Authors: Juan Benet
«Estas noches se hacen largas, muy largas. Estas noches —por demás— en las que la luna, con su moderada claridad, invita al paciente a suspender temporalmente el rencor que ha atesorado para contemplar el negativo engañoso: esos álamos y abedules susurrantes y esas eras plateadas, las caras y las palabras del pasado que vuelven desprovistas de encono por un artificio de la luz; o incluso ese violento y despreciable apetito de perdón, de sosiego y beatitud que se apodera gratuitamente del ánimo —demasiado cómodo, olvidadizo y pagado de sí mismo— cuando la tierra (al igual que el peluquín platinado y magnificado por una combinación de las sombras con la fiebre se transforma en una pecaminosa y reiterativa pesadilla en la habitación del insomne) extiende sus rizos hasta el antepecho de la ventana o el embozo de la cama para pedir con un gesto zalamero y perverso un último gesto de esperanza que al día siguiente repugna como un atentado a la dignidad. Es difícil defenderla porque es fácil sucumbir; oh, esa razón acorralada no encuentra a la postre otro refugio que el garito que siempre miró con desprecio y horror; se trata del honor, otro contrasentido. Porque en él se refugia toda la capacidad de resistencia, de protesta e, incluso, de sentido común, ese hijo de la razón que rehúsa salir en defensa de su. mayor cuando lo ve vencido. Porque es allí, en el campo del honor (nunca mejor dicho) donde la razón y la pasión luchan hasta la muerte su combate final, como ese par de nobles, corajudos y apuestos caballeros que salieron a la arena con las armas bruñidas y el propio orgullo agitando la cimera pero que terminaron el combate a puñetazos y mordiscos, tirados en el suelo, envueltos en el polvo. ¿Qué tiene de particular, a fin de cuentas, que a partir de ese momento se vuelva tan cruel y sanguinario?>
Dormida, su cara era más serena pero también más madura. Se había deslizado su abrigo y entreabierto el escote del vestido dejando al descubierto el arranque del cuello, de color de cera, ligeramente moteado, escorzado sobre el respaldo con curvácea negligencia. El Doctor desenchufó y la habitación, al poco rato, quedó iluminada por el resplandor opalescente de la luna en las sierras calizas, como si obedeciera a esas mutaciones de luces, tonos y sombras que en la luminotecnia teatral se estiman necesarias y suficientes para dar paso a la evocación.
«¿Qué más?»
Al pronto sintió sus ojos abiertos y luego los vio, brillantes y negros en la penumbra azulina y pugnando por liberarse de una sumisión contradictoria, como esas dos joyas incrustadas en una figura inexpresiva y tosca, que tratan inútilmente de salir de ella para hablar de su superior condición.
«¿Qué más?»
Por primera vez comprendió que en tal situación, sin que pudiera hacer nada contra ella y sin que pudiera venir en su ayuda cualquiera de sus muchas reservas, podía aflorar en su interior un sentimiento de compasión que —si persistía en su actitud recogida, las largas piernas dobladas y los brazos cruzados por la cintura, la cabeza reclinada sobre el respaldo— podría evolucionar hacia cualquier otro que, sepultado durante muchos años, tal vez permanecía incorrupto. No quería saberlo e incluso le atemorizaba el solo hecho de interrogarse a ese respecto.
«¿Por qué no sigue?»
