Volverás a Región (13 page)

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Authors: Juan Benet

BOOK: Volverás a Región
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«Bromea usted?»

«Oh no, no bromeó. De ninguna manera. Usted lo debe saber; lo sabrá en seguida, ¿no es la razón por la que está aquí? ¿Por qué no se sienta? Le dije antes que hay un cúmulo de cosas sobre las que es inútil volver. No somos capaces de pensar en la muerte, ni siquiera en un ámbito limitado. En nuestro ánimo existe una fe en la pervivencia, una confianza ilimitada en que lo que una vez pasó puede ocurrir de nuevo. Y luego no es así, la realidad no lo— confirma. Sin duda existe en nuestro cuerpo una cierta válvula defensiva gracias a la cual la razón se niega a aceptar lo irremediable, lo caducable; porque debe ser muy difícil existir si se pierde la convicción de que mientras dure la vida sus posibilidades son inagotables y casi infinitas. Solamente por debajo de nuestras convicciones fluye una memoria bastarda que no deja nunca de saberlo (despertó con la edad de las justificaciones, al término de la edad de lo obvio, ya hablaremos de eso) porque atesora un caudal de desencantos que, en cuanto se produce un fallo en el sistema de nuestras hipócritas y defensivas ilusiones, pasa a ocupar el terreno acotado por la vanidad para robarnos materialmente un anticuado motivo de vivir. Pero ¿por qué no se sienta?» De pie, con la nuca apoyada en el marco de la puerta, había escuchado en silencio hasta que bajó la vista hacia el suelo: «Y bien... usted es el médico. Quizá tenga razón; tal vez toda mi curación (por llamarlo de esa manera) estriba en hacerme otra vez sensible a los halagos. No lo sé».

«Yo tampoco, lo confieso; además, ya no se puede decir que sea médico. Pero hay todavía enfermedades que sólo los viejos enfermos que las han padecido pueden remediar. Por eso se lo digo.»

«Empieza a llover de nuevo. Creo que he estado muy oportuna en la elección de la fecha. Pronto se echará el frío encima. ¡Qué viaje tan largo! ¡Qué largo, doctor, qué largo! Una tarde de lluvia, un país desierto y talado, unas carreteras horribles; una fonda en una encrucijada del purgatorio y un ventero que parece esperar la llegada de un tropel de ánimas empapadas por el chaparrón y ¿sabe? los mismos lugares, las mismas paredes de la guerra irreconocibles e irrecordables. ¿Será tan largo porque me ha devuelto al otro mundo?»

«Quién sabe. No diré que no.» «Pero ¿sabe lo que le digo, doctor?»

«Creo que sí y no le falta razón. Otro mundo, es muy cierto, y por supuesto mucho más fúnebre y silencioso que el que dejó.»

«Eso es lo de menos. Dígame, ¿por qué le gusta recrearse en sus propias lágrimas?»

«Yo no me recreo en nada. No he conocido las lágrimas. Jamás he lamentado nada ni he añorado el pasado. Eso queda para los que viven en sociedad, para los que saben conformarse con la melancolía. Los que vivimos en esta tierra necesitamos un plato más fuerte, una diversión más brutal.»

«¿Más brutal?»

