Authors: Juan Benet
Había roto a llover. Las primeras gotas más que de agua parecían formadas de una frágil aleación, fundida y transubstanciada al contacto con la arena, cubierta de un enjambre de limaduras. Pronto el agua comenzó a filtrarse a través del alpendre y el Doctor, abriendo una vez más la puerta, se asomó al umbral para recibir el viento y mojarse los pantalones. El polvo remolineó en torno a sus pies.
«Ya habité en esta casa durante la guerra. Muy poco tiempo, una o dos semanas.»
El Doctor no respondió; en unos instantes el cielo se había cubierto en su totalidad y todo el jardín y el campo vecino. Mudó, su coloración, fugazmente abrillantado por una capa de barniz;. un horizonte de— brezos y zarcanes, salpicados de urcas. y majuelos, que bajo el cielo de color de coraza parecía poseído de aquel malicioso sentido del ahorro que le permitía retener y magnificar la última: luz de la tarde para dramatizar. el instante de su desvanecimiento. Solamente preguntó, a modo de respuesta;— al tiempo quo cerraba la puerta tras él y echaba la barra: «¿No cree usted que, se acerca el verano?»:
«¿La luz?»
«Ah sí, la luz. ¿Sabe usted que yo apenas hago uso de ella? Pero por aquí debe haber una llave.» Conmutó un par de ellas, ninguna de las cuales encendió; al tercer intento una pálida y temblorosa bombilla parpadeó en el centro del corredor para apagarse en seguida y de nuevo, con renovada intensidad como si tratara de superar su propio estupor con un exceso de celo, volvió a iluminarse. No recordaba cuándo había tomado el maletín que una mano pálida y peluda dejó en una silla del pasillo; una puerta —quizá la de la consulta— golpeaba también en su marco, como si se tratara de un gesto de protesta a la intromisión de la luz eléctrica en la noble morada de las sombras. Luego se abrió, al compás de su andar, como accionada por un mecanismo automático: un sillón de caña, desfondado y falto de patas, un montón de diarios, papeles y latas y botellas vacías, una vieja carretilla, unos palos de escoba, unas alpargatas destrozadas y un recipiente esmaltado —que contenía algo de arena— parecieron rebullirse y recogerse sobre sí mismos, como un grupo de cansados viajeros violentados por la intrusión del revisor. Las paredes habían sido —unos cuantos años atrás— blanqueadas con cal o pintadas con temple pero las goteras y humedades habían aparecido de nuevo, impregnando todos los rincones con olor a pudrición. La pintura había saltado, algunos cristales estaban rotos y casi todos los muebles habían desaparecido tras haber dejado en la pared la huella de su espalda; todo a lo largo de aquel pasillo en crisis, sobre el suelo de mosaico, corría un reguero de manchas de cal, el rastro de un fantasma herido que hubiera huido por el ventanal del fondo. La misma humedad que había destruido la pintura, podrido la madera y levantado el piso, parecía haber afectado al timbre de voz del Doctor.
«Sí que le corresponde. Le mentiría a usted si le dijera que no ha sido abierta en un buen número de años. Le digo años para que sepa a qué atenerse respecto a esta casa. Sólo en esa unidad se puede medir el número de veces que se ha encendido una luz, que se ha abierto una puerta o que se ha usado una cama. Y esa campanilla de la entrada que desde que terminó la guerra se ha oído menos veces que los ecos de los disparos en las breñas o los lamentos de los suicidas.» Abrió la primera puerta y metió el maletín; la habitación despedía un intenso y malsano aroma dé una planta medicinal que se había secado en su oscuridad; había una gran cama de estilo rematada en sus cuatro esquinas por pináculos invertidos de los que un día debía haber colgado un dosel que el tiempo había devorado; el testero estaba adornado con unas iniciales entrelazadas, en madera de taracea, dibujadas con letras fin de siglo de amplios y grandilocuentes vuelos. Todos los muebles —sin duda los últimos de valor que quedaban en la casa— eran del mismo tono: un armario de porte majestuoso y funeral, una consola con un tablero de mármol, con lavabo y damajuana de china —el mismo juego de iniciales grabadas al fuego— en los que quedaba un poco de tierra seca, un insecto seco y un estropajo que contaba la edad del siglo, la misma de una escobilla de cerdas y un costurero en cuyo interior se acumulaban largas tiras de un paño amarillento, unas muestras de terciopelo y unos antiguos patrones cortados en hojas de periódicos con las notas de sociedad y actualidad de treinta años atrás; unos cuantos fragmentos se referían a un relato de viajes por mar, sin fecha definida, y en cuya coloración, en cuya pulcra, un poco ditirámbica y ornada prosa —más carente de sentido que de interés— parecía retratarse ese estado de limbo que el papel —y toda la habitación, en suma— habían alcanzado con la pérdida de actualidad, como esa casa del héroe que convertida en museo y defendida por un cordón de seda es conservada en el mismo estado en que la dejó cuando tuvo que partir —sin poder terminar una carta— para guerrear en Ultramar. Un retrato suyo colgaba todavía de la pared; una de esas fotografías coloreadas, fieras y ovaladas que la cámara acierta a impresionar sólo cuando presiente que el personaje se coloca ante su objetivo por última vez. Había concentrado en la mirada toda la lumbre y el furor necesarios para abrumar a seis generaciones posteriores. Las mejillas y la boca se hallaban ocultas por un gran bigote hirsuto y violáceo, semejante a un puercoespín colgado de la nariz; había hinchado el pecho y alzado la barbilla hasta el punto de dar a la fotografía una sensación de convexidad que había de transubstanciar hipostáticamente a la persona representada —y que quizá no existió jamás— en el símbolo de otra o de la gloria y del vínculo con el pasado de una familia necesitada de cierta respetabilidad.