Guardaba el licor en su dormitorio, en un pequeño armario adosado a la pared junto a la cabecera de la cama que, corno todos los días, estaba desordenada y revuelta y aún guardaba el tufo de su sueño; tomó la almohada, la sacudió, ahuecó y la colocó en su sitio, extendió una manta por todo el lecho y, con una botella de castillaza entre las piernas, permaneció —un rato absorto, mientras contemplaba el desorden habitual de su alcoba, tratando de saber lo que había olvidado. La ropa, los paquetes de algodón, los zapatos, el fonendoscopio asomaban por los cajones entreabiertos del viejo buró de sus años de clínico, atestado de libros desencuadernados, más propios de un estudiante que de un profesional, de envoltorios y periódicos atrasados, antiguas facturas amarillas, recetas y muestras de específicos que habían impregnado la habitación con un intenso y agrio aroma medicinal. Durante un rato removió los cajones y la estantería sin ánimo de encontrar nada, pero de repente tiró de uno de ellos, vació su contenido en el suelo y, tras apartar unas chucherías (no parecía que le hubiera guiado la vista tanto como ese instinto de identificación que reconoce el objeto de su búsqueda antes de que los sentidos lo perciban) extrajo una fotografía de carnet, abarquillada y amarillenta, con los bordes ahumados, que evidenciaba una larga temporada en la oscuridad. Buscó un sacacorchos —había una vieja navaja oxidada debajo de la mesilla de noche— y, sin apartar la vista de la fotografía, sacó de un tirón el tapón produciéndose una pequeña herida en el dedo a la que, sin mucho miramiento, aplicó un chorro de licor. Bebió un largo trago, tosió, se secó los labios y permaneció sentado en el borde de la cama hasta que sintió que su huésped, apoyada en el marco de la puerta, le observaba desde el umbral.
«¿Qué es ello, doctor?»
«Estas noches son traidoras», dijo, al tiempo que guardaba la fotografía en el bolsillo. «Vamos», había limpiado un vaso que dejó al alcance de su asiento, encima de la mesa, mediado de aguardiente.
«Lo que sí le puedo asegurar es que nunca me permití la menor licencia y que a mí misma me impuse la disciplina del silencio desde que acabó la guerra. Si algo había comprendido era que a partir de entonces existían dos mujeres diferentes que no debían confundirse si es que yo quería conservar la integridad de la reclusa; que cualquiera de las dos debía defenderse de la contaminación de la otra y que una tercera mucho más lógica, ponderada y respetable— celaría y garantizaría la convivencia, la independencia y la personalidad de ambas. Esa tercera —el árbitro— es tal vez la que ha venido aquí y ha llamado a su puerta no en busca de sus hijas desaparecidas sino de la penitencia con que una madre acosada por las penas y los remordimientos trata de poner remedio a las pérdidas irreparables. Pues si algo aprendí en aquellos días fue que los problemas de mi amor eran excesivamente míos y que jamás podrían ser compartidos por aquella persona a quien yo quería; y que, sin duda, habría considerado como una ofensa o una demostración de egoísmo la más leve pretensión por mi parte de hacerle partícipe de ellos. De forma que tantas veces como pretendí ponerme en viaje —oh, era tan sólo una ficción y ninguna de las personas de la trinidad, ni siquiera la reclusa, intimidada ante las otras por un prurito ridículo, le daba la importancia de una escapatoria juvenil, seguras de que en ningún caso podría llegar a su término; porque se trataba de un juego fraudulento y convenido, una especie de asueto de la reclusa (incomunicada desde el final de la guerra) que las otras dos (usufructuaria y celadora) tenían a bien tolerar con esa mezcla de paternal severidad y condescendencia con que se observa y sigue el intento de fuga de quien, víctima de su desesperación, no intentará a la postre sino volver a la celda que le libera por la renuncia de tantos anhelos imposibles— me vi finalmente sentada en la cuneta de una carretera desierta o en el andén de una estación