«Me refiero al fatalismo, un plato de más sustancia. Porque mi familia no era buena; es decir, gente de humilde extracción pero, al menos, sin principios. Mi padre sólo recibió parte de la educación media y unas lecciones de geografía peninsular. La familia de mi madre también era humilde pero tenía más ínfulas; era la rama más humilde de un tronco provinciano en cuya copa habían florecido unos pocos y pacíficos militares de cuartel —de esos que tienen más afición a la zarzuela que a las ordenanzas— y unos cuantos abogados belicosos, de esos que llaman de secano, empapeladores locales que no parecen sino conservar y alimentar el rencor contra la Providencia, por no haber, sido consultados por ella en los días del Génesis. Mi madre siempre habló con énfasis de ellos, como ejemplos inmarcesibles, origen y modelo de toda conducta, y como arca del testimonio aportó a la alcoba conyugal la fotografía de un sujeto que sin duda coartó y frustró, desde la noche de bodas, cualquier intento de mi padre de ascender en el escalafón. La tiene usted todavía en la cabecera de la cama para que no olvide qué vanas son las glorias de este mundo. Y no perdona a nadie, se lo aseguro. Estaba yo a la mitad de la licenciatura cuando murió mi padre, quién sabe si víctima de su curiosidad o de su afán de liberación. Lo que sí le aseguro es que aquella misma mañana que llegó el despacho —lo trajo la rueda cómplice; con una precisión que hacía pensar que llevaba mucho tiempo preparando la noticia— juré en silenció aborrecer y temer aquella curiosidad, mantener— libres mis manos en la medida de mis fuerzas, resistir el cerco de la sociedad y de las mujeres, evitar aquel juego de deberes y derechos, de favores y agravios, de envites e infortunios en el que había caído la voluntad de un pueblo que rehusaba presentar su demanda a un destino que se había adueñado de sus campos. Ni mi hermano ni mi hermana hablan llegado entonces a la edad de la razón, algo que si en algún momento estuvieron a punto de alcanzar mi madre se cuidó de arrebatarles. Así que a partir de un cierto día —y todavía fresco el cuerpo de mi padre, en un camposanto andaluz o en una taberna incógnita en los alrededores de una estación— me vi convertido en el mascarón de proa de una familia que, confiada en mi capacidad, lo había puesto todo en mí de tal forma que para pagarme una carrera en Salamanca tenía que hacer tal número de sacrificios que la enumeración de ellos le llevaba a mi madre un buen número de horas cada día. Deforma que, al levantarme cada día, al ponerme en viaje hacia Salamanca, al volver a la pensión todas las tardes, mi primera obligación no era el estudio —que al fin y al cabo no era más que una forma de pago como otra cualquiera que yo hubiera podido arbitrar y mi madre habría aceptado— sino el reconocimiento de la deuda. Qué trágica tradición la de esa clase de familias que sólo aspiran a un presunto bienestar, que no estimulan otro deseo que el de la avaricia y que no infunden otro reconocimiento que el de la deuda; que no vacilan en coartar la libertad de los hijos, infundiéndoles desde niños el sentido de una responsabilidad estéril. Qué negros contrasentidos, qué falta de generosidad la de tantas gentes que pasan por este mundo no para gozar sus bienes sino para correr en pos de un engaño atroz y para llegar al término de su aliento sin haber conocido un momento de reposo y deleite..., vicisitudes de la miseria, ay, arcanos de la voluntad. ¿Me decía usted algo? Creía...»

«Tonterías. Lleva usted muy poco tiempo aquí para haberse vuelto tan supersticiosa. Tonterías, acomodaciones de la imaginación. No le diré cómo fueron mis años de estudiante; muy sórdidos, muy escasos de todo. Sólo en un momento dado tuve que sacar fuerzas de flaqueza para negarme a simultanear mis estudios con unas oposiciones al Cuerpo de mi padre. Era también una idea de mi madre que, no contenta con residir en una vivienda a la que no tenía ya derecho (pero cuya devolución no le fue nunca exigida no sé si porque el despacho entró en desuso o porque la Administración la temía), cada vez que entraba en aquella desierta oficina y veía la rueda inmóvil y las interminables espirales de papel perforado que habían invadido el suelo y la mesa (una especie de solitaria segregación postmortuoria del espíritu de mi padre) y que debía considerar como un despilfarro intolerable— , clamaba contra mi ingratitud, se hacía cruces de