Authors: Juan Benet
Se trataba del combate que en la primera decena de noviembre libraba la División 42, a las órdenes del viejo Constantino, para despejar la cabeza de puente que el enemigo logró establecer a la altura de Doña Cautiva, habiendo llegado a cortar la carretera ¿e la Sierra. La tropa de Constantino, secundada por los fugitivos que todos los días llegaban de Región, inició el contraataque el día 5 en la dirección sur-norte sin el apoyo que la poca gente de Mazón podía prestarles si se decidían a despegarse de los voluntarios apostados en el Ferrellán y El Salvador y correr en ayuda de sus compañeros en el sentido de las aguas del río. Entre ambas fuerzas no existía otra comunicación que la que llevaron a cabo, siguiendo instrucciones de Fernández, algunos contingentes que habiendo escapado de Región eludieron el combate en El Puente haciendo uso de aquel camino. El combate, que se prolongó hasta los primeros días del año 39, fue el último que libraron los dos ejércitos, ya que a partir de él la guerra se redujo a aquellas operaciones de persecución y limpieza contra las bandas dispersas del ejército republicano que optaron por refugiarse en el monte, escondiendo las armas y enterrando la munición, y que quedaron súbitamente paralizadas antes de la victoria final por la repentina muerte del general Gamallo. Fue uno de esos contraataques masivos, lanzados con insospechado brío y sostenidos con temple, que aun cuando no pueden conducir a nada —ni siquiera en el caso de una victoria táctica— es preciso organizar y ejecutar en las horas postreras de una campaña cuyo resultado ya nada es capaz de alterar. Su objetivo inmediato era la reconquista de El Puente de Doña Cautiva y su última finalidad la eliminación de todas las fuerzas enemigas en la orilla derecha del río al objeto de agrupar y constituir un reducido núcleo de resistencia, aguas arriba de aquel punto, que lograse contemporizar hasta la llegada de una paz honorable. Pero era una idea que el vencedor no estaba dispuesto a compartir. En el mismo mes de noviembre el primer objetivo fue alcanzado, se reconquistó el puente —en la más encarnizada lucha que se libró en la provincia en toda la guerra— y las tropas republicanas llegaron a realizar una penetración de varios kilómetros por la carretera de Burgo Mediano. Y eso fue todo. Gamallo, el general rebelde, ocupó sin disparar un tiro una Región abandonada en los primeros días de diciembre y, seguro ya que había encerrado los restos del ejército del gobierno entre la montaña y el grueso de sus fuerzas, inició una campaña de usura sin preocuparse de las ganancias territoriales, dispuesto a llegar, a fuego de mortero y tiro de fusil, a las más recónditas breñas y a clavar su bandera en lo alto del Monje. Pero en esa última campaña de aniquilación las fuerzas de la República vendrán a demostrar que, en la víspera de su extinción, habían aprendido a aglutinarse en un ejército, que sabían defender la posición tan bien como su adversario y que estaban dispuestos a hacerle pagar muy caro su último antojo. Se prolongará más de lo previsto y por un nuevo sarcasmo de esa delirante guerra un accidente imprevisto frustrará su fin, impedirá la aniquilación total del vencido y detendrá a la infantería victoriosa, con el pie levantado para hollar las serranías vírgenes.
A finales de noviembre, después de la reconquista de El Puente, volvieron a encontrarse y reunirse casi todos los capitanes republicanos que desde finales de verano venían luchando aisladamente. Bajo el mando supremo de Constantino se decidió un plan de retirada hacia el norte que consistía en aceptar la batalla de aniquilación y mover el ejército con el grueso de las fuerzas en contacto permanente con el enemigo al tiempo que otros destacamentos, capitaneados por aquellos que conocían el terreno, se habían de despegar de él para despejar y mantener franco el camino de la Sierra. El plan no se, ejecutó porque la obstinación y la resistencia de Constantino convirtieron aquella retirada en una batalla inmóvil en la que, además de ser totalmente aniquilados, se vieron envueltos y perdidos, por mantener el enlace y la continuidad en un territorio tan alargado y que el viejo no quiso acortar, muchos de aquellos grupos móviles que pudieron encontrar su salvación en el monte. De forma que a la postre solamente un par de grupos muy exiguos, veinte o cuarenta personas en total, alcanzaron a contemplar el día final de la contienda, de pie en un risco (las armas ocultas en unos peñascales) observando con los prismáticos aquellas soleadas, lejanas y humeantes llanuras donde el vencedor estrenaba e imponía su ley.
Cuando en la noche del 17 de noviembre la pequeña columna del destacamento de Mazón a la que se habían unido los fugitivos, quiso vadear el río, unos doce kilómetros aguas arriba de El Puente, junto al Molino donde el curso del agua se divide en varios brazos y una presa, entre marjales y yerones, en un punto donde ya no esperaban encontrar no un enemigo sino ni siquiera un vecino, fue sorprendida por una lluvia de bengalas azules que disparadas desde la ladera de enfrente rompieron las tinieblas para descubrir fugazmente esa secreta, imperturbable y siniestra paz de la montaña, apenas turbada por la quimera destructiva de los morteros y las voces de los moros. Casi la mitad de la columna fue detenida con el agua por la cintura y abatida antes de alcanzar la orilla: los demás, deslumbrados por la fugaz iluminación, corrieron a refugiarse tras las paredes del molino, como los insectos hacia el zócalo cuando repentinamente se enciende la luz delatora, la respiración contenida, la mirada como las antenas paralizadas en un simulacro mortuorio, el dedo cerrado en el gatillo en actitud expectante. Algo después, desde la ladera en sombras, comenzó el fuego de los
howitzers
sobre el molino que a la mañana siguiente no era más que un montón de piedras sin otro movimiento que la caída del polvo, el derrumbamiento y crepitar de las vigas de madera calcinada. Todo el día 18 permanecieron —Eugenio Mazón, los alemanes y un centenar de los suyos— escondidos entre los urces, entre los crestones de cuarcita parda que normalmente bajan al río en forma de dientes de sierra, vigilando los coches disimulados por el ramaje y espiando cualquier movimiento de la ladera opuesta mientras apilaban sus peines y frotaban con saliva el cañón del fusil, a la usanza de los guardas del bosque. Al llegar la noche, de mata en mata, se fueron transmitiendo la orden de retirada, dispuestos a seguir el camino a pie después de alcanzar y superar la cota de los navarros y los moros. Volvieron a llover sobre ellos las bengalas, los espaciados, secos y flatulentos disparos que jalonaron su ascensión como los crujidos de una vetusta y podrida escalera. Durante dos días el combate se prolongó con fuego de mortero y ametralladoras pesadas cruzado entre dos combatientes que se ocultaban en las laderas opuestas. En la noche del 19 los moros cruzaron el río por el mismo punto por donde había intentado Mazón y protegidos por el fuego de elevación de los
howitzers
, asentaron sus posiciones para el ataque al molino. Pero por aquellas fechas llegó a su cenit la penetración republicana por la carretera de El Puente a Burgo Mediano y las avanzadas navarras que operaban al norte de este punto empezaron a temer su posible incomunicación por lo que demoraron el ataque para dedicar mayor atención a la vigilancia de sus líneas. La intensidad de la lucha en El Puente obligó también a Mazón a distraer su defensa para mirar hacia el sur y la llegada de ambas fuerzas, inadvertidamente, a las proximidades de un puente romano no hizo sino aumentar la confusión —exagerada por los sucesivos cruces del río que ambos bandos llevaron a cabo— de aquellos combates que se prolongarán hasta los últimos días del año. A los dos días de iniciar Gamallo el contraataque de Burgo Mediano las avanzadas navarras —que gozaban de una cierta autonomía, espoleadas por el ímpetu del meritorio— hicieron lo propio; pero mal administradas y debilitadas por la vigilancia de un sector muy extenso fueron rechazadas ante las ruinas del molino. Las dificultades para comunicarse entre los diversos sectores y la aparente holgura de medios del enemigo que hacía suponer semejante revés indujeron al mando nacional a creer que las fuerzas de Mazón, Julián Fernández y Constantino habían entrado en contacto a lo largo de una línea continua que barría más de cuatro kilómetros de frente. La firmeza ante el puente romano y el molino vinieron a confirmar una hipótesis que de acuerdo con los principios de la batalla de aniquilación, se tradujo en el refuerzo de la avanzada con una brigada de moros y varias piezas Schneider del 15,5. El día 5 de diciembre se reanudó el ataque al molino, a lo largo de dos líneas convergentes que partían de las posiciones en el puente romano. El día 7, al atardecer, los moros cruzaron de nuevo el río a bragas enjutas mientras los alemanes que ocupaban la carretera de Región eran atacados frontalmente y obligados a retirarse por la misma senda que una quincena atrás había utilizado Mazón. Era un atardecer despejado y frío cuando el sol se ponía tras las cumbres después de la silenciosa explosión que parecía disipar la guerra: un golpe de brisa se había llevado —definitivamente hacia el sur— el eco de los disparos y la metralla para restaurar el rumor del agua y (mientras el céfiro ondulaba los capotes caídos) los ladridos «irreales, sonoros y regulares, timbrados por esa triste y resignada desolación»
[2]
con que los perros se llamaban y buscaban, de serna en serna y de ruina en ruina, para reanudar el coloquio que el fuego había momentáneamente interrumpido.
Estaban los alemanes descansando tras unos arbustos cuando oyeron muy lejos —quizá más lejos de la realidad porque aquel sonido apagado, que parecía flotar en su propio eco suspenso, venía timbrado por otra lejanía que la de la distancia—, más allá de las lomas vespertinas y más allá del imaginario instante roto y mutilado por mil explosiones pasadas, voces y gritos y restos de canciones irreconocibles que parecían subir a las alturas en un fugitivo minuendo, el último eco de la agonía que el viejo e inmóvil gramófono en equivocada rotación había arrancado de las aguas rumorosas y las ramas silbantes, del plateado sueño de los guijarros y los susurros de las hoces, el aliento de aquella belicosa Sierra que al cabo de diez siglos volvía a ser hollada por los mismos intrusos que vinieron a acuchillar a los caballeros rubios con sus aceros curvos y sus lanzas de fresno y que hoy repetían su misma algarabía, con ruido de ferralla y música de arrabal, para acompañar el definitivo rictus de la muerte. Durante toda la noche se sucedieron los combates: avanzadas de moros bajo sus amplios capotes que sólo sabían correr encorvados y que la noche vomitaba, embriagados de coñac y griterío, para abandonarlos ante las tapias del molino, ametrallados por esa ráfaga de una Vickers que, tras el primer instante de aturdimiento, los devolvía a la serena quietud de la muerte. Grupos de dos y tres que trataban de alcanzar el portalón; cubriéndose tras los cadáveres de sus compañeros, amontonados sobre ellos como los sacos de grano bajo la luna en la era batida por el fusil del alemán. Hasta que a la hora del alba todo calló otra vez, las voces, los disparos, el eco propio de la guerra que más que de las bocas de fuego parece salir de la misma tierra, deseosa de participar en el estruendo como el público vocinglero de un espectáculo obsceno, para dar paso a ese atónito instante de calma que (al compás de los amargos, lejanos y desafinados acentos del viejo gramófono —el borbollar del agua unido al canto de despertar de los últimos pájaros del año escondidos entre los salgueros—) sólo en el seno de una guerra es posible disfrutar. No eran
shrapneds