del absurdo, antes o después de Macerta, confiesa, turbada y sin fuerzas para prolongar un instante más una decisión contraceptiva y tratando de explicar a un factor somnoliento (envuelto en lágrimas, perfumes de hollín y aromas de vino) las últimas consecuencias y el primer y más inmediato remedio (todos los trenes pasaban a medianoche) contra un mal adquirido en los últimos días de la guerra, en un laberinto de pasillos caóticos y bombillas parpadeantes, habitaciones estrechas y camas enormes, viajes en camión y palanganas sucias y disparos entre los matorrales, a lo largo de aquel viaje interminable al corazón de la sierra. Un día, fue a instancias de aquel mismo factor desquiciado y compasivo o fue tal vez un cochero que me esperaba dormido en el pescante desde el día de mi conversión, llegué en mi desesperación a alquilar una tartana que había de llevarme hasta el Hotel Terminus, de Ebrias, donde paraba habitualmente el ordinario de Región... Conocía el hotel, de sobra lo conocía y lo recordaba tan bien como para sospechar que en el momento en que tuviera fuerza suficiente para empujar la puerta y hacer sonar los cascabeles colgados del dintel habría logrado cerrar el ciclo de crecimiento de una persona que hasta entonces sólo había sabido hacer brotar una flor malsana entre apasionados y fétidos cultivos. Era mejor dejarla morir. Al otro extremo de la calle y en la acera de enfrente, esperaban las otras dos tranquilamente, seguras de que unos pasos antes de la puerta del hotel su insensata decisión se habría venido abajo: “Pobrecilla; no tiene remedio”. Porque no era una decisión lo que echaban de menos sino falta de fe, un mínimo de confianza de que con aquello que iba a buscar en el vestíbulo del hotel habría de cerrarse (o abrirse) el nuevo paréntesis. A través de la puerta vi entonces al conserje, sólo asomaba su cabeza blanca por encima del pequeño mostrador, que con unas gafas en la punta de la nariz leía un periódico local en un vestíbulo fresco, sombrío y solitario... Dios mío, ¿quién era aquel conserje?, ¿por qué, sin apartar la mirada del diario, me hizo de pronto desfallecer, sentir la futilidad de mi quimera y volver vertiginosamente al punto de partida, mientras las otras dos personas en el extremo de la calle se volvían de espaldas, triunfantes y discretas, para disimular su alegría aprovechando un gesto con el que se apiadaban de mi vergüenza? Ni siquiera si se hubiera tratado del burdel habría logrado interponer entre ella y las dos personas que esperaban en la acera de enfrente aquella barrera infranqueable que la se parara definitivamente de una conducta decente. No, no había la menor posibilidad de degradación, no tenía la menor fe en la perversión, es lo que me vino a decir el conserje, frente a la escalera de madera barnizada; sin duda que no me faltaba resolución para desertar de la decencia, del orden y de los escrúpulos pero me faltaba valor, capacidad de sacrificio y la lucidez necesaria para abrazar el credo canalla de una depravación en la que, por fuerza, me iba a encontrar sola, sin nadie que me acompañara y nadie a quien recurrir en la eventualidad de un fallo. Era lo que ellas dos me estaban diciendo con su actitud: no te juzgamos, muy lejos de eso; únicamente te advertimos que después de cruzar esa puerta ya no nos volverás a ver, eso es todo. No conozco un paso más difícil de dar y supongo que todos los que viven en un estado así, han llegado a la soledad a lo largo de un proceso lento y continuo de descomposición y ascesis porque seguramente la persona no es, capaz de aguantar ese acto de cirugía brutal e instantánea que, a lo vivo y a pocos pasos del hotel, yo pretendía ejecutar. Las otras lo sabían; no hay posibilidad de sacudirse y librarse de la educación ni de las normas ni de nada sino a una edad temprana que yo había sobrepasado; y la mujer adulta, real que le pese, ha ido incorporando a su conducta un sedimento moral que, por más que lo intente, ya no podrá arrancar sin destruir sus