«Porque la casa —le había de decir el Doctor mientras observaba la lluvia, a través de la ventana del despacho, con las manos cruzadas a la espalda; por fin había dejado el maletín y se había echado el abrigo sobre los hombros, con el cuello alzado. Había amainado la intensidad de la tormenta; un gorrión posado en el antepecho de la ventana se sacudía las gotas de las alas y, con bruscos movimientos de su cabeza, estudiaba los árboles del otro lado de la carretera para elegir uno donde pasar la noche; en lo alto de aquellos chopos comenzaron a oírse los tímidos gorjeos de sus compañeros que, ocultos entre el follaje, le anunciaban el fin de la lluvia. Pasó el dedo por el canto del marco de la ventana y observó la huella de polvo que había dejado sobre la yema fue una de esas compras tardías que cuestan cinco o diez o mil veces más que el dinero entregado al antiguo propietario si todo lo que cuesta a partir del momento en que se reciben el título y las llaves pudiera medirse en dinero. Si hubiera alguna doctrina aritmética o alguna tabla que dijera: lo que vale tu madre es tanto y tanto por tus hermanos; y tanto por tu mujer y por los hijos que no pudiste tener; y por el futuro que pignoraste a cambio de estas cuatro paredes de cascajo y por las ilusiones que alimentaste cuando eras estudiante y tanto por la profesión en la que un día creíste y en la que nada acertaste a hacer y tanto, en fin, por el saldo de rencor, resentimiento, fastidio y soledad que trajo consigo el título de propietario en una región desafectada. Tal es la trampa en que acostumbran a caer las familias advenedizas, privadas de visión, que han consumido su existencia con el cuchillo sobre el presupuesto y el tenedor clavado en el ahorro. Cuando llega el momento de invertir sus ahorros, se equivocan, se equivocarán siempre, no en balde han rehusado siempre aprender la ciencia del gastar. Yo no sé —ya no lo podré saber nunca— si es verdad que el dinero atrae al dinero; pero lo que sí puedo asegurar es que el ahorro atrae la ruina. Y ante tal axioma se comprende que existe un estado de falso bienestar fundado en el ahorro mucho más pernicioso y nocivo que la propia Ruina la cual, como decía el viejo Temístocles, nos preserva siempre de otra mayor. Todo este estado de cosas —y yo no sé si el dinero en sí es el demonio; lo único por lo que el hombre de este siglo está dispuesto a embrutecerse y perderse— procede de un momento de ambición —y trágico entusiasmo— de mi madre. Mi familia no procedía de estas tierras. Debimos llegar aquí antes del año 10 cuando mi padre, funcionario de la Administración de Correos y Telégrafos, fue trasladado a la central de Región a petición, propia. A pesar de ser un funcionario y de esa clase— debía ser un hombre soñador y dulce, poco amigo de encararse con la realidad y con una aversión manifiesta hacia los malos modos. Pero todo su delicado pesimismo se fue trocando poco a poco, bajo los golpes diarios que sólo una mujer corajuda y una familia saben propinar con un tesón de fragua, en una tendencia a la fatalidad, el despego, el escepticismo y la brujería. Hacia el fin de su vida ya no quería a nadie; yo —que al decir de mi madre había heredado su misma falta de carácter (lo que quiere decir que había nacido para ser una persona educada y modesta, afable y sincera)— le serví muchas veces de paño de lágrimas, en sus últimos años. Porque incluso la rueda comenzaba a engañarle, a gastarle bromas de mal gusto. Qué pronto me dejó y cuánto lo lamenté porque un padre así es la mejor ayuda para soportar las obligaciones de la primogenitura, en una familia mediocre espoleada por el afán de respetabilidad. Un día le hablaré a usted de sus conocimientos de la rueda; yo creo que era lo único que amaba en este mundo. Y creo también que —en secreto— harto ya de una mujer que se bastaba con sí misma para todo —incluso para su fecundación— se había casado en segundas nupcias con aquella compañera silenciosa, discreta y resignada con la que todas las noches mantenía unas conversaciones muy largas, muy tristes y quedas, en el pequeño cuarto anejo al despacho público. Era el único lugar donde mi madre no entraba porque todo lo demás —desde las conciencias de sus hijos hasta la caja del tesoro público de la que mi padre tenía que responder— eran incuestionable propiedad suya. Tengo entendido que en manos