mi falta de voluntad y repetía —hasta que se iba a la cama— la larga serie de sacrificios que había asumido para dar una carrera a un desmemoriado. Pero yo temía a la rueda; incluso a los veinte años pasaba corriendo por delante de su puerta y me despertaba entre sobresaltos, con su silbido zumbón en mis oídos; en los pocos momentos en que tenía que encontrarme con ella a solas y la veía semioculta en su rincón, asomando entre un cúmulo de inquietantes papeles los tres cuartos de su circunferencia —soberbia y enigmática, y que se sonreía como la esfinge silenciosa que ha sido arrinconada por predecir certeramente los desastres de su feligresía, poseída y consciente de su oculto poder—, entonces toda mi juventud se ponía a temblar y a temer, a padecer insomnios y diarreas. Y si bien nunca traté de zafarme del pago, decidí que al menos lo haría en los plazos y en la forma que más me conviniesen. Si usted procede de una familia que ha vivido apretadamente ha de saber hasta qué punto toda esa secuela de detalles que en principio parecen tan de segundo orden, forman toda la maraña de vínculos y resentimientos, derechos y deberes en los hogares donde todo es escaso. Creo que obtuve la licenciatura sin ninguna brillantez, pero a una edad relativamente temprana; conseguí al poco tiempo una litera de interno en el Hospital de Santa Mónica, para enfermos incurables, que unos meses más tarde me vi obligado a trocar por el petate por embarcarme hacia África, en la campaña del 20. Estuve en Iberguren con el Cuerpo de Sanidad, y de allí escapé no sé cómo, cruzando las montañas en un estado de delirante angustia que no me permitía distinguir los llanos y las gargantas del Rif de las profundidades del estrecho, que no sé si crucé a nado, a pie o por los aires. Cuando volví a mi tierra, con las manos vacías, un par de bolas, una enfermedad en el uréter y media docena de pagas en el bolsillo, mi madre me presentó al cobro el pagaré que había firmado cuando tenía quince años, en concepto de deberes filiales, era una habitación en el piso alto de la clínica del doctor Sardú, con cien pesetas de paga al mes, cobijado y alimentado. Mi familia no vivía lejos de allí y mi madre —fue empezaba ya á sufrir una artritis crónica que la producía indecibles molestias— decidió sin duda aquella colocación porque la proximidad a la clínica le permitía ejercer un control implacable de mis actividades y porque su instinto le decía que por aquel punto —defendido por enfermos, desquiciados, parturientas— debía empezar el ataque a la fortaleza de la respetabilidad. La clínica estaba en las afueras del pueblo y tenía un jardín abierto a las terrazas del Toree; la mayor parte del año estaba abierta como casa de salud o reposo —que se decía antiguamente— en la que se trataban las depresiones nerviosas, los casos de fatiga y soledad de los miembros de aquellas buenas familias que —bajo los golpes del casino y las avenidas del río— se iban poco a poco sumergiendo en la decadencia. Sardú era muy apreciado entonces por su competencia, liberalidad y discreción y su establecimiento se fue convirtiendo en lugar obligado para la gente —de Región y de fuera— necesitada de un largo y anónimo retiro. Quiero decir que allí se trataban también, con esmero y disimulo, algunos partos enojosos y que el propio doctor se había hecho un nombre gracias a la suavidad de sus maneras y a su técnica del raspado. A mediados de la década de los veinte —siguiendo el éxodo general—, Sardú desapareció en el monte, la mañana de un domingo cuando ya estaba abierta la veda; un albacea suyo, una quincena más tarde, vino a comunicarme la decisión del difunto de encomendarme la dirección del establecimiento (que por aquel tiempo ya no era sino una sombra de lo que fue), incluida la gerencia y el arbitrio trimestral de las cuentas ante un consejo de familia, con un sueldo que de haberse abonado algún mes habría sido muy sabroso para aquellos tiempos. Pero los tiempos habían cambiado, hasta de embarazos ilícitos conoció el país una gran escasez. Mi madre —que no era sensible al cambio de los tiempos— ofuscada por aquella oportunidad pensó que había llegado el momento tan deseado de alcanzar la respetabilidad con la ocupación de una plaza que había sido abandonada. Nada más fácil, en aquellos días, que adquirir una casa a muy bajo precio, comprar una docena de camas y venir a llenar el vacío que había dejado la clínica de Sardú.