fibras más íntimas. Lo terrible es que es un proceso ignorado. Tras unos años de calma —travesía en calma, dominada por el temperado soplo de la conciencia— hasta el esqueleto cambia y se niega, luego, a obedecer los caprichos de la fantasía o a reconocer las doradas evocaciones de la memoria. Durante ese viaje el alma cambia y adquiere una forma —consciente o inconsciente— sin que el verdadero ímpetu de donde nació, distraído por aquel instante de plenitud, tenga participación en ella. No es sólo que el alma sea mortal sino que de verdad unida al cuerpo sólo vive dos o tres días, en un hotel de mala fama o entre unos arbustos, qué sé yo cuándo. Cuando era niña, cuando tuvo miedo. Luego, por deseo unánime, se queda reducida a eso. Sólo cuando la fiesta ha pasado y, tras un tiempo de expectación que se define por su fe en su supervivencia, el alma pretende despertar y revivir, se encuentra con un cuerpo disciplinado que desde su propio interior le dicta la prohibición de transgredir sus normas: diez o quince años más tarde se comprende muy bien: cómo la persona sale del légamo de aquella juventud totalmente limpia, desnuda e inocua, agente pasivo de una voluntad extraña que sólo la distrajo pero no la transformó en aquellos instantes decisivos que quedan depositados en la memoria con una carencia absoluta de recuerdo. Cuando comprende que ya su alma se extingue —cerca ya de los cincuenta— es preciso recurrir a la imagen, sin cara ni voz ni nombre, reducida y cristalizada en aquel éxtasis incoloro que la preserva incorrupta. Cuando, en el limite de sus fuerzas, quiso por última y definitiva vez tratar, como la Cenicienta, de eludir la vigilancia de sus hermanas para mirarse en un espejo y ver aquella cara incolora, no supo hacer otra cosa que emprender este viaje y llamar a esta puerta."
«¿Un poco más?», interrumpió el Doctor, en voz alta. «No, no, por favor.»
«Es una bebida muy limpia; le ha de sentar bien.» «No, muchas gracias. Más tarde.». . «!Quién sabe, las horas pasan en seguida:»
«¿El tiempo?»
«Entonces no hay duda: es el temor.»
«Mi padre solía decir: "¿El tiempo?, ¿dónde está eso? Querrás decir la lluvia, la lluvia...".» «¿Su padre?», preguntó el Doctor.
«Jamás supo nada de mí. No se preocupó demasiado de mi persona, por lo cual le tengo que estar muy agradecida. Ni siquiera lo aparentaba y antes que otra cosa renunció a mi fotografía, la maleta atiborrada de papeles y mapas y brújulas. Le aseguro que eso no me produjo más que tranquilidad, nada de resentimiento. Pero da igual. No sé tampoco si empezó en esta habitación o si fue en el primer piso del hotel de Ebrias, también me da igual. Una mañana cerca ya del mediodía desperté al fin rodeada de un silencio y una calma anormales, un campo frío, apacible y luminoso, sumido en esa extraña paz rural que sólo puede producirse en los días de combate. Se había prolongado mi sueño hasta más tarde que de costumbre, invadida de una pereza que nace de tantas horas de ocio y cama, de tantas camas sin hacer y tanta ropa sin lavar y tanta sábana sin orear y que sólo fui capaz de superar por culpa de aquel inquietante silencio. Cuando abrí los postigos —y los pasos que se precipitaban por la escalera de tarima y el eco de las descargas y los motores jadeantes que resonaban aún en mis oídos— olvidé todos mis recelos porque mi atención quedó distraída por una pareja de perros pordioseros que se olfateaban mutuamente, más allá de la cerca de piedra que limitaba la pequeña huerta de la casa, en una pradera apagada de color por el frío, con pequeños montones de nieve helada y sucia, donde habían extendido, para secarlas, unas prendas recién lavadas y unas sábanas muy blancas. Sin que yo lo supiera, en un instante de distracción, volví a encontrar la tranquilidad perdida ante un temor pecaminoso traído a colación por un procedimiento incomprensible: una ropa tendida a secar que —y entonces me llegó el tufo de nuestra habitación, cerrada durante tantos días— me hablaba de nuevo del orden samaritano del