de mi padre, la rueda la debió de dar tal disgusto que se le quitaron para siempre las ganas de volver a verla. La consultó, poseída de su orgullo, convencida de que sus propias ficciones se habían convertido en verdades inconcusas; pero al parecer ni su apellido encerraba tanta honra como ella pretendía, ni su madre había sabido guardar las debidas ausencias a un marido que trabajaba en las minas. Sólo la rueda, con sus sibilinos silbidos y su inalterable presencia de ánimo, se atrevió a ponerlo de manifiesto y por escrito. No sé qué razón influyó tan decisivamente en el ánimo de mi padre para venir aquí; un cierto comienzo de prosperidad, una afluencia desusada de buenas familias —las que inventaron el veraneo—, un clima de altura y, como siempre, la calidad de la leche. Pero con la ayuda de la rueda mi padre debió prever lo que se avecinaba y por eso rehusó siempre —a pesar del interés de su mujer— convertirse en propietario. En sus últimos años ya no le importaba ni la caja del tesoro; apenas se recibían despachos de otros puntos de la península; procedían más bien de los aquelarres, de los cementerios y las grutas perdidas en el corazón de la montaña, donde aquel mecanismo diabólico captaba sus extraños y silbantes mensajes que mi padre escuchaba extasiado, durante horas y más horas, encerrado en el cuartucho con una botella de castillaza claro. Apenas cenaba; por aquel tiempo todos los hermanos nos sentábamos a la mesa pero no éramos muchos. Eran unas comidas tristes y escasas, presididas por una madre hermética, gruesa y dominante como un ídolo oriental, que nos servía por turno un poco de sopa de avena mientras ella, haciendo uso de mil pretextos, se engullía un hermoso plato de zanahorias, patatas y carne picada. Mi padre entraba luego, casi a los postres (es decir, al postre de mi madre), con un aire ausente y fatigado y una cara demacrada por el tabaco. Yo creo que cada día esperaba un cambio y que al encontrar el mismo estado de cosas que dejó en la comida anterior le entraba una terrible desgana y sólo para cubrir las apariencias mordisqueaba de pie un pedazo de pan, contemplando la escena con pesadumbre, sintiéndose incapaz de mejorar la nutrición de sus hijos. Porque las pocas veces que, invadido de la antigua alegría de vivir, trató de echar al cuerpo una cucharada de aquella sopa de cereales —quizá al tiempo que acariciaba los rizos de su hija— se vio obligado a abandonar apresuradamente el comedor para evitarnos a todos un espectáculo lamentable. Y cuando desaparecía, mi madre —con la boca llena— nunca dejaba de susurrar un insulto, con el gesto del más hondo desprecio que yo he visto en una cara. Ya por aquel tiempo su única pasión era la rueda, su único alimento el tabaco, un tabaco horrendo —muy del gusto de los funcionarios públicos— que compraba en paquetes de a libra y que llenaba la casa con un aroma denso a hojarasca quemada las noches que mi padre consultaba la rueda; él mismo la engrasaba, la impregnaba de pasta adherente y` ejecutaba las pequeñas reparaciones porque no toleraba que nadie, ni siquiera el mecánico electricista de la administración, pusiera las manos sobre ella. Después de la presunta cena bajaba al cuartucho a estar con ella a solas, hasta las primeras luces del día. Sabía mirar a través de sus radios para calcular su velocidad y predecir la letra en el mismo instante en que la rueda iniciaba su deceleración. A mí me quiso transmitir esa ciencia cuando apenas había alcanzado la edad de la razón. Yo no sé muy bien qué es lo que hacia; supongo que se limitaba a escuchar y transcribir los mensajes que un eco demente en un país demente, unos muertos, unos supervivientes desesperados, un éter zumbón y un par de aceleración desquiciado trataban de hacer llegar a los incrédulos testigos de una edad catastrófica. Y quizá también las letras terribles de aquellas canciones de pastores, canciones que siempre hacen referencia al polvo y la destrucción. Porque muy raras veces consultaba el porvenir, eso apenas le interesaba; entonces soltaba el acoplamiento, la hacía girar a pedal y preguntaba: "Veamos si la rueda dice dónde acabarán mis días" y la rueda, tras cuatro bruscos acelerones, punteaba en el papel una palabra que no dejaba lugar a dudas: "Jaén". Mi padre murió durante la Dictadura; apenas había subido en cuatro días ni para dormir ni para comer