»La casa, ya lo ve usted: una construcción chapucera que a duras penas aguanta la vida media de una persona, con un olor peculiar, unas paredes que se desmoronan, un instinto, una querencia por la destrucción y la ruina. Quizá es lo que siempre fue —menos secreto que lo que se piensa—, un impulso y un esfuerzo que sólo tiende a la consumación de su propia usura porque aquel propósito pecaminoso que la levantó sólo se asocia —tácita y paradoxalmente— con un anhelo de inocencia que se traduce siempre en una muerte prematura; no sólo el mentís sino la burla más descarada a las aspiraciones de una familia pajaroide (¿existió en algún momento? ¿Fue algo más que el fugaz y aborrecible señuelo de un apetito virtuoso e ingenuo, destruido y descarriado por una cama de matrimonio?) que sólo es capaz de conquistar los títulos gentilicios —al igual que las letras protestadas— cuando aquellos se han transformado en los sinónimos de la insolvencia, la falsedad, la ruina y la abyección. Entonces una casa era mucho más que el simple cobijo, el abrigo de la familia, el caparazón calcáreo indivisible del órgano pluricelular; es decir, casa y familia no podían existir la una sin la otra y fuera de esa simbiosis sólo se podía dar la corrupción. De hecho todos los desórdenes del siglo nacieron —se puede decir— en el seno de unas familias que carecían de una casa o tomaron carta de naturaleza bajo los techos públicos que no cobijaban verdaderas familias. Creo que se hará usted cargo, puestas así las cosas, de lo que hacia 1920 significaba para el orgullo de mi madre, oír a su alrededor "¿Los Sebastián? ¿No se trata de la gente que vive en la oficina de Telégrafos?". Porque en mi juventud la familia privaba; no existía nada —ni siquiera la voluntad criminal, el acto doloso— que no obedeciera a la determinación familiar. Un hombre no podía hacer nada —ni pensar, ni ejercer su profesión, ni (menos aún) abandonar a la familia— si no era empujado por una conciencia y una voluntad familiares. Yo veo a mi padre, en consecuencia, mientras nosotros iniciábamos nuestra penosa escalada hacia la edad púber, arrimado a su rueda —lloroso y arrinconado— como uno de esos viejos y harapientos tañedores de vihuela que se ve obligado a ganarse la vida por las esquinas con aquello que en su juventud sólo fue un
hobby
. Más tarde, en efecto, tiene una pequeña reconciliación, una insignificante recompensa que a sus ojos es mucho —no se traduce siquiera en unas monedas más sino en una cierta sonrisa esotérica—, que es fruto del valor de su renuncia y medida de su propio fracaso y —todo lo más— sirve para probar la honradez de unos sentimientos acerca de los cuales muy poca gente cree y a nadie importan. Todo hogar es una lucha por la estabilidad y en una cualquiera de sus vicisitudes asomará siempre el germen de su futura descomposición. Y no sólo mueren antes que las personas (los hogares) sino que, en comparación con ellas, consumen su vida luchando por vivir, afectados de una terrible, crónica, incurable y letal enfermedad. Yo diría que tras esas paredes y esos techos y esos revocos se ocultan unas intenciones ruinosas que no prescriben y de la misma forma que un día frustraron los sueños del indiano que la construyó para cobijar sus ilícitos amores, de la misma forma que más tarde se reservaron su potestad para transformar el refugio en trampa a un grupo de vencidos o para crear una ficción de hogar a una mujer —no engañada como a usted le habrán hecho creer sino dispuesta voluntariamente al sacrificio— que siempre careció de él, nos legaron a nosotros —aquella familia reducida a la gelatina cristiana invalidez del caracol, cuyo caparazón se ha hecho añicos— el fraude de sus techos. No le extrañe a usted la manifiesta reserva con que me he acostumbrado a acoger todas las expresiones del culto familiar; ni deberá extrañarle, por ende, la falta de entusiasmo con que, llegado el momento, participaré en mi propia aventura. Quiero decir: el poco entusiasmo con que asistiré a una función cuyo desenlace ya conocía de antemano. Lo poco que quedaba de aquel entusiasmo —el espíritu desertor. que abandonó un semicadáver tendido en una colina rojiza del Rif, el que acompañó a mi padre en su viaje por tierras de Jaén, refrescado por el vino de las ventas, ausente del recuerdo de su mujer— se quedó en aquella encrucijada del camino de Mantua, se lo aseguro; hasta aquel momento fui sincero, ingenuo y sincero, sencillamente porque no necesitaba explicarme (y menos justificarme) lo que yo quería; lo quería así y bastaba. La última fracción se consume en un cálculo de posibilidades mal desarrollado, un viaje en taxi, un parto en el corazón de la sierra y un último desengaño —el menos penoso— con el cacareo del gallo al fondo; pero antes de darle la razón a mi madre consideré mi deber tratar de contradecir y silenciar una forma de pensar que, al aprovechar un error mío, se hacía pasar por correcta para subsumir mi libertad. Porque una madre lo primero que dice es: "Eso es una locura", sin saber que —desgraciadamente— la mitad de las veces tiene razón. Pude abandonarla sin más y alejarme paca siempre de aquella mentalidad filistea que sólo puede pensar con su orgullo, acerca de sus investiduras; pero preferí asumir mi papel justamente en la dirección opuesta a la prevista por mi madre; no para empuñar el timón familiar, sino para abordar ese mismo navío fantasmal y devolverlo a su auténtica, condición, la épave. El timón ¿cómo creyó aquella visita funesta que se llamaba? María..., aguarde..., Gubemaël, eso es, Gubernaël. Sin duda esa noche estaba desorientada en todo, no sólo en los nombres sino en las habitaciones. Todavía no habíamos comprado la casa pero era en las postrimerías de la clínica de Sardú. Lo comprendí mucho más tarde y entonces la induje a salir de allí porque la visita, aparte de sus confusiones, no dejaba lugar a dudas respecto al hecho de que la tenía apuntada en su lista. Cuando la volví a ver al cabo de dos años, tapada por el velo, no pude menos de asociarla con aquella visita que me abordó bajo los olmos de la carretera, que para hablar se tapaba la boca con un pañuelo perfumado con una colonia barata pero que aun así no era bastante para borrar la fetidez de un aliento muy cálido. Cuando me subí al coche aquella mañana, mientras los gallos cantaban, sólo me quedaba entusiasmo para afirmar que ya no me quedaba nada de eso, con toda mi capacidad de vehemencia y reiteración, durante el viaje a la montaña. No fue un viaje largo pero sí significativo y concluyente: un escuadrón de caballería y un pobre médico de pueblo buscaban, cada cual por su lado, la víctima que les redimiera de sus faltas, el prestamista que abonase sus deudas o el vehículo de su venganza..., llámelo como quiera. Salimos con la nuestra ¿qué duda cabe?, pero... ¿cuál fue nuestro fruto?»

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