Read Vivir y morir en Dallas Online
Authors: Charlaine Harris
Medité lo que decía. Me lo había intentado hacer ver, una y otra vez, con otras palabras, desde que nos conocimos.
O quizá desde que él me había conocido a mí, porque estaba claro que yo a él no lo conocía tanto: no con claridad, no de verdad. Por mucho que pensara que había hecho las paces con su lado oscuro, me daba cuenta de que seguía esperando que reaccionara como si fuese J.B. du Roñe, Jason o el pastor de mi iglesia.
—Creo que voy haciéndome a la idea —dije—. Pero tú también tienes que entender que, a veces, no me va a gustar esa diferencia. A veces tendré que evadirme y calmarme. Lo voy a intentar, en serio. Te quiero, de verdad.
Tras prometerle encontrarme con él a medio camino de los extremos que nos separaban, recordé mi propio dolor. Le agarré del pelo, rodé sobre él para quedar encima y le clavé la mirada en los ojos.
—Y ahora dime qué haces con Portia.
Bill posó sus grandes manos sobre mis caderas mientras me lo explicaba.
—Vino a buscarme la misma noche que regresé de Dallas. Había leído lo que pasó allí y se preguntaba si conocía a alguien que hubiera estado ese día. Cuando le dije que yo mismo lo había presenciado, no te mencioné. Portia dijo que se había enterado de que algunas de las armas que se emplearon en el ataque provenían de un sitio de Bon Temps, la tienda de deportes de Sheridan. Le pregunté cómo sabía eso y me repuso que, como abogada, estaba obligada a mantener el secreto profesional. Le pregunté por qué estaba tan preocupada si no pensaba contarme nada. Me dijo que era una buena ciudadana y odiaba ver cómo otros ciudadanos eran perseguidos. Le pregunté por qué acudía a mí, y me contestó que yo era el único vampiro que conocía.
Me creí eso del mismo modo que me creería que Portia era una bailarina del vientre.
Entorné los ojos mientras procesaba la información.
—A Portia le importan un bledo los derechos de los vampiros —dije—. Quizá quiera meterse en tus pantalones, pero los derechos de los vampiros la traen al pairo.
—¿Meterse en mis pantalones? ¿Qué expresión es ésa?
—Oh, vamos, no es la primera vez que la oyes —dije, un poco sonrojada. Meneó la cabeza mientras una sonrisa se empezaba a dibujar en su cara.
—Meterse en mis pantalones —repitió muy lentamente—. Yo estaría en tus pantalones si llevaras algunos puestos —frotó con las manos hacia arriba y hacia abajo para ilustrar sus palabras.
—No empieces otra vez —le corté—. Estoy intentando pensar.
Sus manos comenzaron a presionarme las caderas para luego soltarlas, moviéndome adelante y atrás encima de él. Cada vez me resultaba más difícil pensar en esa situación.
—Bill, para —dije—. Escucha, creo que Portia quiere que la vean contigo para poder unirse al supuesto club sexual de Bon Temps.
—¿Club sexual? —dijo Bill, interesado, aunque sin dejar de hacer lo que estaba haciendo.
—Sí. ¿No te lo he dicho? Oh, Bill..., no..., Bill, aún estoy agotada del último... Oh. Oh, Dios —me agarró con la terrible fuerza de sus manos y me movió resueltamente, justo encima de su rigidez. Volvió a mecerme, hacia delante y hacia atrás—. Oh —dije, perdida en ese instante. Empecé a ver colores flotando ante mis ojos, y entonces me meció tan deprisa que perdí el control de mi propio movimiento. Llegamos al final juntos, y así permanecimos, jadeantes, durante varios minutos.
—No deberíamos separarnos nunca más —dijo Bill.
—No sé, esto hace que casi merezca la pena.
Un pequeño temblor sacudió su cuerpo.
—No —dijo—. Esto es maravilloso, pero preferiría dejar la ciudad unos días antes que volver a pelearme contigo —abrió bien los ojos—. ¿De verdad succionaste para sacar una bala del hombro de Eric?
—Sí, me dijo que debía hacerlo antes de que la herida se cerrara con la bala dentro.
—¿Te dijo que llevaba una navaja en el bolsillo?
Me cogió por sorpresa.
—No. ¿La tenía? Y entonces ¿por qué me iba a pedir...?
Bill arqueó las cejas, como si acabara de decir algo ridículo.
—Imagina —dijo.
—¿Para que le chupase el hombro? No puede ser.
Bill mantuvo el aire escéptico.
—Oh, Bill, caí como una tonta. Espera un momento... ¡Le dispararon! Esa bala podría haberme dado a mí, pero le dio a él. Me estaba protegiendo.
—¿Cómo?
—Bueno, pues echándose encima de mí.
—Insisto en mi alegato.
No había nada antiguo en Bill en ese momento. Por otra parte, sin embargo, en su mirada sí que había una sombra de otra época.
—Pero Bill... ¿Quieres decir que es así de retorcido?
Volvió a arquear las cejas.
—Ponerse encima de mí no es algo tan alucinante —protesté— como para que alguien reciba un balazo. Caray, ¡es una locura!
—Pero te metió algo de su sangre.
—Sólo una o dos gotas. Escupí el resto —dije.
—Una o dos gotas bastan cuando se es tan antiguo como Eric.
—¿Bastan para qué?
—Ahora sabrá algunas cosas sobre ti.
—¿El qué? ¿Mi talla de ropa?
Bill sonrió. No siempre era un panorama relajante.
—No. Cosas sobre cómo te sientes. Rabia, lujuria, amor.
Me encogí de hombros.
—No le servirá de gran cosa.
—Probablemente no sea muy importante, pero ten cuidado de ahora en adelante —me advirtió Bill. Parecía hablar bastante en serio.
—Sigo sin poder creerme que alguien sea capaz de recibir un balazo sólo para que ingiera una gota de su sangre mientras le saco la bala. Es ridículo. ¿Sabes qué? Me da la impresión de que has sacado el tema para que deje de darte la brasa con lo de Portia, pero no pienso hacerlo. Sigo pensando que Portia está convencida de que, saliendo contigo, alguien le pedirá que se una al club sexual, puesto que si está dispuesta a hacérselo con un vampiro, seguro que estará dispuesta a hacérselo con cualquiera. Eso es lo que ellos creen —dije apresuradamente tras ver la cara de Bill—. Ella piensa que así podrá entrar, averiguar algunas cosas, descubrir quién mató a Lafayette y que de este modo Andy quede limpio.
—Es una trama un poco complicada.
—¿Puedes rebatirla? —estaba orgullosa de haber empleado la palabra «rebatir», que figuraba en mi calendario de «La palabra del día».
—Lo cierto es que no —se quedó inmóvil, con los ojos fijos y sin parpadear, y las manos relajadas. Dado que Bill no respira, estaba completamente quieto.
Al fin parpadeó.
—Habría sido mejor que me dijera la verdad desde el principio.
—Más te vale no haberte acostado con ella —dije, admitiendo finalmente para mis adentros que la mera posibilidad casi me había cegado de celos.
—Me preguntaba cuándo me lo preguntarías —dijo con calma—. Como si yo fuera a acostarme nunca con una Bellefleur. Y no, ella tampoco tiene el menor deseo de acostarse conmigo. Incluso le cuesta fingir que estaría interesada en hacerlo en una cita futura. Portia no es buena actriz. La mayor parte del tiempo que pasamos juntos, me arrastra a búsquedas locas para localizar ese depósito de armas que se supone que la Hermandad tiene por aquí, asegurando que todos los simpatizantes de la Hermandad las ocultan.
—Entonces ¿por qué le sigues el rollo?
—Hay algo honrado en ella. Y quería ver si te ponías celosa.
—Oh, ya veo. ¿Y qué crees?
—Creo —dijo— que espero no volver a verte a menos de un metro de ese gilipollas tan guapo.
—¿J.B.? Pero si soy como su hermana —le dije.
—Olvidas que has tomado mi sangre y puedo saber lo que sientes —dijo Bill—. No creo que te sientas precisamente como su hermana.
—Y eso explicaría qué hago en esta cama contigo, ¿verdad?
—Me quieres.
Me reí hasta apretarme contra su garganta.
—Está a punto de amanecer —dijo—. He de marcharme.
—Está bien, cariño —le sonreí y él recogió su ropa—. Oye, me debes un suéter y un sujetador. Dos sujetadores. Gabe me rompió uno, por lo que podemos considerarlo un perjuicio en horas laborales. Y tú te encargaste del otro anoche, además del suéter.
—Por eso compré una tienda de ropa femenina —dijo suavemente—. Así te puedo arrancar lo que quiera si me emociono.
Me reí y volví a tumbarme. Todavía podría dormir durante un par de horas más. Aún sonreía cuando abandonó la casa. Desperté por la mañana como si me hubieran quitado de encima un peso que llevara cargando mucho tiempo (bueno, a mí me pareció mucho tiempo). Caminé con cierta cautela hacia el cuarto de baño para zambullirme en una bañera llena de agua caliente. Cuando empecé a lavarme, sentí algo en los lóbulos de las orejas. Me incorporé en la bañera y miré hacia el espejo que había encima del lavabo. Me había puesto los pendientes de topacio mientras estaba dormida.
Vaya con el señor última palabra.
Dado que nuestra reunión fue secreta, fui yo a quien invitaron primero al club. Jamás se me habría ocurrido que eso pudiera pasar, pero cuando ocurrió, me di cuenta de que si Portia creía que sería invitada por ser vista con un vampiro, con más razón aún me lo pedirían a mí.
Para mi sorpresa y disgusto, el que sacó el tema fue Mike Spencer. Mike era el director de la funeraria y el forense de Bon Temps, y nuestra relación no siempre había sido cordial. Aun así, nos conocíamos de toda la vida y estaba acostumbrada a respetarlo; una costumbre difícil de romper. Mike vestía su uniforme de la funeraria cuando entró en el Merlotte's aquella noche, pues venía de realizar una visita profesional a la familia de la señora Cassidy. El traje negro, la camisa blanca, la corbata a rayas remetida y los zapatos lustrosos eran las señas de identidad laborales de Mike Spencer, un tipo que en realidad prefería las corbatas de lazo y las botas puntiagudas de cowboy.
Dado que Mike me saca unos veinte años, siempre lo he considerado alguien mayor, por lo que me quedé pasmada cuando me abordó. Se sentaba solo, lo cual ya era suficientemente extraordinario como para considerarse llamativo. Le serví una hamburguesa y una cerveza. Cuando me pagó, me dijo como si tal cosa:
—Sookie, algunos nos vamos a reunir en la casa del lago de Jan Fowler mañana por la noche, y nos preguntábamos si te apetecería venir.
Afortunadamente, tengo una expresión bien aleccionada. Me sentí como si la tierra se hubiese abierto bajo mis pies, y me invadió una leve náusea. Lo comprendí de inmediato, pero me costaba creerlo. Proyecté mi mente hacia él mientras mi boca decía:
—¿Has dicho «algunos»? ¿Quiénes, señor Spencer?
—Llámame Mike, Sookie —asentí, sin dejar de mirar en su mente. Oh, caramba. Qué asco—. Pues irán algunos amigos tuyos. Huevos, Portia, Tara. Los Hardaway.
Tara y Huevos... Eso sí que me sorprendió.
—¿Y de qué van esas fiestas? ¿Beber, bailar y esas cosas? —no era una pregunta poco razonable. Por mucha gente que hubiera oído que yo podía leer la mente, casi nadie se lo creía de verdad, independientemente de las pruebas que hubiesen visto de lo contrario. Mike era incapaz de creer que podía recibir las imágenes y los conceptos que flotaban en su mente.
—Bueno, perdemos un poco los papeles. Habíamos pensado que, como has roto con tu novio, te apetecería soltarte el pelo un poco.
—Puede que vaya —dije, poco entusiasmada. De nada serviría parecer ansiosa—. ¿Cuándo?
—Oh, mañana a las diez de la noche.
—Gracias por la invitación —dije, como si acabara de recordar mis modales, antes de marcharme con mi propina. Pensé furiosamente en los extraños momentos que me aguardarían el resto de mi turno.
¿Qué tendría de bueno que yo acudiera? ¿De verdad sería capaz de averiguar algo acerca del misterioso asesinato de Lafayette? Andy Bellefleur no me caía muy bien, y ahora Portia me caía aún peor, pero era injusto que culparan a Andy, que viera arruinada su reputación, por algo que no había hecho. Por otro lado, estaba claro que ninguno de los presentes en la fiesta del lago confiaría en mí lo suficiente como para revelarme ningún secreto oscuro hasta que me convirtiese en una asidua de esas fiestas, y lo cierto es que me faltaba estómago para ello. Ni siquiera estaba segura de poder aguantar una sola reunión de ésas. Lo último que me apetecía hacer era ver a mis amigos y vecinos «soltándose la melena». No me apetecía nada en absoluto.
—¿Qué te pasa, Sookie? —me preguntó Sam, que estaba tan cerca que di un respingo.
Lo miré, esperanzada en poder preguntarle cuál era su opinión. Sam era fuerte, además de listo. Nunca parecía bajar la guardia con la contabilidad, los pedidos, el mantenimiento o la planificación. Sam era un hombre autosuficiente. Me caía bien y confiaba en él.
—Sólo tengo un pequeño dilema —dije—. ¿Qué pasa, Sam?
—Anoche recibí una llamada telefónica muy interesante, Sookie.
—¿De quién?
—Una mujer de Dallas un poco chillona.
—¿En serio? —me encontré sonriendo, no con esa mueca que suelo emplear para cubrir mis nervios—. ¿Una mujer con acento mexicano, quizá?
—Eso creo. Me habló de ti.
—Está llena de energía —dije.
—Tiene muchos amigos.
—¿El tipo de amigos que a uno le gustaría tener?
—Yo ya tengo algunos buenos amigos —dijo Sam, apretándome la mano momentáneamente—. Pero siempre es bueno conocer a gente con la que compartes intereses.
—¿Así que te vas a Dallas?
—Es posible. Mientras, me ha puesto en contacto con otras personas de Ruston que también...
«Cambian de forma con la luna llena», terminé la frase mentalmente.
—¿Cómo te ha localizado? No le di tu nombre a propósito porque no estaba segura de si querrías que lo hiciera.
—Me localizó a través de ti —dijo Sam—. Y descubrió quién era tu jefe a través de... gente de aquí.
—¿Y cómo es que nunca te pusiste en contacto con ellos por ti mismo?
—Hasta que me hablaste de la ménade —dijo Sam—, no había imaginado que tuviera tantas cosas que aprender.
—No habrás estado con ella, ¿eh, Sam?
—He pasado unas cuantas noches en el bosque con ella, sí. Como Sam y con mi otra piel.
—Pero es maligna —farfullé.
La espalda de Sam se puso rígida.
—Es una criatura sobrenatural, como yo —dijo lisamente—. No es ni buena ni mala. Simplemente es.
—Y una mierda —no podía creer que Sam me estuviera diciendo aquello—. Si te está comiendo la cabeza con eso, entonces es que quiere algo de ti —recordé lo bella que era la ménade, al margen de las manchas de sangre, claro. Pero eso poco le importaba a Sam como cambiante, por supuesto—. Oh —dije mientras la comprensión me invadía. No es que pudiera leer la mente de Sam con claridad, al tratarse de una criatura sobrenatural, pero podía captar un cuadro general de su estado emocional, que podría resumirse como... abochornado, cachondo, resentido y cachondo—. Oh —volví a decir, algo rígidamente—. Perdóname, Sam. No quise hablar mal de alguien a quien..., a quien, eh... —me costaba decir «a quien te estás tirando», por muy apropiado que fuese—. A quien aprecias —concluí sin convicción—. Estoy segura de que, una vez la conoces, es de lo más encantadora. Por supuesto, el hecho de que me cortara la espalda a rodajas quizá tenga algo que ver con mis prejuicios hacia ella. Trataré de tener una actitud más abierta —y me marché para tomar un pedido, dejando a Sam boquiabierto detrás de mí.