traicionaste a Isabel —dije—. Y me has traicionado a mí también, a pesar de que soy tan humana como tú.

—Tienes razón —dijo sin mirarme a los ojos.

—¿Y qué me dices de Bethany Rogers?

—¿La camarera?

Se había quedado atascado.

—La camarera muerta —maticé.

—Se la llevaron —dijo, agitando la cabeza de un lado a otro, como si en realidad estuviese diciendo «No, es imposible que hayan hecho lo que hicieron»—. Se la llevaron. Yo no sabía lo que le iban a hacer. Sabía que era la única que había visto a Farrell con Godfrey, y se lo dije. Cuando me desperté esta mañana y supe que la habían encontrado muerta, casi no me lo podía creer.

—La raptaron después de que les dijeras que había estado en casa de Stan. Después de que les dijeras que era la única testigo verdadera.

—Supongo que sí.

—Les llamaste anoche.

—Sí, tengo un móvil. Salí al patio trasero y les llamé. Me estaba arriesgando mucho; ya sabes el buen oído que tienen los vampiros, pero lo hice —trataba de convencerse de que había hecho algo valiente y audaz. Llamar por teléfono desde la casa de los vampiros para señalar con el dedo a la pobre y patética Bethany Rogers, que acabó en un callejón con un disparo.

—Le dispararon después de que la traicionaras.

—Sí, lo..., lo escuché en las noticias.

—Dime quién fue, Hugo.

—Yo... No lo sé.

—Seguro que sí, Hugo. Era una testigo presencial. Y era una lección, una lección para los vampiros. «Esto es lo que haremos con la gente que trabaje para vosotros o viva de vosotros si va en contra de la Hermandad.» ¿Qué crees que harán contigo, Hugo?

—Les he ayudado —dijo, sorprendido.

—¿Quién más lo sabe?

—Nadie.

—¿Entonces quién moriría? El abogado que ayudó a Stan Davis a vivir donde quería.

Hugo se quedó sin palabras.

—Si eres tan importante para ellos, ¿cómo es que estás en esta habitación conmigo?

—Porque, hasta ahora, no sabías lo que había hecho —señaló—. Hasta ahora quedaba la posibilidad de que me dieras más información que pudieran usar contra ellos.

—Entonces, ahora que sé lo que eres, te dejarán salir, ¿verdad? ¿Por qué no lo intentas? Preferiría estar sola.

Justo en ese momento se abrió una pequeña apertura en la puerta. Ni siquiera me había dado cuenta de que había una, tan ocupada que estaba centrándome en el pasillo. Apareció una cara por el hueco, que mediría unos veinticinco por veinticinco centímetros.

La cara me resultó familiar.

—¿Cómo lo lleváis ahí dentro? —preguntó un sonriente Cabe.

—Sookie necesita que la vea un médico —dijo Hugo—. No se queja, pero creo que tiene roto el pómulo —añadió con tono de reproche—. Y sabe que estoy con la Hermandad, así que ya me puedes dejar salir.

No sabía lo que Hugo pensaba que estaba haciendo, pero traté de parecer lo más abatida posible. No me costó mucho.

—Tengo una idea —dijo Gabe—. Me aburro un poco aquí abajo, y no creo que ni Steve, ni Sarah, ni siquiera Polly bajen en un buen rato. Tenemos aquí a otro prisionero que quizá se alegre de verte, Hugo. Farrell. Lo conociste en la casa de los Malditos, ¿recuerdas?

—Sí —dijo Hugo. No parecía muy contento con el giro de la conversación.

—Imagina lo contento que se va a poner de verte. Además es gay, un maricón chupasangre. Estamos a tanta profundidad que se ha despertado temprano. Así que había pensado que podría meterte con él mientras me divierto un poco con la traidora humana que tienes al lado —Gabe me dedicó una sonrisa que me dio náuseas.

La cara de Hugo era un poema. Un auténtico poema. Se me pasaron muchas cosas por la mente; cosas pertinentes que decir. Pero prescindí del dudoso placer. Necesitaba ahorrar energía.

Se me pasó por la cabeza uno de los dichos favoritos de mi abuela mientras contemplaba el bello rostro de Gabe.

—Auque la mona se vista de seda, mona se queda —murmuré, e inicié el doloroso proceso de ponerme de pie para defenderme. Puede que no tuviera las piernas rotas, pero mi rodilla izquierda estaba muy fastidiada. Me sentía hecha una piltrafa y abotargada.

Me preguntaba si Hugo y yo podríamos con Gabe cuando abriese la puerta, pero en cuanto lo hizo vi que llevaba una pistola y un objeto negro de aspecto amenazador que identifiqué como un paralizador.

—¡Farrell! —llamé. Si estaba despierto, me oiría; era un vampiro.

Gabe dio un respingo y me miró, sorprendido.

—¿Sí? —dijo una voz profunda desde una de las puertas del pasillo. Oí el tintineo de cadenas mientras el vampiro se movía. Obviamente serían de plata, de lo contrario habría podido arrancar la puerta de sus bisagras.

—¡Nos ha mandado Stan! —grité antes de que Gabe me retorciera el brazo por la espalda con la mano que sostenía la pistola. Me puso contra la pared con tanta fuerza que mi cabeza rebotó. Hice un ruido terrible; no llegaba a grito, pero era demasiado alto para ser un mero quejido.

—Cierra el pico, zorra —gritó Gabe. Estaba apuntando a Hugo con el arma mientras mantenía el paralizador a escasos centímetros de mí—. Y tú, abogado, ahora vas a salir al pasillo, y no te acerques a mí, ¿me has oído?

Con el rostro empapado en sudor, Hugo se deslizó junto a Gabe hacia el pasillo. Me estaba costando tomar nota de lo que ocurría, pero me di cuenta de que, en el estrecho espacio en el que Gabe tenía que maniobrar, pasó muy cerca de Hugo de camino a la celda de Farrell. Cuando consideré que estaba lo bastante lejos para conseguir escapar, le dijo a Hugo que cerrara la puerta de mi celda. A pesar de los frenéticos gestos de mi cabeza, lo hizo.

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