que yo creía haberme distanciado para siempre. No puedo decir otra cosa sino que en aquel momento crucial de la transformación, cuando todo mi cuerpo parecía preparado para abandonar la crisálida, después de consumado el inmundo y grotesco proceso que ha de transformar los misterios adolescentes y las grandes palabras de la juventud y los deseos imaginarios y el déficit de pasión, por medio de una ilusión manquée, en el receptáculo de un instinto suicida (y tal vez ridículo pero sin duda intrascendente), toda mi razón se hallaba ocupada por unos perros de majada que iban a pisotear unas sábanas recién lavadas. Cuánto tiempo permanecí asomada al frío de la media mañana, apoyada en el antepecho observando cómo se perseguían, se abatían e intentaban morderse y montarse en un juego procaz e inocente que sin duda me atraía y fascinaba tanto como el recuerdo prohibido de una edad repentinamente remota y virtualmente heroica —esto es, que queda registrada en la memoria unida y motivada por una intención heroica, aun cuando no fue así— como la inesperada estampa de un instinto que —entre personas o entre Perros— no podía ser ni grosero ni punible sino por la amenaza que representaba al orden doméstico materializado en aquellas sábanas tan blancas que transparentaban en azul las sombras de la hierba. Quiero acordarme de las otras cosas y apenas puedo: cómo —haciendo un gran esfuerzo— media docena de caballerías eran cargadas al caer el día en la esquina de la casa, frente a los corrales, por un burrero que encinchaba las alforjas y las cajas bajo la mirada vigilante de un hombre enfundado en un capote militar y cubierto con un pasamontañas que sólo dejaba asomar la punta del cigarro; cómo a las primeras horas de la noche emprendían el camino de la montaña, encabezados por el centinela, quizá el mismo que vigiló y presenció, apoyado siempre en un umbral ubicuo, mi iniciación al misterio, con las manos en los bolsillos, el cigarrillo en la boca y la carabina cruzada bajo el capote, y cerrados por el peón somnoliento que se bamboleaba en el último borrico. Cuánto tiempo permanecí absorta y ensimismada, encerrada en aquella casa, sin poder apartar la imaginación de aquel viaje atroz a quién sabe qué apartada breña de la montaña, en las noches heladas de enero, sin poder distraer un pensamiento herido pero atraído y casi hipnotizado por, el arañazo horizontal que el borde armado de las alforjas y la vara del burrero —como si para aquella ascensión necesitaran esos últimos instantes de contacto con la casa— estaban profundizando en la pared enjalbegada y desportillada, a un metro del suelo; estoy segura de que mi conciencia —sin confesarlo— veía a través de las luces abismales y fosforescentes del alma un rasguño semejante, a la altura del bajo vientre, producido por una caravana de fugitivos. ¿Me parecería yo a la tapia, me condenaría a su misma quietud y abandono, cuando no otra cosa que un rasguño es el testimonio de los hombres que la habitaron y se fugaron?; estoy también segura de que, entre silenciosas recriminaciones {como aquellas explosiones de los combates mañaneros que al no ir acompañadas de ruido no parecían terminar nunca, una conciencia apegada a las costumbres trataba de ofenderme y avergonzarme con aquel arañazo horizontal, única muestra de su paso por mi cuerpo pero —lo que es peor— también lo único que se habían llevado, distraídamente, unas motas de polvo y cal, en su largo exilio. Y abundando en ello, sintiendo cómo en mi interior fructificaba la semilla de una premonición funesta que en lo sucesivo habrá de dominarme siempre con un saber cobarde y canalla que no necesita de la experiencia para estar en lo cierto, con la anuencia del destino —y su afán por la irrevocabilidad— y del sentido del deber y de la decencia que se oponen —y así justifican la dureza de su regla— a la tendencia que todo cuerpo tiene hacia la corrupción, una vez que ha conocido el limite de sus fuerzas, hasta que decidí llamar a esta puerta para preguntar: