Authors: Juan Benet
Pero no le dijo cómo aquella tarde de finales de septiembre había perdido a María Timoner. No la había encontrado en la clínica, la misma noche del escándalo. No había encontrado su equipaje ni unas letras ni una razón en la conserjería. Fue a la fonda donde sus maletas estaban cerradas; tampoco supo nada de ella. Pero la cita seguía en pie, en una encrucijada a donde llegaba la vista si se asomaba al balcón de su cuarto. Y asomado al balcón dejó transcurrir un par de horas, tres o cuatro. Llegó el coche que tenía apalabrado, subió sus maletas excepto una y fue andando hasta el cruce donde esperó sentado sobre una cerca hasta que se hizo de noche. Cerca de la medianoche no supo esperar más; subió al asiento trasero y le dijo al conductor: «Adelante, ya le diré por dónde». Le obligó a abandonar las carreteras, a cruzar los arroyos, a seguir los caminos de herradura. «Adelante, adelante», decía, sentado en el asiento de atrás, con los brazos apoyados en el delantero. Al cabo de tres días comprendió la verdad, el' coche detenido en un prado junto al Tarrentino, y quizá de labios de aquella barquera que le obligó a desistir y abandonar la búsqueda. «Olvídate de eso; olvídate de eso y vuelve a Región» le pudo decir, con los pies metidos en el agua negra. Comprendió el Doctor entonces que hay una clase de deber que sólo se puede amortizar con despecho, el sacrificio no basta. Apenas conocía a la familia que habitaba la caseta; hizo detener el coche frente a la barrera del ferrocarril —que por no funcionar nunca siempre estaba cerrada— y dijo al conductor que como se trataba de una parada muy breve no valía la pena detener el motor. Los padres se vieron tan sorprendidos que apenas supieron responder: «Es su hija, ¿no? Es mayor de edad, ¿no? Me acepta como esposo, ¿no es así? ¿A qué esperamos entonces?». Ni siquiera sabía cómo se llamaba. Sólo le hizo tres preguntas: cómo se llamaba, si había pozo en la caseta y si le gustaba la sopa de berza.
—Pero ¿ahora mismo? —preguntó el padre.
— Ahora mismo. ¿A qué vamos a esperar a mañana? —Luego dijo aquello que resolvió todas las indecisiones de los padres—. Tengo un coche que está esperando a la puerta.
—¿Un coche de caballos?
—No es de caballos. Es un coche moderno que está esperando a la puerta. —Entonces podremos ir todos, si el Doctor no tiene inconveniente. —Naturalmente —dijo el Doctor.
Apenas tenían nada que coger. El objeto de más valor era un costurero que subieron a la baca del coche, junto con una maleta atada con cuerdas. Los tres se acomodaron en el asiento de atrás, sorprendidos y tiesos, sin atreverse siquiera a cerrar las portezuelas.
—A Región —elijo el Doctor.
—Qué suerte tienes, hija; ir en coche tan joven —dijo la madre. —No ocurrirá dos veces —dijo el padre, con acento sentencioso.
—Procuraremos que no —respondió el Doctor. Y añadió—: De prisa a Región.
Viajaron con la boca abierta, sin mover un dedo. La joven se sentó entre sus padres, inmóvil y pálida, la mirada fija y la expresión absorta, un tanto anhelante. Cuando el coche s$ detuvo sólo supieron mirar al Doctor con gesto interrogante y cierto temor; no se atrevían ni a abrir las puertas.
—No hace falta que salgan. Es cosa de un momento —dijo el Doctor, frente al Ayuntamiento. —Qué suerte, hija, a tus años y en coche.
—¿Hemos llegado ya?
La siguiente parada fue frente a la parroquia. —¿Hemos llegado ya?
—Salgan ustedes, es cosa de poco tiempo. Usted también —le dijo al conductor.
Tardaron cosa de media hora; los padres estaban impacientes por subir de nuevo al coche. Sólo cuando el Doctor retuvo a la joven por el brazo, su madre pareció comprender la razón del viaje.
—Y ahora, ¿qué va a pasar? —preguntó. —Ustedes volverán a casa.
—¿Y qué va a ser de nosotros?
—¿Y cómo vamos a volver a casa a estas horas?
—Volverán a casa en el coche —repuso el Doctor—. Usted les llevará ahora mismo, ya sabe dónde es —repitió, dirigiéndose al conductor.
—Eso ya es otra cosa —dijo el padre. —Hay que ver, un viaje en coche.
—Dos, mujer, dos —erijo el padre, lacónicamente. Ni siquiera fueron capaces de volver la cabeza cuando el coche se alejó; se habían olvidado de despedirla y besarla y se llevaban de vuelta el pequeño ajuar, el costurero atado con cuerdas a la baca del automóvil.
Aquella noche no la llevó a la nueva casa. Lo hizo al día siguiente, por la tarde; la empujó dentro de la habitación donde cosía su madre, sentada en un alto sillón de madera, muy tieso, especial para su reuma y que el Doctor había mandado fabricar a un ebanista del pueblo. No hizo más que la presentación: «Aquí te presento a la señora Sebastián», dijo y salió.
«Le voy a decir en pocas palabras lo que yo creo que es el tiempo», dijo el Doctor, aquella misma noche: «es la dimensión en la que la persona humana sólo puede ser desgraciada, no puede ser de otra manera. El tiempo sólo asoma en la desdicha y así la memoria sólo es el registro del dolor. Sólo sabe hablar del destino, no lo que el hombre ha de ser sino lo distinto de lo que pretende ser. Por eso no existe el futuro y de todo el presente sólo una parte infinitesimal no es pasado; es lo que no fue. Por eso sólo puede ser lo que su imaginación no previó. La imaginación es una facultad que sólo se da en las criaturas que tienen destino no para luchar contra él sino para negárselo a sí mismos. Quiero ver cómo en un momento de nuestra historia nuestros padres tuvieron un sueño, un sueño de gente educada. Veinte o treinta años más tarde despertaron con el estruendo de las radios y el anuncio de la guerra. Cuando sumidos en aquel sueño se insinuaron los primeros síntomas de la Ruina se debió comprender que el destino y el tiempo, una vez más, se habían negado a financiar una inversión que sólo en Teruel, en el Ebro o en el Puente de Doña Cautiva podría ser amortizada.»
No lo sé —podía haber replicado ella. Pero la noche había empezado a refrescar; había descorrido la cortina de nuevo y el resplandor del jardín iluminado por la luna introdujo una cierta fosforescencia en la habitación. Sin que el Doctor la ayudara logró, con bastante esfuerzo, abrir el ventanal. Es verdad —pensó al contemplar el abandonado jardín— cómo en estos últimos días de septiembre el aroma cambia y, de pronto, tras esa desconcertada barahúnda del verano, el campo calla. Cómo parece recluirse en sí mismo e inmovilizarse en la cautela mesmerizada por la amenaza del invierno. Se diría que hasta los chopos contienen la respiración, antes del escalofrío que les arrancará el follaje. Qué rara y contradictoria sensación de calma y tregua para el alma que todo lo ha sacrificado —no el cuerpo— por volver a sentir una reminiscencia de aquel alborotado sentir que nació en estos lugares; y qué no daría esa alma por trocar la memoria —transformada en obsesión por una razón torticera— en la savia suficiente para reproducir el extempóreo brote de aquel vertiginoso presente tan intemporal, fugaz y apasionado que nunca pudo, transformarse en pasado.
«¿No cree que exagera, doctor?»
Una discreta explosión de risa surgió entre los arbustos, desvanecida en el aura plateada de la noche en mil destellos fugaces con que pareció acompañarse, en el momento de su instantánea fusión, para iluminarse a sí misma (un traje pálido y suelto con el que destemporalizarse en el otoño asexuado de un jardín abandonado) con la iridiscente inocencia de una visión, paradoxalmente perdurable y pasajera, carente de estigmas y de edad.
«Estas noches son traidoras. Ese viaje... ya ve que no se lo aconsejo.»