y mi madre me encomendó ir a buscarle, no porque estuviera la cena servida sino porque "era su deber dar un ejemplo decente a sus hijos". Le encontré recostado en su silla, con una mano lánguidamente apoyada sobre su amiga de conjeturas y confidencias, una barba de una semana, una expresión serena, indolente, abatida y en cierto modo risueña: No me dijo nada, tan sólo me alargó el papel perforado con uno de los últimos despachos que se había de recibir en aquella casa y en el que le comunicaban que por necesidades del servicio había sido comisionado para trasladarse provisionalmente —creo que a Linares— a colaborar en el montaje de una nueva estación. Los dos habíamos guardado el secreto del antiguo vaticinio así que —el uno ante el otro— hicimos el paripé de haberlo olvidado. Apenas se despidió, una tarde polvorienta de finales de verano, el semblante risueño y un pequeño atado de ropa bajo el brazo. Durante quince días esperé anhelante sus noticias, celando y vigilando el pequeño edículo y espiando día y noche los menores movimientos de aquel mecanismo parricida: Luego vino la época de las dudas —a todo esta mi madre apenas se apercibió de su ausencia—, empecé a sospechar el fraude —primero de la rueda que tantas veces había demostrado su antojadiza afición a propalar noticias luctuosas y bromas de gusto macabro y luego... de mi propio padre, tan necesitado dé un cambio de aires y tan poco corajudo para tomar una decisión de aquella índole sin una inconcusa coartada— hasta que una noche el zumbido inconfundible de la rueda me despertó de un torpe sueño para comunicarme que mi padre había muerto en una fonda de Linares, al poco tiempo de su llegada, de un ataque al corazón. Pero al cabo de los meses la misma semilla de la sospecha, oculta por la aflicción y el luto, volvió a germinar en un ardiente mes de abril, y a crecer y a desarrollarse sin que ya sea capaz de extirpar su progenie ni abreviar sus ramificaciones. A partir de entonces ya no sabré nunca de fijo el verdadero desenlace: en ocasiones, cuando trataba de reconstruir el zumbido burlón de la rueda y la mueca de sarcasmo en los reflejos de sus radios, creía adivinar todos los detalles de la añagaza de mi padre (al que otras veces veía jugando a los naipes entre amigotes y ausentándose por un instante, con una mirada nostálgica, para pensar en mí) que se me aparecía por las noches, envuelto en el humo de su tabaco y rodeado de sonidos ininteligibles, víctima de una civilización dominada por una mecánica y unas mujeres que, nacidas en la esclavitud, habían subvertido el orden de sus señores para imponer unas leyes incomprensibles. Recuerdo que una tarde en que mi padre estaba en guisa de bromear consultó a la rueda sobre mi destino y le respondió: que mis días acabarían en Región, de manera bastante violenta, en la década de los sesenta y en brazos de una mujer; y ésa es una razón —y no la menos importante— que me ha inducido a retirarme aquí a esperar la consumación de mi destino al cual ni me opongo ni me evado. Siempre me extrañó esa muerte, con la cabeza en el regazo de una mujer, más aún porque desde que acabó la guerra no se ha visto por aquí ninguna persona con faldas. Vino una vez una expedición de montañeros belgas, con intención de subir al Monje; los muy desgraciados... murieron todos, enloquecidos por la envidia y la sed. Vestían de caqui. Eran tres o cuatro y —además de mucha impedimenta— traían una mujer con la que hacían el amor por turno. Vamos, si es que se puede llamar amor a cualquier cosa que hiciese aquella mujer. Al principio me alarmé, pensando que podía corresponder a la del vaticinio, pero luego comprendí que, por vestir con pantalones, si bien seguía siendo mujer no se podía decir —cabalmente— que tenía regazo. Así que es usted la primera persona que concita todas las circunstancias predichas. Y en cuanto a la violencia le diré que, aun cuando en apariencia no exista, en esta tierra siempre la hay; es un estado latente y muy comprensible— pero que puede ponerse en erupción en cualquier momento. Ya verá qué pronto lo comprende:» Había agarrado por el cuello aquella botella sucia, mediada de un licor de color amarillento, que llevó a sus labios mientras volvía hacia ella una mirada provocativa y mordaz, para darla a entender que acaso había que entender sus palabras por encima de su mero significado.