Read Vivir y morir en Dallas Online

Authors: Charlaine Harris

Vivir y morir en Dallas (31 page)

BOOK: Vivir y morir en Dallas
11.64Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

La ménade se detuvo ante Eric, que estaba más cerca de los peldaños que nosotros. Lo miró de arriba abajo y volvió a esbozar su aterradora sonrisa. Eric no apartó la vista de su pecho, asegurándose de no encontrarse con sus ojos.

—Maravilloso —dijo ella—. Sencillamente maravilloso. Pero no eres mi tipo, precioso montón de carne muerta.

Después se acercó a la gente que estaba en el porche. Respiró profundamente, inhalando los aromas del alcohol y el sexo. Husmeó como si estuviese siguiendo un rastro y luego se meció hasta detenerse frente a Mike Spencer. Su cuerpo de mediana edad no llevaba bien eso de estar a la intemperie, pero Callisto parecía encantada con él.

—Oh —dijo ella, tan alegre como si acabara de recibir un regalo—, ¡eres tan orgulloso! ¿Eres un rey? ¿O acaso un gran soldado?

—No —dijo Mike—. Soy propietario de una funeraria —no sonaba muy seguro—. ¿Qué es usted, señora?

—¿Habías visto antes algo como yo?

—No —dijo, y los demás sacudieron la cabeza.

—¿No recuerdas mi primera visita?

—No, señora.

—Pero ya me habías hecho una ofrenda antes.

—¿Sí? ¿Una ofrenda?

—Oh, sí, cuando mataste al pequeño hombre negro. El guapo. Era una de mis criaturas menores, y un adecuado tributo para mí. Te agradezco que lo dejaras fuera del establecimiento donde bebéis; los bares son mi particular debilidad. ¿Acaso no pudiste encontrarme en el bosque?

—Señora, no hicimos ninguna ofrenda —dijo Tom Hardaway, con su piel oscura en carne de gallina y el pene en sumo reposo.

—Os vi —dijo ella.

Entonces se hizo el silencio. El bosque que rodeaba el lago, siempre tan lleno de pequeños sonidos y movimientos, quedó sumido en la calma absoluta. Con mucho cuidado, me incorporé junto a Bill.

—Adoro la violencia del sexo y el hedor de la bebida —dijo, como envuelta en un ensueño—. Puedo recorrer kilómetros para presenciar el final.

El miedo que rezumaban las mentes de los presentes empezó a llenar la mía y me escabullí. Me tapé la cara con las manos y erigí los escudos más poderosos que pude imaginar, pero aun así apenas podía contener el terror. Se me arqueó la espalda y me mordí la lengua para no emitir el menor sonido. Pude sentir el movimiento mientras Bill se volvía hacia mí. Eric estaba a su lado. Me estaban apretando entre los dos. No tiene nada de erótico que dos vampiros se aprieten contra ti en tales circunstancias. Su urgente deseo de mi silencio alimentaba mi miedo, pues ¿qué era tan terrible como para asustar a un vampiro? El perro se apretó contra nuestras piernas, como si con ello nos brindara protección.

—Le golpeaste mientras mantenías sexo con él —le dijo la ménade a Tom—. Le golpeaste porque eres arrogante y su servilismo te asqueaba y te excitaba —extendió su huesuda mano para acariciarle la cara. Podía ver el blanco de sus ojos—. Y tú —dio unos golpecitos en la cara de Mike con la otra mano—. También le golpeaste, porque eras presa de la locura. Luego os amenazó con contarlo —su mano abandonó a Tom y acarició a su mujer, Cleo. Cleo se había puesto una chaqueta antes de salir, pero no estaba abrochada.

Como nadie se había dirigido a ella, Tara empezó a retroceder. Era la única a la que el pavor no había paralizado. Pude ver una diminuta chispa de esperanza en ella, un deseo de sobrevivir. Tara se agachó bajo una mesa de hierro forjado que había en la terraza, se hizo un ovillo y cerró los ojos con todas sus fuerzas. No paraba de hacer un montón de promesas a Dios sobre su futuro comportamiento si la sacaba de esa situación. Eso me llegó. El hedor a miedo de los demás llegó a su apogeo, y mi cuerpo empezó a temblar mientras sus miedos se abrían paso a través de mis barreras. No me quedaba dentro nada de mí misma; sólo había sitio para el miedo. Eric y Bill crearon un círculo con sus brazos para mantenerme firme e inmóvil entre ellos.