«Yo creo que exagera, doctor. Si usted hubiera vivido ese presente en el que ahora no cree, ahora no tendría miedo. Quizá el miedo es lo de menos: hay algo antes que él que puede procurar la fuerza suficiente para saltar por encima de él. O para olvidarlo. O algo que no es el miedo pero que lo está pidiendo a gritos. Hay algo de cierto en lo que usted dice pero no es eso lo terrible; lo terrible es que el pago de un presente, que no fue tiempo, ha de hacerse en edad. 0 acaso es el valor de una misma divisa, en dos monedas distintas, una muy fuerte, la otra... apenas más valiosa que el papel que la representa. No lo sé. Parece que el cuerpo debía haber aprendido a asimilar el paso de los días (desde delante del jardín en sombras, al otro lado del ventanal, su voz parecía acompañada de una sutil y emotiva fluorescencia que llegaba a iluminar su cara cuando la palabra "se le pegaba a la garganta") hasta el punto que fuera superfluo llenarlos con un sentimiento, un deber o una memoria. En realidad el presente es muy poca cosa: casi fue todo. Quiero recordar que entonces no había cumplido los veinte años. La guerra civil nos sorprendió en un momento del que —no sé por qué— cabía esperar más alegría que la que esa edad acostumbra a traer consigo. No, no era despreocupación. Dos o tres años antes había abandonado el internado de las Damas Negras y ese plazo es más que suficiente para comprender que todo lo que nos habían enseñado a respetar, eludir o temer era cosa exclusivamente nuestra. Porque la joven que al abandonar el colegio religioso tiene que enfrentarse con un mundo ante el que la educación se ha quedado corta rara vez, si no es para incorporarse al orden burgués por la vía del matrimonio, puede conformarse con los valores recibidos. Tampoco era rebelión, ni siquiera inconformismo sino, en todo caso, una suerte de insuficiencia pedagógica que empezaba en el vocabulario y que había de traducirse en ese crédulo y risueño papanatismo al que es sensible el más tosco ganadero de pueblo, agasajado y paseado por la capital' en virtud de un concurso rural. Porque al abandonar aquel colegio no éramos más que unas señoritas provincianas que abrían sus ojos ante un mundo muy distinto al representado por esa educación; esa falta de localidad crea en el adolescente una especie de estrabismo social que le impedirá, al principio, hacerse cargo de su situación en una época que pueden no llegar a entender nunca. Seguramente fue eso lo que provocó en mí, hasta muy entrada la guerra, esa sensación de ser, en medio de una compañía de grandes actores acatarrados, un comparsa meritorio, chillón y vocinglero y que, incapaz de sacudirse su propia inhibición, nunca llegará a entender el argumento de una comedia cuyas situaciones y chistes conoce de memoria. La mujer de esa edad y de ese medio pocas veces se encuentra desplazada en una sociedad en la que acostumbra a mirarse y encontrarse como en un espejo. Pero en mi caso yo carecía de esa sociedad, el espejo no hacía sino proporcionar una imagen desfigurada y grotesca que de ser cierta no podría representar más que un papel bufo. Yo no volví con mi padre sino con una tía suya, diez o doce años mayor que él, que aún habitaba la casa de sus mayores. En aquella casa también había vivido rni padre de estudiante y allí volvió —cuando ya no quedaban más que dos tías— un verano de 19... a estrenar su primer uniforme de cadete. Allí nací yo y allí murió mi madre. Aunque siempre viví distante de él necesité muy poco esfuerzo para comprender que la carrera de un militar, educado entre aquellas paredes y bajo aquellas miradas, debía tarde o temprano trocarse en despecho, un apetito de regeneración que el país se ocuparía de transformar en venganza y destrucción. Pero lo que mi padre salió a buscar una mañana de caza de 1925 cuando yo salí del colegio no daba pie ni para organizar un baile de disfraces, de carácter retrospectivo. Quiero decir que aunque educados en el mismo medio y regados por la misma sangre aquello que para la generación de mi padre constituía la esencia de su orgullo y el código de su honor para nosotros no era más que objeto de sorna. La educación