sino disparos de perforación (las piezas Schneider de tiro rápido que nadie sabía entonces ni de dónde ni para qué tiraban) que rebotaban mansamente en la terca e inamovible topografía demasiado dormida para despertar por tan superficial barahúnda, que comenzaron a caer sobre el terreno recién conquistado por sus legiones. A la mañana siguiente, tras un repliegue de cobertura, embriagados por un coñac barato y alentados por el frecuente e inútil apoyo artillero, trataron de nuevo de forzar la entrada de las ruinas y desalojar a los alemanes y los hombres de Mazón —reconfortados por unos sorbos de alcohol y unas pastillas de tabaco que encontraron entre las calzas de los cadáveres— de su reducto. Un cerrado grupo de ellos —los turbantes amarillos, los capotes colgantes, las ingrávidas pisadas— avanzó hacia él clavando una mirada invisible pero palpable; disparó una ráfaga entera, sin mirar apenas, hundiendo la cabeza de la culata tras el orgasmo del plomo veloz cuya trayectoria —y trepidación— era casi capaz de sentir hasta que las balas se perdían entre los paños colgantes; pero cuando de nuevo levantó la vista el grupo se incorporaba, ante el cañón caliente, como una emanación y materialización del humo mágico. Disparó de nuevo dos veces, bajando la mira, haciendo saltar la tierra a treinta metros de él pero cuando el eretismo cesó, al disiparse la neblina del humo apareció el grupo blanquecino, las cinco figuras encorvadas con la misma imperturbable, quizá estática, y contradictoria actitud de avanzar. Entonces se puso a gritar; se irguió sosteniendo el Bren; unas últimas balas, como el postrer estertor de un animal que trata de mantenerse tras el colapso, salieron del cañón para clavarse en el suelo cerca de sus pies hasta que soltó el arma y echó a correr hacia ellos, arrastrando los pies y gritando en alemán, tropezando con los capotes, las cabezas y las escorzadas miradas que después de la muerte seguían interrogándose acerca de un grotesco y ridículo yo. Cuando apuntó el alba del día 9, con, el ronquido de un motor ralentizado que aguardaba en la carretera, apareció la figura de un hombre harapiento y sucio, con un naranjero bajo el brazo, sobre las ruinas del molino. Con pasos cansados pero sin prisa —en la carretera apareció otro que silbó y agitó los brazos para llamarlo— fue levantando los cadáveres con la punta de la bota para darles la vuelta y pasar sobre ellos con cuidado de no pisarlos, apartando las piedras de los muros demolidos —casi transparente, ese primer color virgen del día que tras doce horas de descanso nocturno acierta a despejarse del polvo milenario—. El cadáver se hallaba tendido en la orilla y cubierto de barro, con los pies en el agua. Un perro famélico de color de lana le olfateaba con el hocico entre sus pantalones. El perro gimió un breve lamento se desvaneció en el vacío glauco del agua y el alba. Lo sacó del agua, lo volvió de cara y lo acostó en la hierba helada. Con un poco de agua del río le lavó la frente, le sacudió el barro y le atusó el pelo. Quiso estirar sus brazos y trató de cerrarle los ojos; luego, acercándose a su oído, le dijo algo muy bajo, en alemán. Su cara se había aligerado; con la caída del pómulo y la boca entreabierta su gesto se había vuelto tenebroso y sus ojos verdes y turbios habían perdido la serenidad para contemplar hipnotizados —sesgados por esa secreta y supina aquiescencia con la muerte— el vértigo donde había desaparecido. Giró su cabeza para encontrar de frente la mirada sosegada pero sus ojos esquivaron su intención, clavados y vitrificados en el punto fijo que la muerte les había asignado. Otra vez le habló en alemán y quiso besarle, pero no pudo sentirlo próximo ni su pensamiento logró acercarlo. Entonces llegó hasta él el tufo que el perro había dejado sobre el cadáver. Se levantó con calma, después de pasar la palma por su cara, quitó el seguro del naranjero y se volvió al río para lanzar un agudo y sostenido silbido. El perro levantó las orejas detenido un instante entre interesado y receloso, sin saber si dar crédito al nuevo y dudoso amigo. Luego dio un salto, levantando y echando hacia atrás las patas traseras, para desplomarse boca arriba con todo el cargador en el lomo mientras el tableteo se repetía en un tono más grave ascendiendo hacia las laderas con el vaho de las aguas.