Jan, desnuda, pasó completamente desapercibida para la ménade. Supongo que no había nada en ella que la atrajera; Jan no era orgullosa, era patética, y no había bebido nada esa noche. Para olvidarse de sí misma, había preferido el sexo a otras opciones; opciones que, por cierto, nada tenían que ver con abandonar mente y cuerpo por un momento de maravillosa locura. Tratando, como de costumbre, de ser el centro de atención, Jan extendió la mano con una sonrisa presuntamente coqueta y tomó la mano de la ménade. De repente, empezó a sentir convulsiones, emitiendo unos horribles sonidos por la garganta. La boca se le llenó de espuma y los ojos se le volvieron del revés. Cayó redonda sobre la terraza, y pude escuchar sus talones golpeando la madera del suelo.

El silencio volvió a inundar el aire. Pero algo se estaba preparando en el pequeño grupo de la terraza: algo terrible y bueno, algo puro y horrible. Su temor menguaba y la calma empezaba a regresar a mi cuerpo. La tremenda presión liberó mi mente. Pero, a medida que desaparecía, otra fuerza adquiría vigor, algo indescriptiblemente bello y completamente maligno.

Era pura locura, locura sin sentido. De la ménade surgió una ira frenética, la lujuria del pillaje, la arrogancia del orgullo. Me sobrecogí al tiempo que lo hacía la gente de la terraza, me sacudí y sentí los vapuleos mientras la locura salía despedida de Callisto hacia sus cerebros, y sólo la mano de Eric sobre mi boca me impidió acompañarlo de un grito, como ellos. Le mordí, probé su sangre y oí cómo gruñía de dolor.

Los gritos se dilataron y luego escuché unos sonidos húmedos horribles. El perro, apretado contra nuestras piernas, sollozaba.

Y, de repente, se acabó.

Me sentía como un títere al que de repente le habían cortado las cuerdas. Quedé completamente extenuada. Bill volvió a posarme sobre el capó del coche de Eric. Abrí los ojos. La ménade me estaba mirando desde arriba. Volvía a sonreír embutida en sangre. Era como si alguien hubiera derramado un cubo con pintura roja encima de ella; el pelo estaba tan anegado como cada centímetro de su cuerpo desnudo, y hedía a cobre, lo suficiente como para dar asco a cualquiera.

—Estuviste cerca —me dijo, con una voz tan suave y aguda como el sonido de una flauta. Se movió más pausadamente, como si se hubiese tragado un metal pesado—. Estuviste muy cerca. Puede que más cerca de lo que jamás estarás, o quizá no. Nunca había visto a nadie enloquecer con los delirios ajenos. Una idea entretenida.

—Tal vez entretenida para ti —boqueé. El perro me había mordido la pierna para devolverme al mundo real. Ella lo miró.

—Mi querido Sam —murmuró—. Cariño, tengo que dejarte.

El perro la miró hacia arriba con ojos inteligentes.

—Hemos pasado unas agradables noches corriendo por el bosque —dijo, y le acarició la cabeza—. Cazando conejillos y mapaches.

El perro meneó la cola.

—Haciendo otras cosas.

El perro pareció esbozar una sonrisa y jadeó.

—Pero ahora tengo que marcharme, cariño. El mundo está lleno de bosques y de gente que tiene que aprender una lección. He de recibir mi tributo. No han de olvidarme. Me lo deben —dijo con voz hastiada—. Me deben la locura y la muerte —se fue deslizando hasta el linde del bosque—. Después de todo —dijo por encima de su hombro—, no siempre es temporada de caza.

11

Aunque hubiera querido, no habría podido ir a ver lo que había pasado en la terraza. Bill y Eric parecían bastante afligidos, y cuando dos vampiros se sienten así, lo mejor es no ir a investigar.