que, por la vía del despecho como por otra vía cualquiera, había pasado a formar parte de ini padre no era para mí más que una cáscara inútil y enojosa de la que a todo trance tenía que despojarme para recibir el sol de mi tiempo. Ni que decir tiene que las relaciones sexuales, o la forma de encararse con ellas, forman el primer capítulo del nuevo manual; ni que decir tiene que la Región que yo conocí, a los diecisiete años, era una ciudad mucho más simple que la de mis padres, desprovista de toda aquella prolija, peregrina vestimenta con que el orden arcaico había adornado sus usos. Yo creo que veinte años atrás no hubiera sido lo mismo ni mucho menos, la amistad con Juan de Tomé no tenía por qué haber desembocado en el preámbulo de una aventura del sexo; pero en mi tiempo era así, la nueva relación entre los dos sexos no era sino la eliminación de todos aquellos ritos y sacrificios que sin duda conducían al matrimonio pero que tampoco fueron sustituidos por otra cosa. De forma que esa amistad era imposible si no conducía, igual que antes, sin ritos ni solemnidad, al matrimonio. Fue un momento un poco ciego; el hombre joven que se creía liberado no sabía ahora, qué hacer con sus manos ni con una libertad a la que no se había preocupado de buscarle ocupación. ¿O es que las excursiones en coche y los domingos en una casa de campo eran todo el premio de aquella nueva libertad? Porque en definitiva no había sino eso: el coche de un privilegiado, como aquel monstruo que Eugenio Mazón sacó de nadie sabe dónde, una merienda entre las encinas, una casa en el monte donde vivía un matrimonio de edad que cuidaba de él y siempre el fantasma, sólo el fantasma, de nuestra libertad sexual al fondo. Cuando yo le vi por primera vez, aquel verano que estalló la guerra, era una especie de sátiro triste refugiado en su bosque sabino, carente de todo salvo de tutela y —se diría— atormentado por una reciente erupción de masculinidad. No sé si se hará usted cargo de cómo para la joven que apenas lleva dos años en el mundo tratando de saber cómo disipar el calor que ignorante está acumulando mientras la educación y el ambiente familiar callan, toda esa sociedad sin cánones, esas vidas sin norte y todos esos deseos carentes de ambición, sin otra directriz que la de consumirse en el momento y el lugar donde nacen, prevalecerán en su ánimo con mucho más entusiasmo que las sensatas reglas de la razón burguesa. Semejantes abismos y tales antinomias sólo se pueden producir en la adolescencia, esa edad "en la que a nuestro parecer basta nombrar una cosa para creerla pero se creerá sólo lo que embriaga el alma y con frecuencia sólo se nombra lo que no se conoce. Lo que no se conoce..., todo ese imaginario, fascinante y vertiginoso horror que el destino sitúa ante la perplejidad juvenil con el único objeto de frustrar su experiencia ulterior, de defraudar sus prospectos a fin de, al cabo de los años, lograr extraer de una juventud malvendida toda una persona formada sobre un cúmulo de decepciones. De forma que al estallar la guerra civil yo me encontraba sumida en esa combinación de curiosidad, anhelo y miedo que invade a la persona en las callejas sórdidas, ante los cartelones y símbolos obscenos del vicio, como ante la barraca donde se exhiben los horrores del génesis, las aberraciones de la naturaleza y el horrendo enigma de la perpetuación. Años más tarde, en el umbral de una habitación de tolerancia apenas iluminado por los reflejos opalescentes de los pasillos equívocos, el alma reconocerá con singular y cruel lucidez que un único miedo, un único orgullo y un único egoísmo han venido a coser tantas circunstancias heterogéneas para provocar el
dégoût
y devolver a la arena los castillos de la edad inocente. Porque apenas descubre ni se interroga ni vacila. Tan sólo, espera. Le estoy hablando del deseo; no puedo referirme a él sin asociarlo a la época de la guerra y uncirlo a las guerreras de cuero, los cristales rotos unidos con papeles de goma y protegidos con bandas de esparadrapo, las noches en el edificio del Comité de Defensa, amenizadas por el tableteo de las ametralladoras en la vega o en la sierra...