—Tendremos que quemar la cabaña —dijo Eric, a unos metros de distancia—. Ojalá Callisto hubiera limpiado su propia mierda.

—Nunca lo hace —dijo Bill—, al menos que yo sepa. Es la locura. ¿Qué le importa a la locura en estado puro que descubran sus consecuencias?

—Oh, yo qué sé —dijo Eric, despreocupado. Sonaba como si estuviese levantando algún peso. Se produjo un ruido sordo—. He conocido a unos cuantos que se han vuelto locos pero no han perdido sus habilidades por ello.

—Es verdad —admitió Bill—. ¿No deberíamos dejar un par de ellos en el porche?

—¿Cómo puedes saberlo?

—Eso también es verdad. Rara es la noche en la que puedo estar tan de acuerdo contigo.

—Me llamó y me pidió ayuda —Eric respondía a la idea implícita, más que a la propia afirmación.

—Vale, pero no te olvides de nuestro acuerdo.

—¿Cómo iba a olvidarlo?

—Sabes que Sookie puede oírnos.

—Me parece bien —dijo Eric, y se rió. Mirando al cielo nocturno, me pregunté, sin demasiada curiosidad, de qué demonios estaban hablando. Parecía que yo fuese Rusia y que discutieran para ver cuál de los dos poderosos dictadores se quedaba conmigo. Sam descansaba junto a mí. Había recuperado la forma humana y estaba completamente desnudo. En ese instante no podría haberme importado menos. El frío no le afectaba, dado que era un cambiante.

—Vaya, aquí hay una con vida —dijo Eric.

—Tara —afirmó Sam.

Tara bajó las escaleras a trompicones hacia nosotros. Me rodeó con sus brazos y empezó a llorar. Con gran abatimiento, la abracé y dejé que se desahogara. Yo seguía con mi disfraz de Daisy Duke y ella con su lencería incendiaria. Éramos como dos grandes lirios en un estanque helado. Me obligué a ponerme recta y sostener a Tara.

—¿Crees que habrá una manta en la cabaña? —le pregunté a Sam. Trotó hacia los peldaños, y el efecto me pareció interesante desde atrás. Al cabo de un momento volvió, también trotando (ay, madre, esa vista era más cautivadora si cabe) y nos cubrió a ambas con una manta—. Parece que voy a vivir —murmuré.

—¿Por qué dices eso? —Sam tenía curiosidad. No parecía sorprendido por los acontecimientos de la noche.

No podía decirle que era porque le había visto brincando por ahí, así que opté por decir:

—¿Cómo están Huevos y Andy?

—Suena a programa de la radio —dijo Tara de repente, y le entró la risa tonta. No me gustaba cómo sonaba.

—Siguen de pie donde los dejó —indicó Sam—. Siguen con la mirada perdida.

—Sigo mirando —canturreó Tara con la misma melodía de
I'm Still Standing,
de Elton John.

Eric se rió.

Él y Bill estaban a punto de encender el fuego. Caminaron hacia nosotros para hacer una comprobación de última hora.

—¿En qué coche has venido? —le preguntó Bill a Tara.

—Ohhh, un vampiro —dijo ella—. Eres el niñito de Sookie, ¿verdad? ¿Qué hacías en el partido la otra noche con una zorra como Portia Bellefleur?

—No, si además es maja —dijo Eric. Miró abajo hacia Tara con una sonrisa benéfica, aunque decepcionada, como un criador de perros ante un cachorro muy mono, pero inferior.

—¿En qué coche viniste? —insistió Bill—. Si aún queda algo de cordura dentro de ti, quiero verlo ahora.

—Vine en el Camaro blanco —dijo, bastante sobria—. Conduciré hasta casa. O quizá sea mejor que no. ¿Sam?

—Claro, yo te llevo a casa. ¿Necesitas que te eche una mano en algo, Bill?

—Creo que Eric y yo podemos. ¿Te encargas del delgaducho?

—¿Huevos? Voy a ver.

Tara me dio un beso en la mejilla y atravesó el césped hacia su coche.

—Dejé las llaves dentro —indicó.

—¿Qué hay de tu bolso? —sin duda, la policía se haría algunas preguntas si se encontraba el bolso de Tara en una cabaña llena de cadáveres.

—Oh... Está allí dentro.

Miré a Bill en silencio mientras él se dirigía a recoger el bolso. Regresó con un gran bolso, lo suficientemente amplio no sólo para llevar el maquillaje y las cosas del día a día, sino también ropa de recambio.

—¿Es el tuyo?

—Sí, gracias —dijo Tara, cogiendo su bolso como si tuviese miedo de que sus dedos se encontrasen con los de Bill. Pensé que, cuando la noche aún era joven, no se había mostrado tan remilgada.

Eric llevaba a Huevos al coche.

—No recordará nada de esto —le dijo a Tara mientras Sam abría la puerta trasera del Camaro para que Eric pudiera dejar a Huevos en el asiento.

—Ojalá pudiera decir yo lo mismo —su rostro parecía hundirse sobre los huesos bajo el peso del recuerdo de lo que había pasado esa noche—. Ojalá nunca hubiese visto esa cosa, fuese lo que fuese. Bueno, para empezar, ojalá no hubiese venido a este sitio. Lo odiaba. Simplemente pensaba que merecía la pena hacerlo por Huevos —echó una ojeada a la forma inerte que ocupaba el asiento trasero de su coche—. Pero no es así. Nadie merece tanto la pena.

—Puedo borrarte los recuerdos a ti también —se ofreció Eric.

—No —dijo ella—. Necesito recordar algo de esto, y merece la pena llevar la carga del resto —Tara parecía veinte años más vieja. En ocasiones podemos crecer en cuestión de minutos. Fue lo que me pasó a mí, cuando tenía siete años y mis padres murieron. Tara pasó por el mismo trance esa noche—. Pero están todos muertos, todos salvo Huevos, Andy y yo. ¿No tenéis miedo de que nos vayamos de la lengua? ¿Vendréis a por nosotros?

Bill y Eric intercambiaron miradas. Eric se acercó un poco a Tara.

—Mira, Tara —empezó a decir con voz muy razonable, y ella cometió el error de mirarle a los ojos. Entonces, cuando las miradas se hubieron encontrado, Eric comenzó a borrarle los recuerdos de aquella noche. Me encontraba demasiado agotada como para protestar, y además era poco probable que eso fuera a servir de algo. Si Tara había sido capaz de plantear la pregunta, es que no debía vivir con la carga del recuerdo. Rogué por que no repitiera los mismos errores, ahora que ignoraría qué precio había tenido que pagar por ellos, pero no se le podía dar opción a que se fuera de la lengua.

Sam, que había tomado prestados los pantalones de Huevos, llevó en coche a éste y a Tara hasta la ciudad mientras Bill buscaba una forma natural de iniciar el incendio que debería consumir la cabaña. Eric parecía ocupado contando huesos en la terraza para asegurarse de que todos los cadáveres estaban completos de cara a la eventual investigación. Atravesó el césped para ver cómo estaba Andy.

—¿Por qué odia Bill tanto a los Bellefleur? —le volví a preguntar.

—Oh, es una vieja historia —dijo Eric—. De antes de que Bill se convirtiera —pareció satisfecho con el estado de Andy y volvió al trabajo.

Oí que se acercaba un coche, y Bill y Eric aparecieron juntos en el claro. Pude escuchar un leve crujido en el extremo de la cabaña.

—No podemos iniciar el incendio desde más de un punto, si queremos que piensen que se debe a causas naturales —informó Bill a Eric—. Odio los adelantos que ha dado la policía científica.

—Si no hubiésemos salido a la luz, no tendrían inconveniente de cargarle el muerto a alguno de ellos —dijo Eric—. Pero las cosas son como son, y nosotros somos las cabezas de turco predilectas... Es exasperante cuando piensas en lo poderosos que somos en comparación.

BOOK: Vivir y morir en Dallas
11.64Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Friday's Harbor by Diane Hammond
Grave Situation by Alex MacLean
The Solomon Effect by C. S. Graham
The Syndicate by Brick
Spells & Sleeping Bags #3 by Sarah Mlynowski
The Crimson Skew by S. E. Grove
River's Edge by Marie Bostwick